Cuando la ceremonia y el entierro hubieron terminado, y mientras entrábamos en casa y servían la comida, le pedí a Giacoma que me dejara un coche para ir a Palermo, porque había quedado con Farag y Glauser-Röist, a las doce y media, en el restaurante La Góndola, en la via Principe di Scordia.
—Pero ¿tú estás loca? —exclamó mi hermana con los ojos abiertos de par en par—. ¡Hoy no es día para ir de restaurantes!
—Es por trabajo, Giacoma.
—¡Me da lo mismo! Llama a tus amigos y diles que vengan a comer aquí. Tú no puedes salir, ¿me oyes?
Así que llamé al móvil de Glauser-Röist y le expliqué que, por evidentes motivos familiares, no podía abandonar la villa, y que el profesor y él estaban invitados a comer en casa. Le expliqué lo mejor que pude la forma de llegar y me pareció notar, repetidamente, ciertas reticencias en su tono de voz que me impacientaron.
Llegaron, por fin, cuando estábamos a punto de sentarnos a la mesa. El capitán iba, como siempre, impecablemente vestido, luciendo un aspecto soberbio, mientras que Farag había cambiado su estilo habitual de funcionario de algún remoto país africano por el de valeroso expedicionario y aguerrido conductor de jeeps. Apenas entraron en la casa, inicié las presentaciones. Al profesor se le veía desconcertado y cohibido, sin embargo, en su mirada se percibía claramente la curiosidad del científico que estudia una nueva especie de animal desconocida. Glauser-Röist, por el contrario, era dueño de la situación. Su aplomo y seguridad resultaban gratificantes en un ambiente tan triste y cargado como el que teníamos. Mi madre los recibió con afabilidad, y Pierantonio, que estaba a su lado, para mi sorpresa, saludó al capitán muy cordialmente, como si ya le conociera, aunque de una manera demasiado artificial. Tras el saludo, ambos se separaron como si fueran los polos idénticos de dos imanes.
Yo, que había querido hablar con mi hermano Pierantonio desde el día anterior sin conseguirlo, me encontré, de pronto, acorralada por él en una esquina del jardín, al que habíamos salido para tomar el café después de la comida aprovechando el buen tiempo. Mi hermano no gozaba de su lozano aspecto habitual. Se le veía ojeroso y con unas marcadas arrugas en el ceño. Me clavó la mirada y me sujetó con cierta brusquedad por una muñeca.
—¿Por qué trabajas con el capitán Glauser-Röist? —me espetó a bocajarro.
—¿Cómo sabes que trabajo con él? —repuse, sorprendida.
—Me lo ha dicho Giacoma. Y ahora, responde a mi pregunta.
—No puedo darte detalles, Pierantonio. Tiene que ver con aquello que hablamos la última vez, el día del santo de papá.
—Ya no me acuerdo. Refréscame la memoria.
Con la mano que me quedaba libre hice un gesto de incomprensión, levantando la palma hacia arriba y dejándola en el aire.
—¿Qué te pasa, Pierantonio? ¿Estás mal de la cabeza o qué?
Mi hermano pareció despertar de un sueño y me miró, desconcertado.
—Perdóname, Ottavia —balbució, soltándome—. Me he puesto nervioso. Lo lamento.
—¿Pero por qué te has puesto nervioso? ¿Por el capitán?
—Lo siento, olvídalo —replicó, alejándose.
—Ven aquí, Pierantonio —le ordené, con un tono de voz serio y autoritario; se detuvo en seco—. No te vas a marchar sin darme una explicación.
—¿La pequeña Ottavia se insubordina ante su hermano mayor? —celebró, con una sonrisa muy graciosa. Pero yo no me reí.
—Habla, Pierantonio, o me enfadaré de verdad.
Me miró muy sorprendido y dio dos pasos hacia mí, frunciendo de nuevo el ceño.
—¿Sabes quién es Kaspar Glauser-Röist? ¿Sabes a qué se dedica?
—Sé —comenté— que es miembro de la Guardia Suiza, aunque trabaja para el Tribunal de la Rota, y que coordina la investigación en la que yo participo como paleógrafa del Archivo Secreto.
Mi hermano agitó pesarosamente la cabeza varias veces.
—No, Ottavia, no. No te equivoques. Kaspar Glauser-Röist es el hombre más peligroso del Vaticano, la mano negra que ejecuta las acciones inconfesables de la Iglesia. Su nombre está asociado con… —se detuvo en seco—. ¡Ésta sí que es buena! ¿Qué hace mi hermana trabajando con un sujeto al que temen cielo y tierra?
Me había convertido en una estatua de sal y no podía reaccionar.
—¿Qué me dices, eh? —insistió mi hermano—. ¿No puedes darme tú ahora ninguna explicación?
—No.
—Bien, pues se acabó esta conversación —concluyó, distanciándose de mí y yendo a sumarse al corro de gente que charlaba en torno a la mesa del jardín—. Ten cuidado, Ottavia. Ese hombre no es lo que aparenta.
Cuando pude salir de mi estupor, divisé a lo lejos las figuras de mi madre y de Farag, enzarzados en una animada charla. Con paso vacilante, me encaminé hacia ellos, pero antes de que pudiera llegar, la inmensa mole del capitán se interpuso en mi camino.
—Doctora, deberíamos marcharnos cuanto antes. Se está haciendo muy tarde y pronto no quedará luz.
—¿De qué conoce a mi hermano, capitán?
—¿A su hermano…? —se asombró.
—Mire, no se haga el despistado. Sé que conoce a Pierantonio, así que no me mienta.
La Roca examinó los alrededores con gesto indiferente.
—Deduzco que el padre Salina no le ha dado esta información, de modo que no seré yo quien lo haga, doctora —bajó la mirada hasta mí—. ¿Nos vamos, por favor?
Asentí, y me pasé las manos por la cara con gesto de consternación.
Dije adiós a todos, uno por uno, y subí en el vehículo que el capitán y Farag habían alquilado en el aeropuerto, un Volvo S40, de color plata y cristales oscuros. Cruzamos la ciudad para coger la carretera 121 hasta Enna, en el corazón de la isla, y, desde allí, tomar la autopista A19 hasta Catania. Glauser-Röist, que disfrutaba enormemente conduciendo, encendió la radio y dejó sonar la música hasta que abandonamos Palermo. Una vez en la carretera, bajó drásticamente el volumen y, Farag, que viajaba en la parte trasera, se inclinó hacia adelante, apoyando los brazos en los respaldos de nuestros asientos.
—En realidad, Ottavia, no sabemos por qué estamos aquí —empezó a explicarme—. Hemos venido a Sicilia para verificar una inspiración, pero seguramente haremos el más grande de todos los ridículos.
—No le haga caso, doctora. El profesor ha encontrado la entrada al Purgatorio.
—No le hagas caso a él, doctora. Te aseguro que dudo muchísimo que encontremos la entrada en Siracusa, pero el capitán se ha empeñado en comprobarlo
in situ
.
—Está bien —consentí, suspirando—. Pero dame, al menos, una explicación que me convenza. ¿Qué hay en Siracusa?
—¡Santa Lucía! —celebró Farag.
Giré la cabeza hacia él, con bastante fastidio.
—¿Santa Lucía?
Estaba tan cerca del profesor, que pude respirar su aliento. Me quedé paralizada. Una vergüenza terrible me sofocó de repente. Hice un esfuerzo sobrehumano para volver a mirar la carretera que tenía delante sin que se notara mi turbación. Boswell tenía que haberse dado cuenta, me dije espantada. Era una situación violenta, y el silencio de él empezaba a volverse insoportable. ¿Por qué no hablaba? ¿Por qué no seguía contando su historia?
—¿Por qué santa Lucía? —pregunté precipitadamente.
—Porque… —Farag carraspeó y se ofuscó—. Porque sí. Porque…
No podía verle las manos, pero estaba segura de que le temblaban. Ya lo había observado en otras ocasiones.
—Yo se lo explico, doctora —medió Glauser-Röist—. ¿Quién lleva a Dante hasta la puerta del Purgatorio?
Hice memoria rápidamente.
—Santa Lucía, es verdad. Lo traslada por los aires desde el Antepurgatorio mientras él está dormido y lo deja frente al mar. Pero ¿qué tiene que ver con Sicilia? —hice memoria de nuevo—. Sí, bueno, santa Lucía es la patrona de Siracusa, claro, pero…
—Siracusa está mirando al mar —observó el profesor, aparentemente recuperado por completo—. Además, después de dejar a Dante en el suelo, santa Lucía, con los ojos, le señala a Virgilio el camino que deben seguir para llegar hasta la puerta de la doble llave.
—Bueno, sí, pero…
—¿Sabías que Lucía es la patrona de la vista?
—¡Qué pregunta! Naturalmente.
—Todas las imágenes la representan llevando sus ojos en un platillo.
—Se los arrancó ella, durante el martirio —precisé—. Su prometido pagano, que fue quien la denunció por cristiana, adoraba sus ojos, de modo que ella se los arrancó para que se los hicieran llegar.
—«Que santa Lucía nos conserve la vista» —recitó Glauser-Röist.
—Sí, en efecto, esa es la advocación popular.
—Sin embargo… —enfatizó Farag—. La santa patrona de Siracusa aparece siempre con sus propios ojos bien puestos y bien abiertos y, lo que lleva en el platillo, es otro par de repuesto.
—Bueno, eso es porque no van a pintarla con las cuencas vacías y sangrantes.
—¿Ah, no? Pues no será porque la iconografía cristiana no haya puesto siempre el acento en la sangre y el dolor físico.
—Bueno, pero ese es otro tema —protesté—. Sigo sin saber adónde quieres llegar.
—Es muy sencillo. Verás, según todos los martirologios cristianos que dan cuenta del suplicio de la santa, Lucía jamás se arrancó los ojos, ni los perdió en modo alguno. En realidad, lo que dicen es que las autoridades romanas al servicio del emperador Diocleciano intentaron violarla y quemarla viva, pero que, por intercesión divina, no lo consiguieron, así que tuvieron que clavarle una espada en la garganta que acabó con su vida. Era el 13 de diciembre del año 300. Pero de los ojos, nada de nada. ¿Por qué, pues, es la patrona de la vista? ¿No será que estamos hablando de otro tipo de visión, una visión que no es la del cuerpo, sino la de la iluminación que permite acceder a un conocimiento superior? De hecho, en el lenguaje simbólico, la ceguera significa ignorancia, mientras que la visión es equivalente al saber.
—Eso es mucho suponer —objeté. No me encontraba bien. Toda aquella verborrea de Farag caía como arena en mi cerebro. Todavía estaba muy afectada por las muertes de mi padre y de mi hermano, y no tenía ganas de escuchar sutilezas enigmáticas.
—¿Mucho suponer…? Vale, pues oye esto: la fiesta de santa Lucía se celebra el supuesto día de su muerte, el 13 de diciembre, como ya te he dicho.
—Ya lo sé, es el santo de mi hermana.
—Bien, pero lo que quizá no sabes es que, antes del ajuste de diez días que introdujo el calendario gregoriano en 1582, su fiesta se celebraba el 21 de diciembre, día del solsticio de invierno, y, desde la antigüedad más remota, el solsticio de invierno era la fecha en la que se conmemoraba la victoria de la luz sobre las tinieblas, porque, a partir de ese momento, los días se iban haciendo cada vez más largos.
No dije ni media palabra. No conseguía entender nada de aquel galimatías.
—Ottavia, por favor, eres una mujer culta —me exhortó Farag—. Utiliza todos tus conocimientos y verás que lo que digo no es ninguna tontería. Estamos hablando de que Dante hace de santa Lucía su misteriosa porteadora hasta la entrada del Purgatorio, pero nos dice, además, que después de dejarle a él en el suelo, todavía dormido,
con los ojos
le indica a Virgilio la senda que deben tomar para llegar hasta la puerta en la que se hallan los tres escalones alquímicos y el ángel guardián con la espada. ¿No es una referencia clarísima?
—No lo sé —declaré, sin darle más importancia—. ¿Lo es?
Farag se quedó en silencio.
—El profesor no está seguro —murmuró Glauser-Röist, apretando el acelerador—. Por eso vamos a comprobarlo.
—Hay muchos santuarios de Santa Lucía en el mundo —rezongué—. ¿Por qué tiene que ser precisamente el de Siracusa?
—Además de ser el lugar de nacimiento de la santa y la ciudad donde vivió y fue martirizada, hay algunos otros datos que nos hacen sospechar de Siracusa —puntualizó la Roca—. Cuando Dante y Virgilio se encuentran con Catón de Útica, este recomienda a Dante que, antes de presentarse ante el ángel guardián, se lave el rostro para limpiarse de toda suciedad y se ciña con un junco de los que crecen alrededor de una islita que hay cerca de la orilla.
—Sí, lo recuerdo.
—La ciudad de Siracusa fue fundada por los griegos en el siglo
VIII
antes de nuestra era —continuó Farag—. En aquel entonces le dieron el nombre de Ortigia.
—¿Ortigia…? —repuse, intentando evitar el gesto involuntario de volverme hacia él—. ¿Pero Ortigia no es la isla que hay frente a Siracusa?
—¡Ajá! ¡Tú lo has dicho! Frente a Siracusa hay una isla llamada Ortigia en la cual, además de los famosos papiros, que todavía se cultivan, crecen abundantemente los juncos.
—Pero Ortigia es hoy un barrio de la ciudad. Está totalmente urbanizada y unida a tierra por un gran puente.
—Cierto. Y eso no quita ni un ápice de importancia a la pista que Dante puso en su obra. Y todavía falta lo mejor.
—¿Ah, sí? —lo cierto es que me estaban convenciendo. Con toda aquella sarta de barbaridades conseguían que, poco a poco, sin darme cuenta, dejara atrás mi pena y volviera a la realidad.
—Tras la desaparición de Imperio Romano, Sicilia fue tomada por los godos y, en el siglo
VI
, el emperador Justiniano, el mismo que encargó edificar la fortaleza de Santa Catalina del Sinaí, ordenó al general Belisario que recuperase la isla para el Imperio Bizantino. Pues bien, nada más arribar a Siracusa las tropas constantinopolitanas, ¿sabes qué fue lo que hicieron? Construyeron un templo en el lugar del martirio de la santa y ese templo…
—Lo conozco.
—… sigue en pie hoy día aunque, por supuesto, con múltiples restauraciones llevadas a cabo a lo largo de los siglos. No obstante —Farag estaba imparable—, el atractivo mayor de la vieja iglesia de santa Lucía radica en sus catacumbas.
—¿Catacumbas? —me extrañé—. No tenía ni idea de que hubiera catacumbas bajo la iglesia.
Nuestro vehículo acababa de entrar a buena velocidad en la autopista 19. La luz del sol empezaba a declinar.
—Unas notables catacumbas del siglo
III
, apenas examinadas en algunos de sus tramos principales. Se sabe, eso sí, que fueron ampliadas y modificadas, curiosamente, durante el período bizantino, cuando ya no había persecuciones y la religión cristiana era la fe del Imperio. Por desgracia, sólo están abiertas al público durante las fiestas de santa Lucía, del 13 al 20 de diciembre, y no totalmente. Quedan varios pisos por explorar y muchísimas galerías.