Read El vencedor está solo Online
Authors: Paulo Coelho
Gabriela está cansada de hablar de la injusticia de los poderosos. Son así y punto. Escogen a quien desean, no tienen que darle explicaciones a nadie, y por eso ella necesita un plan. Muchas otras chicas con su mismo sueño (pero sin el mismo talento, por supuesto) deben de estar dejando sus currículums y sus fotos; los productores que han acudido al festival se ven inundados de carpetas, DVD, tarjetas de visita...
¿Qué puede marcar la diferencia?
Necesita pensar. No tendrá otra oportunidad como ésa, sobre todo porque se ha gastado el dinero que le quedaba para llegar hasta allí. Y —horror de los horrores— está envejeciendo. Veinticinco años. Su última oportunidad.
Bebe el café mirando por la pequeña ventana, que da a un callejón sin salida. Lo único que se ve es un estanco y a una niña que come chocolate. Sí, su última oportunidad. Espera que sea bastante diferente de la primera.
Vuelve al pasado, a los once años de edad, la primera obra de teatro de la escuela en Chicago, donde pasó su infancia estudiando en uno de los colegios más caros de la zona. Su deseo de vencer no había surgido de una ovación unánime por parte del público presente, compuesto de padres, madres, parientes y profesores.
Al contrario: ella interpretaba al Sombrerero Loco que Alicia encuentra en su País de las Maravillas. Había superado una prueba con muchos niños y niñas, ya que el papel era uno de los más importantes de la obra.
La primera frase que debía decir era: «Tienes que cortarte el pelo.»En ese momento, Alicia respondía: «Eso demuestra que usted no tiene educación con los invitados.»Cuando llegó el esperado momento, tantas veces ensayado y repetido, estaba tan nerviosa, que se equivocó y dijo: «Tienes que crecer el pelo.» La niña que interpretaba a Alicia respondió con la misma frase sobre la mala educación, y el público no se percató de nada. Sin embargo, Gabriela sí se dio cuenta de su error.
Y se quedó muda. Como el Sombrerero Loco era un personaje necesario para continuar con la escena, y como los niños no están acostumbrados a improvisar en el escenario —aunque sí lo hacen en la vida real—, nadie sabía qué hacer, hasta que, tras largos minutos en los que los actores se miraban unos a otros sin decir palabra, la profesora empezó a aplaudir, dijo que era la hora del intermedio y mandó que todos salieran de escena.
Gabriela no sólo salió de escena, sino que salió del colegio llorando. Al día siguiente, se enteró de que la escena del Sombrerero Loco había sido cortada, y los actores pasaron directamente al juego del croquet con la Reina de Corazones. Aunque la profesora dijo que no tenía la menor importancia, ya que el hilo argumental de Alicia en el País de las Maravillas no tiene ni pies ni cabeza, a la hora del recreo todos los niños y las niñas se reunieron y le dieron una paliza.
No era la primera paliza que recibía Gabriela. Había aprendido a defenderse con la misma energía con la que era capaz de atacar a los niños más débiles, y eso sucedía al menos una vez a la semana. Pero esa vez lo llevó sin decir una palabra y sin derramar una lágrima. Su reacción fue tan sorprendente que la pelea duró poquísimo; al fin y al cabo, todo lo que esperaban sus compañeros era que sufriera y gritara, pero como parecía no importarle, perdieron el interés.
Porque en ese momento, por cada golpe que recibía, Gabriela pensaba: «Voy a ser una gran actriz. Y todos, absolutamente todos, os vais a arrepentir de lo que habéis hecho.»¿Quién dijo que los niños no son capaces de decidir lo que quieren de la vida?
Los adultos.
Y cuando crecemos, pensamos que son más sabios, que tienen toda la razón del mundo. Muchos niños pasaron por la misma situación cuando representaban al Sombrerero Loco, a la Bella Durmiente, a Aladino o a Alicia, y en ese momento decidieron dejar atrás para siempre las luces de los focos y los aplausos del público. Pero Gabriela, que hasta sus once años nunca había perdido una sola batalla, era la más inteligente, la más guapa, la que sacaba las mejores notas de la clase, e intuitivamente entendía: «Si no reacciono, estoy perdida.»
Una cosa era que le pegasen sus compañeros (porque ella también sabía zurrar), y otra muy distinta, cargar por el resto de sus días con una derrota. Porque de todos es sabido que lo que empieza con una equivocación en una obra de teatro, con la incapacidad de bailar tan bien como los demás, de soportar comentarios sobre unas piernas demasiado delgadas o una cabeza demasiado grande, cosas a las que se enfrenta cualquier niño, puede tener dos consecuencias radicalmente distintas.
Unos pocos deciden vengarse, intentando ser los mejores en eso que todos creían que eran incapaces de hacer. «Algún día, me envidiaréis», piensan.
La mayor parte, sin embargo, aceptan que tienen una limitación, y a partir de entonces todo va a peor. Crecen inseguros, obedientes (aunque siempre sueñan con el día en que serán libres y capaces de hacer todo lo que les dé la gana), se casan para que no digan que son demasiado feos (aunque sigan creyendo que son feos), tienen hijos para que no digan que son estériles (aunque realmente quieren tenerlos), se visten bien para que no digan que se visten mal (aunque ya saben lo que van a decir en cualquier caso, independientemente de la ropa que lleven).
A la semana siguiente, en el colegio ya estaba olvidado el incidente de la obra. No obstante, Gabriela había decidido que algún día volvería a ese mismo colegio, aunque como una actriz mundialmente reconocida, con secretarios, guardaespaldas, fotógrafos y una legión de fans. Representaría Alicia en el País de las Maravillas para los niños huérfanos, sería noticia, y sus viejos amigos de la infancia dirían: «¡Un día compartimos escenario con ella!»Su madre quería que estudiara ingeniería química; en cuanto terminó el colegio, sus padres la enviaron al Illinois Institute of Technology. Mientras que estudiaba las proteínas y la estructura del benceno durante el día, pasaba la noche con Ibsen, Coward, Shakespeare, en un curso de teatro que pagaba con el dinero que le enviaban sus padres para comprar ropa y libros que necesitaba para la facultad. Convivió con los mejores profesionales, tuvo profesores excelentes. Recibió elogios, cartas de recomendación, actuó (sin que sus padres se enterasen) como corista en un grupo de rock y como bailarina de danza del vientre en un espectáculo sobre Lawrence de Arabia.
Siempre era bueno aceptar todos los papeles: un día, alguien importante estaría entre el público por casualidad. La invitaría a una prueba de verdad. Y entonces, los días de probar suerte, su lucha por un lugar bajo los focos, llegarían a su fin.
Los años empezaron a pasar. Gabriela aceptaba publicidad en televisión, anuncios de dentífricos, trabajos como modelo, y una vez se vio tentada a responder a una invitación de una empresa especializada en contratar acompañantes para ejecutivos, porque necesitaba dinero desesperadamente para preparar un material impreso con sus fotos, para enviarlo a las más importantes agencias de modelos y actrices de Estados Unidos. Pero fue salvada por Dios, en el que nunca perdió la fe. Ese mismo día le ofrecieron un papel de figurante en el videoclip de una cantante japonesa que iban a rodar bajo el viaducto por el que pasa el tren que cruza la ciudad de Chicago. Le pagaron más de lo que esperaba —al parecer, los productores habían pedido una fortuna para el equipo extranjero—, y con el dinero extra consiguió hacer el tan soñado libro de fotos (o book, como lo llaman en todas las lenguas del mundo), que, por otra parte le costó mucho más caro de lo que imaginaba.
Siempre se decía que estaba al principio de su carrera, aunque los días y los meses pasaban volando. Podía interpretar el papel de Ofelia en Hamlet durante el curso de teatro, pero generalmente la vida le ofrecía anuncios de desodorantes y cremas de belleza. Cuando acudía a alguna agencia para enseñar el book y las cartas de recomendación de profesores y amigos, gente con la que ya había trabajado, se encontraba en la sala de espera con chicas que se parecían mucho a ella, todas sonriendo, todas odiándose mutuamente, haciendo lo posible por conseguir cualquier cosa que les concediese «visibilidad», como decían los profesionales.
Esperaba durante horas a que llegara su turno, y mientras tanto leía libros de meditación y pensamiento positivo. Acababa sentada delante de alguien —hombre o mujer— que nunca prestaba atención a las cartas, sino que iba directamente a las fotos y no hacía ningún comentario. Sólo anotaban su nombre. De vez en cuando la llamaban para una prueba, que una de cada diez veces salía bien. Y allí estaba ella una y otra vez, con todo el talento que creía tener, ante una cámara y gente maleducada que siempre se quejaba: «Relájate, sonríe, gira a la derecha, baja un poco el mentón, humedécete los labios.»Listo: otra foto de una nueva marca de café.
¿Y cuando no la llamaban? Tenía un único pensamiento: rechazo. Pero poco a poco fue aprendiendo a convivir con eso, entendió que estaba pasando por pruebas necesarias, que se ponía a prueba su perseverancia y su fe. Se negaba a aceptar el hecho de que el curso, las cartas, el currículum lleno de pequeñas presentaciones en lugares insignificantes, todo eso no servía absolutamente para...
Sonó el móvil.
...nada.
El móvil siguió sonando.
Sin saber muy bien qué estaba ocurriendo —había viajado hacia su pasado mientras observaba el estanco y a la niña comiendo chocolate—, respondió.
La voz al otro lado decía que la prueba había sido confirmada para dentro de dos horas.
¡LA PRUEBA HABÍA SIDO CONFIRMADA!
¡En Cannes!
Después de todo, había merecido la pena todo el esfuerzo de cruzar el océano, desembarcar en una ciudad en la que todos los hoteles estaban llenos, encontrarse en el aeropuerto con otras chicas en la misma situación que ella (una polaca, dos rusas, una brasileña) y llamar a las puertas hasta conseguir un pequeño apartamento a un precio desorbitado. Después de tantos años probando suerte en Chicago, viajando a Los Ángeles de vez en cuando en busca de más agentes, más anuncios, más rechazos, ¡su futuro estaba en Europa!
¿Dentro de dos horas?
No existía la menor posibilidad de coger un autobús porque no conocía las líneas. Se hospedaba en lo alto de una colina, y hasta el momento sólo había bajado esa abrupta ladera dos veces: para distribuir sus books y para la fiesta insignificante de la noche anterior. Al llegar abajo, pedía a extraños que la llevasen, generalmente hombres solitarios en sus bonitos coches descapotables. Todos sabían que Cannes era un lugar seguro, y toda mujer sabía que la belleza ayudaba mucho en esos momentos. Pero no podía contar con la suerte, tenía que resolver el problema por sí misma. En una prueba de casting, el horario es riguroso, ésa es una de las primeras cosas que se aprende en cualquier agencia de artistas. Además, como el primer día ya se percató de que siempre había atascos, la única opción era vestirse y salir corriendo. Dentro de una hora y media estaría allí (recordaba el hotel en el que estaba instalada la productora, porque había hecho parte de la peregrinación la tarde anterior, en busca de una oportunidad).
El problema ahora era el mismo de siempre: «¿Qué ropa debo ponerme?»Atacó con furia la maleta que había llevado consigo, escogió un pantalón vaquero de Armani fabricado en China y comprado en un mercado negro en los suburbios de Chicago por la quinta parte de su precio. Nadie podía decir que era una falsificación porque no lo era: todo el mundo sabía que las compañías chinas enviaban el 80 por ciento de la producción a las tiendas originales, mientras sus empleados se encargaban de poner a la venta —sin factura— el 20 por ciento restante. Digamos que era lo que sobra del stock.
Se puso una camiseta blanca DKNY, más cara que el pantalón. Fiel a sus principios, sabía que cuanto más discreta, mejor; nada de faldas cortas y escotes osados, porque si había más chicas en la prueba, todas irían vestidas así.
Dudó sobre el maquillaje. Finalmente escogió una base muy discreta y un lápiz de labios más discreto aún. Ya había perdido quince valiosos minutos.
La gente nunca está satisfecha con nada. Si tiene poco, quiere mucho. Si tiene mucho, todavía quiere más. Si tiene más, quiere ser feliz con poco, pero es incapaz de hacer esfuerzo alguno en ese sentido.
¿Acaso no entienden que la felicidad es algo muy simple? ¿Qué quería esa chica que pasó corriendo, vestida con vaqueros y camiseta blanca? ¿Qué podía ser tan urgente que le impedía contemplar el hermoso día de sol, el mar azul, los niños en sus cochecitos, las palmeras del paseo marítimo?
«¡No corras, muchacha! Nunca podrás huir de las dos presencias más importantes en la vida de cualquier ser humano: Dios y la muerte. Dios acompaña tus pasos, enfadado porque ve que no prestas atención al milagro de la vida. ¿Y la muerte? Acabas de pasar por delante de un cadáver, y ni siquiera te has dado cuenta.»Igor paseó varias veces por el lugar del asesinato. En un momento dado, concluyó que sus idas y venidas iban a despertar sospechas; entonces decidió permanecer a una distancia prudencial, a doscientos metros del lugar, apoyado en la balaustrada que daba a la playa, con gafas oscuras (lo que no tenía nada de sospechoso, no sólo por el sol, sino también por el hecho de que las gafas oscuras, en lugares en los que hay celebridades, son sinónimo de estatus).
Le sorprende ver que es casi mediodía y que nadie se ha dado cuenta de que hay una persona muerta en la principal avenida de una ciudad que en este momento está en el punto de mira de todo el mundo.
Una pareja se acerca ahora al banco, visiblemente enfadada. Se dirigen a la Bella Durmiente; son los padres de la chica, que la increpan al ver que no está trabajando. El hombre la sacude con cierta violencia. Entonces, la mujer se inclina y cubre su campo de visión.
Igor no tiene dudas al respecto de lo que va a pasar a continuación.
Gritos de mujer. El padre saca el móvil del bolsillo, apartándose un poco, agitado. La madre sacude a su hija, pero el cuerpo no da muestras de reaccionar. Los transeúntes se acercan; ahora sí, puede quitarse las gafas y aproximarse, después de todo, es un curioso más entre la multitud.
La madre llora abrazada a su hija. Un joven la aparta e intenta practicarle la respiración boca a boca, pero desiste en seguida: el rostro de Olivia ya muestra una ligera tonalidad púrpura.
—¡Ambulancia! ¡Una ambulancia!
Varias personas llaman al mismo número, todos se sienten útiles, importantes, solidarios. Ya se oye el sonido de la sirena en la distancia. La madre chilla cada vez más alto, una chica intenta abrazarla y le pide que se calme, pero ella la empuja. Alguien levanta el cadáver e intenta mantenerlo sentado; otro dice que la deje recostada en el banco: era demasiado tarde para cualquier providencia.