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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

El último judío (13 page)

BOOK: El último judío
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Una vez cargado el carro, Yonah no regresó a la plaza. En la silenciosa y desierta cárcel, tomó su saco y la azada rota y se dirigió al lugar donde
Moisés
estaba rozando tranquilamente a la sombra.

Montó, puso en marcha al dócil y pequeño asno comprimiendo los talones contra sus flancos, y se alejó de Ciudad Real a medio galope. No veía ni el sendero ni la campiña. El auto de fe había sido un anticipo de la cruel muerte que lo esperaba si llegaban a atraparlo. Algo en su interior le decía a gritos que buscara la ayuda de un clérigo comprensivo. Tal vez no fuera demasiado tarde para pedir el bautismo y llevar una vida de cristiana rectitud.

Pero había hecho una promesa a la memoria de su padre, a Dios y a su pueblo.

Y también a sí mismo.

Por primera vez, el odio que le inspiraba la Inquisición fue superior a su temor. No podía borrar de su mente las imágenes de los condenados ardiendo en la hoguera, por lo que se dirigió a Dios no en actitud suplicante sino con exigente furia.

«
¿Qué plan divino puede exigir que tantos de nosotros seamos Hombres Colgados?
» «
¿Con qué propósito me has convertido en el último judío de España?
»

CAPÍTULO 16

La granjera

Yonah cruzó con
Moisés
el río Guadiana y ambos tuvieron que cubrir una parte a nado cuando tropezaron con una profunda poza en medio de la corriente.

El agua le quitó a Yonah el olor de humo de la ropa, pero no el del alma.

Después cabalgó muy despacio hacia el sudeste a través de un valle en el que abundaban las granjas, teniendo siempre a la vista a su izquierda las montañas de Sierra Morena.

El tardío otoño era agradablemente benigno. Por el camino se detuvo en distintas granjas, donde trabajó unos cuantos días a cambio de alimento y cobijo, arrancando cebollas, cosechando aceitunas y pisando los últimos racimos de uva de la estación.

Cuando el invierno se hizo inminente, el joven decidió desplazarse hacia el calor. En el extremo sudoeste, allí donde Andalucía lindaba con el sur de Portugal, pasó por toda una serie de pequeñas aldeas cuya existencia giraba en torno a unas grandes heredades.

En casi todas las fincas la temporada de los cultivos ya había terminado, pero él encontró un trabajo muy duro en una inmensa hacienda propiedad de un noble llamado don Manuel de Zúñiga.

—Estamos creando campos en un bosque donde jamás los hubo. Tenemos trabajo para ti, si quieres —le dijo un mayordomo llamado Lámpara.

El mayordomo se apellidaba Lámpara, pero Yonah descubrió que, a espaldas suyas, los criados lo llamaban «
Lamparón
».

El trabajo era extremadamente gravoso, pues consistía en arrancar y acarrear grandes piedras, partir rocas, talar y desenraizar árboles, además de cortar y quemar maleza, pero él era fuerte por naturaleza y ya estaba acostumbrado al agotador esfuerzo realizado en otros lugares. En la finca Zúñiga había trabajo de sobra, lo cual le permitía quedarse todo el invierno allí. En un cercano campo había un destacamento de soldados. Al principio, los miró con recelo mientras trabajaba, pero ellos no le prestaron la menor atención, pues estaban ocupados con sus marchas y sus ejercicios. El clima era suave, casi acariciador, y había comida en abundancia. Allí se quedó.

Las cosas que había visto y padecido lo inducían a mantenerse apartado de los demás peones. A pesar de su juventud, la temible expresión de sus ojos y la severidad de su semblante hacían que los demás no gastaran bromas con él.

Se entregaba en cuerpo y alma al trabajo, procurando borrar el horror que le causaba la contemplación de la quema de la maleza. Por la noche se tumbaba al lado de
Moisés
y se sumía en un profundo sueño, con la mano apoyada en la afilada azada. El asno lo protegía mientras él soñaba con mujeres y con actos de amor físico, pero a la mañana siguiente, en caso de que recordara el sueño, le faltaban los conocimientos carnales necesarios para saber si lo que había soñado correspondía a la realidad. Se quitó el anillo de plata que llevaba alrededor del cuello, lo guardó en la bolsa junto con sus restantes pertenencias, ató la bolsa a
Moisés
y procuró atar siempre al asno en un lugar que él pudiera ver. Después se puso a trabajar sin camisa, disfrutando del sudor que le enfriaba el cuerpo en medio de la suavidad del aire.

En una ocasión en que don Manuel visitó la hacienda, hasta los más indolentes braceros trabajaron con tanta diligencia como Yonah. El propietario de la finca era un hombre menudo y presuntuoso. Recorrió los campos y los establos sin fijarse apenas en nada y sin comprender gran cosa más. Se quedó allí tres noches, se acostó con dos mozas de la aldea y se marchó.

En cuanto Zúñiga se fue, todos se tranquilizaron y los hombres hicieron comentarios despectivos sobre él, llamándolo cornudo. Poco a poco, Yonah comprendió por qué.

En la hacienda había varios capataces, pero la personalidad que ejercía más dominio sobre los peones era una antigua amante del propietario llamada Margarita Vega. Antes de llegar a la edad adulta, había tenido dos hijos de él. Cuando don Manuel regresó tras permanecer un año en Francia, descubrió en medio del general regocijo de sus empleados que, en su ausencia, Margarita había tenido un tercer hijo engendrado por uno de los peones de la hacienda. Zúñiga le ofreció una boda y una casa como regalos de despedida. El nuevo esposo de la amante huyó de ella antes de que transcurriera un año. Desde entonces, Margarita se había acostado con muchos hombres, lo cual había dado lugar al nacimiento de otros tres hijos de tres padres distintos. A sus treinta y cinco años, con sus anchas caderas y la dureza de su mirada, Margarita era una mujer de armas tomar.

Según decían los peones, don Manuel visitaba la hacienda en tan pocas ocasiones porque seguía enamorado de Margarita y se sentía traicionado cada vez que ella se acostaba con otro hombre.

Un día Yonah oyó relinchar a
Moisés
y, al levantar la vista, vio que uno de sus compañeros, un mozo llamado Diego, había tomado la bolsa que el asno llevaba atada al lomo y estaba a punto de abrirla.

Yonah soltó la azada, se abalanzó sobre el muchacho y ambos rodaron por el suelo y empezaron a propinarse puñetazos. En cuestión de unos segundos, se enzarzaron en una violenta pelea. Más tarde Yonah se enteró de que Diego era un temido luchador, y con razón, pues al principio de la pelea el peón le propinó un golpe en el rostro que le rompió la nariz. Yonah tenía unos cuantos años menos que Diego, pero era más alto que éste y apenas más delgado. Sus brazos eran más largos y luchó con toda la furia del temor reprimido y el odio que almacenaba desde hacia mucho tiempo. Sus puños golpeaban con el sordo rumor de las mandarrias sobre la endurecida tierra. Lo que debía ser una reyerta entre compañeros se convirtió en una lucha a muerte.

Los demás mozos se acercaron corriendo y se congregaron a su alrededor entre gritos y burlas. El tumulto atrajo la atención del capataz, que se acercó soltando maldiciones y empezó a propinar puñetazos a ambos contendientes con el fin de separarlos. Diego tenía la boca machacada y el ojo izquierdo cerrado. Pareció retirarse de buen grado cuando el capataz ordenó a los mirones y a los contendientes que regresaran a su trabajo.

Yonah esperó a que todos se retiraran y entonces cerró cuidadosamente la bolsa de tela y la volvió a atar a la cuerda de
Moisés
. Le sangraba la nariz y tuvo que secarse la sangre del labio superior con el dorso de la mano. Cuando levantó los ojos, vio a Margarita Vega mirándole con un niño en brazos.

Tenía la nariz hinchada y amoratada, y sus magullados e inflamados nudillos le dolieron durante varios días. Por otra parte, la pelea había hecho que la mujer se fijara en él.

Hubiera sido imposible que Yonah no reparara en ella. Dondequiera que mirara, la veía con un moreno pecho al aire, amamantando a la hambrienta criatura.

Los trabajadores de la hacienda se dieron mutuamente codazos y comentaron entre risas que Margarita se las ingeniaba para aparecer dondequiera que el taciturno mozo estuviera trabajando.

La mujer se mostraba amable con Yonah y se encontraba a gusto con él.

Muchas veces le encomendaba tareas en el interior de la casa y lo llamaba para ofrecerle pan y vino. Yonah no tardó muchos días en desnudarse con ella y en tocar con incredulidad un cuerpo femenino y en saborear la leche que alimentaba a la criatura que dormía allí cerca.

El vigoroso cuerpo no era feo en modo alguno, las piernas eran musculosas, el ombligo era profundo y el vientre sólo estaba ligeramente abultado a pesar de los muchos alumbramientos. Sus partes pudendas de gruesos labios parecían un animalillo de tupido pelaje oscuro. Ella no tuvo el menor inconveniente en facilitarle las instrucciones necesarias y en demandarle que él hiciera determinadas cosas, gracias a lo cual Yonah aprendió a soñar debidamente. La primera cópula fue muy rápida. Pero Yonah era joven y fuerte, por lo que Margarita lo volvió a preparar y entonces él puso en el empeño la misma furia que había empleado contra Diego hasta que, respirando afanosamente, él y la mujer quedaron rendidos.

Al poco rato, cuando ya estaba medio dormido, Yonah sintió que ella lo exploraba con los dedos cual si fuera un animal que quisiera comprar.

—Eres un converso.

Yonah se despertó de golpe.

—… Sí.

—Ya. ¿Cuándo te convertiste a la verdadera fe?

—Pues… hace varios años.

Yonah volvió a cerrar los ojos, en la esperanza de que ella desistiera de seguir haciéndole preguntas.

—¿Dónde fue?

—… En Castilla. En la ciudad de Cuenca.

La mujer se echó a reír.

—¡Pero si yo nací en Cuenca! He vivido allí los últimos ocho años con don Manuel. Dos de mis hermanas y un hermano están allí y también mi anciana abuela, que ha sobrevivido tanto a mi madre como a mi padre. ¿En qué iglesia te convertiste, en la de San Benito o en la de San Marcos?

—Creo que fue.., en la de San Benito.

La mujer se lo quedó mirando fijamente.

—¿Crees? ¿No recuerdas el nombre de la iglesia?

—Es un decir. Fue en la de San Benito, naturalmente. Una iglesia muy bonita.

—Vaya si lo es. ¿Y con qué sacerdote?

—Con el viejo.

—Los dos son viejos. —Margarita le miró, frunciendo el ceño—. ¿Fue el padre Ramón o el padre Garcilaso?

—El padre Ramón.

Margarita asintió con la cabeza y se levantó de la cama.

—Bueno, ahora no puedes volver al trabajo. Te quedarás aquí durmiendo como un buen chico hasta que yo regrese de mis ocupaciones. Así estarás fuerte como un león y disfrutaremos mucho en la cama, ¿a que si?

—Sí, muy bien.

Pero a los pocos minutos Yonah miró a través de una ventanita y la vio salir de la casa con el bebé en brazos, bajo el sol y el calor de la hora de la siesta. Se había vestido con tantas prisas que no se había alisado la falda y ésta le dejaba parcialmente al aire una de sus anchas caderas.

Yonah sabía casi con certeza que no debía de haber ningún padre Ramón en Cuenca, y acaso ni siquiera existía una iglesia en honor de san Benito.

Se vistió apresuradamente, se dirigió a la parte de la sombra de la casa de Margarita donde tenía atado a
Moisés
y en cuestión de un momento se puso en camino bajo el sol. En medio del calor del mediodía, sólo se cruzó con dos hombres que no le prestaron la menor atención. Muy pronto el asno empezó a subir por un sendero que conducía a las estribaciones de Sierra Morena.

Al llegar a un altozano se detuvo y contempló la hacienda de don Manuel de Zúñiga. Vio que unas pequeñas figuras que correspondían a cuatro soldados, con sus armas y sus cotas de malla brillando bajo el sol, seguían a Margarita Vega en dirección a la casa.

Ahora que ya se encontraba muy por encima y más allá de ellos, se sintió lo bastante a salvo como para contemplar a Margarita Vega con asombrada gratitud.

—¡Os doy las gracias, señora!

Si fuera posible, le gustaría volver a experimentar el mismo placer. Para que su circuncisión no lo volviera a traicionar, en el futuro les diría a las mujeres que su conversión había tenido lugar no en una pequeña iglesia, sino en una gran catedral. La catedral de Barcelona cuyo ejército de clérigos era tan numeroso que nadie podía conocerlos a todos.

La nariz le seguía doliendo. Pero, mientras cabalgaba, evocó el aspecto de cada una de las partes del cuerpo de Margarita y también los actos, los perfumes y los sonidos.

Le parecía algo increíble: ¡su cuerpo había penetrado en el de una mujer!

Dio gracias al Inefable por haberle concedido seguir siendo libre, por conservar intactos sus miembros y su mente, por haber creado a los hombres y a las mujeres de tal forma que, cuando se unían, ambos encajaban como una llave y una cerradura, y por haberle permitido sobrevivir lo bastante como para conocer aquel día.

Esto me ha ocurrido el día decimosegundo del mes de
shebat

Yo no soy Tomás Martín, soy Yonah Toledano, hijo de Helkias el platero, de la tribu de Leví.

… Los demás meses son
adar, nisan, iyar, sivan, tammuz, ab, elul, tishri, heshvan, kislev y tebet
, se dijo mientras
Moisés
proseguía su cauteloso ascenso hacia las pardas colinas.

CUARTA PARTE

EL PASTOR

Sierra Morena

11 de noviembre de 1495

CAPÍTULO 17

El rumor de las ovejas

Yonah viajó nuevamente al norte a lomos de
Moisés
, bordeando muy despacio la frontera de Portugal, como si siguiera el pausado curso del otoño que estaba oscureciendo lentamente la verde tierra. Se detuvo a trabajar en el campo una media docena de veces para ganar un poco de dinero con que comprarse comida, pero no se quedó en ningún lugar hasta que llegó a Salamanca, donde se estaban contratando trabajadores para las obras de reparación de la catedral.

Le dijo al corpulento capataz que se llamaba Ramón Callicó.

—¿Qué sabes hacer? —le preguntó el capataz, pensando que era albañil o carpintero.

—Sé trabajar —contestó Yonah, y el hombre asintió con la cabeza.

Los bueyes y los caballos de tiro que se utilizaban para trasladar las pesadas piedras estaban en un cercano establo. Allí dejó Yonah a
Moisés
y allí dormía también por la noche al lado de su asno, arrullado por los rumores de los animales en sus casillas.

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