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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (61 page)

BOOK: El último Catón
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—Legalmente, hermana, no tiene usted que hacer nada. Otra cosa es su contrición ante Dios. Eso es personal y lo asumirá en soledad. Lo correcto sería, en cualquier caso, que enviara usted una carta a la directora general comunicando su decisión y otra a la superiora de su comunidad, que es la hermana Margherita. Esas cartas quedarán archivadas en su expediente y, desde ese mismo momento, daremos por terminada su pertenencia a esta Orden.

—¿Así de sencillo? ¿Estoy fuera? ¿Ya está? —no podía creer lo que oía.

—Lo estará en cuanto recibamos esas cartas. Si no quiere nada más, hermana… —su voz vaciló al pronunciar esta última palabra.

—¿Y mi sueldo? ¿Empezaré a recibirlo integro y directamente desde el Vaticano?

—No se preocupe por eso. Lo arreglaremos todo en cuanto recibamos esas cartas. De todos modos, recuerde que su contrato con el Vaticano se fundamenta en su condición de religiosa. Me temo que tendrá que arreglar este asunto con el Prefecto del Archivo Secreto, el Reverendo Padre Guglielmo Ramondino. Y creo que es bastante probable que tenga que buscarse otro empleo.

—Ya lo sabía. Gracias por todo, hermana Sarolli. Enviaré esas cartas lo antes posible.

Colgué el teléfono y me invadió el vértigo. Tenía un precipicio frente a mí y el lado opuesto estaba demasiado lejos para dar un salto y alcanzarlo. Retroceder, sin embargo, no era posible y, desde luego, tampoco lo deseaba. Suspiré y eché una ojeada a la habitación de Farag. Cuando mi madre lo supiera no le daría un ataque al corazón, no; le darían dos o tres por lo menos y no podía ni imaginar la reacción de mis hermanos. Quizá Pierantonio fuera el único capaz de comprenderlo. Yo sólo quería estar con Farag el resto de mi vida pero el espíritu práctico de los Salina me impulsaba a sopesar cualquier eventualidad: a pesar de todos los pesares, volver a Palermo era una opción real. Allí siempre tendría un lugar en el que cobijarme. También tendría que buscar trabajo, aunque eso no me preocupaba porque, con mi historial profesional, mis premios y mis publicaciones, no resultaría muy difícil. Y ese trabajo, naturalmente, también determinaría el lugar donde tendría que vivir. Volví a suspirar. El miedo no entraba en la partida, no estaba permitido. De una manera u otra, saldría adelante y encontraría la forma de cruzar el precipicio.

La puerta de la habitación se abrió despacito y la barba de Farag apareció por el resquicio.

—¿Cómo ha ido? —preguntó—. Hemos oído en el otro teléfono que habías colgado.

—No te lo vas a creer —repuse enarcando las cejas—. Soy libre.

Farag abrió la boca de par en par y así la dejó, solidificándose en ese gesto como una estatua de sal. Yo me puse en pie y avancé hacia él.

—Vamos a cenar. Luego te lo contaré con detalle.

—Pero, pero… ¿ya no eres monja? —balbució.

—Técnicamente, no —le expliqué, empujándole hacia el pasillo—. Moralmente, sí. Por lo menos hasta que envíe mi renuncia por escrito. Pero vamos a cenar, por favor, que la comida estará fría y me siento culpable por tu padre y por el capitán.

—¡Ya no es monja! —gritó cuando entramos en el salón-comedor. Butros sonrió, bajando la cabeza, expresando así una íntima alegría que debía estar muy relacionada con la de su hijo, y la Roca, con los ojos entornados, se quedó mirándome fijamente durante un buen rato.

La cena transcurrió en un ambiente muy agradable. Mi nueva vida no podía haber empezado mejor y comprendí, al margen de toda duda, por qué los staurofílakes habían elegido Alejandría para purgar el pecado de la gula. Hubiera sido difícil encontrar platos más suculentos ni mejor condimentados que aquellos típicamente alejandrinos. Antes del
baba ghannoug
, el puré de berenjenas hecho con tahine
[53]
y zumo de limón, y del
hummus bi tahine
, puré de garbanzos con el mismo aliño, probamos un surtido de ensaladas a cual más sabrosa y elaborada, acompañadas por una buena cantidad de queso y de
fuul
(unas enormes judías de color marrón). Según nos explicó Butros, los alejandrinos eran herederos directos de las cocinas romana y bizantina, pero habían sabido añadir, además, lo mejor de la comida árabe. No había guiso sin especias, y el aceite de oliva, la miel, el laurel, el yogur, los ajos, el tomillo, la pimienta negra, el sésamo y la canela no faltaban nunca en sus platos.

Tuve ocasión de comprobarlo. Desde el pan, esas sabrosas
aish
u hogazas preparadas con distintas harinas que acompañaban a los purés, hasta el
gambari
, unas deliciosas gambas gigantes con salsa de ajo que me dejaron con las frustradas ganas de chuparme los dedos, todo lo que comimos aquella noche estaba francamente delicioso. Hasta Glauser-Röist parecía más que encantado con la cena que nos estaba ofreciendo Farag y ni por un momento se tragó el cuento de que nosotros hubiéramos preparado aquellas maravillas culinarias. Butros siguió contándonos que, para él, los platos más sabrosos eran los de carne, aunque, salvo el delicioso
hamam
—pichones rellenos de trigo verde y asados a fuego lento—, no había ninguno más sobre la mesa. Sin embargo, nos dijo, los guisos de cordero eran los más apreciados por los propios egipcios y por los extranjeros, y los pescados, siempre frescos y bien condimentados, no se quedaban atrás.

Glauser-Röist se bebió un par de botellas medianas de cerveza de la marca egipcia Stella y el padre de Farag le superó en una más.

—¿Sabían que la cerveza se inventó en el Antiguo Egipto? —dijo—. No hay nada mejor que tomar un buen vaso de cerveza antes de irse a la cama. Ayuda a conciliar el sueño y es un relajante natural.

A pesar de ello, Farag y yo sólo bebimos agua mineral y
karkadé
frío, un refresco de color rojo intenso y sabor ácido hecho con la flor del hibisco y que los egipcios en general toman abusivamente durante todo el día junto con el
shai nana
, el té negro de fuerte sabor que acompañan con hojas de menta.

Lo peor, sin embargo, fueron los postres. Y digo lo peor porque no había manera de parar. Los alejandrinos, fieles a su tradición bizantina, eran, como los griegos, grandes amantes del dulce, y Farag, alejandrino de pro, había hecho un pedido de pasteles, hojaldres y pastas más adecuado a las necesidades de un ejército hambriento que a las de cuatro personas ya saciadas por una buena comida:
om ali
[54]
,
konafa
[55]
,
baklaoua
[56]
y
ashura
[57]
, un postre típico que los musulmanes consumían especialmente el décimo día del mes de moharram, pero que Farag y su padre degustaban con glotonería a la primera ocasión que se les presentaba. Glauser-Röist y yo intercambiamos discretas miradas de sorpresa ante la inaudita capacidad de la familia Boswell para consumir dulces sin orden, número ni medida.

—No parece que te asuste la diabetes, Farag —bromee.

—Ni la diabetes, ni el sobrepeso, ni la hipertensión arterial —articuló con dificultad, engullendo un gran pedazo de
konafa
—. ¡Echaba de menos la buena comida!

—Alejandría ostenta el terrible privilegio… —empezó a recitar tétricamente la Roca, y el padre de Farag, escuchándole, se quedó con los ojos muy abiertos y el bocado a medio masticar—… de ser conocida por practicar perversamente el pecado de la gula.

—¿Qué ha dicho usted, capitán Glauser-Röist? —preguntó, incrédulo, después de tragar su
baklaoua
con la ayuda de un rápido sorbo de cerveza.

—Tranquilo, papá —sonrió Farag—. Kaspar no está loco. Sólo ha gastado una broma de las suyas.

Pero no, no era una broma. También a mí, no sé por qué, me habían venido a la cabeza las palabras del mensaje de los Catones sobre aquella ciudad y su culpa.

—Tengo entendido —dijo de pronto la Roca, cambiando de tema—, que en los países árabes, el acceso a Internet está restringido. ¿En Egipto también?

Butros plegó meticulosamente su servilleta y la dejó sobre la mesa antes de responder (Farag seguía comiendo
konafa
).

—Ese es un tema muy serio, capitán —anunció, con la frente fruncida por profundas arrugas de preocupación—. Que sepamos, aquí en Egipto no padecemos restricciones como en Arabia Saudí e Irán, países que filtran y restringen los accesos de sus ciudadanos a miles de páginas de la red. Arabia Saudí, por ejemplo, tiene un centro de alta tecnología en las afueras de Riad desde donde controla todas las páginas visitadas por sus ciudadanos
[58]
y, diariamente, bloquea cientos de nuevas direcciones que, según el gobierno, van contra la religión, contra la moral y contra la familia real saudí. Aunque peor es el caso de Irak y Siria, donde Internet está completamente prohibido.

—Pero tú, ¿por qué te preocupas, papá? Apenas sabes manejar el ordenador y en Egipto no tenemos esos problemas.

Butros miró a su hijo como si no lo conociera.

—Un gobierno no puede espiar a su propio pueblo, hijo, ni actuar como carcelero o censor de la opinión y la libertad de su gente. Y mucho menos puede hacerlo una religión, sea la que sea. El infierno del que hablan los libros no está en la otra vida, Farag; está aquí, a este lado, y lo forjan tanto los hombres que se dicen intérpretes de la palabra de Dios, como los gobiernos que restringen las libertades de sus ciudadanos. Piensa en lo que fue nuestra ciudad y piensa en lo que es ahora, y recuerda a tu hermano Juhanna, a Zoe y al pequeño Simón.

—No me olvido de ellos, papá.

—Busca un país donde puedas ser libre, hijo mío —siguió diciendo Butros, dirigiéndose a Farag como si ni el capitán ni yo estuviéramos delante—. Busca ese país y vete de Alejandría.

—¡Pero qué estás diciendo, papá! —Farag había puesto las dos manos sobre la mesa y tenía los nudillos blancos por la fuerza que hacía contra la madera.

—¡Vete de Alejandría, Farag! Si te quedases aquí yo no podría vivir tranquilo. ¡Márchate! Deja tu trabajo en el museo y cierra esta casa. Y no te preocupes por mí —se apresuró a decir, mirándome a mí y sonriendo con divertida malicia—. En cuanto encontréis ese lugar, venderé esta casa y compraré otra allá donde estéis.

—¿Dejaría usted Alejandría, Butros? —le pregunté, sonriendo a mi vez.

—Las muertes de mi hijo Juhanna y de mi nieto sellaron mi ruptura con esta ciudad —su gesto amable apenas lograba ocultar el intenso dolor que sentía—. Alejandría fue gloriosa durante miles de años. Hoy, para los no musulmanes, sólo es peligrosa. Ya no quedan judíos, ni griegos, ni europeos… Todos han huido y sólo vienen como turistas. ¿Por qué tendríamos que seguir nosotros aquí? —de nuevo miró a su hijo con amargura—. Prométeme que te irás, Farag.

—Lo había pensado, papá —admitió Farag, mirándome de reojo—. Pero me siento tan feliz desde que he vuelto que me cuesta mucho hacerte esa promesa.

Butros se volvió hacia mí.

—¿Sabe que si Farag se quedara en Alejandría podría morir a manos de la
Gema’a al-Islamiyya
, Ottavia?

Yo me mantuve en silencio. Quizá Butros estaba demasiado obsesionado, pero sus palabras calaron dentro de mí y se lo hice saber a Farag con la mirada.

—Está bien, papá —dijo él, al fin, resignadamente—. Tienes mi palabra. No volveré a Alejandría.

—Busca un buen país, hijo, y un buen trabajo. Yo me encargaré de tus cosas.

Después de esta última frase, nos quedamos todos callados. Jamás hubiera imaginado que se pudiera vivir con tanto miedo y pensé con tristeza en la gente de Sicilia amenazada por familias como la de Doria y la mía. ¿Por qué el mundo podía ser un lugar tan horrible? ¿Por qué Dios permitía que pasaran estas cosas? Había estado metida en una campana de cristal y ya era hora de enfrentarme a la realidad.

—¿Qué les parece si trabajamos un poco? —propuso la Roca, dejando su servilleta sobre la mesa.

Sacudí la cabeza como quien despierta de un sueño y le miré sorprendida.

—¿Trabajar?

—Sí, doctora, trabajar. Son… —miró su reloj de pulsera—, las once de la noche. Aún podemos aprovechar un par de horas. ¿Qué le parece, profesor?

Farag reaccionó con la misma torpeza que yo.

—¡Bien, bien, Kaspar! —asintió titubeante—. Supongo que no tendremos ningún problema para acceder a la base de datos del museo. Espero que no hayan borrado mis claves de usuario.

Entre los cuatro recogimos la mesa y dejamos la cocina arreglada en un momento. Luego, como no era probable que tuviéramos ocasión de volver a verle antes de irnos, Butros se despidió de su hijo y de mí con unos fuertes y cariñosos abrazos y estrechó con afecto la mano que le tendió el capitán.

—Lleven mucho cuidado —nos pidió mientras bajaba el primer tramo de escalera.

—No te preocupes, papá.

Farag ocupó su sillón de trabajo en el despacho y encendió el ordenador, mientras la Roca quitaba una pila de revistas de encima de una silla y la acercaba hasta la máquina. Yo, que no tenía ninguna gana de acordarme de los staurofílakes, me puse a curiosear los libros dejas estanterías.

—Muy bien, aquí estamos —oí que decía Farag—. «Introduzca su nombre de usuario».
Kenneth
—reveló en voz alta—. «Introduzca su clave de acceso».
Oxirrinco
. Fantástico, las ha aceptado. Estamos dentro —anuncio.

—¿Puede buscar imágenes?

—No, en realidad no. Pero puedo buscar textos concretos y acceder a las imágenes relacionadas. Buscaré «serpiente barbuda».

—¿En qué idioma haces las búsquedas? —le pregunté sin volverme.

—En árabe y en inglés —me explicó—, pero suelo usar el inglés porque me resulta más cómodo con este teclado en caracteres latinos. Tengo otro en árabe dentro de aquella vitrina —la señaló con el dedo—, pero no lo uso casi nunca.

—¿Puedo verlo?

—Por supuesto.

Mientras ellos se lanzaban a la caza y captura de serpientes barbudas, yo saqué de un rincón el teclado en árabe. Nunca había visto una cosa tan extraña y me hizo muchísima gracia. Era, naturalmente, igual que los nuestros, pero en lugar del alfabeto latino, presentaba los caracteres árabes en las teclas.

—¿De verdad sabes escribir con esto?

—Sí. No es tan complicado. Lo más difícil es cambiar la configuración del ordenador y de los programas, por eso trabajo siempre en inglés.

—¿Qué dice ahí, profesor? —inquirió la Roca sin quitar los ojos del monitor.

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