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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

El último judío (18 page)

BOOK: El último judío
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¡La mujer estaba rezando sobre las velitas del
Sabbath
!

Saadi sorprendió a Yonah observando a su mujer. Su enjuto y anguloso rostro estaba en tensión. Ambos permanecieron sentados, conversando a la defensiva. Mientras los efluvios de las verduras cocidas al horno y del pollo aderezado con especias y cocido a fuego lento llenaban la casita, las habitaciones se fueron quedando a oscuras y las lámparas y las velas tomaron el relevo. Isaac Saadi acompañó a Yonah a la mesa mientras Inés servía pan y vino.

Cuando se sentaron a la mesa, Yonah comprendió que su anfitrión aún estaba inquieto.

—Que nuestro invitado y nuevo amigo ofrezca la invocación —dijo astutamente Saadi, pasándole la responsabilidad a Yonah.

Yonah sabía que, si Saadi hubiera sido un cristiano sincero, hubiera podido dirigir una acción de gracias a Jesucristo por los alimentos que estaban a punto de tomar. La conducta más segura, que Yonah tenía intención de observar, era la de limitarse a agradecerle a Dios los alimentos. En su lugar, cuando abrió la boca, siguió casi involuntariamente otro camino y respondió a la mujer que no había conseguido disimular debidamente sus plegarias. Levantando el vaso de vino, empezó a entonar con ronca voz un canto hebreo, celebrando el
Sabbath
, el rey de los días, y dando gracias a Dios por el fruto de la viña.

Mientras los tres adultos restantes de la mesa lo miraban en silencio, tomó un sorbo de vino y le pasó la hogaza a Saadi. El hombre vaciló, pero después partió el pan y empezó a entonar su acción de gracias por el fruto de la tierra.

Las palabras y las melodías desataron los recuerdos de Yonah y le hicieron experimentar una mezcla de placer y dolor. No era a Dios a quien invocaba en su
berachot
[25]
, sino a sus padres, a sus hermanos, a sus tíos… a todos los que se habían ido.

Cuando terminaron las bendiciones, sólo Felipa puso cara de hastío, molesta por algo que su hijita le había preguntado en voz baja. El receloso rostro de Isaac Saadi estaba triste pero más sereno y a Zulaika se le habían humedecido los ojos mientras Yonah observaba que Inés lo miraba con interés y curiosidad.

Saadi acababa de tomar una decisión. Colocó una lámpara de aceite delante de la ventana mientras las tres mujeres servían los platos con los que Yonah estaba soñando: el tierno pollo estofado con verduras, un budín de arroz con pasas y azafrán, y unos granos de granada remojados en vino. Antes de que terminara la cena se presentó la primera persona convocada por la luz de la ventana. Era un hombre muy alto y bien parecido, con un antojo de color rojizo que parecía una fresa aplastada justo en la línea de la mandíbula.

—Es nuestro buen vecino Micah Benzaquen —le dijo Saadi a Yonah—. Este joven es Yonah ben Helkias Toledano, un amigo de Toledo.

Benzaquen le dio la bienvenida a Yonah.

Después aparecieron un hombre y una mujer que Saadi presentó a Yonah como Fineas ben Sagan y su mujer Sancha Portal, a los que siguieron Abram Montelbán y su mujer Leona Patras y otros dos hombres llamados Nachman Redondo y Pedro Serrano. La puerta fue abriéndose más a menudo hasta que otros nueve hombres y seis mujeres entraron en la casita. Yonah observó que todos vestían prendas oscuras para no llamar la atención, cosa que hubiera ocurrido si se hubieran vestido más de ceremonia para la celebración del
Sabbath
.

Saadi presentó a Yonah a todo el mundo como un amigo que estaba de visita.

Uno de los chicos de los vecinos montó guardia en el exterior de la casa cual si fuera un centinela, mientras en el interior la gente empezaba a rezar las plegarias judías.

No tenían ninguna
Torá
. Micah Benzaquen dirigió las oraciones de memoria y los demás se unieron a ellas con temerosa emoción. Las oraciones se rezaban prácticamente en voz baja para que los sonidos de la liturgia no salieran de la casa y los delataran.

Recitaron las dieciocho bendiciones de la
shema
. Después, en una orgía de cánticos, entonaron himnos, oraciones y el tradicional canto sin palabras conocido como niggun.

El compañerismo y la experiencia de la oración en común, antaño tan habituales para Yonah y ahora tan proscritos y preciados, ejerció un profundo efecto en él. Todo terminó con demasiada rapidez. Los presentes se abrazaron y se desearon en voz baja un feliz
Sabbath
. En sus deseos incluyeron al forastero del que Isaac Saadi había sido fiador.

—La semana que viene en mi casa —le murmuró Micah Benzaquen a Yonah, y éste asintió encantado.

Isaac Saadi estropeó el momento. Miró con una sonrisa a Yonah mientras los presentes abandonaban la casa de dos en dos.

—El domingo por la mañana —le dijo—, ¿querréis acompañarnos a la iglesia?

—No, no puedo.

—Pues entonces el otro domingo. —Saadi miró a Yonah—. Es importante.

Hay personas que nos observan muy de cerca, ¿sabéis?

En los días sucesivos Yonah sometió el tenderete del comerciante de seda a una estrecha vigilancia. Transcurrió una eternidad antes de que Isaac Saadi dejara a su hija sola en el puesto.

Yonah se acercó a ella como por casualidad.

—Buenos días, señora.

—Buenos días, señor. Mi padre no está…

—Ya, eso veo. No importa. Pasaba simplemente para agradecerle una vez más la hospitalidad de vuestra familia. ¿Tendréis la bondad de transmitirle mi gratitud?

—Sí, señor —contestó la joven—. Nosotros… Fue un placer recibiros en nuestra casa.

La muchacha se ruborizó intensamente, pues él no había dejado de mirarla desde el momento en que se había acercado al tenderete. Tenía los ojos muy grandes, la nariz recta y unos labios que, a pesar de no ser muy carnosos, expresaban todas sus emociones gracias a la extremada sensibilidad de las comisuras. Yonah no se había atrevido a observarla demasiado en casa de su padre por temor a que su familia se molestara. A la luz de las lámparas de la casa le había parecido que tenía los ojos grises. Viéndola ahora en pleno día, le pareció que eran azules, pero tal vez fuera un efecto de las sombras de la tienda.

—Gracias, señora.

—No hay de qué, señor Toledano.

Al otro viernes, Yonah volvió a participar en las ceremonias del
Sabbath
del pequeño grupo de conversos, esta vez en casa de Micah Benzaquen. Y allí se pasó el rato mirando furtivamente a Inés Denia, que se encontraba entre las mujeres. Su porte era admirable, incluso estando sentada. Y su rostro poseía un encanto singular.

Yonah se pasó toda la semana yendo al mercado para contemplarla de lejos, pero sabia que su furtivo comportamiento tendría que terminar, pues algunos mercaderes lo miraban con malos ojos, temiendo tal vez que estuviera planeando un robo.

Un día decidió ir al mercado a última hora de la tarde en lugar de por la mañana y, para su gran fortuna, llegó justo en el momento en que Felipa sustituía a su hermana en la tienda de sedas. Inés dio una vuelta por el mercado con su sobrinita Adriana para comprar comida, y Yonah se las ingenió para cruzarse en su camino.

—¡Buenas tardes os dé Dios, señora!

—Que Él os las dé a vos, señor.

Los sensibles labios esbozaron una dulce sonrisa. Intercambiaron unas palabras y Yonah se apartó mientras ella compraba lentejas, arroz, pasas, dátiles y una granada.

A continuación, la acompañó al tenderete de un verdulero, donde ella adquirió dos repollos.

Para entonces, la cesta ya pesaba lo suyo.

—Permitidme, os lo ruego.

—No, no…

—Sí, faltaría más —insistió Yonah jovialmente.

Así pues, la acompañó a casa para llevar la pesada cesta. Por el camino, ambos conversaron animadamente, pero más tarde él no pudo recordar de qué habían hablado.

Sólo deseaba estar con ella.

Como ya sabía a qué hora del día tenía que ir al mercado, le resultaba más fácil ingeniárselas para verla. Dos días más tarde volvió a tropezarse con ella y la niña en el mercado.

—Buenas tardes os dé Dios —le decía con la cara muy seria cada vez que la veía, y ella le contestaba con la misma seriedad:

—Qué Él os las dé a vos, señor.

A pesar de las pocas veces que lo había visto, la pequeña Adriana enseguida se familiarizó con él, lo llamaba por su nombre y corría a su encuentro.

Yonah creía que Inés sentía interés por él. La inteligencia que denotaba su rostro lo asombraba, su tímido encanto lo emocionaba y los pensamientos sobre su joven cuerpo bajo el modesto vestido lo atormentaban. Una tarde llegaron a la plaza Mayor, donde un gaitero estaba tocando con la espalda apoyada contra un muro de piedra iluminado por el sol.

Yonah empezó a moverse al compás de la música tal como había visto hacer a los
romanís
y descubrió de repente que podía expresar sentimientos con los hombros, las caderas y los pies de la misma manera que lo hacían los gitanos. Unos sentimientos que jamás había expresado anteriormente. Sorprendida, ella le miró con una media sonrisa en los labios, pero, cuando él le tendió la mano, no la tomó. Aun así, Yonah pensó que, si la sobrinita no hubiera estado presente, si ambos hubieran estado a solas en privado en lugar de estar en una plaza pública…. Si…

Tomó a la niña en brazos y Adriana lanzó gritos de alegría mientras él giraba una y otra vez con ella.

Más tarde, ambos se sentaron cerca del gaitero y hablaron un rato mientras Adriana jugaba con un guijarro rojo. Inés dijo que había nacido en Madrid, donde su familia se había convertido al cristianismo cinco años atrás.

Jamás había estado en Toledo. Cuando él le contó que todos sus seres queridos habían muerto o se habían ido de España, los ojos de la muchacha se llenaron de lágrimas y la compasión la indujo a rozarle el brazo. Fue la única vez que lo hizo. Yonah permaneció sentado sin moverse, pero ella apartó rápidamente la mano.

A la tarde siguiente, Yonah acudió al mercado como de costumbre y se puso a pasear entre los puestos, a la espera de que Felipa sustituyera a Inés en la tienda de sedas. Pero, al pasar por delante del vendedor de aves de corral, vio a Zulaika Denia conversando con el hombre. Éste miró a Yonah y le dijo algo a Zulaika. La madre de Inés se volvió y miró severamente a Yonah como si no lo conociera. Le hizo una pregunta al vendedor de aves y, tras haber escuchado su respuesta, se volvió de nuevo y se encaminó directamente a la tienda de sedas de su esposo Isaac Saadi.

Salió casi de inmediato, esta vez acompañada de su hija. Entonces Yonah comprendió la verdad que se había negado a reconocer, concentrado tan sólo en el orgulloso porte de Inés, en el misterio de sus grandes ojos y en el encanto de sus sensibles labios.

La joven era extremadamente hermosa.

Yonah las vio alejarse presurosas, la madre sujetando el brazo de su hija cual si fuera un alguacil que acompañara a un prisionero a su celda.

Dudaba que Inés hubiera comentado sus encuentros con él a su familia. Cada vez que Yonah la acompañaba, la muchacha le pedía la cesta antes de llegar a la vista de la casa, y allí se despedían. Puede que alguien del mercado hubiera sido indiscreto. O puede que algún inocente comentario de la pequeña Adriana los hubiera delatado.

Pero él no le había hecho nada deshonroso a Inés. No era tan terrible que su madre se hubiera enterado de que ambos paseaban juntos, pensó.

Sin embargo, cuando regresó al mercado dos días seguidos, la joven ya no estaba en la tienda de sedas. Felipa ocupaba el lugar de su hermana.

Aquella noche no pudo dormir y se encendió de deseo al imaginar lo que sentiría si se pudiera acostar con una mujer amada, si Inés fuera su esposa y los cuerpos de ambos se unieran para cumplir el precepto de crecer y multiplicarse. ¡Qué extraño, qué hermoso sería!

Trató de hacer acopio de valor para hablar con su padre.

Sin embargo, cuando fue al mercado para hablar con Isaac, Micah Benzaquen, el vecino de la familia de Isaac Saadi, lo estaba esperando.

A instancias de Micah, ambos se dirigieron a la plaza Mayor.

—Yonah Toledano, mi amigo Isaac Saadi cree que has puesto los ojos en su hija menor —le dijo delicadamente Benzaquen.

—Inés. Sí, es cierto.

—En efecto, Inés. Una joya de valor incalculable, ¿verdad?

Yonah asintió con la cabeza y esperó.

—Agraciada y muy hacendosa en la tienda y en la casa. Su padre se siente honrado de que el hijo de Helkias, el platero de Toledo que en paz descanse, lo haya honrado con su amistad. Pero Isaac Saadi te tiene que hacer unas preguntas. ¿Te parece bien?

—Por supuesto que sí.

—Por ejemplo. ¿Familia?

—Desciendo de rabinos y estudiosos, tanto por parte de madre como de padre. Mi abuelo materno…

—Claro, claro. Antepasados distinguidos. Pero ¿qué me dices de los parientes vivos, quizá con algún negocio en el que tú pudieras entrar?

—Tengo un tío. Se fue cuando se produjo la expulsión. No sé dónde…

—Qué lástima.

Pero Yonah le había comentado al señor Saadi, dijo Benzaquen, un oficio que le había enseñado su padre el platero.

—¿Eres maestro platero?

—Cuando murió mi padre, estaba a punto de terminar mi aprendizaje.

—Oh… un simple aprendiz. Qué lástima, qué lástima…

—Soy buen alumno. Podría aprender el negocio de la seda.

—No me cabe la menor duda. Pero es que Isaac Saadi ya tiene un yerno en su negocio de la seda —puntualizó Benzaquen con un hilillo de voz.

Yonah sabía que unos cuantos años atrás hubiera sido un buen partido para una hija de la familia Saadi. Todo el mundo lo hubiera aprobado, e Isaac Saadi más que nadie, pero la realidad era que en esas circunstancias no era un pretendiente apropiado. Y eso que ellos no sabían que era un fugitivo y no estaba bautizado.

Benzaquen estudió su nariz rota.

—¿Por qué no vas a la iglesia? —preguntó como si le hubiera leído el pensamiento.

—He estado.., muy ocupado.

Benzaquen se encogió de hombros. Echando un vistazo a las raídas prendas del joven, ni siquiera se tomó la molestia de preguntarle con qué recursos contaba.

—De ahora en adelante, cuando pasees y converses con una joven núbil, tienes que dejarla llevar su cesta del mercado —le dijo severamente—. De otro modo, otros pretendientes más… idóneos… podrían creer que la joven es demasiado débil para cumplir los arduos deberes de una esposa.

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