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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (16 page)

BOOK: El último Catón
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Los problemas volvieron de la mano de nuevas oleadas de peregrinos europeos, gentes de toda clase y condición entre los que predominaban vagabundos, mendigos, ladrones, ascetas, aventureros y místicos; pintorescos personajes que buscaban un lugar donde vivir y morir. Durante los siglos
IX
y
X
, la situación empeoró y los califas de Jerusalén dejaron de ser tan magnánimos como Omar prohibiendo la entrada de latinos en los lugares santos. En el año 1009, el califa Al-Hakem, un demente con el que el Patriarcado de Jerusalén y la propia hermandad ya habían tenido serios problemas, ordenó la destrucción de todos los santuarios no musulmanes. Mientras los soldados de Al-Hakem destruían iglesia tras iglesia y templo tras templo, los staurofílakes corrieron a salvar la Cruz y la escondieron en el lugar que habían preparado en previsión de ocasiones como esta: una cripta clandestina bajo la propia basílica del Santo Sepulcro, donde se albergaba habitualmente la reliquia. Consiguieron librarla de la destrucción, pero a costa de la muerte de varios staurofílakes, que se enfrentaron, cuerpo a cuerpo, con los soldados para que sus hermanos pudieran llegar hasta el escondrijo.

El taller fotográfico de reproducción completó el bifolio 182 —el último—, la tarde del Segundo Domingo de Pascua y mis adjuntos acabaron los análisis paleográficos dos días después, a primeros de mayo. Sólo faltaba terminar mi parte, la más lenta y farragosa, de manera que se produjo una reorganización y, después de liberar a los miembros de los departamentos que ya habían finalizado su trabajo, mi sección al completo se encargó de las traducciones. De ese modo, Glauser-Röist, Farag y yo pudimos sentarnos cómodamente a leer las páginas que nos llegaban desde el laboratorio.

En el año 1054, sin que fuera una sorpresa para nadie, se produjo el Gran Cisma de la Iglesia cristiana. Romanos y ortodoxos se enfrentaron abiertamente por fútiles cuestiones teológicas y de reparto de poder (Roma pretendía que el Papa era el único sucesor directo de Pedro y los Patriarcas rechazaron esta idea, alegando que todos ellos eran sucesores legítimos del Apóstol según el modelo de las primeras comunidades cristianas). Los staurofílakes no se aliaron ni con unos ni con otros, a pesar de la insostenible posición en la que quedaban. Sólo eran fieles a sí mismos y a la Cruz y su actitud hacia el resto del mundo era de una profunda desconfianza, que se volvía más acusada con cada nueva convulsión política o religiosa.

Mientras Catón LXVI estudiaba la adopción de medidas urgentes para proteger a la hermandad de las críticas y los ataques de los que era objeto por parte de las dos facciones cristianas, Tierra Santa volvía a ponerse en pie de guerra: en la primavera del año 1097, cuatro grandes ejércitos cruzados se habían concentrado en Constantinopla con la intención de avanzar hasta Jerusalén y liberar los Santos Lugares del dominio musulmán.

De nuevo, un grupo de negociadores staurofílakes abandonó subrepticiamente la ciudad para dirigirse al encuentro de las innumerables tropas europeas lideradas por Godofredo de Bouillon. Las encontraron dos meses después, poniendo sitio a Antioquía después de haber vencido a las tropas turcas en Nicea y Dorilea. Según la crónica de Catón LXVI, Godofredo de Bouillon no aceptó el trato propuesto por la hermandad. Les dijo que la Verdadera Cruz del Salvador era el objetivo real de aquella Cruzada, cuyo símbolo ostentaban todos los soldados en sus ropas, y que no estaba dispuesto a renunciar a ella por ningún tesoro musulmán, judío u ortodoxo. Les dijo también que, puesto que los staurofílakes no habían querido unirse a la Iglesia de Roma durante el Gran Cisma, en cuanto tomara la ciudad, los consideraría excomulgados y disolvería la hermandad para siempre.

Los negociadores volvieron a Jerusalén con las malas noticias, causando verdadera desolación entre los guardianes de la Cruz. Catón LXVI convocó a todos los staurofílakes a una asamblea (que tuvo lugar en la basílica del Santo Sepulcro la noche del 3 de julio del año 1098) y les anunció los peligros que se avecinaban. Con el apoyo unánime de los asistentes, propuso ocultar la reliquia y pasar a la clandestinidad. Ese fue el momento en que los staurofílakes dejaron de existir públicamente.

Un año después, tras un mes de asedio y con la ayuda de máquinas de asalto, los cruzados tomaron Jerusalén y masacraron, en el sentido más literal del término, a toda su población. La sangre en las calles era tanta, que los caballos se encabritaban y relinchaban espantados y los soldados no podían caminar. En mitad de esta carnicería, Godofredo de Bouillon se dirigió a la basílica del Santo Sepulcro para tomar en sus manos la Vera Cruz, pero no la encontró. Ordenó que todos los staurofílakes que hubieran sobrevivido fueran llevados a su presencia, pero no se halló a ninguno. Sometió a tortura a los sacerdotes ortodoxos hasta que estos confesaron que, entre ellos, había tres staurofílakes camuflados: los tres monjes más jóvenes, llamados Agapios, Elijah y Teófanes, los cuales habían permanecido en Jerusalén para vigilar la reliquia. Godofredo los torturó hasta la muerte, azotándolos, sometiéndolos al fuego y, más tarde, desmembrándolos. Teófanes, el más débil, no lo resistió. Con los brazos y las piernas atados ya a los caballos, en el último momento gritó que la Madera se hallaba escondida en la cripta secreta bajo la basílica. Prácticamente sin sentido y llevado a rastras por los soldados de De Bouillon, señaló a duras penas en lugar. Luego, fue abandonado en la calle, a su suerte, y su suerte fue morir apuñalado por manos desconocidas.

La Vera Cruz se convirtió, de este modo, en la reliquia más importante de los cruzados y estos la llevaron consigo, desde entonces, a todas las batallas. Era mostrada a los soldados antes de las contiendas para que les sirviera de estímulo y, durante más de cien años, gracias a la Madera de Cristo, decían, jamás fueron vencidos. Multitud de
Lignum Crucis
salieron hacia Europa, enviados como regalo tanto a reyes como a papas, a monasterios y a las familias nobles de Occidente. El Leño Santo fue troceado y repartido como si fuera un pastel, pues allá donde llegaba una de sus astillas, afluía la riqueza en forma de peregrinos y devotos. Los staurofílakes contemplaron a distancia tal segmentación, sin poder hacer nada por impedirla. Su contrariedad derivó en un resentimiento ciego, y juraron recuperar lo que quedase de la Vera Cruz costara lo que costase. Pero la tarea resultaba, por el momento, imposible.

Según narraba en su crónica Catón LXXII —el septuagésimo segundo—, algunos de los hermanos se infiltraron entre los cruzados para poder vigilar los movimientos de la Madera. Su miedo era que cayera en manos musulmanas durante alguna batalla o escaramuza, pues los árabes y los turcos conocían perfectamente el significado que tenía para los latinos y sabían que, arrebatándosela, mermarían sus victorias. En aquella misma época (en torno al año 1150), otros grupos de staurofílakes partieron rumbo a las principales ciudades cristianas de Oriente y Occidente. Su plan era establecer relaciones con gentes influyentes y poderosas de manera que pudieran mediar en favor de la hermandad o, llegado el caso, exigir la devolución de la reliquia. Aquellos que partieron, con el tiempo, entraron en contacto con algunas de las muchas organizaciones y órdenes religiosas de carácter iniciático que proliferaban en la Europa medieval y cuyas bases estaban firmemente asentadas en el cristianismo: desde los templarios europeos y los cátaros, hasta la Fede Santa, la Massenie du Saint Graal, el Compagnonnage, los Minnesänger o los Fidei d’Amore, casi todos fueron contactados por los staurofílakes, produciéndose intercambios de información y militancias comunes (muchos staurofílakes entraron en estas órdenes u organizaciones y viceversa). Reclutaron también a muchos de los jóvenes más destacados y principales de las ciudades en las que se habían asentado, con el objeto de que madurasen a la sombra de la hermandad antes de ocupar las posiciones de poder que les estaban destinadas por familia y nacimiento, pero para estos muchachos ser guardianes de la Vera Cruz era algo intangible; la Madera Santa continuaba radicada en Jerusalén y Jerusalén quedaba demasiado lejos. Muchos de ellos abandonaban la hermandad a los pocos años de haber entrado y fue, precisamente, uno de estos prófugos quien comunico a las autoridades eclesiásticas de Milán todo lo que sabía sobre los staurofílakes. Para aquel jovenzuelo su delación no tuvo la menor importancia, su vida no se vio alterada y no volvió a recordar el asunto. Un año después, sin embargo, en Jerusalén y Constantinopla, los miembros de la hermandad, incluido Catón LXXV, fueron detenidos en sus casas y llevados a prisión, donde se les recordó que eran excomulgados y que su hermandad había sido disuelta cien años atrás por Godofredo de Bouillon, por lo que se les consideraba relapsos y, por tanto, reos de muerte. Todos, sin excepción, fueron ajusticiados.

El siguiente Catón, que refería estos tristes acontecimientos al inicio de su escrito, fue uno de los staurofílakes que se había establecido en Antioquía. Convocó a todos los hermanos a una asamblea en esta ciudad a finales del año 1187 y tuvo que empezar su salutación con la terrible noticia que estaba ya en boca de todos: el caudillo ayyubí, Saladino, había derrotado a los cruzados en la batalla de Hattina, en Galilea, y, según los staurofílakes que habían estado presentes, había arrancado de las manos del rey cruzado vencido, Guy de Lusignan, la reliquia de la Vera Cruz. El Madero de Jesucristo había caído en manos musulmanas.

Muchas cosas importantes se decidieron en aquel encuentro de Antioquía, que se prolongó a lo largo de varios meses. Además de elegir a los hermanos que se infiltrarían en el ejército de Saladino para vigilar de cerca la Vera Cruz y, si era posible, robarla (Nikephoros Panteugenos, Sophronios de Teila, Joachim Sandalya, Dionisios de Dara y Abraham Abdounita), se expresó la necesidad de seleccionar cuidadosamente a los aspirantes a staurofílax, de modo que no volviera a producirse nunca la traición que había terminado con la vida de los hermanos de Jerusalén y Constantinopla y con Catón LXXV. Por ello, otros quince hermanos de Roma, Rávena, Atenas, Antioquía y Alejandría se encargarían de preparar un proceso de iniciación lo suficientemente riguroso como para que sólo los mejores y los más devotos entraran realmente en la hermandad. No habría piedad para quien no superara dichas pruebas y su boca sería cerrada para siempre. Un grupo de doce staurofílakes fueron comisionados para encontrar el lugar más recóndito y seguro del orbe, donde sería escondida la reliquia en cuanto fuera recuperada. Una vez que la Verdadera Cruz volviera a manos de la hermandad, nunca más saldría de dicho lugar y nunca más se permitiría que ningún profano pudiera volver a tocarla. Ni a tocarla ni a verla, pues el escondite debía ser realmente inexpugnable. Los doce hermanos recorrerían el mundo hasta hallar el sitio idóneo y, mientras tanto, todos los esfuerzos del resto de staurofílakes debían encaminarse a la recuperación urgente de la reliquia. Más de ochocientos años de existencia no podían terminar con un fracaso.

Al cabo de pocos meses, toda Tierra Santa había caído en poder de Saladino y los cruzados se vieron obligados a replegarse hacia las costas de Tiro, en el Líbano. Los staurofílakes estuvieron detrás de la organización de la segunda Cruzada.

En agosto de 1191, Ricardo Corazón de León puso sitio, por fin, a los ejércitos musulmanes y los derrotó en numerosas batallas. Los musulmanes aceptaron empezar a negociar la devolución de la Vera Cruz y un grupo de enviados del rey cristiano, entre los que había un staurofílax, pudo ver la reliquia y venerarla; pero, entonces, Ricardo, en un gesto absurdo e inexplicable, mató a dos mil prisioneros musulmanes y Saladino rompió las conversaciones.

El grupo de staurofílakes encargado de organizar el proceso de iniciación de los aspirantes a entrar en la hermandad, culminó su trabajo en julio del año 1195. La información se hizo llegar a todos los hermanos a través de emisarios que recorrieron las principales ciudades del mundo y, poco tiempo después, el primer candidato inició las pruebas. Catón LXXVI describía así el contenido de las mismas:

«Para que sus almas lleguen puras hasta la Verdadera Cruz del Salvador y sean dignas de postrarse ante ella, deberán purgar antes todas sus culpas hasta quedar limpias de toda mancha. La expiación de los siete graves pecados capitales se realizará en las siete ciudades que ostentan el terrible privilegio de ser conocidas por practicarlos perversamente, a saber, Roma por su soberbia, Rávena por su envidia, Jerusalén por su ira, Atenas por su pereza, Constantinopla por su avaricia, Alejandría por su gula y Antioquía por su lujuria. En cada una de ellas, como si fuera un purgatorio sobre la tierra, penarán sus faltas para poder entrar en el lugar secreto que nosotros, los staurofílakes, llamaremos Paraíso Terrenal, puesto que de una rama del Árbol del Bien y del Mal, que el arcángel Miguel entregó a Adán y este plantó, nació el Árbol con cuya Madera se construyó la Cruz en la que murió Cristo. Y para que los hermanos de una ciudad conozcan lo sucedido en las ciudades anteriores, al terminar cada lance el suplicante será marcado, en la carne, con una Cruz, una por cada pecado capital borrado de su alma, como recuerdo de su expiación. Las Cruces serán las mismas que las de la muralla del monasterio de Santa Catalina, en el Lugar Santo del Sinaí, donde Moisés recibió de Dios las Tablas de la Ley. Si el suplicante llega con siete cruces hasta el Paraíso Terrenal, será admitido como uno más entre nosotros, y ostentará para siempre en su cuerpo el Crismón y la palabra sagrada que da sentido a nuestras vidas. Si no llegase, que Dios se apiade de su alma.»

—Siete pruebas en siete ciudades… —musitó Farag, impresionado—. Y Alejandría es una de ellas, por el pecado de la gula.

Llevábamos dos días estudiando y analizando la última parte del material, el convulso siglo
XII
, y todo cuanto leíamos nos acercaba hasta Abi-Ruj Iyasus: las escarificaciones con las siete cruces de Santa Catalina, el Crismón y la palabra Stauros. La sola idea de que los staurofílakes existieran todavía, mil seiscientos cincuenta y nueve años después de su creación, resultaba estremecedora, pero creo que, a esas alturas, ninguno de nosotros dudaba de que eran ellos quienes estaban detrás de los robos de los
Ligna Crucis
.

—¿Dónde estará ese Paraíso Terrenal? —pregunté, quitándome las gafas y frotándome los ojos cansados.

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