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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

El último judío (11 page)

BOOK: El último judío
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Cuando empezó a refrescar, en la hacienda se procedió a la matanza de los cerdos. Las sobras y los recortes más bastos se dieron en alimento a los mozos, los cuales se abalanzaron sobre ellos con entusiasmo. Yonah comprendió que no tendría más remedio que comer carne de cerdo; el hecho de no hacerlo sería su perdición. Descubrió para su horror que los rosados recortes de carne eran una delicia y un placer. Rezó en silencio la bendición de la carne y se preguntó qué estaba haciendo, en la certeza de que estaba condenado para siempre.

La idea acentuó su aislamiento y aumentó su desesperación. Ansiaba escuchar una voz humana que hablara en ladino o hebreo. Cada mañana y cada noche rezaba mentalmente la oración de difuntos del
kaddish
, recreándose en la plegaria. A veces, mientras trabajaba, entonaba en silencio fragmentos de las Escrituras o las bendiciones y plegarias que en aquellos momentos constituían toda su vida.

Llevaba siete semanas en la hacienda cuando regresaron los soldados. Ya había oído hablar de ellos y sabía que pertenecían a la Santa Hermandad, la institución fundada por la Corona para el mantenimiento del orden en todo el Reino.

Estaba cortando maleza a primera hora de la tarde cuando levantó la vista y vio al capitán Astruells.

—¿Cómo? ¿Todavía estás aquí? —preguntó el capitán.

Yonah asintió con la cabeza.

Poco después vio que Astruells y el administrador de la finca José Galindo conversaban sin quitarle ojo.

Se le heló la sangre en las venas. En caso de que el oficial hiciera averiguaciones, no le cabía la menor duda de lo que iba a ocurrir.

Terminó la jornada presa de una profunda inquietud. Al caer la noche tomó su asno y se perdió en la oscuridad. Le debían unas cuantas monedas, pero decidió darlas por perdidas y llevarse en su lugar la azada rota.

En cuanto se sintió a salvo, montó en el asno y se alejó.

Gracias a la dieta de hierba, la digestión del asno había mejorado considerablemente. El animal era tan dócil e incansable que Yonah no pudo por menos que cobrarle gran afecto.

—Te tengo que dar un nombre —dijo, dándole una palmada en el cuello.

Tras haberlo pensado mucho a lo largo de un buen trecho de camino recorrido al trote, Yonah eligió dos nombres. En su mente y en la oscuridad de la noche, llamaría al fiel y bondadoso asno
Moisés
. Era el nombre más bello que jamás se le hubiera podido ocurrir, en honor del hombre que había sacado a los esclavos hebreos de Egipto y de Moisés ben Maimón, el gran médico-filósofo.

—Y, en presencia de la gente, te llamaré Pedro —le dijo al asno.

Eran nombres muy apropiados para el compañero de un amo que también tenía varios nombres.

Actuando con la misma cautela que al principio, se pasó dos días viajando de noche y buscando escondrijos de día donde poder ocultarse con
Moisés
. Las uvas de las viñas del borde del camino estaban maduras y cada noche se comía varios racimos que le sabían muy bien, pero ahora era él quien tenía ventosidades y no el asno. Sus tripas gruñían pidiendo comida. A la tercera mañana, el letrero de una encrucijada indicó Guadalupe al oeste y Ciudad Real al sur. Puesto que le había dicho al capitán Astruells que su destino era Guadalupe, no se atrevió a ir allí y se dirigió con su asno hacia el sur.

Era día de mercado y en Ciudad Real reinaba un gran ajetreo. Había tanta gente que nadie se extrañaría de la presencia de un forastero, pensó Yonah, aunque varias personas que lo vieron esbozaron una sonrisa ante aquel joven tan larguirucho que montaba en un asno y cuyos pies colgaban tan bajo que casi rozaban el suelo.

Al pasar por delante del tenderete de un quesero en la plaza Mayor, no pudo resistir la tentación de gastarse una moneda en un pequeño queso que devoró con fruición, a pesar de no ser tan sabroso como los que elaboraba su tío Arón.

—Busco trabajo, señor —le dijo esperanzado al quesero.

Pero el hombre sacudió la cabeza.

—Y a mí, ¿qué? No puedo darle trabajo a nadie. —Sin embargo, llamó a otro que se encontraba allí cerca—. Señor alguacil, este mozo busca trabajo.

Un hombre bajito y barrigudo se acercó pavoneándose. Llevaba el escaso y grasiento cabello que le quedaba pegado al cráneo.

—Soy Isidoro Álvarez, alguacil de esta ciudad.

—Me llamo Tomás Martín y busco trabajo, señor.

—Pues yo puedo ofrecer trabajo, vaya si puedo. ¿Qué sabes hacer?

—He sido peón en una hacienda de las inmediaciones de Toledo.

—¿Qué cultivaban en aquella hacienda?

—Cebollas y trigo. También tenían un rebaño de cabras.

—Mi cosecha es distinta. Yo cultivo criminales y me gano el pan protegiéndolos del sol y de la lluvia —explicó mientras el quesero soltaba una risotada—. Necesito a alguien que limpie la cárcel, vacíe los cubos de la perfumada mierda de mis bribones y les arroje un poco de comida para conservarles la vida mientras estén bajo mi responsabilidad. ¿Lo podrás hacer tú, joven peón?

No era una perspectiva demasiado halagüeña, pero los ojillos castaños del alguacil parecían tan risueños como peligrosos. Cerca de allí, alguien se rió con disimulo. Yonah adivinó que la gente estaba esperando una ocasión de divertirse y comprendió que no podría rechazar amablemente el ofrecimiento y alejarse de allí como si tal cosa.

—Si, mi señor. Lo puedo hacer.

—Muy bien pues, tendrás que acompañarme a la cárcel y ponerte a trabajar enseguida —advirtió el alguacil.

Mientras abandonaba la plaza siguiendo al hombre, Yonah sintió que se le erizaban los pelos de la nuca, pues había oído que el quesero le decía a un compañero que Isidoro había encontrado a alguien para cuidar a los judíos.

La cárcel era un edificio angosto y alargado. En un extremo del mismo se encontraba el estudio del alguacil y en el otro una sala de interrogatorios. A ambos lados del pasillo que unía las dos estancias se abrían unas celdas diminutas. Casi todas las celdas tenían un ocupante acurrucado en el suelo o sentado con la espalda contra la pared.

Isidoro Álvarez le dijo a Yonah que entre los prisioneros había tres ladrones, un asesino, un borracho, dos salteadores de caminos y once cristianos nuevos acusados de seguir siendo judíos en secreto.

Un guardia armado con una espada y un garrote dormitaba en una silla del pasillo.

—Este es Paco —le dijo el alguacil a Yonah. Dirigiéndose al guardia, añadió en un susurro—. Este es Tomás.

Después se fue a su estudio y cerró la puerta para librarse del intenso hedor.

Yonah comprendió con resignación que el primer intento de limpieza tendría que empezar por los cubos llenos a rebosar de porquería, por lo que le pidió a Paco que le abriera la primera celda, en la que una mujer de mirada extraviada contempló con indiferencia cómo él retiraba su cubo.

Cuando había atado a
Moisés
en la parte posterior de la cárcel había observado la presencia de una pala colgada en la pared; la tomó, buscó un lugar arenoso y cavó un hoyo muy profundo. Vació el maloliente contenido en el hoyo, llenó dos veces el cubo con arena y lo yació. Cerca de allí había un árbol de grandes hojas en forma de corazón que utilizó para retirar la arena del interior del cubo; después enjuagó el cubo en el agua de una acequia cercana y lo llevó de nuevo a la celda.

De esta manera limpió los cubos de cinco celdas y se compadeció con toda su alma de la terrible situación de sus ocupantes. Cuando el guardia le abrió la puerta de la sexta celda, entró y se quedó un instante inmóvil antes de tomar el cubo. El prisionero era un hombre muy flaco. Como a todos los varones de la cárcel, le había crecido el cabello y la barba, pero a Yonah le pareció que algo en su rostro le resultaba vagamente familiar.

El guardia soltó un gruñido, molesto por el hecho de tener que permanecer de pie junto a la puerta abierta de la celda. Yonah tomó el cubo y se lo llevó.

Sólo cuando regresó a la celda con el cubo limpio, tratando de imaginarse el rostro del prisionero tal como debía de ser con el cabello corto y la barba cuidadosamente recortada, le vino un recuerdo a la memoria. Era la imagen de su madre moribunda y del hombre que había acudido a su casa todos los días durante largas semanas para inclinarse sobre Esther Toledano y administrarle las medicinas.

El prisionero era Bernardo Espina, el antiguo médico de Toledo.

CAPÍTULO 14

La fiesta

Por la noche Yonah dormía sobre el suelo de piedra de la sala de interrogatorios. Una vez al día recogía la comida que cocinaba allí cerca la mujer del guardia nocturno apellidado Gato y la repartía entre los prisioneros.

Él comía lo mismo y a veces le daba un poco a
Moisés
para completar su magra dieta de malas hierbas. Estaba esperando la ocasión propicia para escapar. Paco le anunció que estaba a punto de celebrarse un auto de fe al que asistiría mucha gente. A Yonah le pareció un buen momento para irse.

Entre tanto, limpiaba la cárcel e Isidoro, satisfecho de su trabajo, lo dejaba en paz.

Durante sus primeros días en la cárcel, Paco y Gato, el guardia nocturno, apalearon sin compasión a los ladrones y los soltaron. También soltaron al borracho, pero a los tres días tuvieron que volverlo a encerrar en otra celda, pues estaba muy bebido y no paraba de gritar.

Poco a poco, a través de las maldiciones de los reclusos y de las conversaciones entre Isidoro y sus hombres, Yonah averiguó las acusaciones que pesaban sobre algunos cristianos nuevos.

Un carnicero llamado Isaac Montesa había sido acusado de vender carne preparada según el rito judío. Cuatro de los restantes estaban acusados de comprarle habitualmente la carne a Montesa. Juan Peropán había sido detenido por tenencia de páginas de oraciones judías y su mujer Isabel por participación voluntaria en la liturgia judía. Los vecinos de Ana Montalbán habían observado que ésta dedicaba el séptimo día de la semana al descanso, que se bañaba cada viernes antes de la puesta del sol y que, durante el día de descanso judío, vestía ropa limpia.

Yonah empezó a darse cuenta de que los ojos del médico de Toledo lo seguían cada vez que trabajaba cerca de su celda.

Al final, una mañana en que estaba trabajando en el interior de su celda, el prisionero le preguntó en voz baja:

—¿Por qué te llaman Tomás?

—¿Y de qué otra manera tendrían que llamarme?

—Tú eres un Toledano, pero no recuerdo cuál de ellos.

Vos sabéis que no soy Meir, hubiera querido decirle Yonah, pero no se atrevió.

¿Y si el médico lo denunciaba a la Inquisición a cambio de un trato de favor?

—Os confundís de persona, señor —le dijo.

Terminó de barrer la celda y se retiro.

Transcurrieron varios días sin que se produjera ningún incidente digno de mención. El médico dedicaba buena parte de la jornada a leer el breviario y ya no lo miraba. Yonah pensó que, si hubiera querido traicionarlo, ya lo hubiera hecho.

De entre todos los prisioneros, el carnicero Isaac Montesa era el más insolente y con frecuencia pronunciaba a voz en grito bendiciones y plegarias en hebreo y arrojaba su condición de judío a la cara de sus carceleros. Los restantes acusados de prácticas judaizantes se mostraban más serenos y casi pasivos en su desesperación.

Yonah esperó hasta que se encontró una vez más en la celda de Espina.

—Soy Yonah Toledano, señor.

Espina asintió con la cabeza.

—Tu padre Helkias… ¿se ha ido?

Yonah sacudió la cabeza.

—Lo mataron —contestó, y justo en aquel momento apareció Paco para dejarle salir y cerrar la celda, y ambos tuvieron que interrumpir su conversación.

Paco era un holgazán que se pasaba el rato dormitando en su silla cuando Isidoro no andaba por allí. En tales ocasiones, le molestaba que Yonah le pidiera que le abriera las celdas, por lo que, al final, le entregó a éste las llaves y le dijo que él mismo se ocupara de las puertas.

Yonah habían regresado afanosamente a la celda del médico, pero, para su gran decepción, Espina no manifestó el menor deseo de seguir hablando con él y se pasaba el rato con los ojos fijos en las páginas de su breviario.

Cuando Yonah entró en la celda del carnicero Isaac Montesa, vio que éste se encontraba de pie, meciéndose adelante y atrás con la túnica levantada sobre la cabeza cual si fuera un manto de oración, entonando unas plegarias. Yonah se bebió con ansia el sonido de la lengua hebrea y prestó atención al significado:

"Por el pecado que hemos cometido en tu presencia al habernos contaminado con la impureza, y por el pecado que hemos cometido en tu presencia por la confesión de los labios, y por el pecado que hemos cometido en tu presencia por presunción o error, y por el pecado que hemos cometido en tu presencia voluntaria o involuntariamente, por todos ellos, oh, Señor del perdón, perdónanos, danos tu absolución y concédenos la expiación".

Montesa se estaba confesando ante Dios y entonces Yonah comprendió con un leve sobresalto que debía de ser el décimo día del mes hebreo de
tishri
, el
Yom Kippur
[16]
o Día de la Expiación. Hubiera querido unirse a las oraciones de Montesa, pero la puerta del estudio del alguacil estaba abierta y él podía oír la sonora voz de Isidoro y la más sumisa de Paco, por lo que se limitó a barrer la celda del orante y luego se retiró.

Aquel día todos los prisioneros comieron las gachas que él sirvió en todas las celdas menos en la de Montesa, que quiso observar el severo ayuno de la fiesta. Yonah tampoco comió, y se alegró de poder disponer de un medio de afirmar su condición de judío sin correr ningún riesgo. Su ración de gachas y la de Montesa se las dio a
Moisés
.

Por la noche, tendido despierto en el duro suelo de la sala de interrogatorios, Yonah pidió perdón por sus pecados y por todos los desaires y las ofensas que hubiera podido cometer contra los que amaba y contra los que ni siquiera conocía. Mientras rezaba el
kaddish
y la
shema
, pidió al Todopoderoso que cuidara de Eleazar, Arón y Juana y se preguntó si todavía estarían vivos.

Comprendió que, en caso de que no adoptara las medidas necesarias, no tardaría en olvidarse del calendario judío, por lo que decidió recordar la fecha judía en todas las ocasiones que pudiera. Sabía que cinco meses —
tishri, shebat, nisan, sivan y ab
— tenían treinta días mientras que los otros siete —
heshvan, kislev, tebet, adar, iyar, tammuz y elul
— tenían veintiuno.

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