—Tenemos opiniones diferentes, Ottavia. La verdad siempre es preferible a la mentira.
—¿Aunque haga daño?
—Depende de cada persona. Hay enfermos de cáncer a los que no se les puede decir cuál es su mal; otros, sin embargo, exigen saberlo —me miró fijamente, sin parpadear por primera vez desde que le conocía—. Creía que tú eras de esta última clase de gente.
—¡Doctora! ¡Profesor! ¡La salida! —voceó Glauser-Röist, a no mucha distancia.
—¡Vamos, o nos quedaremos aquí dentro para siempre! —exclamé, y eché a andar por el corredor, dejando solo a Farag.
Salimos a la superficie a través de un pozo seco situado en mitad de unos montes salvajes y quebrados. Estaba anocheciendo, hacía frío y no teníamos ni la menor idea de dónde nos encontrábamos. Caminamos durante un par de horas siguiendo el curso de un río que, en sus tramos más largos, circulaba por un estrecho cañón, y luego dimos con un camino rural que nos condujo hasta una finca privada, cuyo amable propietario, acostumbrado a recibir senderistas perdidos, nos informó de que nos encontrábamos en el valle del Anapo, a unos 10 kilómetros de Siracusa, y que habíamos estado recorriendo, de noche, los montes Iblei. Poco después, un vehículo del Arzobispado nos recogía en la finca y nos devolvía a la civilización. No podíamos contarle nada a Su Excelencia Monseñor Giuseppe Arena de nuestra aventura, así que cenamos rápidamente en la Archidiócesis, recuperamos nuestras bolsas de viaje y salimos a toda prisa hacia el aeropuerto de Fontanarossa, a 50 kilómetros de distancia, para tomar el primer vuelo que saliera esa noche hacia Roma.
Recuerdo que, ya en el avión, mientras nos abrochábamos los cinturones antes de despegar, me vino a la cabeza, de pronto, el anciano sacristán de Santa Lucía y me pregunté qué le habrían dicho en la Archidiócesis para tranquilizarlo. Quise comentárselo al capitán, pero, cuando le miré, descubrí que se había quedado profundamente dormido.
Cuando abrí los ojos al día siguiente —mucho antes de que amaneciera—, me sentí como uno de esos viajeros despistados que, sin entender muy bien el fenómeno, pierden un día del calendario de sus vidas por causa de la rotación de la tierra. Incluso allí, tumbada en la cama de la habitación de la Domus, me encontraba tan agotada que tenía la impresión de no haber dormido nada durante aquella noche. En el silencio, observando las siluetas que la pobre luz de la calle dibujaba en torno a mí, me preguntaba una y mil veces dónde me había metido, qué estaba pasando y por qué mi vida se había desquiciado de aquella manera: había estado a punto de morir —apenas unas horas antes— en las profundidades de la tierra, la muerte de mi padre y de mi hermano se habían convertido en un recuerdo lejano en menos de dos días, y, por si no era bastante, no había realizado mi Renovación de Votos.
¿Cómo podía asimilar todo eso viviendo, como vivía, a un ritmo por completo desacostumbrado para mí? Los días, las semanas, los meses volaban y yo, cada vez, era menos consciente de mí misma y de mis obligaciones como religiosa y como responsable del Laboratorio de restauración y paleografía de Archivo Secreto Vaticano. Sabía que no debía preocuparme por los votos; las causas de fuerza mayor, como la mía, estaban contempladas en los Estatutos de mi Orden y, siempre que firmara la petición en cuanto me fuera posible, se daban por automáticamente renovados
in pectore
. Es cierto que mi Orden me dispensaba de todo, es cierto que el Vaticano también me dispensaba de todo, es cierto que estaba haciendo un trabajo de vital importancia para la Iglesia; pero ¿acaso me dispensaba yo?, ¿acaso me dispensaba Dios?
Por un momento, mientras cambiaba de postura y volvía a cerrar los ojos por ver si conciliaba de nuevo el sueño, pensé que lo mejor sería abandonar aquellas reflexiones y seguir dejando que la vida llevara las riendas en lugar de llevarlas yo, pero los párpados se negaron a cerrarse y una voz en mi interior me acuso de estar actuando como una cobarde, rezongando continuamente por todo y ocultándome tras unos falsos temores y remordimientos.
¿Por qué en lugar de sobrecargar mi conciencia con culpabilidades —actividad que, por lo visto, me encantaba— no me decidía a disfrutar de lo que la vida me estaba ofreciendo? Siempre había envidiado el cariz aventurero de mi hermano Pierantonio: sus trabajos, su cargo en Tierra Santa, sus excavaciones arqueológicas… Y ahora que yo estaba envuelta en una empresa similar, en lugar de sacar a la luz mi parte fuerte y valiente, me envolvía en mis miedos como quien se envuelve en una manta. ¡Pobre Ottavia! Toda la vida metida entre libros y oraciones, toda la vida estudiando, intentando demostrar su valía entre códices, rollos, papiros y pergaminos, y cuando Dios decidía sacarla a la calle y arrancarla por un tiempo de sus estudios e investigaciones, se ponía a temblar como una niña pequeña y a quejarse como una pusilánime.
Si quería seguir investigando los robos de
Ligna Crucis
con Farag y el capitán Glauser-Röist, debía cambiar de actitud, debía comportarme como la persona privilegiada que era, debía ser más animosa y decidida, dejando atrás lamentaciones y protestas. ¿Acaso no lo había perdido todo Farag sin quejarse?: su casa, su familia, su país, su trabajo en el Museo Grecorromano de Alejandría… En Italia sólo contaba con la habitación prestada de la Domus y el subsidio temporal y cicatero que le había concedido la Secretaría de Estado a petición del capitán. Y ahí estaba, dispuesto a jugarse la vida para esclarecer un misterio que, aparte de prolongarse unos cuantos siglos, estaba trastornando a todas las Iglesias cristianas… Y eso que era ateo, recordé sorprendiéndome de nuevo.
No, ateo no, me dije mientras encendía la luz de la mesilla y me incorporaba para saltar de la cama. Nadie era ateo, por mucho que presumiera de ello. Todos, de una manera o de otra, creíamos en Dios, al menos eso era lo que me habían enseñado a pensar, y Farag también creería en Él a su manera, dijera lo que dijese. Aunque, a lo peor, esta opinión, tan propia de nosotros los creyentes, no era más que una actitud intolerante y prepotente y, en realidad, sí que había gente que no creía en Dios, por extraño que fuese.
Dejé escapar un «¡Dios mío!» terrorífico cuando intenté sacar las piernas de debajo de las sábanas y las mantas: tenía agujas clavadas por todo el cuerpo, agujas, alfileres, espinas, pinchos… Toda una batería inimaginable de punzones variados. La aventura del día anterior en las catacumbas de Santa Lucía me había dejado magullada y dolorida para bastante tiempo. ¡Eh, alto! ¿Qué era lo que me había estado diciendo a mí misma hacía sólo un momento?, me reprendí con dureza. En lugar de volver a quejarme, debería recordar con orgullo lo que había pasado en Siracusa, sintiéndome satisfecha por haber resuelto el enigma y haber salido viva de aquel agujero. Otros, con bastante probabilidad, habían muerto allí mismo sin…
Otros habían muerto allí mismo.
—¿Y sus restos? —pregunté en voz alta.
—No cabe duda de que en Siracusa hay staurofílakes —afirmó el capitán, horas después, reunidos todos, por primera vez desde la semana anterior, en mi laboratorio del Hipogeo.
—Llame al Arzobispado y pregunte por el sacristán de la iglesia —le propuso Farag.
—¿El sacristán? —se extrañó la Roca.
—Sí, yo también creo que tiene algo que ver con la hermandad —afirmé—. Es una intuición.
—Pero ¿para qué quieren que llame? Me van a decir que sólo es un buen hombre que lleva muchísimos años ayudando generosamente en Santa Lucía. Así que, si no tienen otra idea mejor, dejemos el tema.
—Sin embargo, estoy segura de que es él quien mantiene limpio el lugar de la prueba y quien elimina los restos mortales de los que no la superan. ¿No recuerda que las cadenas de oro y plata estaban relucientes…?
—Y, aunque así fuera, doctora —repuso con sarcasmo—, ¿cree que confesaría su condición de staurofílax si se lo preguntamos amablemente? Bueno, a lo mejor podemos conseguir que la policía le detenga, aunque no haya cometido jamás ningún delito y sea el honrado y anciano sacristán de la iglesia de Santa Lucía, patrona de Siracusa. En ese caso, le quitamos la ropa por la fuerza para comprobar si hay escarificaciones en su cuerpo. Aunque, claro, si no está dispuesto a desnudarse, siempre podemos pedir una orden judicial para obligarle. Y, una vez desnudo en la comisaría… ¡Sorpresa! No hay marcas en su cuerpo y sólo es quien dice ser. ¡Muy bien! Entonces nos demanda, ¿de acuerdo?, nos pone una hermosa denuncia que, naturalmente, acaba recayendo sobre el Vaticano y saliendo en los periódicos.
—La cuestión es —zanjó Farag, aplacando al capitán— que, si el sacristán es un staurofílax, me imagino que, además de encargarse de las tareas que ha mencionado Ottavia, también avisará a la hermandad de que alguien ha comenzado las pruebas.
—No debemos ignorar esa posibilidad —asintió el capitán—. Debemos andar con cien ojos aquí en Roma.
—Y hablando de Roma… —los dos me miraron, interrogantes—. Creo que debemos tomar en consideración la idea de que podemos morir en alguna de estas pruebas. No es cuestión de asustarse ni de echarse atrás, pero las cosas deben estar claras antes de seguir.
El capitán y Boswell se miraron, interrogantes, y, luego, me miraron a mí.
—Creí que ese tema ya estaba resuelto, doctora.
—¿Cómo que ya estaba resuelto?
—No vamos a morir, Ottavia —declaró, muy decidido, Farag, subiéndose las gafas—. Nadie dice que no sea peligroso, es cierto, pero…
—… pero, por muy peligroso que sea —continuó la Roca—, ¿por qué no íbamos a superar las pruebas, como han hecho cientos de staurofílakes a lo largo de los siglos?
—No, si yo no digo que vayamos a morir
seguro
. Lo que digo es que podemos morir, simplemente, y que no debemos olvidarlo.
—Lo sabemos, doctora. Y también lo sabe Su Eminencia el cardenal Sodano y Su Santidad el Papa. Pero nadie nos obliga a estar aquí. Si no se siente capaz de seguir, lo entenderé. Para una mujer…
—¡Ya estamos otra vez! —clamé, indignada.
Farag empezó a reírse por lo bajo.
—¿Se puede saber de qué te ríes? —le espete.
—Me río porque ahora vas a querer ser la primera en superar todas las pruebas.
—¡Pues bueno, sí! ¿Y qué?
—¡Pues nada! —contestó, soltando una enorme carcajada. Lo extraño fue que, antes de que me hubiera dado tiempo a reaccionar, otra carcajada descomunal se escuchó en el laboratorio. No podía creer lo que veía: Farag y la Roca estaban muertos de risa, se coreaban el uno al otro y sus carcajadas no tenían fin. ¿Qué podía hacer yo, además de matarles…? Suspiré y sonreí con resignación. Si ellos estaban dispuestos a llegar hasta el final de aquella aventura, yo iría dos pasos por delante. De modo que, asunto resuelto. Ahora sólo había que ponerse a trabajar.
—Deberíamos empezar a estudiar las notas de la inscripción —sugerí, apoyando los codos pacientemente sobre la mesa.
—Sí, sí… —farfulló Boswell, secándose las lágrimas con el dorso de las manos.
—Una gran idea, doctora —dijo, entre hipos, el capitán. Era bueno saber que la Roca también sabía reír.
—Pues, si ya te has recuperado, lee tus notas, por favor, Farag.
—Un momento… —rogó, mirándome afectuosamente mientras extraía la libreta de uno de los enormes bolsillos de su chaqueta. Carraspeó, se retiró el pelo de la cara, volvió a subirse las gafas, inspiró aire y, por fin, encontró lo que buscaba y empezó a leer—. «Considerad, hermanos míos, como motivo de grandes alegrías el veros envueltos en toda clase de pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce constancia. Pero que la constancia lleve consigo una obra perfecta, para que seáis perfectos y plenamente íntegros, sin deficiencia alguna. Que si alguno de vosotros se ve falto de sabiduría, pídala a Dios, que da a todos generosamente y no reprocha, y le será otorgada. Pero pida con fe, sin dudar nada; pues el que duda es semejante al oleaje del mar agitado por el viento y llevado de una parte a otra. No piense tal hombre en recibir cosa alguna del Señor; es un hombre de ánimo doblado…».
—¿Un hombre de ánimo doblado? Esa no es mi traducción.
—En realidad, es la mía. Como era yo quien tomaba las notas… —señaló, satisfecho—. «… es un hombre de ánimo doblado, inconstante en todos sus caminos. Gloríese el hermano humilde en su exaltación y el rico en su humillación. Bienaventurado el que soporta la prueba, porque, una vez probado, recibirá la corona». Luego venia aquello de: «Y con esto, nos dirigimos a Roma», que, como ya comentó el capitán, es la pista que indica la ciudad de la primera prueba del
Purgatorio
. Y, por fin, «El templo de María está bellamente adornado».
—Está bellamente adornado —repetí, un tanto desolada— Se trata de un hermoso templo dedicado a la Virgen. Esta es la clave para localizar el sitio, no hay duda, pero es una clave bastante pobre. La solución no es la frase, sino que está en la frase. Pero ¿cómo averiguarla?
—En Roma todas las iglesias dedicadas a María son hermosas, ¿no es cierto?
—¿Sólo las dedicadas a María, profesor? —ironizó Glauser-Röist—. En Roma todas las iglesias son hermosas.
No me había dado cuenta, pero, sin motivo aparente, acababa de ponerme en pie y levantaba en el aire la mano derecha. Mi mente vagaba por las palabras.
—¿Cómo era la frase en griego, Farag? ¿Copiaste el texto original?
El profesor me miró, frunciendo el ceño y observando mi mano, misteriosamente colgada de algún cable inexistente.
—¿Te pasa algo en el brazo?
—¿Copiaste el texto, Farag? El original, ¿lo copiaste?
—Pues no, no lo copié, Ottavia, pero lo recuerdo de manera aproximada.
—No me sirve de una manera aproximada —exclamé, bajando la mano hasta el bolsillo de la bata, que seguía poniéndome por costumbre; no sabía estar en el laboratorio sin ella—. Necesito recordar cómo estaban escritas, exactamente, las palabras «bellamente adornado». ¿Era
kalós kekósmetai
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? ¡Tengo una corazonada!
—A ver… Déjame recordar… Sí, estoy seguro, era «το ιερον της Παναγιας καλως κεκοσμεται», «El templo de la Santísima está bellamente adornado».
Panagias
, la «Toda Santa» o «Santísima», es la forma griega de llamar a la Virgen.
—¡Naturalmente! —proclamé entusiasmada—.
¡Kekósmetai! ¡Kekósmetai!
¡Santa María in Cosmedín!
—¿Santa María in Cosmedín? —preguntó Glauser-Röist, poniendo cara de no saber de qué le estaba hablando.