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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

El último judío (20 page)

BOOK: El último judío
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Yonah esperó a que se llevaran al herido a un médico y a que se dispersaran los mirones antes de acercarse al segundo de a bordo del barco, un marino de mediana edad y cabello entrecano con un rudo rostro lleno de cicatrices y un pañuelo anudado alrededor de la cabeza.

—Me llamo Ramón Callicó y puedo ayudaros a descargar —se ofreció.

El segundo de a bordo contempló su joven y musculoso cuerpo y asintió con la cabeza, ordenándole que subiera a bordo, donde los otros le indicaron lo que tenía que levantar y dónde lo tenía que depositar. Bajó el cargamento a la bodega, donde, a causa del calor, dos tripulantes llamados Joan y César trabajaban semidesnudos. Mientras estibaba el cargamento, Yonah podía entender casi todas sus órdenes, pero algunas veces se veía obligado a pedirles que le repitieran unas palabras que le sonaban castellanas, pero no lo eran.

—¿Acaso estás sordo? —le preguntó César en tono irritado.

—¿En qué lengua habláis? —preguntó Yonah.

Joan le miró sonriendo.

—Es catalán. Aquí en este barco todos somos catalanes.

Sin embargo, a partir de aquel momento le hablaron en castellano, lo cual fue un alivio para él.

Antes de que finalizara la carga, se presentó un mozo del médico para decir que el marinero accidentado estaba gravemente herido y tendría que quedarse en Cádiz hasta que se curara.

El capitán había subido a la cubierta. Era más joven que el segundo de a bordo, mantenía la espalda muy erguida y en su cabello y barba aún no se apreciaba ninguna hebra gris. El segundo de a bordo se acercó a él y Yonah, que estaba trabajando a escasa distancia, oyó su conversación.

—Josep se tiene que quedar aquí hasta que esté curado —dijo el segundo oficial.

—Mmmm. —El capitán frunció el ceño—. No me gusta reducir la tripulación.

—Lo comprendo. Este que ha ocupado su lugar en la carga… Parece un buen trabajador.

Yonah vio que el capitán lo estaba evaluando.

—Muy bien. Puedes hablar con él.

El segundo de a bordo se acercó a Yonah.

—¿Eres un experto marino, Ramón Callicó?

Yonah no quería mentir, pero se le estaba acabando el dinero y necesitaba comida y alojamiento.

—Tengo experiencia con barcos fluviales —contestó, diciendo una media verdad que también era una mentira, pues no añadió que había trabajado muy poco tiempo en el barco.

A pesar de todo, acabaron contratándolo, y él se unió a los demás en la tarea de tirar de unos cabos que izaron tres pequeñas velas triangulares. Cuando el barco se hubo apartado lo suficiente de la orilla, los marineros izaron la vela mayor, la cual emitió un fuerte chasquido cuando la desplegaron y después se hinchó con el viento y los condujo a alta mar.

Al cabo de unos días, Yonah aprendió a distinguir a sus seis compañeros de tripulación: Jaume, el carpintero; Carles, un experto en cabos que se pasaba el rato trabajando con ellos; Antoni, el cocinero al que le faltaba el dedo meñique de la mano izquierda. Y Marià, César, Joan y Yonah, que hacía todo lo que le mandaban. El sobrecargo era un hombrecillo que conseguía conservar la palidez del rostro mientras todos los que le rodeaban estaban bronceados por el sol. Yonah siempre oía que lo llamaban señor Mezquida y nunca averiguó cuál era su nombre de pila. El capitán se llamaba Pau Roure y apenas se le veía el pelo, pues se pasaba los días en su camarote. Cuando subía a cubierta, jamás hablaba con la tripulación y prefería dar las órdenes a través del segundo de a bordo, llamado Gaspar Gatuelles. A veces Gatuelles daba las órdenes a gritos, pero nadie sufría latigazos a bordo.

El barco se llamaba
La Lleona
, la leona. Tenía dos mástiles y seis velas que Yonah aprendió muy pronto a identificar: una gran vela mayor cuadrada, una mesana algo más pequeña, dos gavias triangulares por encima de estas dos, y dos pequeños foques tensados sobre el bauprés, que era un rubio cuerpo de león con un rostro de mujer de alabastro. El palo mayor era más alto que el de mesana, tan alto que, en cuanto el barco empezó a surcar el agua impulsado por una fuerte brisa, Yonah temió que le ordenaran subir.

En su primera noche a bordo, cuando le correspondió el turno de dormir cuatro horas, en lugar de hacerlo, Yonah se dirigió a la escala de cuerda y subió por ella hasta llegar a medio camino del palo mayor. Abajo, la cubierta estaba a oscuras, exceptuando el débil resplandor de las luces de navegación. Alrededor del barco se extendía el ilimitado mar, tan oscuro como el vino tinto. No se atrevió a subir hasta más arriba y regresó a cubierta precipitadamente.

Le dijeron que el barco era pequeño para ser un bajel de agua salada, pero a él le parecía enorme comparado con el barco fluvial. Tenía una húmeda bodega con un pequeño camarote de seis literas destinadas a pasajeros y un camarote todavía más pequeño que compartían los tres oficiales. La tripulación dormía en la cubierta siempre que podía. Yonah encontró un sitio detrás del vástago del timón. Cuando se tendía allí, podía oír el silbido del agua pasando sobre el curvado casco y, cada vez que se modificaba el rumbo, percibía las vibraciones del timón de abajo.

El océano abierto no se parecía en nada al río. Yonah disfrutaba del frescor del aire y de su húmedo sabor salobre, pero, por regla general, el movimiento le provocaba una sensación de mareo. Algunas veces experimentaba náuseas y vomitaba para gran regocijo de los que lo veían. Todos los hombres del barco le llevaban más de diez años y hablaban catalán entre sí. Cuando se acordaban, cosa que no ocurría muy a menudo, se dirigían a Yonah en castellano. Desde el principio Yonah comprendió que iba a sentirse muy solo en el barco.

Tanto los oficiales como la tripulación se percataron enseguida de su falta de experiencia, y el segundo de a bordo pasó a encargarle las tareas más serviles. En su cuarto día a bordo, se desencadenó una tormenta que azotó violentamente el barco. Cuando Yonah se acerco tambaleándose a la banda de sotavento para vomitar, el segundo de a bordo le ordenó que subiera al mástil. Mientras se encaramaba por la escala de cuerda, el miedo le hizo olvidar las náuseas. Subió más arriba que la otra vez, por encima del extremo superior de la vela mayor. Los cabos que sujetaban la gavia se habían soltado en la cubierta, pero unas manos humanas tenían que tirar de la vela hacia abajo y sujetarla a su palo. Para poder hacerlo, los hombres tenían que abandonar la escala de cuerda y apoyar los pies en un angosto fragmento de cabo y sujetarse al palo. Un marino ya había empezado a avanzar por el cabo cuando Yonah alcanzó el palo. Al ver que titubeaba, los dos hombres que se encontraban situados por debajo de él en la escala de cuerda soltaron una maldición y entonces él pisó el oscilante cabo y se agarró al palo mientras deslizaba los pies por el frágil soporte. Los cuatro se sujetaron al palo con una mano y tiraron de la pesada vela con la otra mientras los mástiles se estremecían y balanceaban. El barco se escoraba hacia babor y estribor y cada vez que alcanzaba el vertiginoso final de un prolongado cabeceo, desde arriba los hombres distinguían la blanca espuma del mar embravecido.

Cuando al final consiguieron sujetar la vela, Yonah se agarró a la escala y bajó temblando para alcanzar la cubierta. No podía creer lo que había hecho. Nadie reparó en él durante un buen rato. Después el segundo de a bordo lo envió a la bodega para que comprobara el estado de las cuerdas que sujetaban la carga.

A veces, unos brillantes y oscuros delfines nadaban junto al costado del barco y en una ocasión avistaron un pez tan grande que Yonah se llenó de temor. Sabía nadar, de chico se había criado a la orilla de un río, pero sus aptitudes tenían un límite. No se veía tierra por ninguna parte, sólo agua en todas direcciones. Y, aunque hubiera podido alcanzar la tierra a nado, pensaba que su cuerpo sería una tentación para los monstruos marinos. Recordando la historia de su tocayo bíblico, se imaginó al
Leviatán
, bestia marina del Antiguo Testamento, subiendo poco a poco desde el abismo sin fondo, atraído a la superficie por los movimientos de sus brazos y sus piernas iluminados por la luz de las estrellas, tal como el cebo vivo de un anzuelo atrae a una trucha. La cubierta que oscilaba bajo sus pies se le antojaba frágil e inestable.

Le ordenaron subir otras cuatro veces, pero no consiguió que la experiencia le gustara ni logró convertirse plenamente en marinero, por lo que aprendió a vivir con distintos grados de náusea mientras el barco subía bordeando la costa y hacía escalas para descargar mercancías y recoger cargamentos y pasajeros en Málaga, Cartagena, Alicante, Denia, Valencia y Tarragona. Dieciséis días después de haber zarpado de Cádiz, llegaron a Barcelona, desde donde emprendieron de nuevo el viaje rumbo al sudeste, hacia la isla de Menorca.

Menorca allá lejos en el mar tenía una costa muy escarpada y era una isla de pescadores y campesinos. A Yonah le gustó la idea de vivir en un lugar de territorio tan accidentado. Se le ocurrió que la lejanía de la isla le permitiría escapar de las miradas vigilantes. Pero en el puerto menorquino de Ciudadela el barco recogió a tres frailes dominicos vestidos con sus hábitos negros. Uno de ellos se fue a sentar sobre un tonel de gran tamaño y se puso a leer el breviario mientras los otros dos permanecían un rato conversando junto a la barandilla. De pronto, uno de los frailes miró a Yonah y le hizo señas de que se acercara, curvando el dedo índice.

Yonah tuvo que hacer un esfuerzo para obedecer.

—¿Señor? —dijo.

Su propia voz le sonó como un graznido.

—¿Adónde irá este barco cuando abandone estas islas?

El fraile tenía unos ojillos castaños. No se parecían en nada a los ojos grises de Bonestruca, pero el hábito dominico que el fraile vestía bastó para aterrorizar a Yonah.

—No lo sé, señor.

Los otros frailes soltaron un bufido y lo miraron severamente.

—Éste es un ignorante. Va adonde lo lleva el barco. Tenéis que preguntar a un oficial.

Yonah señaló a Gaspar Gatuelles, que estaba en la proa, hablando con el carpintero.

—Él es el segundo de a bordo, señor.

Los dos frailes se encaminaron hacia la proa para hablar con Gatuelles.

La Lleona
llevó a los dos frailes a la isla de Mallorca, más grande que Menorca. El tercer fraile dejó de leer el breviario justo a tiempo para desembarcar en la pequeña isla de Ibiza, situada más al sur.

Yonah comprendió que, para sobrevivir, tendría que seguir engañando, pues la Inquisición estaba en todas partes.

CAPÍTULO 22

El aprendiz

Cuando el barco regresó a Cádiz y ellos empezaron a descargarlo, se presentó el marinero herido cuyo puesto había ocupado Yonah. Ya se había curado y sólo le quedaba como recuerdo del percance una lívida cicatriz en la frente. El maestre y la tripulación lo saludaron a gritos:

—¡Josep!

—¡Josep!

Yonah comprendió entonces que sus días de marinero a bordo de
La Lleona
habían tocado a su fin. Pero, a decir verdad, no lo lamento. Gaspar Gatuelles le dio las gracias y le pagó lo que le debía, y él se alejó del barco, satisfecho de encontrarse de nuevo en tierra firme.

Se dirigió hacia el sudeste por el camino del litoral; el tiempo era caluroso de día y templado de noche.

Cada anochecer antes de que oscureciera, trataba de buscar un henil donde dormir o, en su defecto, la suave arena de una playa, pero si no encontraba ninguna de las dos cosas, se conformaba con lo que tenía a mano. Cada mañana se bañaba en el espléndido mar bajo el cálido sol, pero jamás se adentraba demasiado en el agua por temor a que, en cualquier momento, pudiera percibir los afilados dientes o los tentáculos de un monstruo. Cuando llegaba a un arroyo o a un abrevadero de caballos, se lavaba la sal marina que se le había secado en la piel. Una vez un granjero le permitió viajar un buen trecho en un carro de heno tirado por unos bueyes. Por el camino, el hombre detuvo a sus animales.

—¿Sabes dónde estás? —le preguntó.

Yonah sacudió la cabeza, perplejo. Era un lugar desierto, al borde de un desierto camino.

—Aquí termina España. Es el punto más meridional de la península —dijo el hombre con semblante satisfecho, como si semejante cosa fuera un logro personal.

Yonah no pudo conseguir que lo llevara un carro más que en otra ocasión. Fue en un carro que transportaba abadejo seco, a cuyo propietario ayudó a descargar la mercancía cuando llegaron a la aldea de Gibraltar, al pie del gran peñón.

El hecho de manejar el abadejo sin catarlo le despertó un hambre canina.

Entró en una taberna de la aldea de techo muy bajo que olía a muchos años de vino derramado, fuegos de leña y sudor de parroquianos. Vio a media docena de hombres bebiendo en torno a dos alargadas mesas. Algunos de ellos también estaban comiendo raciones de un estofado de pescado que borbotaba en el hogar. Yonah pidió una jarra de vino que resultó ser agrio y un cuenco del estofado que halló excelente, con mucho pescado, cebollas y hierbas aromáticas. El pescado tenía muchas y muy aguzadas espinas, pero él tuvo cuidado y comió con fruición y, al terminar, pidió otro cuenco.

Mientras esperaba, entró un anciano y se sentó a su lado en el banco.

—Servidme un cuenco de vino, señor Bernaldo —le dijo el anciano al propietario.

Éste sonrió mientras llenaba el cuenco de Yonah.

—No, a menos que encontréis a un protector entre estos buenos señores de aquí —contestó mientras los ocupantes de las mesas se reían como si acabara de decir algo muy gracioso.

El anciano tenía los hombros redondeados y un aspecto apacible; su ralo cabello blanco y la vulnerable apariencia de su semblante le hicieron recordar a Yonah a Jerónimo Pico, el viejo pastor cuyo rebaño él había cuidado durante varios años.

—Servidle un trago —le dijo Yonah al tabernero. Después, consciente de sus menguados fondos, añadió—: Una jarra, no un cuenco.

—¡Ay, Vicente, has tropezado con un derrochador! —exclamó un hombre de la otra mesa. Las sarcásticas palabras pronunciadas sin el menor tono de burla provocaron las risas de los presentes. El hombre era bajito y delgado, tenía el cabello oscuro y lucía un pequeño bigote—. Eres una vieja rata miserable, Vicente, nunca tienes suficiente vino en la tripa —añadió.

—Vamos, Luis, calla la boca —dijo otro de los bebedores en tono cansado.

—¿Me la quieres cerrar tú, José Gripo?

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