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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (29 page)

BOOK: El último Catón
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Después de un rato de infructuosa búsqueda, los tres nos reunimos en el ábside y nos sentamos en el suelo, junto al
Ara Maxima
, para recapitular. Yo, como llevaba pantalones, me acomodé tranquilamente. Dentro de una arqueta, en el muro, el cráneo y los huesos de una tal santa Cirilla reposaban a mi lado («Santa Cirilla, virgen y mártir, hija de santa Trifonia, muerta por Cristo bajo el príncipe Claudio», rezaba el epitafio latino).

—Esta vez no hemos encontrado ningún Crismón que nos indique el camino —señaló Farag, retirándose el pelo de la cara.

—Algo tiene que haber —repuso, bastante enfadado, el capitán—. Hagamos memoria de todo lo que hemos visto desde que llegamos a Santa María in Cosmedín. ¿Qué nos ha llamado la atención?

—¡La Boca de la Verdad! —exclamó Boswell lleno de entusiasmo. Yo sonreí.

—No me refiero a las atracciones turísticas, profesor.

—Bueno… A mí es lo que más me ha llamado la atención.

—La verdad es que esa tapa de alcantarilla romana tiene su interés —comenté para respaldarle.

—Muy bien —profirió la Roca—. Volveremos arriba y comenzaremos toda la inspección de nuevo.

Aquello era más de lo que yo podía soportar. Miré mi reloj de pulsera y vi que marcaba las cinco y media de la tarde.

—¿No podríamos volver mañana, capitán? Estamos cansados.

—Mañana, doctora, estaremos en Rávena, afrontando el segundo circulo del Purgatorio. ¿No entiende que en este mismo momento, en cualquier parte del mundo, puede estar teniendo lugar otro robo de
Ligna Crucis
? ¡Incluso aquí mismo, en Roma! No, no vamos a parar y tampoco vamos a descansar.

—Estoy seguro de que no tiene importancia… —declaró, de pronto, el profesor, volviendo a sus tics nerviosos del titubeo y las gafas—, pero he visto algo extraño por allí —y señaló uno de los oratorios laterales de la derecha.

—¿De qué se trata, profesor?

—Una palabra escrita en el suelo… Grabada en la piedra, más bien.

—¿Qué palabra?

—No se distingue claramente, porque está muy desgastada, pero parece que pone «Vom».

—¿«Vom»?

—Veámosla —decidió la Roca, poniéndose en pie.

En la esquina interior izquierda del oratorio, justo en el centro de una enorme losa rectangular que hacía ángulo recto con las paredes, podía leerse, en efecto, la palabra «VOM».

—¿Qué quiere decir «Vom»? —preguntó la Roca.

Estaba a punto de responderle cuando, de repente, oímos un chasquido seco y el suelo comenzó a oscilar como si se hubiera declarado un formidable terremoto. Yo solté un grito mientras caía como un peso muerto sobre la losa que se hundía en las profundidades de la tierra, balanceándose furiosamente de un lado a otro. Sin embargo, recuerdo un detalle importante: segundos antes del chasquido, mi nariz percibió, con mucha intensidad, el inconfundible olor acre del sudor y la mugre del padre Bonuomo, que debía encontrarse muy cerca de nosotros.

El pánico me impedía pensar, sólo trataba, angustiosamente, de agarrarme al suelo oscilante para no caer al vacío. Perdí la linterna y el bolso, mientras una mano de hierro me sujetaba por la muñeca, ayudándome a mantener el cuerpo pegado a la piedra.

Estuvimos descendiendo en esas condiciones durante mucho tiempo —aunque, claro, también podría ser que a mí me pareciera eterno lo que sólo duró unos minutos—, y, por fin, la dichosa piedra tocó suelo y se detuvo. Ninguno de nosotros se movió. Sólo podía escuchar las respiraciones agitadas de Farag y del capitán por debajo de la mía. Sentía las piernas y los brazos como si fueran de goma, como si no pudieran volver a sostenerme; un temblor incontrolable me agitaba entera, de los pies a la cabeza, y notaba el corazón desbocado y unas enormes ganas de vomitar. Recuerdo haberme dado cuenta de que me llegaba una luz cegadora a través de los párpados cerrados. Debíamos parecer tres ranas tendidas boca abajo en la batea de un científico loco.

—No… No lo hemos… hecho bien… —oí decir a Farag.

—¿Se puede saber qué está diciendo, profesor? —preguntó la Roca en voz muy baja, cómo si le faltara fuerza para hablar.

—«… por la hendidura de una roca —recitó el profesor tomando bocanadas de aire—, que se movía de uno y de otro lado como la ola que huye y se aleja. “Aquí es preciso usar la destreza —dijo mi guía— y que nos acerquemos aquí y allá del lado que se aparta.”»

—Dichoso Dante Alighieri… —susurré con desmayo.

Mis compañeros se incorporaron, y la mano de hierro que aún me sujetaba, me soltó. Sólo entonces supe que se trataba de Farag, que se puso frente a mi cara y me tendió la misma mano con timidez, ofreciéndome su caballerosa ayuda para ponerme en pie.

—¿Dónde demonios estamos? —silabeó la Roca.

—Lea el Canto X del
Purgatorio
y lo sabrá —murmuré, todavía con las piernas temblorosas y el pulso acelerado. Aquel sitio olía a moho y a podrido, a partes iguales.

Una larga fila de antorcheros, fijados a los muros por estribos de hierro, iluminaba lo que parecía ser una vieja alcantarilla, un canal de aguas residuales en uno de cuyos márgenes nos encontrábamos nosotros. Dicho margen (¿o quizá debería llamarlo cornisa?), desde el borde que caía sobre el cauce de agua —que todavía fluía, negra y sucia—, hasta la pared, «mediría sólo tres veces el cuerpo humano», que era exactamente la anchura de la losa sobre la que habíamos descendido. Y, desde luego, hasta donde yo alcanzaba con la vista, tanto a derecha como a izquierda, sólo se divisaba la misma monótona imagen de túnel abovedado.

—Creo que ya sé qué lugar es este —afirmó el capitán, colocándose la mochila al hombro con gesto decidido. Farag se estaba sacudiendo el polvo y la suciedad de la chaqueta—. Es muy posible que nos encontremos en algún ramal de la Cloaca Máxima.

—¿La Cloaca Máxima? Pero… ¿todavía existe?

—Los romanos no hacían las cosas a medias, profesor, y, cuando de obras de ingeniería se trataba, eran los mejores. Acueductos y alcantarillados no tenían secretos para ellos.

—De hecho, en muchas ciudades de Europa se siguen utilizando las canalizaciones romanas —apunté. Acababa de encontrar los restos de mi bolso esparcidos por todas partes. La linterna estaba destrozada.

—Pero… ¡La Cloaca Máxima!

—Fue la única manera de poder levantar Roma —seguí explicándole—. Toda el área que ocupaba el Foro Romano era una zona pantanosa y hubo que desecarla. La Cloaca se empezó a construir en el siglo
VI
antes de nuestra era, por orden del rey etrusco Tarquinio el Viejo. Luego, como es evidente, se fue ampliando y reforzando hasta alcanzar unas dimensiones colosales y un funcionamiento perfecto durante el Imperio.

—Y este lugar en el que estamos es, sin duda, un ramal secundario —declaró Glauser-Röist—, el ramal que los staurofílakes utilizan para que sus neófitos pasen la prueba de la soberbia.

—¿Y por qué están encendidas las antorchas? —preguntó Farag, sacando una de ellas de su antorchero. El fuego rugió en su lucha contra el aire. El profesor tuvo que protegerse la cara poniendo la otra mano a modo de pantalla.

—Porque el padre Bonuomo sabía que veníamos. Creo que ya no cabe ninguna duda.

—Bueno, pues habrá que ponerse en marcha —dije yo, levantando la mirada hacia lo alto, hacia el lejano agujero que no se divisaba por ninguna parte. Debíamos haber descendido una considerable cantidad de metros.

—¿Por la derecha o por la izquierda? —preguntó el profesor, plantándose a medio camino con su antorcha en lo alto. Pensé que guardaba un cierto parecido con la Estatua de la Libertad.

—Definitivamente, por aquí —indicó Glauser-Röist, señalando misteriosamente hacia el suelo. Farag y yo nos aproximamos a él.

—¡No puedo creerlo…! —murmuré, fascinada.

Justo donde comenzaba el margen a nuestra derecha, el suelo de piedra aparecía maravillosamente tallado con escenas en relieve y, tal y como Dante contaba, la primera era la caída en picado de Lucifer desde el cielo. Podía verse el rostro del bellísimo ángel con un terrible gesto de enfado mientras tendía las manos hacia Dios en su caída, como implorando misericordia. Los detalles estaban tan cuidadosamente reflejados que era imposible no sentir un escalofrío ante semejante perfección artística.

—Es de estilo bizantino —comentó el profesor, impresionado—. Miren ese Pantocrátor justiciero contemplando el castigo de su ángel predilecto.

—La soberbia castigada… —murmuré.

—Bueno, esa es la idea, ¿no?

—Sacaré la
Divina Comedia
—anunció Glauser-Röist, acompañando la palabra con el gesto—. Debemos comprobar las coincidencias.

—Coincidirá, capitán, coincidirá. No le quepa duda.

La Roca hojeó el libro y levantó la cabeza con una sonrisa en la comisura de los labios.

—¿Saben que los tercetos de esta serie de representaciones iconográficas empiezan en el verso 25 del Canto? Dos más cinco, siete. Uno de los números preferidos de Dante.

—¡No se vuelva loco, capitán! —le imploré. Había un poco de eco.

—No me vuelvo loco, doctora. Para que lo sepa, la serie en cuestión acaba en el verso 63. O sea, seis más tres, nueve. Su otro número preferido. Volvemos al siete y al nueve.

Ni Farag ni yo prestamos demasiada atención a aquel ataque de numerología medieval; estábamos demasiado ocupados disfrutando de las bellas escenas del suelo. Después de Lucifer, aparecía Briareo, el hijo monstruoso de Urano y Gea —el Cielo y la Tierra—, fácil de reconocer por sus cien brazos y cincuenta cabezas, el cual, creyéndose más fuerte y poderoso, se había sublevado contra los dioses olímpicos y había muerto atravesado por un dardo celestial. Ni que decir tiene que la imagen, a pesar de la fealdad de Briareo, era increíblemente hermosa. La luz que llegaba desde los antorcheros del muro confería a los relieves un verismo aterrador, pero, además, las llamas de la tea de Farag les daban mayor profundidad y volumen, resaltando pequeños matices que, de otro modo, nos hubieran pasado desapercibidos.

La siguiente escena era la de la muerte de los soberbios Gigantes que habían querido terminar con Zeus y habían muerto a su vez, desmembrados, a manos de Marte, Atenea y Apolo. A continuación, Nemrod enloquecido frente a los restos de su Torre de Babel; después, Niobe, convertida en piedra por haber presumido de tener siete hijos y siete hijas delante de Latona, que sólo tenía a Apolo y Diana. Y así seguía el camino: Saúl, Aracne, Roboám, Alcmeón, Senaquerib, Ciro, Holofernes y la ciudad arrasada de Troya, el último ejemplo de soberbia castigada.

Allí estábamos los tres, con la cerviz inclinada como bueyes sometidos al yugo, silenciosos, ávidos de contemplar más y más. Como Dante, sólo teníamos que avanzar admirando aquellos pedazos de sueños o de historia que nos recomendaban humildad y sencillez. Pero después de Troya, ya no había más relieves, así que ahí terminaba la lección… ¿o no?

—¡Una capilla! —exclamó Farag, introduciéndose por una oquedad abierta en el muro.

Idéntica a la Cripta de Adriano en dimensiones y formas, y también en cuanto a disposición de los espacios, otra iglesita bizantina se ofrecía ante nuestros sorprendidos ojos. No obstante, esta capilla presentaba una importante diferencia respecto a su hermana gemela superior: las paredes estaban totalmente cubiertas por tarimas, desde cuyas superficies cientos de cuencas vacías, pertenecientes a otras tantas calaveras, nos observaban impertérritas. Farag me rodeó los hombros con su brazo libre.

—¿Estás asustada, Ottavia?

—No —mentí—. Sólo un poco impresionada.

Estaba aterrada, paralizada de espanto por aquellas miradas vacías.

—Esto es toda una necrópolis, ¿eh? —bromeó Boswell mientras me soltaba con una sonrisa y se acercaba al capitán. Yo corrí tras él, dispuesta a no separarme ni un centímetro.

No todos los cráneos estaban completos, la mayoría se apoyaba directamente sobre algunos dientes del maxilar superior (si los había) o sobre su base, como si hubieran olvidado la mandíbula inferior en alguna otra parte; muchos carecían de un parietal, un temporal o, incluso, de pedazos del frontal o del frontal entero. Pero, para mí, lo peor seguían siendo las cuencas de los ojos, algunas totalmente vacías y otras conservando los huesos orbitales. En fin, espeluznante, y habría, como poco, un centenar de aquellos restos.

—Son reliquias de santos y de mártires cristianos —anuncio el capitán, que estaba examinando con atención una fila de calaveras.

—¿Qué dice? —me sorprendí—. ¿Reliquias?

—Bueno, eso parece. Hay una pequeña leyenda grabada delante de cada una con lo que parece ser su nombre: Benedetto
sanctus
, Desirio
sanctus
, Ippolito
martyr
, Candida
sancta
, Amelia
sancta
, Placido
martyr

—¡Dios mío! ¿Y la Iglesia no tiene conocimiento de esto? Seguramente da estas reliquias por perdidas desde hace muchos siglos.

—Quizá no sean auténticas, Ottavia. Piensa que estamos en territorio staurofílax. Cualquier cosa es posible. Además, si te fijas, los nombres no vienen en latín clásico, sino medieval.

—No importa que sean falsas —advirtió la Roca—. Eso tiene que decidirlo la Iglesia. ¿Acaso es verdadera la Vera Cruz que perseguimos?

—En eso tiene razón el capitán —asentí—. Esto es cosa de los expertos del Vaticano y del Archivo de Reliquias.

—¿Qué es eso del Archivo de Reliquias? —preguntó Farag.

—El Archivo de Reliquias es donde se guardan, en vitrinas y anaqueles, las reliquias de los santos que la Iglesia necesita para cuestiones administrativas.

—¿Para qué las necesita?

—Pues… Cada vez que se construye una nueva iglesia en el mundo, el Archivo de Reliquias tiene que enviar algún fragmento de hueso para que sea depositado bajo el altar. Es obligatorio.

—¡Caramba! Me gustaría saber si en nuestras iglesias coptas también tenemos de eso. Reconozco mi ignorancia en estos asuntos.

—Seguramente sí. Aunque no sé si también guardaréis sus…

—¿Qué les parece si salimos de aquí y continuamos nuestro viaje? —atajó Glauser-Röist, encaminándose a la salida. ¡Qué hombre tan pelmazo, por Dios!

Farag y yo, como disciplinados alumnos, abandonamos la capilla detrás de él.

—Los relieves acaban aquí —señaló la Roca—, justo delante de la entrada a la cripta. Y eso no me gusta.

—¿Por qué? —le pregunté.

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