Entre los presentes había una enorme expectación por lo que estábamos haciendo. A pesar de nuestras reiteradas negativas, el capitán Glauser-Röist se vio finalmente en la obligación de explicar las azarosas aventuras que habíamos vivido hasta entonces, omitiendo, sin embargo, todos los detalles importantes y los relativos a la hermandad de los staurofílakes. No nos fiábamos de nadie y no era una locura pensar que en aquella agradable asamblea pudiera haber algún miembro infiltrado de la secta. Tampoco explicó —y eso que se le solicitó repetidamente— el contenido de la prueba que íbamos a llevar a cabo en Atenas esa misma noche. En el avión, durante el viaje, habíamos comentado la necesidad de mantener el secreto, ya que la inocente intromisión de cualquier curioso podría dar al traste con el objetivo. Quien sí lo conocía, naturalmente, era Su Beatitud Christodoulos, y también alguna otra persona del Sínodo cercana a él, pero nadie más podía saber que al anochecer de aquel día, tres peculiares corredores con mas traza de bibliotecarios que de atletas —al menos, dos de ellos—, se dejarían el sudor en el suelo ático para ganar el derecho a seguir jugándose la vida.
Fuimos invitados a una magnifica comida en un salón reservado del hotel y disfruté como una niña de la
taramosaláta
[35]
, la
mousaka
[36]
, la
souvlákia
con
tzatzíki
—un combinado de pequeños trozos de cerdo asado aderezados con limón, hierbas y aceite de oliva, acompañados por la famosa salsa de yogur, pepino, ajo y menta—, y del original
kléftico
[37]
. Mención aparte merecían los panes griegos, incomparables, hechos con pasas, hierbas, verduras, aceitunas o quesos. Y de postre, un poco de
fréska froúta
. ¿Se podía pedir algo más? No hay cocina mejor que la mediterránea y Farag lo demostró comiendo por tres o por cuatro.
Cuando, por fin, quedamos libres de protocolos y los popes barbudos se hubieron marchado tuvimos que ponernos a trabajar a toda prisa porque aún quedaban muchas cosas que hacer. Su Beatitud Christodoulos quiso quedarse con nosotros toda la tarde, viendo cómo preparábamos la prueba y organizábamos la carrera pero, en contra de lo que pudiera parecer, la presencia de tan eminente personaje no resultó un estorbo sino todo lo contrario, porque, en cuanto los miembros del Sínodo y los obispos de la Archidiócesis desparecieron, Su Beatitud demostró un espíritu jovial, juvenil y deportivo que superaba con mucho al de Farag, el capitán y el mío juntos.
—¡Tengo que prepararme para los Juegos Olímpicos del 2004! —no cesaba de repetir Su Beatitud, orgulloso y encantado de que Atenas hubiera sido elegida como sede olímpica después de Sidney.
Su Beatitud nos contó que los primeros Juegos de la Era Moderna tuvieron lugar en Grecia en abril de 1896, tras más de mil quinientos años sin celebrarse. El ganador de la carrera de maratón fue un pastor griego de 23 años y de apenas un metro sesenta de estatura llamado Spyros Louis. Spyros, considerado desde entonces como un héroe nacional, recorrió la distancia que separaba la localidad de Maratón del estadio olímpico de Atenas en dos horas, cincuenta y ocho minutos y cincuenta segundos.
—¿Pero era un corredor profesional? —pregunté, interesada. Yo tenía el íntimo convencimiento de que no iba a poder superar aquella prueba y ese convencimiento era algo más que una duda o una inseguridad. Simplemente, sabía que no podría recorrer jamás treinta y nueve kilómetros. Era empírica y cartesianamente imposible.
—¡Oh, no! —respondió Su Beatitud con una ancha sonrisa de orgullo—. Spyros participó en la carrera por pura casualidad. En aquel momento, era soldado del ejército griego y su coronel le animó a participar a última hora. Sí, es cierto que al parecer corría bien, pero no había recibido entrenamiento ni preparación. Simplemente, echó a correr por patriotismo, para que hubiera algún griego corriendo en la más importante de las carreras griegas. ¡No íbamos a dejar que ganara un extranjero!
Spyros no recibió, sin embargo, ninguna medalla de oro por su hazaña porque en aquellas primeras Olimpiadas todavía no se entregaba este galardón a los campeones. Sin embargo, obtuvo una pensión mensual de 100 dracmas para el resto de su vida y pidió, y recibió, una carreta y un caballo para trabajar en el campo.
—Pero ¿saben lo mejor de todo? —añadió orgulloso Su Beatitud—. Cuarenta años más tarde fue el abanderado de la delegación griega en la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, y puso una corona de laurel, símbolo de la paz, en las manos de Adolf Hitler.
—Bueno, pero no era atleta, ¿verdad? —insistí.
—No, hermana, no. No era atleta.
—Pues si no era atleta y tardó casi tres horas en recorrer los treinta y nueve kilómetros de la carrera, ¿cuánto podemos tardar nosotros? —quise saber, mirando al capitán.
—No es tan sencillo, doctora.
La Roca abrió una libreta de notas del tamaño de una cartera de bolsillo y fue pasando hojas y más hojas hasta que dio con lo que buscaba.
—Hoy es 29 de mayo —empezó a explicar—, y, según los datos aportados por la Archidiócesis, el sol se pondrá en Atenas a las 20.56 horas. Mañana, 30 de mayo, el sol saldrá a las 6.02 horas. De modo que disponemos de nueve horas y seis minutos para completar la prueba.
—¡Ah, entonces sí! —exclamó Farag, lleno de entusiasmo y, era tanta su animación, que todos nos volvimos, sorprendidos, a mirarlo—. ¿Qué pasa…? ¡Es que creí que no podría realizar esta prueba!
Él, como yo, había guardado hasta ese momento su temor en secreto.
—Yo estoy segura de que no podré.
—¡Oh, venga, Ottavia! ¡Tenemos más de nueve horas!
—¿Y qué? —salté—. Yo no puedo correr durante nueve horas. A decir verdad, no creo que pueda correr ni siquiera durante nueve minutos.
La Roca volvió a pasar hojitas de su libreta.
—Las marcas masculinas de maratón están por debajo de las dos horas y siete minutos, y las femeninas un poco por encima de las dos horas y veinte.
—No podré —repetí, tozuda—. ¿Saben lo que he corrido durante los últimos años? ¡Nada! ¡Nada de nada! ¡Ni siquiera para coger el autobús!
—Voy a darles algunas indicaciones que deben seguir esta noche —continuó la Roca, haciendo oídos sordos a mis quejas—. En primer lugar, eviten cualquier exceso. No se lancen a la carrera como si realmente tuvieran que ganar una maratón. Corran suavemente, sin prisas, economicen movimientos. Zancadas cortas y uniformes, oscilación reducida de los brazos, respiración regular… Cuando tengan que subir alguna colina, háganlo sin esfuerzo, de manera eficiente, con pasos pequeños; cuando tengan que bajarla, desciendan con rapidez pero sin descontrolar el paso. Sostengan el mismo ritmo durante toda la carrera. No suban mucho las rodillas en las zancadas y procuren no inclinarse hacia delante, intenten que el cuerpo esté en ángulo recto con respecto al suelo.
—Pero ¿de qué está hablando? —gruñí.
—Estoy hablando de llegar a Kapnikaréa, ¿recuerda, doctora? ¿O prefiere volver a Roma mañana por la mañana?
—¿Saben lo que hizo Spyros Louis al llegar al kilómetro treinta? —Su Beatitud Christodoulos no estaba por la labor de presenciar una de nuestras disputas—. Como se encontraba muy cansado se detuvo, pidió un vaso grande de vino tinto y se lo bebió de un trago. Luego, inició una remontada espectacular que le hizo volar durante los últimos nueve kilómetros.
Farag soltó una carcajada.
—¡Bueno, ya sabemos lo que tenemos que hacer cuando estemos cansados! ¡Beber un buen vaso de vino!
—No creo que, hoy día, los jueces de una carrera permitan algo así —repliqué, aún enfadada con Glauser-Röist.
—¿Cómo que no? Los corredores pueden beber cualquier cosa, siempre que no den positivo en los controles antidopaje.
—Nosotros tomaremos bebidas isotónicas —anunció la Roca—. La doctora Salina, sobre todo, tendrá que hacerlo muy a menudo para recuperar iones y sales minerales. En caso contrario, sufrirá fuertes calambres en las piernas.
Mantuve la boca cerrada. Prefería mil veces el suelo al rojo vivo de Santa Lucía que aquella dichosa prueba física para la que no estaba preparada.
El capitán abrió una cartera de piel que descansaba sobre la mesa y sacó tres menudas y misteriosas cajas. En aquel momento dieron, en algún reloj cercano, las siete de la tarde.
—Pónganse estos pulsómetros —ordenó el capitán, mostrándonos a Farag y a mí unos extraños relojes—. ¿Cuántos años tiene usted, profesor?
—¡Esta sí que es buena, Kaspar! ¿Y eso a qué viene?
—Hay que programar los pulsómetros para que puedan controlar sus frecuencias cardíacas durante la carrera. Si se exceden, podrían sufrir un colapso o, lo que es peor, un ataque al corazón.
—Yo no pienso excederme —anuncié, despectiva.
—Dígame su edad, profesor, por favor —volvió a pedir la Roca, manipulando uno de los pulsómetros.
—Tengo treinta y ocho años.
—Muy bien, pues entonces habrá que restar treinta y ocho a doscientas veinte pulsaciones máximas.
—¿Y eso? —preguntó, curioso, Su Beatitud Christodoulos.
—Las pulsaciones idóneas para un varón se calculan restando su edad a la frecuencia cardíaca máxima, que es de doscientas veinte. De modo que, el profesor tendrá una frecuencia cardíaca teórica de ciento ochenta y dos pulsaciones. Si superara este número durante la carrera, podría ponerse en peligro. El pulsómetro pitará si lo hace, ¿de acuerdo, profesor?
—De acuerdo —convino Farag, poniéndose la maquinita en la muñeca.
—Dígame su edad, doctora, por favor.
Estaba esperando ese terrible momento. Me daba igual que Su Beatitud Christodoulos y la Roca la supieran, pero me molestaba sobre manera que Farag se enterara de que yo era un año mayor que él. En cualquier caso, no tenía escapatoria.
—Tengo treinta y nueve años.
—Perfecto —la Roca ni se inmutó—. Las mujeres tienen una frecuencia cardíaca superior a los hombres. Admiten un esfuerzo mayor. De manera que, en su caso, restaremos treinta y nueve de doscientas veintiséis. Su máxima teórica son ciento ochenta y siete pulsaciones, doctora. Sin embargo, como usted lleva una vida muy sedentaria, lo programaremos al sesenta por ciento, es decir, a ciento doce. Aquí tiene su pulsómetro. Recuerde que, si pita, deberá frenar el paso inmediatamente y tranquilizarse, ¿de acuerdo?
—Por supuesto.
—Estos cálculos son aproximados. Cada persona es diferente. Según la preparación de cada uno y su constitución, los límites pueden ser variar. Así que no se fíen sólo del pulsómetro. Ante la menor señal incierta de sus cuerpos, deténganse y descansen. Bien, ahora vamos con las posibles lesiones.
—¿No podemos saltarnos esta parte? —pregunté, aburrida. Tenía claro que yo no me iba a lesionar, como tampoco iba a hacer que mi pulsómetro pitara. Me iba a limitar a adoptar un paso ligero, lo más ligero que pudiera, y a seguir así hasta que llegara a Atenas.
—No, doctora, no podemos saltarnos esta parte. Es importante. Antes de empezar haremos una serie de ejercicios de calentamiento y algunos estiramientos. La falta de masa muscular en las personas sedentarias es la causa principal de lesiones en los tobillos y las rodillas. En cualquier caso, tenemos la gran suerte de que todo el trayecto discurre por carreteras asfaltadas.
—¿Ah, sí? —le interrumpí—. Creí que la carrera era campo a través.
—¡Apuesto mi pulsómetro a que ya te veías morir en una colina, rodeada de vegetación y animales salvajes! —comentó Farag, aguantándose la risa.
—Pues sí. No creo que sea vergonzoso reconocerlo.
—Todo el recorrido es por carretera, doctora. Además, tampoco podemos perdernos porque hace muchos años que el gobierno griego pintó una raya azul conmemorativa a lo largo de los treinta y nueve kilómetros y, para mayor seguridad, se atraviesan varios pueblos y alguna ciudad, como tendrá ocasión de comprobar. Así que no vamos a abandonar la civilización en ningún momento.
La opción de perderme en el bosque quedaba definitivamente eliminada.
—Si en algún momento notan un fuerte pinchazo muscular que les deja sin aliento, deténganse. La prueba ha terminado para ustedes. Lo más probable es que tengan una rotura fibrilar y, si prosiguen la carrera, los daños pueden ser irreversibles. Si lo que sienten es un dolor normal, aunque intenso, palpen el músculo doloroso y, si está duro como una piedra, deténganse a descansar. Puede ser el principio de una contractura. Háganse un masaje en la dirección del músculo y, cuando puedan, lleven a cabo algunos suaves estiramientos. Si la tensión cede, continúen; si no es así, deténganse. La carrera también ha terminado. Y ahora, por favor —señaló, poniéndose en pie con gesto decidido—, cámbiense de ropa y vámonos. Tomaremos algo durante el camino. Se está haciendo tarde.
Una estrafalaria ropa deportiva me esperaba en mi habitación. No es que fuera ni más ni menos rara que cualquier chándal corriente, pero, al ponérmela, me vi tan ridícula que sentí ganas de enterrarme bajo tierra. Debo reconocer que, cuando me quité los zapatos y me puse las zapatillas blancas de deporte, la cosa mejoró. Y aún mejoró más cuando le añadí un discreto pañuelo de seda que introduje por el cuello de la sudadera. Al final, el conjunto no era demasiado patético y, sin lugar a dudas, resultaba cómodo. Durante los últimos meses no había tenido ocasión de ir a la peluquería, así que el pelo me había crecido lo suficiente como para sujetarlo con un coletero que, aunque quedaba un poco extravagante, al menos me permitía quitarme las greñas de la cara. Me puse el abrigo largo de lana por encima (más por tapar que por frío), y bajé hasta el recibidor del hotel, donde mis compañeros, el portero con librea verde y un chófer del Arzobispado me estaban esperando.
El camino hasta Maratón estuvo lleno de consejos y recomendaciones variadas de última hora. Deduje que el capitán Glauser-Röist no tenía la menor intención de esperarnos ni a Farag ni a mí y, hasta cierto punto, me pareció bien. La idea era que al menos uno de los tres consiguiera llegar a Kapnikaréa antes del amanecer. Era fundamental poder seguir con las pruebas y, para ello, al menos uno de nosotros debía llegar para conseguir la siguiente pista. Aunque ni Farag ni yo obtuviéramos nuestras cruces escarificadas, podríamos seguir colaborando con la Roca en los círculos siguientes.
Las carreteras griegas tenían un algo de camino rural. Ni el tráfico era excesivo ni la amplitud y calidad del firme eran como las de las carreteras italianas. Viajando en aquel vehículo de la Archidiócesis, daba la impresión de que hubiéramos retrocedido diez o quince años en el tiempo. Con todo, Grecia seguía siendo un país maravilloso.