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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (62 page)

BOOK: El último Catón
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—¿Dónde? A ver… Ah, sí, esa es la colección de imágenes de serpientes barbudas que hay en el museo.

—Perfecto. Adelante.

Se enfrascaron en la contemplación de fotografías de reptiles y culebras esculpidas o pintadas en los objetos artísticos pertenecientes a los fondos del Museo Grecorromano. Después de bastante tiempo llegaron a la conclusión de que ninguna de aquellas imágenes guardaba relación con el dibujo de los staurofílakes, así que empezaron de nuevo.

—Quizá no esté aquí —aventuró Farag, un tanto inseguro—. Nosotros sólo abarcamos seiscientos años de historia, contando desde el 300 antes de nuestra era. Puede que sea posterior.

—Los elementos del dibujo son grecorromanos, Farag —apunté mientras hojeaba una revista de arqueología egipcia—, así que entran, a la fuerza, en ese lapso de tiempo.

—Ya, pero no hay nada por aquí, y eso es bastante extraño.

Decidieron consultar también los catálogos generales de arte alejandrino, elaborados por el museo para el gobierno de la ciudad y disponibles en la base de datos. Aquí tuvieron algo más de suerte. Sin ser exacta, encontraron una serpiente barbuda investida con las coronas faraónicas del Alto y el Bajo Egipto que se parecía bastante a la de nuestro dibujo.

—¿En qué yacimiento se encuentra esta obra, profesor? —preguntó la Roca que estaba pendiente de la copia que salía en esos momentos por la impresora.

—Oh, en… las Catacumbas de Kom el-Shoqafa.

—¿Kom el-Shoqafa…? Creo que acabo de ver algo sobre eso por aquí —dije volviendo sobre mis pasos para inspeccionar las tres inestables columnas de ejemplares atrasados de la revista
National Geographic
. Recordaba lo de «Shoqafa» porque me había sonado a
konafa
, el enorme hojaldre con miel que había engullido Farag.

—No te preocupes,
Basíleia
. No creo que Kom el-Shoqafa tenga nada que ver con la prueba.

—¿Y eso por qué, profesor? —preguntó la Roca fríamente.

—Porque yo he trabajado allí, Kaspar. Fui el director de las excavaciones realizadas en 1998 y conozco el recinto. Si hubiera visto la imagen reproducida en el dibujo de los staurofílakes lo recordaría.

—Pero te resultó familiar —comenté, mientras seguía buscando la revista.

—Por la mezcla de estilos,
Basíleia
.

A pesar de la hora que era, reanudaron con inusitada energía el examen del catálogo de arte alejandrino de los últimos mil cuatrocientos años. Parecían no cansarse nunca y, por fin, al mismo tiempo que yo daba con el ejemplar del
National Geographic
que estaba buscando, ellos tropezaron con un segundo dato importante: un medallón que guardaba en su interior una cabeza de Medusa. Por la exclamación del capitán, que no hacía otra cosa que cotejar el manoseado dibujo a carboncillo con lo que salía en pantalla, supe que habían hecho un hallazgo significativo.

—Es idéntico, profesor —dijo—. Observe y verá.

—¿Una medusa de estilo helenístico tardío? ¡Es un motivo bastante común, Kaspar!

—¡Sí, pero esta es exacta! ¿Dónde se encuentra ese relieve?

—Déjeme ver… Humm, en las Catacumbas de Kom el-Shoqafa —dijo muy sorprendido—. ¡Qué curioso! No recordaba…

—¿Tampoco recuerdas el tirso del dios del vino? —le pregunté, levantando en el aire la revista, abierta por la página en la que se veía una reproducción ampliada—. Porque este de aquí es idéntico al que sale de los anillos de ese repugnante animal y también está en Kom el-Shoqafa.

El capitán se levantó rápidamente de su asiento y me quitó el ejemplar de las manos.

—Es el mismo, no cabe duda —sentencio.

—El lugar es Kom el-Shoqafa —afirmé muy convencida.

—¡Pero eso no es posible! —objetó Farag, indignado—. La prueba de los staurofílakes no puede ser allí porque ese recinto funerario era totalmente desconocido hasta que, en 1900, el suelo se hundió de repente bajo las patas de un pobre borrico que pasaba en ese momento por la calle. ¡Nadie sabía que aquel lugar existía y no se ha encontrado ninguna otra entrada! Estuvo perdido y olvidado durante más de quince siglos.

—Como el mausoleo de Constantino, Farag —le recordé.

Me miró fijamente desde el otro lado del monitor. Estaba echado hacia atrás en su asiento y mordisqueaba la punta de un bolígrafo con un rictus enojado en la cara. Sabía que yo tenía razón, pero se negaba a reconocer que él estaba equivocado.

—¿Qué quiere decir Kom el-Shoqafa? —pregunté.

—Se le puso ese nombre cuando fue descubierto en 1900. Significa «montón de cascotes».

—¡Pues vaya ocurrencia! —repuse, sonriendo.

—Kom el-Shoqafa era un cementerio subterráneo de tres pisos, el primero de los cuales estaba dedicado exclusivamente a la celebración de banquetes funerarios. Se le llamó así porque se encontraron miles de fragmentos de vasijas y platos.

—Mire, profesor —apuntó la Roca, volviendo a ocupar su asiento pero sin devolverme el
National Geographic
—, usted dirá lo que quiera, pero hasta eso de los banquetes y las vajillas parece estar relacionado con la prueba de la gula.

—Es cierto —apunté yo.

—Conozco esas catacumbas como la palma de mi mano y les aseguro que no puede ser el lugar que buscamos. Piensen que fueron excavadas en la roca del subsuelo y que han sido exploradas en su totalidad. Esta coincidencia con ciertos detalles del dibujo no resulta significativa porque existen cientos de esculturas, dibujos y relieves por todas partes. En el segundo piso, por ejemplo, hay grandes reproducciones de los muertos que están enterrados en los nichos y sarcófagos. Les aseguro que impresiona.

—¿Y el tercer piso? —quise saber, curiosa, intentando reprimir un bostezo.

—También estaba dedicado a los enterramientos. El problema es que en la actualidad se encuentra parcialmente inundado por aguas subterráneas. De todos modos, les aseguro que ha sido estudiado a fondo y que no esconde ninguna sorpresa.

El capitán se puso en pie mirando su reloj.

—¿A qué hora se pueden empezar a visitar esas catacumbas?

—Si no recuerdo mal, se abren al público a las nueve y media de la mañana.

—Pues vayamos a descansar. A las nueve y media en punto tenemos que estar allí.

Farag me miró desolado.

—¿Quieres que escribamos ahora esas cartas para tu Orden, Ottavia?

Yo me encontraba bastante cansada, sin duda por todas las emociones nuevas que me había deparado ese primer día del mes de junio y del resto de mi vida. Le miré tristemente y denegué con la cabeza.

—Mañana, Farag. Mañana las escribiremos, cuando estemos en el avión camino de Antioquía.

Lo que yo no sabía era que ya no volveríamos a subir al Westwind nunca más.

A las nueve y media en punto, tal y como dijo Glauser-Röist, estábamos en la entrada de las Catacumbas de Kom el-Shoqafa. Un autobús de turistas japoneses acababa de detenerse frente a aquella extraña casa de forma redonda y techo bajo. Nos encontrábamos en Karmouz, un barrio extremadamente pobre por cuyas estrechas callejuelas circulaban numerosos carros tirados por asnos. No era de extrañar, pues, que uno de esos pobres animales hubiera sido el descubridor de tan destacado monumento arqueológico. Las moscas sobrevolaban nuestras cabezas en nubes compactas y ruidosas y se posaban sobre nuestros brazos desnudos y sobre nuestras caras con una insistencia repulsiva. A los japoneses no parecían molestarles en absoluto las visitas corporales de esos insectos, pero a mí me estaban poniendo de los nervios y observaba con envidia como los borricos conseguían espantarlas con eficaces golpes de cola.

Quince minutos después de la hora, un viejo funcionario municipal que, por la edad, ya debería estar disfrutando de una merecida jubilación, se acercó parsimoniosamente hasta la puerta y la abrió como si no viera a las cincuenta o sesenta personas que esperábamos en la entrada. Ocupó una sillita de enea tras una mesa en la que tenía varios talonarios de billetes y, mascullando un desabrido
Ahlan wasahlan
[59]
, hizo un gesto con la mano para que nos fuéramos acercando de uno en uno. El guía del grupo japonés intentó colarse, pero el capitán, que mediría medio metro más que él, le puso la mano en el hombro y lo detuvo en seco con unas educadas palabras en inglés.

Farag, por ser egipcio, sólo tuvo que pagar cincuenta piastras. El funcionario no le reconoció, a pesar de que sólo hacía dos años que había estado trabajando allí, y él tampoco se dio a conocer. Glauser-Röist y yo, como extranjeros que éramos, abonamos doce libras egipcias cada uno.

Nada más penetrar en el interior de la casa, encontramos un agujero en el suelo por el que descendía una larga escalera de caracol excavada en la roca que dejaba un peligroso hueco en el centro. Iniciamos la bajada pisando cuidadosamente los peldaños.

—A finales del siglo II —nos explicó Farag—, cuando Kom el-Shoqafa era un cementerio muy activo, los cuerpos eran deslizados con cuerdas a través de esta abertura.

El primer tramo de aquella escalera desembocaba en una especie de vestíbulo con un suelo de piedra caliza perfectamente nivelado. Allí podían verse —mal, pues la iluminación era muy deficiente— dos bancos labrados en la pared y decorados con incrustaciones de conchas marinas. Este vestíbulo, a su vez, se abría a una gran rotonda en cuyo centro se habían tallado seis columnas con capiteles en forma de papiro. Por todas partes, como había dicho Farag, podían verse extraños relieves en los que la mezcla de motivos egipcios, griegos y romanos guardaba un parecido asombroso con las extrañas
Monna Lisa
de Duchamp, Warhol o Botero. Las salas para los banquetes funerarios eran tan numerosas que formaban un verdadero laberinto de galerías. Podía imaginar un día cualquiera en aquel lugar, allá por el siglo
I
de nuestra era, con todas aquellas cámaras llenas de familias y amigos, sentados sobre los cojines que colocaban en los asientos de piedra, celebrando, a la luz de las antorchas, festines en honor de sus muertos. ¡Qué mentalidad tan distinta la pagana de la cristiana!

—Al principio —siguió contándonos Farag—, estas catacumbas debieron pertenecer a una sola familia, pero, con el tiempo, seguramente las adquirió alguna corporación que las convirtió en un lugar de enterramiento masivo. Eso explicaría porque hay tantas cámaras funerarias y tantas salas de banquetes.

A un lado podía verse una enorme grieta en la roca abierta por un derrumbamiento.

—Lo que hay al otro lado es el llamado Salón de Caracalla. En él se encontraron huesos humanos mezclados con huesos de caballos —pasó la palma de la mano por el borde de la brecha como si fuera el propietario de todo aquello, y siguió hablando—. En el año 215, el emperador Caracalla se encontraba en Alejandría y, sin motivo aparente, ordenó que se hiciera una leva de hombres jóvenes y fuertes. Después de pasar revista a las nuevas tropas, mandó que hombres y caballos fueran asesinados
[60]
.

Desde la rotonda, un nuevo tramo de escalera de caracol descendía hasta el segundo nivel. Si en el primero la luz era insuficiente, en este apenas podía vislumbrarse otra cosa que no fueran las espeluznantes siluetas de las estatuas, a tamaño natural, de los muertos. La Roca, sin pensárselo dos veces, sacó su linterna de la mochila y la encendió. Estábamos completamente solos; el tropel de turistas japoneses se había quedado arriba. En el nuevo vestíbulo, dos enormes pilares, coronados por capiteles con decoración de papiros y lotos, flanqueaban un friso en el que se veían dos halcones escoltando un sol alado. Talladas en la pared, dos figuras fantasmagóricas, un hombre y una mujer también de tamaño natural, nos observaban con sus ojos vacíos. El cuerpo del hombre era idéntico al de las figuras del Egipto antiguo: hierático y con dos pies izquierdos; su cabeza, sin embargo, era de factura griega helenística, con un rostro muy bello y sumamente expresivo. La mujer, por su parte, lucía un rebuscado peinado romano sobre otro impasible cuerpo egipcio.

—Creemos que eran los ocupantes de aquellos dos nichos —indicó Farag, señalando las profundidades de un largo pasillo.

El tamaño de las cámaras mortuorias era impresionante y sorprendían por su lujo y su peculiar decoración. Al lado de una puerta vimos un dios Anubis, con cabeza de chacal, y, al otro, un dios-cocodrilo —Sobek, dios del Nilo—, ambos ataviados con lorigas de legionario romano, espadas cortas, lanzas y escudos. Encontramos el medallón con la cabeza de Medusa en el interior de una cámara que contenía tres gigantescos sarcófagos, y también la vara de Dionisos, tallada en el lateral de uno de ellos. Alrededor de esta cámara circulaba un pasadizo lleno de nichos, cada uno de los cuales, según nos dijo Farag, tenía espacio para albergar hasta tres momias.

—Pero no estarán todavía ahí dentro, ¿verdad? —pregunté con aprensión.

—No,
Basíleia
. Casi todos los nichos fueron despojados de su contenido antes de 1900. Ya sabes que en Europa, hasta bien entrado el siglo
XIX
, el polvo de momia se consideraba un medicamento excelente para todo tipo de males y se pagaba a precio de oro.

—Luego no es cierto que no hubiera otra entrada además de la principal —comentó la Roca.

—Jamás ha sido encontrada —repuso, molesto, Farag.

—Si por un afortunado derrumbamiento —insistió la Roca— encontraron el Salón de Caracalla, ¿por qué no puede haber otras cámaras sin descubrir?

—¡Aquí hay algo! —dije, mirando un recodo en la pared. Acababa de descubrir a nuestra famosa serpiente barbuda.

—Bueno, ya sólo falta el
kerykeion
[61]
de Hermes —dijo Farag, aproximándose.

—El caduceo, ¿verdad? —preguntó el capitán—. Me recuerda más a los médicos y a las farmacias que a los mensajeros.

—Porque Asclepio, el dios griego de la medicina, llevaba una vara similar aunque con una única serpiente. Una confusión ha llevado a los médicos a adoptar el símbolo de Hermes.

—Vamos a tener que bajar al tercer nivel —dije encaminándome hacia la escalera de caracol—, porque me temo que aquí no vamos a encontrar más.

—El tercer nivel está cerrado,
Basíleia
. Las galerías están inundadas. Cuando yo trabajaba aquí ya nos resultaba muy difícil estudiar ese último piso.

—¿A qué estamos esperando, pues? —manifestó la Roca, siguiéndome.

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