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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

El último judío (37 page)

BOOK: El último judío
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—Será hermoso que llevéis algo suyo de vez en cuando y que penséis en él.

Lo que Yonah no pudo aprovechar, Reyna lo apartó a un lado, señalando que lo llevaría a su pueblo, donde la ropa sería recibida con gratitud.

Cuando Yonah ocupó finalmente el dormitorio de su difunto maestro, fue la primera vez que pasó la noche en una cama desde que había huido de Toledo. A las dos semanas, empezó a experimentar una sensación de propiedad; la casa y las tierras se habían convertido en parte de sí mismo y él apreciaba el lugar como si hubiera nacido allí.

Varios pacientes le manifestaron su tristeza por la muerte de Nuño.

—Siempre fue un buen médico y nosotros le teníamos mucho aprecio —dijo Pascual Cabrera.

Pero tanto Cabrera como su mujer y, de hecho, casi todos los pacientes que acudían al consultorio se habían acostumbrado a Ramón Callicó durante sus largos años de aprendizaje, estaban muy satisfecho de su trato y él tardó mucho menos en acostumbrarse al solitario ejercicio de la medicina que a la cama. En realidad, no se sentía solo como médico. Cuando atendía a algún paciente difícil, oía varias voces en su mente, entre ellas, la de Avicena, la de Galeno y la de Borgognoni. Pero la voz que dominaba por encima de todas las demás era la de Nuño, diciéndole: «
Recuerda lo que escribieron los grandes y las cosas que yo te enseñé. Y después examina al paciente con tus propios ojos, huele al paciente con tu nariz, toca al paciente con tus manos y utiliza el sentido común para decidir lo que hay que hacer.
»

Él y Reyna se habían adaptado a una serena y un tanto cohibida rutina. En casa, Yonah se dedicaba a leer las obras de la pequeña biblioteca médica o bien a trabajar en su traducción mientras Reyna se ocupaba de las tareas domésticas, procurando no molestarlo.

Varios meses después de la muerte de Nuño, mientras Yonah permanecía sentado al amor de la lumbre y ella le volvía a llenar el vaso de vino, Reyna preguntó:

—¿Queréis que mañana os prepare algo especial para comer?

Envuelto por los vapores del vino y el calor del fuego, Yonah contempló a la fiel servidora como si ésta no le hubiera conocido desesperado y sin hogar y él siempre hubiera sido el señor de la hacienda.

—Te agradeceré que me prepares un pollo hervido, aderezado con especias.

Ambos se miraron mutuamente, pero Yonah no pudo adivinar lo que la criada estaba pensando. Sin embargo, ella inclinó la cabeza y aquella noche acudió por primera vez a su dormitorio.

Reyna era mayor que él, tal vez unos veinte años. Su negro cabello estaba entremezclado con algunas hebras de plata, pero su cuerpo se conservaba firme como consecuencia de un duro trabajo que le había impedido convertirse en una vieja antes de hora. La servidora se mostró más que dispuesta a compartir su cama. De vez en cuando, la criada hacía un comentario que inducía a Yonah a pensar que, cuando era más joven, también había compartido el lecho de Gabriel Montesa, el médico judío de Nuño. Como si fuera un objeto que formara parte de la propiedad. Yonah comprendió entonces que el hecho de tener el cuerpo de un hombre la hacía sentirse viva y el destino había querido que sirviera ella sola a tres hombres con los que, con el tiempo, se había encariñado.

Sin embargo, durante el día, Reyna se mostraba tan respetuosa y comedida con Yonah como siempre se había mostrado con Nuño.

Yonah no tardó en sentirse profundamente a gusto con el trabajo que tantas satisfacciones le deparaba, los suculentos platos que ella le cocinaba y la soltura con la cual ambos se acostaban regularmente en la espaciosa cama de madera de cerezo.

Cuando recorría sus tierras, Yonah lamentaba que éstas no se aprovecharan debidamente, pero no tenía en proyecto mejorarlas por la misma razón por la que no lo habían hecho sus anteriores propietarios: no convenía que los peones del lugar vieran que el establo anexo a la casa no sólo contenía un consultorio y una mesa quirúrgica, sino que se usaba también de vez en cuando para la práctica de estudios anatómicos que algunos hubieran podido calificar de actos de brujería.

Por consiguiente, cuando llegó la primavera, sólo cultivó la parte de las tierras que podía atender con sus propias manos durante el tiempo de que disponía. Colocó tres colmenas para producir miel, podó unos cuantos olivos y árboles frutales, y los abonó con el estiércol de los caballos. Más tarde, el vergel les dio la primera cosecha de frutos para la cocina y la mesa. Aquella vida permitía que Yonah disfrutara con la alternancia de las estaciones.

No se atrevía a manifestar abiertamente su condición de judío, pero, al llegar la víspera del
Sabbath
, siempre encendía dos velitas en su habitación y rezaba en voz baja la oración: «
Bendito eres Tú, nuestro Dios y Señor, Rey del Universo, que nos has santificado con tus mandamientos y nos has ordenado encender las velas del Sabbath.
»

La medicina llenaba su vida casi como si fuera una religión que podía practicar en público, al tiempo que trataba de conservar su existencia interior como judío. La traducción le había ayudado a recuperar la práctica del idioma hebreo, pero había perdido la capacidad de rezar según la tradición de su padre. Sólo recordaba algunos fragmentos de oración. Había olvidado incluso la estructura de la ceremonia del
Sabbath
. Recordaba, por ejemplo, que la parte de la ceremonia que exigía orar de pie la
amidah
estaba integrada por dieciocho Bendiciones. Pero por mucho que lo intentara, presa de la rabia y la exasperación, sólo conseguía recordar diecisiete. Por si fuera poco, una de las plegarias que recordaba le causaba una profunda turbación. La decimosegunda Bendición era una súplica de destrucción de los herejes.

Cuando en su infancia se había aprendido de memoria las oraciones en casa de su padre, no había prestado excesiva atención a su significado. Sin embargo, en sus circunstancias, bajo la siniestra sombra de la Inquisición que trataba de destruir a los herejes, aquella plegaria se le clavaba como una flecha en el corazón.

¿Significaba que, si los judíos estuvieran en el poder en lugar de la Iglesia, ellos también utilizarían a Dios para destruir a los no creyentes? ¿Era inevitable que el poder religioso absoluto llevara aparejada una absoluta crueldad?

«
Ha-Rakhaman, Padre Nuestro del Cielo, único Dios de todos, ¿por qué permites que se cometan tantas matanzas en tu Nombre?
»

Yonah estaba seguro de que los antiguos que habían compuesto las Bendiciones debían de ser hombres piadosos y eruditos. Sin embargo, el autor de la decimosegunda Bendición no la hubiera escrito de haber sido el último judío de España.

Un día, en un montón de baratijas sin ningún valor, detrás del cual permanecía sentado un mendigo en la plaza Mayor, Yonah vio un objeto que le cortó la respiración. Era una copa de pequeño tamaño. La clase de copa del
kiddush
, utilizada para la bendición del vino, que su padre había hecho para tantos clientes suyos judíos. Primero hizo el esfuerzo de examinar otras cosas: un bocado de acero tan doblado que no hubiera podido encajar en la boca de un caballo, una bolsa sucia de trapo, un avispero todavía prendido en un trozo de rama.

Cuando dio la vuelta a la copa vio con decepción que no era una de las que había hecho su padre, pues carecía de la marca HT que Helkias Toledano grababa en la base de todas las que salían de su taller. Seguramente era obra de un platero de la región de Zaragoza y sin duda habría sido abandonada o cambiada por otra cosa en la época de la expulsión.

Al parecer, nadie la había limpiado desde entonces, pues estaba ennegrecida por la suciedad y el deslustre de los años, y su superficie aparecía llena de arañazos.

Sin embargo, a pesar de todo, era una copa de
kiddush
y él deseaba tenerla. Sin embargo, un terrible temor le impedía comprarla: era un objeto que sólo podía llamar la atención de un judío. A lo mejor, la habían colocado entre las restantes baratijas del mendigo a modo de anzuelo para que, cuando un judío la viera y la comprara, unos ojos condenatorios tomaran nota de la identidad del comprador.

Saludó con la cabeza al mendigo y se alejó para rodear la plaza lentamente, examinando todos los portales, tejados y ventanas para ver si alguien estaba al acecho.

Al no ver a nadie que pareciera observarle, regresó junto al mendigo y empezó a rebuscar entre las cosas. Eligió media docena de objetos que no le interesaban y no le servirían de nada e incluyó la copa, cuidando de hacer el habitual regateo sobre el precio.

Cuando llegó a casa, limpió con amoroso cuidado la copa de
kiddush
. La superficie presentaba varios profundos arañazos que no pudo eliminar por más que frotó, pero el objeto no tardó en convertirse en una de sus más preciadas posesiones. El otoño de 1507 fue húmedo y frío. En todos los lugares públicos se oía toser a la gente y Yonah trabajaba largas horas, muchas veces aquejado de la misma molesta tos que atormentaba a sus pacientes.

En octubre lo mandaron llamar a la casa de doña Sancha Berga, una cristiana vieja que vivía en una espaciosa casa lujosamente amueblada de uno de los mejores barrios de Zaragoza. Su hijo adulto, don Berenguer Bartolomé, y su hija Mónica, casada con un noble de Aragón, estaban presentes cuando Yonah la examinó. La mujer tenía otro hijo: Geraldo, un mercader de Zaragoza.

Doña Sancha era viuda de un famoso cartógrafo, un tal Martín Bartolomé. Era una mujer delgada e inteligente de setenta y cuatro años. No daba la impresión de estar gravemente enferma, pero, debido a su edad, Yonah le recetó vino con agua caliente, que debería beber cuatro veces al día con un poco de miel.

—¿Tenéis alguna otra molestia, señora?

—Sólo en los ojos. Mi vista es cada vez más débil —contestó doña Sancha.

Yonah descorrió los cortinajes de la ventana para que entrara la luz en la estancia y acercó el rostro al de la mujer. Primero le levantó los párpados uno tras otro, y observó la ligera opacidad del cristalino.

—Es una enfermedad llamada catarata —le dijo.

—La ceguera en la vejez es hereditaria en mi familia. Mi madre estaba ciega cuando murió —dijo doña Sancha en tono resignado.

—¿Y no se puede hacer nada contra esta catarata? —preguntó el hijo.

—Sí, existe un tratamiento quirúrgico que se llama «
batir
» y que consiste en empujar el cristalino empañado hacia abajo. En muchos casos se consigue mejorar la visión.

—¿Y vos creéis que eso me lo podrían hacer a mí? —pregunto doña Sancha.

Yonah se inclinó de nuevo hacia ella para volver a examinarle los ojos. Había efectuado aquella operación en tres ocasiones: una vez en un cadáver y dos veces en presencia de Nuño y siguiendo sus instrucciones. Además, se lo había visto hacer dos veces a su maestro.

—¿Veis algo en estos momentos?

—Veo, pero cada vez peor y temo la inminente ceguera —contestó la mujer.

—Creo que es posible realizarla, pero debo advertiros de que la mejora no será mucha. Mientras conservéis la vista, por imperfecta que ésta sea, esperaremos. La catarata es más fácil de eliminar cuando está madura. Tenemos que ser pacientes. Yo os iré examinando y os diré cuándo se tiene que llevar a cabo el procedimiento.

Doña Sancha le dio las gracias y don Berenguer lo invitó a tomar un vaso de vino en su biblioteca. Yonah dudó un poco. Por regla general, evitaba en la medida de lo posible los peligrosos contactos sociales con los cristianos viejos, por temor a que éstos le pudieran hacer preguntas sobre su familia, las posibles relaciones eclesiales y los amigos comunes. Sin embargo, la invitación de don Berenguer había sido tan amable que le hubiera resultado difícil declinaría, por lo que, casi sin saber cómo, se encontró sentado delante de la chimenea de una preciosa estancia amueblada con una mesa de dibujo y otras cuatro grandes mesas cubiertas de cartas y mapas.

Don Berenguer estaba muy emocionado y esperanzado ante la posibilidad de que la vista de su madre pudiera mejorar.

—¿Podéis recomendarnos a un cirujano competente que pueda llevar a cabo la operación cuando madure la catarata? —preguntó.

—Yo mismo lo puedo hacer —contestó cautelosamente Yonah—. O, si lo preferís, creo que el señor Miguel de Montenegro sería una excelente elección.

—¿Sois cirujano además de médico? —preguntó asombrado don Berenguer, mientras escanciaba el vino de una pesada jarra de cristal.

Yonah le miró sonriendo.

—Lo mismo que el señor Montenegro. Es cierto que casi todos los médicos se concentran en la cirugía o en la medicina. Pero hay algunos que destacan en ambas prácticas y las combinan. Mi difunto maestro y tío, el señor Nuño Fierro, creía que muchos cirujanos consideran erróneamente que el único tratamiento eficaz es el cuchillo, mientras que muchos médicos confían exclusivamente en los remedios, incluso en los casos en que está indicada la cirugía.

Don Berenguer asintió con aire pensativo mientras le ofrecía un vaso a Yonah. Era un excelente vino añejo, la clase de cosecha propia de una familia aristocrática. Yonah no tardó en relajarse y sentirse a gusto, pues su anfitrión no le hizo ningún tipo de pregunta indiscreta.

Don Berenguer le explicó que era cartógrafo, tal como habían sido su padre y su abuelo.

—Mi abuelo Blas Bartolomé trazó los primeros mapas científicos de las aguas costeras españolas —explicó—. Por el contrario, mi padre estaba especializado en mapas fluviales, mientras que yo me conformo con hacer incursiones en nuestras cordilleras montañosas para medir las altitudes y señalar los senderos y los pasos.

Mientras su anfitrión le mostraba sus numerosos mapas y los estudiaba con él, Yonah se olvidó de sus temores y le confesó que, durante un breve período de su juventud, había sido marino, y le mostró en los mapas sus travesías marítimas y fluviales, reconfortado por el buen vino y por la compañía de un hombre interesante que intuía podía llegar a convertirse en su amigo.

CAPÍTULO 33

El testigo

En la primera semana de abril se presentó un hombre de la oficina del alguacil de Zaragoza para comunicar a Yonah que se requería su comparecencia como testigo ante el Tribunal Municipal «
en un juicio que se celebraría el jueves, dentro de quince días
».

La víspera del juicio, Yonah bajó a la planta baja de la casa mientras Reyna se estaba bañando delante de la chimenea. Tomó la olla de agua caliente del fuego y, mientras la echaba en la bañera, le comentó la citación que había recibido.

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