—Vamos, Ottavia —me animó Farag desde el otro lado de la puerta, viendo que yo no tenía la menor intención de entrar.
Una bombilla desnuda colgaba del cielo de la gruta ofreciendo una luz muy pobre y llenando de sombras una mesa, una silla y algunas herramientas que descansaban bajo una gruesa capa de polvo junto a la entrada. Por suerte, el capitán había traído en su mochila una robusta linterna que alumbró el espacio como un foco de mil vatios. Unas escaleras excavadas en la roca muchos siglos atrás se precipitaban hacia las profundidades de la tierra. La Roca empezó a descender sin vacilar, mientras Farag se hacía a un lado para dejarme pasar y, de esa manera, cerrar él la marcha. A lo largo de las paredes, multitud de grafitos, esculpidos con puntas de hierro sobre la piedra, recordaban a los muertos:
Cornelius cuius dies inluxit
, «Cornelio, cuyo día amaneció», Tauta o bios, «Esta es nuestra vida»,
Eirene ecoimete
, «Irene se durmió»… En un rellano donde la escalera giraba a la izquierda, se hallaban amontonadas varias lápidas de las que cerraban los lóculos, algunas de las cuales eran sólo fragmentos. Por fin llegamos al último escalón y nos hallamos en un pequeño santuario de forma rectangular decorado con unos magníficos frescos que, por su aspecto, bien podían ser de los siglos
VIII
o
IX
. El capitán los iluminó con la linterna y quedamos fascinados al contemplar la representación del suplicio de los cuarenta mártires de Sebastia. Según la leyenda, estos jóvenes eran los integrantes de la XII Legión, llamada «Fulminada», que prestaban sus servicios en Sebastia, Armenia, en la época del emperador Licinio, el cual ordenó que todos sus legionarios hicieran sacrificios a los dioses por el bien del Imperio. Los cuarenta soldados de la XII Legión se negaron en redondo porque eran cristianos, y fueron condenados a morir de aterimiento, es decir, de frío, colgados de una cuerda, desnudos, sobre un estanque helado.
Resultaba admirable contemplar como aquella pintura, hecha sobre el revoque de yeso del muro, se había mantenido en casi perfectas condiciones a lo largo de tantos siglos, mientras otras obras posteriores, efectuadas con más medios técnicos, ofrecían hoy un aspecto lamentable.
—No enfoque los frescos con la linterna, Kaspar —rogó Farag, desde la oscuridad—. Podría dañarlos para siempre.
—Lo siento —repuso la Roca, dirigiendo rápidamente el haz de luz hacia el suelo—. Tiene razón.
—¿Y ahora qué hacemos? —pregunté—. ¿Hemos preparado algún plan?
—Continuar andando, doctora. Nada más.
Al otro lado del santuario se abría una nueva oquedad que parecía ser el principio de un largo corredor. Entramos en el mismo orden en el que habíamos bajado la escalera y lo seguimos durante un largo trecho en completo silencio, dejando a derecha e izquierda otras galerías en las que podían observarse filas interminables de tumbas en las paredes. No se oía absolutamente nada aparte de nuestros pasos y la sensación era asfixiante, a pesar de existir lucernarios en el techo que permitían la ventilación. Al final del túnel, una nueva escalera, obstaculizada por una cadena con un rótulo de prohibido el paso que el capitán ignoró, nos condujo hasta un segundo piso de subsuelo, y allí todo se volvió más opresivo, si cabe.
—Les recuerdo —susurró la Roca, por si no habíamos pensado en ello— que estas catacumbas apenas están exploradas. Este nivel, en concreto, no ha sido estudiado todavía, así que lleven mucho cuidado.
—¿Y por qué no examinamos el piso de arriba? —propuse, notando en las sienes los latidos acelerados de mi corazón—. Hemos dejado muchas galerías por recorrer. A lo mejor la entrada al Purgatorio está allí.
El capitán avanzó unos cuantos metros hacia adelante y, por fin, se detuvo, iluminando algo en el suelo.
—No lo creo, doctora. Fíjese.
A sus pies, encerrado en el intenso círculo de luz, podía distinguirse con total nitidez un Monograma de Constantino, idéntico al que Abi-Ruj Iyasus llevaba en el torso —con el travesaño horizontal— y al que exhibía la cubierta del códice sustraído de Santa Catalina. No había ninguna duda de que los staurofílakes habían pasado por allí. Lo que no se podía saber, me dije angustiada, era cuánto tiempo hacía que habían pasado, ya que la mayoría de las catacumbas habían caído en el olvido durante la baja Edad Media, después de que, retiradas poco a poco las reliquias de los santos por motivos de seguridad, los desprendimientos y la vegetación condenaron las entradas hasta el punto de perderse completamente el rastro de muchas de ellas.
Farag no cabía en sí de gozo. Mientras avanzábamos a buen ritmo por un túnel de techos altísimos, afirmaba que habíamos descifrado el lenguaje mistérico de los staurofílakes y que, a partir de ahora, podríamos comprender todas sus pistas y señales con bastante acierto. Su voz llegaba desde la cerrada oscuridad que quedaba a mi espalda, pues la única luz que iluminaba aquella galería era la de la linterna del capitán, que caminaba un metro por delante de mí, y cuyo reflejo sobre las paredes de roca permitía que yo pudiera examinar las tres filas de lóculos —muchos de ellos evidentemente ocupados—, que discurrían a la altura de nuestros pies, nuestras cinturas y nuestras cabezas. Leía al vuelo los nombres de los difuntos grabados en las pocas lápidas que aún permanecían en su sitio: Dionisio, Puteolano, Cartilia, Astasio, Valentina, Gorgono… Todas mostraban algún dibujo simbólico relacionado con el trabajo que desarrollaron en vida (sacerdote, agricultor, ama de casa…), o con la primitiva religión cristiana que profesaban (el Buen Pastor, la paloma, el ancla, los panes y los peces…) o, incluso, incrustados en el yeso, podían verse objetos personales de los fallecidos, desde monedas hasta herramientas o juguetes, si es que eran niños. Aquel lugar no tenía precio como fuente histórica.
—Un nuevo Crismón —anunció el capitán, deteniéndose en una intersección de galerías.
A la derecha, al fondo de un pasaje estrecho, se abría un cubículo en el que se distinguía un altar en el centro y, en las paredes, varios lóculos y arcosolios —nichos grandes, con forma de bóveda de horno, en los que solía enterrarse a una familia completa—; a la izquierda, otra galería de altos techos idéntica a la que habíamos venido siguiendo; delante de nosotros, una nueva escalera excavada en la roca, pero, en este caso, una escalera de caracol cuyos peldaños descendían girando en torno a una gruesa columna central de piedra pulida que desaparecía en las oscuras profundidades de la tierra.
—Déjeme verlo —pidió Farag, adelantándome.
El Monograma de Constantino aparecía cincelado exactamente en el primer escalón.
—Creo que debemos seguir bajando —murmuró el profesor, pasándose nerviosamente las manos por el pelo y subiéndose las gafas una y otra vez a pesar de tenerlas pegadas a los ojos.
—No me parece prudente —objeté—. Es una temeridad seguir descendiendo.
—Ahora ya no podemos retroceder —afirmó la Roca.
—¿Qué hora es? —preguntó inquieto Farag, al tiempo que miraba su propio reloj.
—Las siete menos cuarto —anunció el capitán, iniciando la bajada.
De haber podido, habría dado marcha atrás y habría regresado a la superficie, pero ¿quién era la valiente que desandaba sola, y a oscuras, aquel laberinto lleno de muertos, por muy cristianos que fueran? De manera que no tuve más remedio que seguir al capitán e iniciar el descenso, escoltada inmediatamente por Farag.
La escalera de caracol parecía no tener fin. Nos precipitábamos en aquel pozo peldaño tras peldaño, respirando un aire cada vez más pesado y más agobiante, sujetándonos a la columna para no perder el equilibrio y dar un traspiés. Pronto, el capitán y Farag tuvieron que empezar a inclinar las cabezas, pues sus frentes quedaban a la altura de los escalones por los que ya habíamos descendido. Poco después, el ancho de la escalinata comenzó también a decrecer: el muro lateral que la cerraba y la columna del centro se iban uniendo insensiblemente, adquiriendo aquel horrible embudo un tamaño más propio de niños que de personas adultas. Llegó un momento en que el capitán tuvo que seguir bajando encorvado y de costado, pues sus anchos hombros ya no cabían en la abertura.
Si aquello estaba pensado por los staurofílakes, había que reconocer que tenían una mente retorcida. La sensación era claustrofóbica, daban ganas de echar a correr, de salir de allí poniendo pies en polvorosa. Parecía que faltaba el aire y que el regreso a la superficie era poco menos que imposible. Como si nos hubiéramos despedido para siempre de la vida real (con sus coches, sus luces, sus gentes, etc.), teníamos la impresión de estar entrando en uno de esos nichos para muertos del que ya no podríamos salir jamás. El tiempo se hacía eterno sin que viéramos el final de aquella escalera diabólica, que cada vez era más y más pequeña.
En un momento dado, fui presa de un ataque de pánico. Sentí que no podía respirar, que me ahogaba. Mi único pensamiento era que tenía que salir de allí, salir de aquel agujero cuanto antes, volver inmediatamente a la superficie. Boqueaba como un pez fuera del agua. Me detuve, cerré los ojos e intenté calmar los feroces y apresurados golpes de mi corazón.
—Un momento, capitán —solicitó Farag—. La doctora no se encuentra bien.
El lugar era tan estrecho que apenas podía acercarse a mí. Me acaricio el pelo con una mano y luego, suavemente, las mejillas.
—¿Estás mejor, Ottavia? —preguntó.
—No puedo respirar.
—Sí puedes, sólo tienes que calmarte.
—Tengo que salir de aquí.
—Escúchame —dijo firmemente, sujetándome por la barbilla y levantándome la cara hacia él, que estaba unos peldaños más arriba—. No dejes que te domine la claustrofobia. Respira hondo. Varias veces. Olvídate de dónde estamos y mírame, ¿vale?
Le obedecí porque no podía hacer otra cosa, porque no había ninguna otra solución. De manera que le miré fijamente y, como por arte de magia, sus ojos me dieron aliento y su sonrisa ensanchó mis pulmones. Empecé a sosegarme y a recuperar el control. En menos de un par de minutos estaba bien. Volvió a acariciarme el pelo y le hizo una seña al capitán para que continuara el descenso. Cinco o seis escalones más abajo, sin embargo, Glauser-Röist se detuvo en seco.
—Otro Crismón.
—¿Dónde? —preguntó Farag. Ni él ni yo podíamos verlo.
—En el muro, a la altura de mi cabeza. Está grabado más profundamente que los otros.
—Los otros estaban en el suelo —apunté—. El desgaste de las pisadas habrá rebajado el tallado.
—Es absurdo —añadió Farag—. ¿Por qué un Crismón aquí? No tiene que indicarnos ningún camino.
—Puede ser una confirmación para que el aspirante a staurofílax sepa que va por buen camino. Una señal de ánimo o algo así.
—Es posible —concluyó Farag, no muy convencido.
Reanudamos el descenso, pero apenas habíamos bajado otros tres o cuatro escalones, el capitán volvió a detenerse.
—Un nuevo Crismón.
—¿Dónde se encuentra esta vez? —quiso saber el profesor, muy alterado.
—En el mismo sitio que el anterior —el anterior estaba, en ese momento, a la altura de mi cara; podía verlo con total claridad.
—Sigo diciendo que no tiene sentido —insistió Farag.
—Sigamos bajando —manifestó lacónicamente la Roca.
—¡No, Kaspar, espere! —se opuso Boswell, nervioso—. Examine la pared. Mire a ver si hay algo que le llame la atención. Si no hay nada, continuaremos descendiendo. Pero, por favor, verifíquelo bien.
La Roca giró la linterna hacia mí y, accidentalmente, me deslumbró. Me tapé los ojos con una mano y solté una ahogada protesta. Al cabo de un momento, escuché una exclamación más fuerte que la mía.
—¡Aquí hay algo, profesor!
—¿Qué ha encontrado?
—Entre los dos Crismones se distingue otra forma erosionada en la roca. Parece un portillo, pero apenas se aprecia.
La ceguera que me había provocado el destello de luz iba pasándose. Enseguida pude apreciar la figura que decía el capitán. Pero aquello no tenía nada de portillo. Era un sillar de piedra perfectamente incrustado en el muro.
—Parece un trabajo de los
fossores
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. Un intento por reforzar la pared o una marca de cantería —comenté.
—¡Empújelo, Kaspar! —le instó el profesor.
—No creo que pueda. Estoy en una posición muy incómoda.
—¡Pues empújalo tú, Ottavia!
—¿Cómo voy a empujar esa piedra? No se va a mover en absoluto.
Pero el caso es que, mientras protestaba, había apoyado la palma de la mano sobre el bloque y, con un mínimo esfuerzo, este se retiró suavemente hacia adentro. El agujero que quedó en la pared era más pequeño que la piedra, que en su cara frontal había sido rebajada por los bordes para que encajara en un marco de unos cinco centímetros de grosor y altura.
—¡Se mueve! —exclamé alborozada—. ¡Se mueve!
Era curiosísimo, porque el sillar resbalaba como si estuviera engrasado, sin hacer el menor ruido y sin rozadura. En cualquier caso, mi brazo no iba a ser lo suficientemente largo para que la piedra llegara hasta el final de su recorrido: debía haber varios metros de roca a nuestro alrededor y el pasadizo cuadrado por el que se deslizaba parecía no tener fin.
—¡Tome la linterna, doctora! —prorrumpió Glauser-Röist— ¡Entre en el agujero! Nosotros la seguiremos.
—¿Tengo que entrar yo la primera?
El capitán resopló.
—Escuche, ni el profesor ni yo podemos hacerlo, no tenemos sitio para movernos. Usted está justo delante, así que ¡entre, maldita sea! Después entrará el profesor y, por último, yo, que retrocederé hasta donde se encuentra usted ahora.
De modo que me encontré abriéndome camino, a gatas, por un estrecho corredor de apenas un poco más de medio metro de alto y otro medio de ancho. Tenía que desplazar el sillar con las manos para poder avanzar, mientras empujaba la linterna con las rodillas. Casi me desmayo cuando recordé que llevaba detrás a Farag, y que, a cuatro patas, la falda no debía cubrirme mucho. Pero hice acopio de valor y me dije que no era el momento de pensar en tonterías. No obstante, en previsión de futuras situaciones de ese estilo, en cuanto volviera a Roma —si es que volvía— me compraría unos pantalones y me los pondría, aunque a mis compañeras, a mi Orden y al Vaticano en pleno les diera un ataque al corazón.
Por suerte para mis manos y mis piernas, aquel pasadizo era tan fino y terso como la piel de un recién nacido. El pulido que podía notar tenía tal acabado, que me daba la sensación de avanzar sobre un cristal. Los cuatro lados del cubo de piedra que tocaban las paredes debían estar igual de alisados, y esa era la respuesta a la facilidad con la que movía el sillar, que no obstante, en cuanto apartaba las manos se deslizaba ligeramente hacia mí, como si el túnel fuera adquiriendo una tenue elevación. No sé qué distancia recorrimos en esas condiciones, puede que quince o veinte metros, o más, pero se me hizo eterno.