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Authors: Dalai Lama
He pasado muchos años reflexionando en los notables avances de la ciencia. En el corto período de mi vida, el impacto de la ciencia y la tecnología en la humanidad ha sido tremendo. Aunque mi interés en la ciencia nació de la curiosidad por un mundo extraño para mí en aquel tiempo, un mundo gobernado por la tecnología, no tardé mucho en comprender el colosal significado de la ciencia para la humanidad, especialmente después de irme al exilio en 1959.
Actualmente, casi no quedan campos de la experiencia humana que no se vean tocados por los efectos de la ciencia y la tecnología. Y, sin embargo, me pregunto si tenemos una idea clara del lugar que ocupa la ciencia en el conjunto de la vida humana. ¿Qué debería hacer, exactamente, y por qué principios debería regirse? Este último punto es crucial porque, si el camino de la ciencia no sigue motivaciones conscientemente éticas, de compasión, eminentemente, puede que sus efectos no sean beneficiosos. De hecho, podrían causar grandes perjuicios.
El descubrimiento de la enorme importancia de la ciencia y el reconocimiento de su inevitable dominio en el mundo moderno cambió fundamentalmente mi actitud de la simple curiosidad a una especie de implicación urgente. Para el budismo, el más elevado ideal espiritual es el cultivo de la compasión por todos los seres sensibles y la contribución activa a su bienestar en el máximo grado posible.
Desde mi más temprana infancia me inculcaron el amor a ese ideal y la necesidad de cumplirlo con todas y cada una de mis acciones.
Quise comprender la ciencia, pues, porque me ofrecía un área nueva que explorar en mi esfuerzo personal por comprender la naturaleza de la realidad. También deseé conocerla porque reconocí en ella una manera irresistible de comunicar conocimientos obtenidos de mi propia tradición espiritual. De modo que, para mí, la necesidad de relacionarme con esa fuerza poderosa de nuestro mundo se ha convertido también en una especie de mandato espiritual. La pregunta crucial —crucial para la supervivencia y el bienestar de nuestro mundo— es cómo convertir los maravillosos descubrimientos de la ciencia en algo que ofrezca servicios altruistas y compasivos a las necesidades de la humanidad y de los demás seres sensibles con quienes compartimos este planeta.
¿Tiene la ética un lugar en la ciencia? Yo creo que sí. En primer lugar, como a cualquier otro instrumento, a la ciencia se le puede dar un uso bueno y un uso malo. Es el ánimo de la persona que blande el instrumento el que determina el propósito con que será aplicado. En segundo lugar, los descubrimientos científicos afectan nuestra manera de comprender el mundo y nuestro propio lugar en él. Esto tiene consecuencias en nuestro comportamiento. Por ejemplo, la visión mecanicista del mundo condujo a la revolución industrial, que convirtió la explotación de la naturaleza en práctica de rutina. Existe, sin embargo, la suposición generalizada de que la ética solo es relevante en la aplicación de la ciencia, no en su mismo desarrollo.
De acuerdo con este modelo, el científico como individuo y la comunidad científica en general ocupan una posición moralmente neutra, sin responsabilidad alguna de los resultados de sus descubrimientos. Muchos descubrimientos científicos importantes, sin embargo, y, en particular, las innovaciones tecnológicas a las que conducen, crean condiciones nuevas y abren posibilidades nuevas, que dan lugar a nuevos desafíos éticos y espirituales. No podemos simplemente absolver al estamento científico ni a los científicos individuales de su contribución a la emergencia de una nueva realidad.
Tal vez, la empresa más importante sea asegurarnos que la ciencia jamás se divorcie del sentimiento humano fundamental de la empatía con los demás seres vivientes. Del mismo modo que nuestros dedos únicamente pueden funcionar en relación con la palma de la mano, así los científicos deben permanecer conscientes de su relación con la sociedad en general. La ciencia es de importancia vital, pero solo es un dedo de la mano de la humanidad y su mayor potencial solo podrá ser realizado mientras nos cuidemos de no olvidarnos de ello. De otro modo, corremos el riesgo de perder el sentido de nuestras prioridades. Podría ser que la humanidad acabara sirviendo los intereses del progreso científico, en lugar de lo contrario. La ciencia y la tecnología son instrumentos poderosos, pero debemos decidir cuál es el mejor uso que les podemos dar. Lo que importa, por encima de todo, es la motivación que gobierna el uso de la ciencia y la tecnología, motivación en la que, idealmente, se reúnen la mente y el corazón.
Para mí, la ciencia es, ante todo, una disciplina empírica, que proporciona a la humanidad un poderoso acceso a la comprensión de la naturaleza del mundo físico viviente. Es, en esencia, un método de investigación que nos ofrece conocimientos increíblemente detallados del mundo empírico y de las leyes fundamentales de la naturaleza, que ,inferimos de los datos empíricos. La ciencia procede por medio de un método muy específico, basado en la medición, cuantificación y verificación intersubjetivas a través de experimentos reiterables. Esta, al menos, es la naturaleza del método científico, tal como se da dentro del paradigma actual. Según dicho modelo, muchos aspectos de la existencia humana, incluidos los valores, la creatividad y la espiritualidad, así como las más profundas cuestiones metafísicas, quedan fuera del ámbito de la investigación científica.
Aunque existen campos de la vida y del conocimiento que no entran en el dominio de la ciencia, he visto que muchas personas se guían por la suposición de que la visión científica del mundo debería constituir la base de todo conocimiento y de todo aquello que es cognoscible. Este es el materialismo científico. Mientras que no conozco ninguna corriente de pensamiento que propague explícitamente dicha noción, parece ser un presupuesto común que se da por sentado. Esta visión sostiene la fe en un mundo objetivo, independiente de la contingencia de sus observadores. Presupone que los datos analizados por un experimento son independientes de las preconcepciones, percepciones y experiencias de los científicos que los analizan.
Subyace a esta visión la suposición de que, en última instancia, la materia, tal como la describe la física y la gobiernan las leyes de la naturaleza, es lo único que existe. En consonancia, dicha visión sostendría que la psicología se puede reducir a la biología, la biología, a la química y la química, a la física.
Mi preocupación aquí no es tanto argumentar en contra de esta posición reduccionista (aunque yo mismo no la comparto) cuanto llamar la atención a un punto de importancia vital: que estas ideas no constituyen un conocimiento científico sino un posicionamiento filosófico, metafísico, para ser más precisos. La teoría según la cual todos los aspectos de la realidad son susceptibles de quedar reducidos a la materia y sus diversas partículas es, a mi modo de ver, tan metafísica como la que contempla la existencia de una inteligencia organizadora, que creó la realidad y la controla.
Uno de los problemas principales que pueden derivar del materialismo científico es la estrechez de miras que resulta de él y el potencial de nihilismo al que podría dar lugar. El nihilismo, el materialismo y el reduccionismo son, sobre todo, problemas desde un punto de vista filosófico y, en especial, humanista, ya que pueden llegar a empobrecer nuestra manera de entendernos a nosotros mismos. Por ejemplo, que nos consideremos criaturas biológicas nacidas del azar o seres especiales dotados con la dimensión de la conciencia y la capacidad moral, tendrá un impacto en nuestra forma de vernos y de tratar a los demás. En este contexto, muchas dimensiones de la plena realidad de la existencia humana —el arte, la ética, la espiritualidad, la bondad, la belleza y, por encima de todo, la conciencia— quedan atribuidas a las reacciones químicas de nuestras neuronas en acción o son consideradas manifestaciones de constructos puramente imaginarios. El peligro consiste en reducir a los seres humanos en nada más que máquinas biológicas, productos azarosos de la combinación aleatoria de genes, cuyo único propósito en la vida es cumplir el imperativo biológico de la reproducción.
Resulta difícil imaginar cómo acomodar en el seno de tal cosmovisión cuestiones como el sentido de la vida o el bien y el mal.
El problema no son los datos empíricos de la ciencia sino la concepción de que dichos datos, y ellos únicamente, constituyen el terreno legítimo para el desarrollo de una cosmovisión integral o el único medio apropiado para responder a los problemas del mundo.
La existencia humana y la propia realidad abarcan más de lo que puede explicar la ciencia actual.
Según la misma lógica, la espiritualidad debe contemplar los conocimientos y los hallazgos de la ciencia. Si, como practicantes espirituales, damos la espalda a los descubrimientos científicos, nuestra práctica también se verá empobrecida, y esta actitud mental nos puede conducir al fundamentalismo. Esta es una de las razones por las que animo a mis colegas budistas a emprender el estudio de la ciencia, para que sus hallazgos puedan ser integrados en la cosmovisión del budismo.
Nací en el seno de una familia de simples campesinos, que uti-lizaban el ganado para arar su campo y, una vez cosechada la cebada, también usaban el ganado para pisotear el grano y sacar las semillas de las vainas. Tal vez, los únicos objetos que podríamos calificar de tecnológicos en aquel mundo de mi temprana infancia fueran los rifles, que los nómadas guerreros de aquel territorio probablemente habían comprado en la India británica, Rusia o China. A los seis años fui entronado como el decimocuarto Dalai Lama en la capital tibetana, Lasa, donde inicié mi educación en todos los aspectos del budismo. Disponía de tutores personales, que me daban clases diarias de lectura, escritura, filosofía budista básica y memorización de las escrituras y rituales. Asimismo me asignaron varios
tsenshap,
que significa literalmente «asistentes filosóficos». Su labor principal consistía en entablar conmigo debates sobre diversos aspectos del pensamiento budista. Además de todo ello, participaba en largas horas de oración y contemplación meditativa. Pasaba períodos de tiempo en retiro con mis tutores y realizaba regularmente sesiones meditativas de dos horas de duración, cuatro veces al día. Esta es la educación típica de un alto lama según la tradición tibetana. No me educaron, sin embargo, en matemáticas, geología, química, biología ni física. Ni siquiera conocía la existencia de estas disciplinas.
En el palacio de Pótala se encontraba mi residencia oficial de invierno. Se trata de un edificio enorme, que ocupa toda una ladera de la montaña y se supone que tiene mil habitaciones. Yo mismo nunca llegué a contarlas. En mis ratos libres cuando era niño me divertía explorando algunas de sus cámaras. Era como una búsqueda del tesoro sin fin. Allí se conservaban todo tipo de cosas, especialmente las pertenencias de los anteriores Dalai Lamas y, más específicamente, de mi predecesor directo. Entre los contenidos más impresionantes del palacio estaban las stupas relicarias que contenían los restos de los anteriores Dalai Lamas, llegando hasta el quinto, que vivió en el siglo XVII y fue quien amplió el Pótala a sus dimensiones actuales. Entre las curiosidades varias que encontré en mis peregrinaciones había algunos objetos mecánicos, que habían pertenecido al decimotercer Dalai Lama. Los más notables eran un telescopio plegable hecho de bronce, que se podía montar a un trípode, y un reloj mecánico al que se daba cuerda manualmente y que disponía de un globo rotativo, que ofrecía la hora en diferentes zonas horarias. También había un gran alijo de libros en inglés ilustrados, que contaban la historia de la Primera Guerra Mundial.
Algunos de aquellos objetos eran obsequios al decimotercer Dalai Lama de su amigo, sir Charles Bell. Bell era el representante político de Gran Bretaña en Sikkim y hablaba tibetano. Fue anfitrión del decimotercer Dalai Lama durante su breve residencia en la India británica, cuando tuvo que huir en 1910 ante la amenaza de una invasión de los ejércitos del último gobierno imperial de China.
Resulta curioso que el exilio en la India y el descubrimiento de la cultura científica fueran legados de mi predecesor más inmediato.
Como supe más adelante, aquella estancia en la India británica abrió los ojos del decimotercer Dalai Lama y le condujo al reconocimiento de la necesidad de unas amplias reformas sociales y políticas en el Tíbet. Tras su regreso a Lasa introdujo el uso del telégrafo, estableció un servicio de correos, construyó una pequeña planta generadora de energía para el primer tendido eléctrico del Tíbet e inauguró la casa de la moneda para la emisión de monedas metálicas y en papel.
También supo apreciar la importancia de la educación secular moderna y envió a un grupo selecto de niños tibetanos a estudiar en el Rugby School de Gran Bretaña. El decimotercer Dalai Lama dejó en su lecho de muerte un testamento digno de consideración, que predecía muchas de las tragedias políticas por venir y que el gobierno sucesor no supo comprender ni honrar a fondo.
Entre los artículos de interés mecánico adquiridos por el decimotercer Dalai Lama había un reloj de bolsillo, dos proyectores de películas y tres vehículos a motor: dos Baby Austin de 1927 y un Dodge norteamericano de 1931. Puesto que no había caminos transitables en coche en el Himalaya ni en el propio Tíbet, aquellos vehículos tuvieron que ser desmontados en la India y transportados a través de las montañas por porteadores, muías y asnos, antes de volver a ser montados para el decimotercer Dalai Lama. Durante mucho tiempo, fueron los tres únicos automóviles en todo Tíbet, y bastante inútiles, a decir verdad, ya que no existían carreteras por donde conducirlos fuera de Lasa. Aquella colección de objetos, signos reveladores de una cultura tecnológica, ejercieron una gran fascinación en el niño de natural curioso y un tanto inquieto.
Hubo un tiempo, lo recuerdo con toda claridad, cuando prefería jugar con aquellos objetos antes que estudiar filosofía o memorizar un texto. Hoy sé que aquellos artículos en sí no eran más que juguetes, aunque apuntaban a todo un universo de conocimientos y experiencias al que yo no tenía acceso y cuya existencia resultaba infinitamente tentadora. En cierto modo, el presente libro trata del camino del descubrimiento de ese mundo y de las cosas maravillosas que puede ofrecer.
El telescopio no me supuso un problema. Por alguna razón, su función me resultó obvia y pronto lo utilizaba para observar la vida bulliciosa de la ciudad de Lasa, especialmente de sus mercados.