El vencedor está solo (15 page)

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Authors: Paulo Coelho

BOOK: El vencedor está solo
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—No sé quién fue. Nunca lo había visto antes.

Sabía que, al decir eso, estaba perdiendo totalmente su amor por la vida.

—Claro que lo sabes —replicó el policía—. No te preocupes, no te va a pasar nada. Casi todo el grupo está preso, sólo necesitamos testigos para el juicio.

—No sé nada. Estaba lejos cuando todo ocurrió. No vi quién fue.

El inspector meneó la cabeza, desesperado.

—Tendrás que repetirlo en un tribunal —dijo—. Sabes que el perjurio, es decir, mentir delante de un juez, te puede costar una pena de cárcel tan grande como la de los asesinos.

Meses después, la citaron para el juicio; todos los chicos estaban allí, con sus abogados, y parecían estar divirtiéndose con la situación. Una de las chicas presentes en la fiesta señaló al criminal.

Luego le llegó el turno a Cristina. El fiscal le pidió que identificase a la persona que había degollado a su amigo.

—No sé quién fue —repitió.

Era negra. Hija de inmigrantes. Una estudiante con una beca del gobierno. Todo cuanto deseaba ahora era recuperar las ganas de vivir, pensar que tenía un futuro. Se había pasado semanas mirando el techo de su habitación, sin ganas de estudiar ni de hacer nada. No, el mundo en el que había vivido hasta ese momento ya no le pertenecía: a los dieciséis años supo de la peor manera posible que era absolutamente incapaz de luchar por su propia seguridad. Tenía que salir de Amberes como fuera, viajar por el mundo, recuperar su alegría y sus fuerzas.

Los chicos fueron puestos en libertad por falta de pruebas: eran necesarios dos testigos para sostener la acusación y conseguir que los culpables pagasen por el crimen. A la salida del tribunal, Cristina llamó a los números de las dos tarjetas de visita que los fotógrafos le habían dado y concertó una cita. Después fue directamente a la tienda de alta costura en la que el dueño había salido a hablar con ella.

No consiguió nada; las vendedoras le dijeron que el propietario tenía más tiendas por Europa, que estaba muy ocupado y que no estaban autorizadas para darle su número de teléfono.

Pero los fotógrafos tienen memoria: sabían quién llamaba y en seguida concertaron una cita.

Cristina volvió a casa y le comunicó su decisión a su madre. No se lo pidió, no intentó convencerla, simplemente quería dejar la ciudad para siempre.

Y su única oportunidad era aceptar el trabajo de modelo.

Jasmine vuelve a mirar a su alrededor. Todavía faltan tres horas para el desfile y las modelos comen ensalada, beben té, hablan unas con otras sobre adónde irán después. Proceden de diferentes países, tienen aproximadamente su edad, diecinueve años, y sólo les preocupan dos cosas: conseguir un nuevo contrato esa misma tarde o casarse con un hombre rico.

Conoce la rutina de cada una de ellas: antes de dormir, usan varias cremas para limpiar los poros y conservar la piel hidratada, viciando desde muy pronto el organismo, haciéndolo depender de elementos externos para mantener la tonicidad ideal. Se despiertan, se masajean el cuerpo con más cremas, más hidratantes. Toman una taza de café solo, sin azúcar, acompañado de frutas con fibra, para que los alimentos que van a ingerir durante el día pasen rápidamente por el intestino. Hacen algún tipo de ejercicio antes de salir a buscar trabajo; generalmente, estiramientos. Todavía es muy pronto para la gimnasia, o sus cuerpos acabarán teniendo rasgos masculinos. Se suben a la báscula tres o cuatro veces al día (la mayoría viajan con una, porque no siempre se hospedan en hoteles, sino en habitaciones de pensiones). Caen en depresión cada vez que la aguja marca un gramo de más.

Sus madres las acompañan cuando pueden, porque la mayoría tienen entre diecisiete y dieciocho años. Nunca confiesan que están enamoradas de alguien —aunque todas lo están—, ya que el amor hace que los viajes sean más largos y más insoportables, y despierta en los novios la extraña sensación de que están perdiendo a la mujer —¿o niña?— amada. Sí, piensan en el dinero, ganan una media de cuatrocientos euros al día, lo cual es un salario envidiable para alguien que muchas veces ni siquiera alcanza la edad mínima para tener el carnet de conducir. Pero el sueño va mucho más allá: todas son conscientes de que en breve serán sustituidas por nuevos rostros, nuevas tendencias, y deben demostrar urgentemente que su talento va más allá de las pasarelas. Se pasan la vida pidiéndoles a sus agencias que les consigan una prueba, un modo de demostrar que pueden trabajar como actrices. El gran sueño.

Las agencias, por supuesto, dicen que lo harán, pero que tienen que esperar un poco, están empezando sus carreras. En realidad, no tienen ningún contacto fuera del mundo de la moda, ganan un buen porcentaje, compiten con otras agencias, el mercado no es tan grande. Es mejor conseguir todo lo que se pueda ahora, antes de que pase el tiempo y la modelo cruce la peligrosa barrera de los veinte años, momento en el que su piel estará destrozada por el exceso de cremas, su cuerpo viciado en la alimentación de bajo contenido calórico y su mente afectada por los medicamentos para inhibir el apetito, que acaban dejándoles la mirada y la cabeza completamente vacías.

Contrariamente a lo que dice la leyenda, pagan sus propios gastos: el pasaje, el hotel y las ensaladas de siempre. Son convocadas por los ayudantes de los estilistas para hacer el denominado casting, es decir, la selección que se subirá a la pasarela o que hará la sesión de fotos. En ese momento se enfrentan a personas invariablemente malhumoradas que utilizan el poco poder que tienen para superar sus frustraciones diarias y nunca dicen una palabra amable ni de ánimo: «horrible» es generalmente el comentario que más suele oírse. Salen de una prueba, van a la siguiente, se aferran a sus móviles como si fueran tablas de salvación, la revelación divina o el contacto con el Mundo Superior al que sueñan con ascender, proyectarse más allá de las caras bonitas y convertirse en estrellas.

Los padres se sienten orgullosos de sus hijas por haber empezado tan bien, se arrepienten de haber comentado que estaban en contra de esa carrera; al fin y al cabo, está ganando dinero y ayudando a la familia. Sus novios tienen crisis de celos pero se controlan, porque a sus egos les sienta bien estar con una profesional de la moda. Sus agentes trabajan al mismo tiempo con docenas de chicas de la misma edad y con las mismas fantasías, y tienen las respuestas adecuadas a las preguntas de siempre: «¿Sería posible participar en la Semana de la Moda de París?» «¿No crees que tengo carisma suficiente como para intentar hacer algo en el cine?» Sus amigas las envidian secreta o abiertamente.

Acuden a todas las fiestas a las que las invitan. Se comportan como si fuesen mucho más importantes de lo que realmente son, pero en el fondo saben que, si alguien consigue cruzar la barrera de hielo artificial que crean a su alrededor, esa persona será bienvenida. Miran a los hombres mayores con una mezcla de repulsa y atracción: saben que en sus bolsillos está la llave del gran salto, pero al mismo tiempo no quieren que se las juzgue como prostitutas de lujo. Siempre se las ve con una copa de champán en la mano, pero eso sólo forma parte de la imagen que desean proyectar. Saben que el alcohol engorda, así que su bebida favorita es el agua mineral sin gas (el gas, aunque no afecta al peso, tiene consecuencias inmediatas sobre el contorno del estómago). Tienen ideales, sueños, dignidad, aunque todo eso desaparece el día en el que ya no son capaces de esconder los indicios precoces de la celulitis.

Hacen un pacto secreto consigo mismas: no pensar jamás en el futuro. Se gastan gran parte de lo que ganan en productos de belleza que prometen la eterna juventud. Les encantan los zapatos pero son carísimos; aun así, de vez en cuando se dan el lujo de comprar los mejores. Consiguen vestidos y ropa de amigos por la mitad de precio. Viven en pequeños apartamentos con el padre, la madre, el hermano que está en la universidad, la hermana que ha elegido la carrera de biblioteconomía o de ciencias. Todo el mundo cree que ganan una fortuna y se pasan la vida pidiéndoles dinero prestado. Ellas se lo prestan, porque quieren parecer importantes, ricas, generosas, por encima de los demás mortales. Cuando van al banco, el saldo de la cuenta está siempre en números rojos, y el límite de la tarjeta de crédito agotado.

Acumulan cientos de tarjetas de visita, conocen a hombres bien vestidos con propuestas de trabajo que saben que son falsas; llaman de vez en cuando para mantener el contacto, sabiendo que es posible que en algún momento necesiten ayuda, aunque esa ayuda tenga un precio. Todas caen en la trampa. Todas sueñan con el éxito fácil, para después entender que no existe. Todas sufren, a los diecisiete años, infinitas decepciones, traiciones, humillaciones, pero aun así siguen creyendo.

Duermen mal por culpa de las pastillas. Oyen historias sobre la anorexia, la enfermedad más común en ese medio, una especie de desorden nervioso causado por la obsesión por el peso y la apariencia, que educa al organismo para rechazar cualquier tipo de alimento. Aseguran que eso no les va a suceder a ellas. Pero nunca notan los primeros síntomas.

Salen de la infancia y van a pasar directamente al mundo del lujo y el glamour, sin pasar por la adolescencia ni por la juventud. Cuando les preguntan cuáles son sus planes de futuro, siempre tienen la respuesta preparada: «Facultad de filosofía. Sólo estoy aquí para poder pagar mis estudios.»Saben que no es verdad. Mejor dicho, saben que hay algo extraño en la frase, pero no pueden identificarlo. ¿Quieren de verdad un título universitario? ¿Necesitan ese dinero para pagar sus estudios? Después de todo, no pueden permitirse el lujo de frecuentar la universidad: siempre hay alguna prueba por la mañana, una sesión de fotos por la tarde, un cóctel al anochecer, una fiesta a la que tienen que ir para que las vean, las admiren y las deseen.

Para la gente que las conoce, viven en un mundo de cuento de hadas. Y, durante un cierto período, ellas también creen que ése es realmente el sentido de la vida: poseen casi todo lo que siempre han envidiado de las chicas que aparecían en las revistas y en los anuncios de cosméticos. Con un poco de disciplina, incluso pueden ahorrar algún dinero. Hasta que, a través del minucioso examen diario de la piel, descubren la primera marca del paso del tiempo. A partir de ahí, saben que es una simple cuestión de suerte antes de que el estilista o el fotógrafo también lo noten. Sus días están contados.

Yo tomé el menos transitado,

y eso hizo toda la diferencia.

En vez de volver al libro, Jasmine se levanta, llena una copa de champán (se lo permiten, aunque casi nunca lo beben), coge un perrito caliente y se acerca a la ventana. Se queda en silencio mirando al mar. Su historia es diferente.

13.46 horas

Se despierta sudando. Mira el reloj en la mesilla de noche, se da cuenta de que ha dormido sólo cuarenta minutos. Está exhausto, asustado, aterrado. Siempre se creyó incapaz de hacerle daño a nadie, pero había matado a esas dos personas inocentes esa mañana. No era la primera vez que destruía un mundo, pero siempre había tenido buenas razones para hacerlo.

Soñó que la chica del banco de la playa iba hacia él y que, en vez de condenarlo, lo bendecía. Él lloraba en su regazo, le pedía perdón, pero ella parecía no darle importancia a eso; sólo acariciaba su pelo y le pedía que se calmara. Olivia, la generosidad y el perdón. Ahora se pregunta si su amor por Ewa merece lo que está haciendo.

Prefiere pensar que sí. Si la chica está de su lado, si se ha encontrado con ella en un plano mayor y más cercano a lo Divino, si las cosas han sido más fáciles de lo que imaginaba, debe de haber alguna razón para lo que está sucediendo.

No fue complicado burlar la vigilancia de los «amigos» de Javits. Conocía a ese tipo de gente: además de estar físicamente preparados para reaccionar con rapidez y precisión, estaban educados para grabar cada rostro, acompañar todos los movimientos, intuir el peligro. Seguramente sabían que iba armado, y por eso estuvieron vigilándolo durante largo rato. Pero se relajaron al entender que no era una amenaza. Puede que incluso pensaran que formaba parte del mismo equipo, que se había adelantado para examinar el recinto y comprobar que no había ningún peligro para su jefe.

Él no tenía jefe. Y era una amenaza. En el momento en que entró y decidió cuál era su próxima víctima, ya no podía echarse atrás, o perdería el respeto por sí mismo. Observó que la rampa que llevaba hasta la carpa estaba vigilada, pero nada más fácil que pasar por la playa. Salió diez minutos después de haber entrado, esperando que los «amigos» de Javits lo vieran. Dio una vuelta, bajó por la rampa reservada para los huéspedes del Martínez (tuvo que enseñar la tarjeta magnética que hace las veces de llave) y se dirigió otra vez hacia el lugar del «almuerzo». Caminar por la arena con zapatos no era la cosa más agradable del mundo, e Igor se dio cuenta de lo cansado que estaba debido al viaje, al miedo de haber planeado algo imposible de realizar y a la tensión que sufrió justo después de haber destruido el universo y las generaciones futuras de la pobre vendedora de bisutería. Pero tenía que llegar hasta el final.

Antes de entrar de nuevo en la carpa sacó del bolsillo la pajita del zumo de piña, que había guardado con todo el cuidado. Abrió el pequeño frasco de cristal que le había enseñado a la vendedora de artesanía: al contrario de lo que le había dicho, no contenía gasolina, sino algo absolutamente insignificante: una aguja y un pedazo de corcho. Utilizando una lámina de metal, la adaptó para que tuviera el diámetro de la paja.

Acto seguido, volvió a la fiesta, que para entonces estaba llena de invitados, que andaban de un lado a otro dándose besos, abrazos, grititos de reconocimiento, con cócteles de todos los colores para tener las manos ocupadas y así poder disminuir la ansiedad, esperando a que abrieran el bufet para poder comer (con moderación, ya que había dietas y cirugías que había que mantener, y cenas al final del día en las que se verían eventualmente obligados a comer aun sin hambre, porque así lo recomienda la etiqueta).

La mayor parte de los invitados eran gente mayor, lo que significaba: «Este evento es para profesionales.» La edad de los participantes era otro punto a favor en su plan, ya que casi todos necesitaban gafas para ver de cerca. Nadie las usaba, por supuesto, porque la «vista cansada» es un síntoma de la edad. Allí todos deben vestirse y comportarse como gente que está en la flor de la vida, de «espíritu joven», «disposición envidiable», fingiendo que no prestan atención porque les preocupan otras cosas, cuando en realidad la única razón es que no son capaces de ver exactamente lo que está pasando. Sus lentes de contacto les permitían distinguir a una persona a unos metros de distancia: ya averiguarían después con quién estaban hablando.

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