La noche se nos echaba encima cuando, por fin, atravesamos las primeras calles del pueblo de Maratón. Enclavado en un valle rodeado de colinas, Maratón era, sin duda, el lugar ideal para una batalla de la Antigüedad, por su terreno llano y sus amplios espacios. El resto no lo diferenciaba de cualquier pueblo industrial y laborioso de la Europa actual. El chófer nos explicó que, durante la temporada alta, Maratón recibía un tropel de turistas, en particular, deportistas y gentes con ganas de intentar la famosa carrera. A finales de mayo, sin embargo, por allí no se veía a nadie aparte de los lugareños.
El coche se detuvo junto a la acera en un extraño paraje fuera del pueblo, junto a un montículo cubierto de hierba verde y algunas flores. Abandonamos el vehículo sin dejar de mirar el túmulo, conscientes de que aquel era el lugar donde se había producido uno de los hitos más importantes y olvidados de la historia. Si los persas hubieran ganado la batalla de Maratón, si hubieran impuesto su cultura, su religión y su política a los griegos, no existiría, probablemente, nada del mundo que conocíamos hoy. Todo sería de otra manera, ni mejor ni peor, simplemente distinto. Así que aquella lejana batalla bien podía considerarse como el dique que había permitido crecer libremente nuestra cultura. Bajo aquel túmulo estaban, al decir de Heródoto, los ciento noventa y dos atenienses que murieron para que eso fuera posible.
El chófer se despidió de nosotros y se alejó rápidamente, dejándonos solos. Yo había dejado mi abrigo en el vehículo porque hacia un tiempo estupendo.
—¿Cuánto falta, Kaspar? —preguntó Farag, que lucía un extraño modelo de camiseta de manga larga de color blanco y pantalón deportivo corto, azul claro. Cada uno de nosotros llevaba una pequeña mochila de tela con todo lo necesario para la prueba.
—Son las ocho y media. Está a punto de oscurecer. Demos una vuelta a la colina.
El capitán era el que mejor aspecto tenía, con su magnífico chándal de color rojo y su pinta de atleta de toda la vida.
El túmulo era mucho más grande de lo que parecía a simple vista. Incluso la Roca adquirió las dimensiones de una hormiga cuando llegamos hasta el borde donde comenzaba la hierba. Como el paraje era tan solitario, nos sobresaltó la voz que, en griego moderno y cerrado, nos llamó desde el otro lado de la colina.
—¿Qué diablos ha sido eso? —bramó la Roca.
—Vayamos a ver —propuse, rodeando el túmulo.
Sentados en un banco de piedra, disfrutando del buen clima y de los últimos rayos del sol de la tarde, un grupo de ancianos, con sombreros negros y palos a modo de bastones, nos contemplaba muy divertido. Por supuesto, no entendimos nada de lo que decían, aunque tampoco parecía que fuera esa su intención. Acostumbrados a los turistas, debían pasar muy buenos ratos a costa de los que, como nosotros, llegaban hasta allí disfrazados de corredores dispuestos a emular a Spyros Louis. Las sonrisas burlonas de sus caras curtidas y arrugadas lo decían todo.
—¿Será un comité de staurofílakes? —preguntó Farag, sin dejar de mirarlos.
—Me niego a pensarlo siquiera —suspiré, pero lo cierto era que la idea ya había pasado por mi cabeza—. Nos estamos volviendo paranoicos.
—¿Lo tienen todo preparado? —preguntó el capitán mirando su reloj.
—¿Por qué tanta prisa? Todavía faltan diez minutos.
—Hagamos algunos ejercicios. Empezaremos por unos estiramientos.
A los pocos minutos de haber comenzado aquella clase de aerobic, las farolas públicas se encendieron. La luz solar era ya tan pobre que apenas se veía nada. Los ancianos seguían observándonos haciendo comentarios jocosos que no podíamos comprender. De vez en cuando, ante alguna de nuestras posturas, estallaban en una estruendosa carcajada que requemaba peligrosamente mi humor.
—Tranquila, Ottavia. Sólo son unos viejos campesinos. Nada más.
—Cuando encontremos al actual Catón pienso decirle unas cuantas cosas sobre sus espías de las pruebas.
Los viejos volvieron a partirse de risa y yo les di la espalda furiosa.
—Profesor, doctora… Ha llegado el momento. Recuerden que la línea azul comienza en el centro del pueblo, en el lugar donde se inició la carrera olímpica de 1896. Procuren no separarse de mí hasta entonces, ¿de acuerdo? ¿Están preparados?
—No —declaré—. Y no creo que lo esté nunca.
La Roca me miró con gesto de desprecio y Farag se interpuso rápidamente entre ambos.
—Estamos listos, Kaspar. Cuando usted diga.
Todavía permanecimos unos instantes más en silencio y sin movernos, mientras la Roca miraba fijamente su reloj de pulsera. De repente, se volvió, nos hizo una señal con la cabeza e inicio una suave marcha que Farag y yo imitamos. El calentamiento no me había servido de nada; me sentía como un pato fuera del agua y cada zancada que daba era un suplicio para mis rodillas, que parecían recibir impactos de un par de toneladas. En fin, me dije con resignación, costara lo que costase había que hacer un buen papel.
Pocos minutos después llegamos al monumento olímpico donde comenzaba la raya azul del suelo. Era un simple muro de piedra blanca delante del cual, apagado, había un sólido antorchero. A partir de ese punto, la carrera comenzaba en serio. Mi reloj marcaba las nueve y cuarto de la noche, hora local. Nos adentramos en la ciudad, siguiendo la línea, y no puede evitar sentir un poco de vergüenza por lo que pensaría la gente al vernos. Pero los habitantes de Maratón no demostraron el menor interés por nosotros; debían de estar acostumbrados a contemplar toda clase de cosas.
A la salida, cuando lo que teníamos delante era la misma rectilínea carretera por la que habíamos venido en coche, el capitán apretó el paso y fue distanciándose de nosotros poco a poco. Yo, por el contrario, empecé a reducir la velocidad hasta casi detenerme. Fiel a mi plan, adopté un paso ligero que no pensaba abandonar en toda la noche. Farag se volvió a mirarme.
—¿Qué te ocurre,
Basíleia
? ¿Por qué te paras?
¿Así que volvía a llamarme
Basíleia
, eh? Desde nuestra llegada a Jerusalén sólo lo había hecho en un par de ocasiones —las había contado— y, desde luego, nunca delante de otras personas, de modo que se había convertido en una palabra clandestina, privada, sólo para mis oídos.
En ese momento mi pulsómetro pitó. Había superado las pulsaciones recomendadas. Y eso que iba despacio.
—¿Estás bien? —balbució Farag, mirándome preocupado.
—Estoy perfectamente. He hecho mis propios cálculos —le dije, deteniendo el pitido del dichoso artilugio— y, a este paso, tardaré unas seis o siete horas en llegar a Atenas.
—¿Estás segura? —preguntó, mirándome receloso.
—No, no del todo, pero una vez, hace muchos años, hice una excursión de dieciséis kilómetros y tardé cuatro horas. Es una simple regla de tres.
—Pero aquí el terreno es distinto. No te olvides de los montes que rodean Maratón. Y, además, la distancia que nos separa de Atenas es equivalente a más de dos veces dieciséis kilómetros.
Me hice una nueva composición de lugar y ya no me sentí tan segura como antes. Recordaba vagamente haber terminado medio muerta después de aquella excursión, así que el panorama no era muy halagüeño. Al mismo tiempo, deseaba con todas mis fuerzas que Farag echara a correr y se alejara de mí, pero él, por lo visto, no tenía la menor intención de dejarme sola aquella noche.
Durante los últimos siete días había forcejeado desesperadamente por concentrarme en lo que estábamos haciendo y por olvidarme de los tontos desequilibrios sentimentales. La visita a Jerusalén y el hecho de ver a Pierantonio me habían ayudado mucho. Sin embargo, notaba que esos sentimientos que me empeñaba en reprimir me producían una profunda amargura que minaba mis fuerzas. Lo que en Rávena había empezado siendo una emoción exultante que había trastornado todos mis sentidos, en Atenas se estaba convirtiendo en un amargo sufrimiento. Se puede luchar contra una enfermedad o contra el destino, pero ¿cómo luchar contra lo que fuera que me empujaba hacia ese hombre fascinante que era Farag Boswell? Así que allí estaba yo, aparentando una frágil entereza que se me venía abajo con cada nueva zancada de la carrera de Maratón.
Aunque la línea azul estaba dibujada sobre el asfalto de la carretera, nosotros, prudentemente, caminábamos por una amplia acera cubierta de árboles. Sin embargo, la acera pronto se terminó y tuvimos que empezar a caminar por el arcén. Afortunadamente, el número de coches que pasaba era cada vez menor —además, íbamos por la derecha, cosa que no debe hacerse porque seguíamos la misma dirección que los vehículos que aparecían a nuestra espalda—, así que el único peligro, si es que puede llamarse así, era la oscuridad. Todavía quedaban algunas farolas delante de algún bar de carretera cercano al pueblo o de alguna casita de los contornos, pero también se iban acabando. Entonces empecé a pensar que quizá fuera buena idea que Farag no se separara de mí.
Para cuando llegamos a la cercana ciudad de Pandeleimonas, estábamos enzarzados en una interesante conversación sobre los emperadores bizantinos y el desconocimiento general que existía en Occidente acerca de ese Imperio Romano que duró hasta el siglo
XV
. Mi admiración y respeto por la erudición de Farag iba en aumento. Después de una suave y larga ascensión, atravesamos las localidades de Nea Makri y Zoumberi inmersos en la charla, y tanto el tiempo como los kilómetros pasaban sin que nos diéramos cuenta. Jamás me había sentido tan feliz, jamás había tenido la mente tan despierta y motivada, lista para saltar ante el menor reto intelectual, jamás había llegado, en una conversación, tan lejos ni tan profundamente como entonces. En el dormido pueblo de Agios Andreas, tres horas después de iniciar la carrera, Boswell empezó a hablarme de su trabajo en el museo. La noche estaba siendo tan mágica, tan especial y tan bonita que ni siquiera sentía el frío que caía sin piedad sobre los campos oscuros que nos rodeaban. Y de nada servía la pobre luz de la luna menguante, que apenas llegaba hasta la tierra. Sin embargo, no estaba preocupada ni asustada; caminaba totalmente absorta en las palabras de Farag que, mientras alumbraba el suelo frente a nosotros con la linterna, me hablaba apasionadamente de los textos gnósticos en escritura copta encontrados en la antigua Nag Hammadi, en el Alto Egipto. Llevaba varios años trabajando sobre ellos, localizando las fuentes griegas del siglo
V
en los que estaban basados y cotejando fragmento por fragmento con otros escritos conocidos de escritores coptos gnósticos.
Compartíamos una intensa pasión por nuestros respectivos trabajos, así como un amor profundo por la Antigüedad y sus secretos. Nos sentíamos llamados a desvelarlos, a descubrir lo que, por abandono o beneficio, se había perdido a lo largo de los siglos. Él, sin embargo, no compartía ciertos matices de mi enfoque católico, pero tampoco yo podía estar de acuerdo con esos postulados que profesaba sobre un pintoresco origen gnóstico del cristianismo. Es cierto que se desconocía casi todo lo relativo a los primeros tres siglos de vida de nuestra religión; es cierto también que esas grandes lagunas habían sido rellenadas interesadamente con falsas documentaciones o testimonios manipulados; es cierto que incluso los Evangelios habían sido retocados durante esos primeros siglos para adaptarlos a las corrientes dominantes dentro la Iglesia naciente, haciendo que Jesús incurriera en terribles contradicciones o absurdos que, a costa de oírlos toda la vida, habían terminado por pasarnos desapercibidos; pero lo que yo no podía aceptar de ninguna manera era que todo eso tuviera que salir a la luz pública, que se abrieran las puertas del Vaticano a cualquier estudioso que, como él, no tuviera la fe necesaria para dar un sentido correcto a lo que se pudiera descubrir. Farag me llamó reaccionaria, me llamó retrógrada y no me acusó de usurpadora del patrimonio de la humanidad por puro milagro, pero poco le faltó. Sin embargo, no lo hizo con acritud. La noche pasaba ligera como el viento porque nos reíamos sin parar, nos atacábamos desde nuestros respectivos fortines ideológicos con una mezcla de ternura y afecto que quitaba cualquier hierro a lo que pudiéramos decirnos. Y así, las horas seguían pasando imperceptiblemente.
Mati, Limanaki, Rafina… Estábamos a punto de llegar a Pikermi, el pueblo que marcaba el centro exacto de la carrera de maratón. Ya no había tráfico por la estrecha carretera, ni tampoco rastros del capitán Glauser-Röist. Yo empezaba a sentir un gran cansancio en las piernas y un suave dolor en la parte posterior, en los gemelos, pero me negaba a reconocerlo; además, los pies me ardían dentro de las zapatillas de deporte y, poco después, durante una parada forzosa, descubrí un par de enormes rozaduras que se fueron convirtiendo en llagas a lo largo de la noche.
Seguimos andando una hora más, dos horas más… Y no nos dimos cuenta de que cada vez caminábamos más despacio, de que habíamos convertido la noche en un largo paseo en el cual el tiempo no contaba. Atravesamos Pikermi —cuyas calles estaban cubiertas por una tupida red de cables de luz y teléfono que saltaban de un viejo poste de madera a otro—, dejamos atrás Spata, Palini, Stavros, Paraskevi… Y el reloj seguía imperturbable su marcha sin que cayéramos en la cuenta de que no íbamos a llegar a Atenas antes del amanecer. Estábamos embobados, borrachos de palabras, y no nos enterábamos de nada que no fuera nuestro propio diálogo.
Después de Paraskevi la carretera dibujaba una larga curva hacia la izquierda, curva que abrazaba un frondoso bosque de pinos altísimos, y fue allí precisamente, a unos diez kilómetros de Atenas, cuando el pulsómetro de Farag se disparó.
—¿Estás cansado? —le pregunté, inquieta. No le veía bien la cara, que para mí era apenas un esbozo.
No hubo respuesta.
—¿Farag? —insistí. La maquinita seguía emitiendo la insufrible señal de alarma que, en el silencio que nos rodeaba, sonaba como una sirena de bomberos.
—Tengo algo que decirte… —murmuró, misterioso.
—Pues para ese ruido y dime de qué se trata.
—No puedo…
—¿Cómo que no puedes? —me sorprendí—. Sólo tienes que pulsar el botoncito naranja.
—Quiero decir… —estaba tartamudeando—. Lo que quiero decir…
Le sujeté por la muñeca y detuve el reclamo. De repente me di cuenta de que algo había cambiado. Una vocecita ahogada me avisó de que pisábamos territorio peligroso y me di cuenta de que no quería saber lo que me iba a decir. Permanecí en silencio, muda como una muerta.