—¿Y cómo vamos a entrar?
—Quizá no haga falta. En realidad, no sabemos lo que vamos a encontrar. O mejor dicho, no sabemos lo que debemos buscar, como cuando estuvimos en Santa Catalina del Sinaí. Curiosearemos, pasearemos y ya se verá. A lo mejor nos acompaña la suerte.
—Me niego a ceñirme con un junco y a lavarme la cara con el rocío de la hierba de Ortigia.
—Pues no se niegue tanto —vibró, colérica, la voz de Glauser-Röist—, porque eso va a ser, precisamente, lo primero que hagamos al llegar. Por si no se ha dado cuenta, si tenemos razón con lo de santa Lucía, antes de la noche estaremos metidos de lleno en las pruebas iniciáticas de los staurofílakes.
Opté por no despegar los labios durante el resto del camino.
Era ya tarde cuando entramos en Siracusa. Miedo me daba pensar que la Roca quisiera internarse a esas horas en las catacumbas, pero, gracias a Dios, cruzando la ciudad, se encaminó directamente hacia la isla de Ortigia, en cuyo centro, a poca distancia de la famosa fuente Aretusa, se encontraba el Arzobispado.
La iglesia del Duomo era de una gran belleza, a pesar de su original mezcla de estilos arquitectónicos acumulados unos sobre otros a lo largo de los siglos. La fachada barroca, con seis enormes columnas blancas, y una hornacina superior con una imagen de santa Lucía, resultaba grandiosa. Pero no entramos en ella. Siguiendo a pie a Glauser-Röist, que había dejado el coche aparcado frente a la iglesia, nos encaminamos hacia la cercana sede del Arzobispado, donde fuimos recibidos en persona por Su Excelencia Monseñor Giuseppe Arena.
Aquella noche fuimos agasajados por el Arzobispo con una cena exquisita y, poco después, tras una conversación insustancial acerca de asuntos de la archidiócesis y un recuerdo muy especial a nuestro Pontífice, que ese próximo miércoles cumplía 80 años, nos retiramos a las habitaciones que habían sido dispuestas para nosotros.
A las cuatro en punto de la madrugada, sin un miserable rayo de sol que entrara por la ventana, unos golpes en la puerta me arrancaron de mi mejor sueño. Era el capitán, que ya estaba listo para empezar la jornada. Le oí llamar también a Farag y, al cabo de media hora, ya estábamos los tres de nuevo en el comedor, listos para tomar un abundante desayuno servido por una monja dominica al servicio del Arzobispo. Mientras que, para variar, el capitán tenía un aspecto espléndido, también para variar Farag y yo apenas éramos capaces de articular un par de palabras seguidas. Deambulábamos como zombis por el comedor, dando tumbos y tropezando con las sillas y las mesas. El silencio más absoluto, roto sólo por los suaves pasos de la monja, reinaba en todo el edificio. Con el tercer o cuarto sorbo de café, me di cuenta de que ya podía pensar.
—¿Listos? —preguntó, imperturbable, la Roca, dejando su servilleta sobre el mantel.
—Yo no —farfulló Farag, sujetándose a la taza de café como un marinero al mástil en mitad de una tormenta.
—Creo que yo tampoco —me solidaricé, con una mirada de complicidad.
—Voy por el coche. Les recogeré abajo en cinco minutos.
—Bueno, pero yo no creo que esté —advirtió el profesor.
Me reí de buena gana mientras Glauser-Röist abandonaba el comedor sin hacernos caso.
—Este hombre es imposible —dije, mientras observaba, sorprendida, que Farag no se había afeitado aquella mañana.
—Mejor será que nos demos prisa. Es capaz de irse sin nosotros, y a ver qué hacemos tú y yo en Siracusa un lunes a las cinco menos cuarto de la madrugada.
—Coger un avión y volver a casa —repliqué, decidida, poniéndome en pie.
No hacía frío en la calle. El tiempo era completamente primaveral, aunque un poco húmedo y con algunos molestos soplos de aire que me sacudían la falda. Subimos al Volvo y dimos una vuelta completa a la plaza del Duomo para tomar una calle que nos llevó directamente hasta el puerto. Allí aparcamos y fuimos dando un paseo hasta el final de la rada, hasta un rinconcillo donde, a la luz de las farolas todavía encendidas, se distinguía una arena muy fina y blanca y donde, por supuesto, había centenares de juncos. La Roca llevaba entre las manos su ejemplar de la
Divina Comedia
.
—Profesor, doctora… —murmuró visiblemente emocionado—. Ha llegado el momento de empezar.
Dejó el libro sobre la arena y se dirigió hacia los juncos. Con gesto reverente, pasó las manos sobre la hierba y, con el rocío, se limpió el rostro. Luego, arrancó uno de aquellos flexibles tallos, el más alto que encontró, y sacándose la camisa de los pantalones, se lo ató a la cintura.
—Bueno, Ottavia —susurró Farag, inclinándose hacia mí—, es nuestro turno.
Con paso firme, el profesor se dirigió hacia donde estaba la Roca y repitió el proceso. También su rostro, húmedo de rocío, adoptó un cariz especial, como de encontrarse en presencia de lo sagrado. Me sentía turbada, insegura. No entendía muy bien lo que estábamos haciendo, pero no tenía más remedio que imitarles, pues una vez allí, cualquier actitud de rechazo hubiera sido ridícula. Metí los zapatos en la arena y fui hasta ellos. Pasé las palmas de las manos por la hierba húmeda y las froté contra mi cara. El rocío estaba fresco y me despejó de repente, sin previo aviso, dejándome lúcida y llena de energía. Después, elegí el junco que me pareció más verde y bonito, y lo rompí por su base con la esperanza de que la raíz volviera a crecer algún día. Levanté con disimulo el borde de mi jersey y lo sujeté a mi cintura, por encima de la falda, sorprendiéndome por la delicadeza de su tacto y por la elasticidad de sus fibras, que se dejaron anudar sin ninguna dificultad.
Habíamos completado la primera parte del rito. Ahora sólo faltaba saber si había servido para algo. En el mejor de los casos, me dije para tranquilizarme, nadie nos había visto hacer aquello.
De nuevo en el coche, abandonamos la isla de Ortigia por el puente y entramos en la avenida Umberto I. La ciudad comenzaba a despertar. Se veían algunas luces encendidas en las ventanas de los edificios y el tráfico ya estaba algo revuelto —un par de horas después sería tan caótico como el de Palermo—, sobre todo en las cercanías a los puertos. El capitán torció a la derecha y enfiló la nueva avenida hacia arriba en dirección a la via dell’Arsenale. De repente, pareció sorprenderse mucho al mirar por la ventanilla:
—¿Saben cómo se llama esta calle por la que estamos circulando? Via Dante. Acabo de verlo. ¿No les parece curioso?
—En Italia, capitán, todas las ciudades tienen una via Dante —repliqué, aguantándome la risa. La de Farag, sin embargo, se escuchó perfectamente.
Llegamos enseguida a la plaza de Santa Lucía, justo al lado del estadio deportivo. En realidad, más que una plaza, era una simple calle que encerraba la forma rectangular de la iglesia. Adyacente al pesado edificio de piedra blanca, que exhibía un modesto campanario de tres alturas, se podía contemplar un menudo baptisterio de planta octogonal. La factura de la iglesia no dejaba lugar a dudas: a pesar de las reconstrucciones normandas del siglo
XII
y del rosetón renacentista de la fachada, aquel templo era tan bizantino como Constantino el Grande.
Un hombre de unos sesenta años, vestido con unos pantalones viejos y una chaqueta desgastada, paseaba arriba y abajo por la acera frente a la iglesia. Al vernos salir del coche, se detuvo y nos observó cuidadosamente. Exhibía una hermosa mata de pelo gris, espeso y abundante, y un rostro pequeño, lleno de arrugas. Desde el otro lado de la calle, nos saludó con el brazo en alto y echó a correr ágilmente hacia nosotros.
—¿El capitán Glaser-Ró?
—Sí, yo soy —dijo amablemente la Roca, sin corregirle, estrechándole la mano—. Estos son mis compañeros, el profesor Boswell y la doctora Salina.
El capitán se había colgado del hombro una pequeña mochila de tela.
—¿Salina? —inquirió el hombre, con una sonrisa amable—. Ese es un apellido siciliano, aunque no de Siracusa. ¿Es usted de Palermo?
—Sí, en efecto.
—¡Ah, ya decía yo! Bueno, vengan conmigo, por favor. Su Excelencia el Arzobispo llamó anoche para anunciar su visita. Acompáñenme.
Con un inesperado gesto protector, Farag me sujetó por el brazo hasta que llegamos a la acera.
El sacristán introdujo una llave enorme en la puerta de madera de la iglesia y empujó la hoja hacia adentro, sin entrar.
—Su Excelencia el Arzobispo nos pidió que les dejáramos solos, así que, hasta la misa de las siete, la iglesia de nuestra patrona es toda suya. Adelante. Pasen. Yo vuelvo a casa para desayunar. Si quieren algo, vivo ahí enfrente —y señaló un viejo edificio con las paredes encaladas—, en el segundo piso. ¡Ay, casi se me olvida! Capitán Glauser-Röist, el cuadro de luces está a la derecha y estas son las llaves de todo el recinto, incluida la capilla del Sepulcro, el baptisterio que tienen ahí al lado. No dejen de visitarlo porque vale la pena. Bueno, hasta luego. A las siete en punto vendré a buscarles.
Y echó a correr de nuevo hacia el otro lado de la calle. Eran las cinco y media de la mañana.
—Muy bien, ¿a qué esperamos? Doctora, usted primero.
El templo estaba a oscuras, salvo por unas pequeñas bombillas de emergencia situadas en la parte superior, ya que ni por el rosetón ni por los ventanales entraba todavía la luz. El capitán buscó y pulsó los interruptores y, de súbito, el resplandor diáfano de las lámparas eléctricas que colgaban de largos cables desde el techo, iluminó el interior: tres naves ricamente decoradas, separadas por pilastras y con un artesonado de madera orlado con los escudos de los reyes aragoneses que gobernaron Sicilia en el siglo
XIV
. Bajo un arco triunfal, un crucifijo pintado del siglo
XII
o
XIII
, y otro más, al fondo, de época renacentista. Y, por supuesto, sobre un magnífico pedestal de plata, la imagen procesional de santa Lucía, con una espada atravesándole el cuello y, en la mano derecha, una copa con el par de ojos de repuesto, como decía Farag (quien, por cierto, estaba empezando a desprender un cierto tufillo a impío).
—La iglesia es nuestra —murmuró la Roca; su voz, ya de por sí grave, sonó como un trueno en el interior de una caverna. La acústica era fabulosa—. Busquemos la entrada al Purgatorio.
Hacía mucho más frío allí dentro que en la calle, como si hubiera una corriente de aire helado que brotara del suelo. Me dirigí hacia el altar por el pasillo central y una necesidad imperiosa me llevó a arrodillarme ante el Sagrario y a rezar unos instantes. Con la cabeza hundida entre los hombros y tapándome la cara con las manos, intenté reflexionar sobre todas las cosas extrañas que me estaban pasando últimamente. Había empezado a perder el control de mi ordenada vida un mes y pico atrás, cuando me llamaron de la Secretaría de Estado, pero desde hacía una semana la situación se había desbocado por completo. Nada me parecía ya como antes. Le pedí a Dios que me perdonara por el abandono en el que le tenía y le supliqué, con el corazón desolado, que fuera misericordioso con mi padre y con mi hermano. Recé también por mi madre, para que encontrara la fuerza necesaria en estos terribles momentos, y por el resto de mi familia. Con los ojos llenos de lágrimas, me santigüé y me puse en pie, pues no quería que Farag y el capitán tuvieran que hacerlo todo sin mí. Como ellos estaban examinando las naves laterales, yo subí al presbiterio, y allí revisé la columna de granito rojizo en la que, según la tradición, se había apoyado la santa mientras moría apuñalada. Las manos devotas de los fieles habían ido puliendo la piedra a lo largo de los siglos y su importancia como objeto de adoración quedaba patente por la reincidencia de este símbolo en la decoración de toda la iglesia. Por supuesto, además de la columna, la representación de los ojos también menudeaba hasta la saciedad: por todas partes colgaban cientos de esos curiosos exvotos con forma de panecillo llamados «ojos de santa Lucía».
Cuando terminamos de explorar la iglesia, accedimos, a través de una escalerilla, a un estrecho corredor que nos llevó hasta la contigua capilla del Sepulcro. Ambos edificios estaban conectados por aquel túnel subterráneo excavado en la roca. El baptisterio octogonal contenía, únicamente, el nicho rectangular —o lóculo—, donde fue enterrada la santa después de su martirio. Lo cierto es que el cuerpo no estaba en Siracusa. Ni siquiera en Sicilia, pues, por uno de aquellos azares de la vida, una vez muerta, Lucía había recorrido medio mundo y sus restos habían ido a parar a la iglesia de San Jeremías, en Venecia. En el siglo
XI
, el general bizantino Maniace se los llevó a Constantinopla, donde fueron venerados hasta 1204, año en que los venecianos los trajeron de regreso para quedárselos. Los siracusanos, pues, debían conformarse con honrar el sepulcro vacío, que había sido notablemente ornamentado con un bello retablo de madera colocado sobre un altar, bajo el cual, una escultura en mármol, obra de Gregorio Tedeschi, reproducía a la santa tal y como debió ser enterrada.
Bien, pues ahí terminaba nuestra visita a la iglesia. Ya lo habíamos visto todo y lo habíamos examinado todo minuciosamente, y no parecía haber nada extraño ni significativo que la relacionara con Dante o con los staurofílakes.
—Recapacitemos —propuso el capitán—. ¿Qué nos ha llamado la atención?
—Nada en absoluto —afirmé, muy convencida.
—Pues, en ese caso —declaró Farag, subiéndose las gafas—, sólo nos queda una opción.
—Es lo mismo que estaba pensando yo —observó la Roca, entrando nuevamente en el corredor que llevaba a la iglesia.
Así pues, y contra mis más íntimos deseos, íbamos a adentrarnos en las catacumbas.
Según rezaba el letrero que colgaba de un clavo en la puerta de acceso a los subterráneos, las catacumbas de Santa Lucía estaban cerradas al público. Si alguien sentía mucha curiosidad, añadía el cartel, podía visitar las cercanas catacumbas de San Giovanni. Terribles imágenes de derrumbamientos y aplastamientos cruzaron fugazmente por mi cabeza, pero las deseché por inútiles porque el capitán, usando una de las llaves del manojo que le había dado el sacristán, había abierto ya la puerta y estaba colándose en el interior.
Contrariamente a lo que se suele afirmar, las catacumbas no servían de refugio a los cristianos durante la época de las persecuciones. No era esa su finalidad, ni ellos las construyeron para ocultarse, pues, para empezar, las persecuciones fueron muy breves y muy localizadas en el tiempo. A mediados del siglo
II
, los primeros cristianos empezaron a adquirir terrenos para enterrar a sus muertos, ya que eran contrarios a la costumbre pagana de la incineración por creer en la resurrección de los cuerpos el día del Juicio Final. De hecho, ellos no llamaban
catacumbas
a estos cementerios subterráneos, que es una palabra de origen griego que significa «cavidad» y que se popularizó en el siglo
IX
, sino
koimeteria
, «dormitorios», de donde procede
cementerio
. Creían que dormirían, simplemente, hasta el día de la resurrección de la carne. Como necesitaban lugares cada vez más grandes, las galerías de los
koimeteria
fueron creciendo hacia abajo y hacia los lados, convirtiéndose en verdaderos laberintos que podían alcanzar muchos kilómetros de longitud.