Read El vencedor está solo Online
Authors: Paulo Coelho
Pero algo lo hacía sentirse incómodo.
El nombre. Los nombres.
Ya había matado con anterioridad, con armas y con la bendición de su país. No sabía a cuánta gente, pero nunca pudo ver sus caras, y nunca, absolutamente nunca, había preguntado sus nombres, porque saberlo también significa ser consciente de estar ante un ser humano, y no de un enemigo. El nombre hace que alguien se convierta en un individuo único y especial, con pasado y futuro, antecesores y posibles descendientes, conquistas y derrotas. Las personas son su nombre, se enorgullecen de él, lo repiten miles de veces a lo largo de sus vidas, y se identifican con esas palabras. Es la primera palabra que aprenden después de los genéricos «papá» y «mamá».
Olivia. Javits. Igor. Ewa.
Pero el espíritu no tiene nombre, es la verdad pura, habita ese cuerpo por un determinado período de tiempo, y lo dejará algún día, sin que Dios se preocupe por preguntar «¿Quién eres?» cuando el alma llegue al juicio final. Dios sólo preguntará: «¿Amaste mientras estabas vivo?» La esencia de la vida es ésa: la capacidad de amar, y no el nombre que figura en nuestros pasaportes, en las tarjetas de visita, en los carnets de identidad. Los grandes místicos solían cambiar sus nombres, y a veces los abandonaban para siempre. Cuando le preguntan a Juan Bautista quién es, simplemente dice: «Soy la voz que clama en el desierto.» Al conocer al sucesor de su Iglesia, Jesús ignora que se ha pasado toda la vida respondiendo al nombre de Simón, y empieza a llamarlo Pedro. Moisés le pregunta a Dios su nombre: «Yo soy», es la respuesta.
Quizá debería buscar a otra persona. Ya era suficiente una víctima con nombre: Olivia. Pero en ese momento siente que ya no puede dar marcha atrás, aunque está decidido a no volver a preguntar cómo se llama el mundo que está a punto de ser destruido. No puede dar marcha atrás porque quiere ser justo con la pobre chica de la playa, totalmente desprotegida, una víctima tan fácil y tan dulce. Su nuevo desafío —seudoatlético, con pelo color caoba, sudado, con mirada de aburrimiento y un poder que debe de ser muy grande— es mucho más difícil. Los dos hombres de traje no son sólo sus asesores; se ha percatado de que cada dos por tres sus miradas recorren el recinto, vigilando todo lo que sucede alrededor. Si quiere ser digno de Ewa y justo con Olivia, tiene que demostrar su valor.
Deja la pajita reposando en el zumo de piña. Poco a poco la gente empieza a llegar. Hay que esperar a que se llene, aunque no debe de faltar mucho. Del mismo modo que no tenía planeado destruir un mundo en la principal avenida de Cannes, a plena luz del día, tampoco sabe exactamente cómo ejecutar allí su proyecto. Pero algo le dice que ha elegido el lugar perfecto.
Su pensamiento ya no está con la chica de la playa; la adrenalina se inocula en su sangre con rapidez, el corazón le late más de prisa, está excitado y contento.
Javits Wild no perdería el tiempo sólo para comer y beber gratis en una de las miles de fiestas a las que debían de invitarlo todos los años. Si estaba allí era por algo o por alguien. Y ese algo o ese alguien seguramente sería su mejor coartada.
Javits ve llegar a los invitados, el recinto está lleno, y piensa lo mismo: «¿Qué estoy haciendo aquí?» No necesito esto. Es más, necesito muy pocas cosas de los demás; tengo todo lo que quiero. Soy famoso en la industria cinematográfica, tengo a las mujeres que deseo, aunque sé que soy feo y voy mal vestido. Lo hago a propósito: ya he pasado la época en la que tenía un único traje, y en las escasas ocasiones en que conseguía una invitación de la Superclase (después de arrastrarme, implorar y prometer), me preparaba para una comida de éstas como si fuera el acontecimiento más importante del mundo. Hoy sé que lo único que varía son las ciudades; en cuanto a lo demás, lo que va a suceder aquí es previsible y aburrido.
«Vendrá gente a decirme que les encanta mi trabajo. Otros me dirán que soy un héroe y me darán las gracias por las oportunidades que les estoy dando a los excluidos. Mujeres bonitas e inteligentes, que no se dejan engañar por las apariencias, notarán el movimiento en torno a mi mesa, le preguntarán al camarero quién soy y después buscarán una manera de acercarse, convencidas de que lo único que me interesa es el sexo. Todos, absolutamente todos, quieren pedirme algo. Por eso me elogian, me adulan, me ofrecen lo que creo que necesito. Pero, en realidad, todo cuanto yo deseo es estar solo.
»He estado antes en miles de fiestas como ésta. Y no estoy aquí por ninguna razón especial, salvo por el hecho de que soy incapaz de dormir, aunque haya venido en mi avión particular, una maravilla tecnológica capaz de volar a más de once mil pies de altitud directamente desde California a Francia sin parar para repostar. He cambiado la configuración original de la cabina: aunque el avión tiene capacidad para dieciocho personas con todas las comodidades posibles, he reducido el número de asientos a seis, y he conservado la cabina separada para los cuatro miembros de la tripulación. Siempre hay alguien que te pide: "¿Puedo ir contigo?", y así tengo la disculpa perfecta: "No hay sitio."»
Javits había equipado su nuevo juguete, cuyo precio rondaba los cuarenta millones de dólares, con dos camas, una mesa de conferencias, ducha, sistema de hilo musical Miranda (Bang & Olufsen tenía un diseño genial y una excelente campaña de relaciones públicas, pero ya pertenecían al pasado), dos máquinas de café, un microondas para el equipo y un horno eléctrico para él (porque detestaba la comida recalentada). Javits sólo bebía champán; el que quisiera compartir con él una botella de Moêt & Chandon de 1961 siempre era bien recibido. Pero en la bodega de su avión tenía todo tipo de bebidas para los invitados. Y dos plasmas de veintiuna pulgadas, siempre preparados para ver las películas más recientes que todavía no se habían estrenado en los cines.
El jet era uno de los mejores del mundo (aunque los franceses insisten en que el Dassault Falcon es mejor), pero por más dinero y poder que Javits tuviera, no conseguiría cambiar todos los relojes de Europa. En ese momento eran las 3.43 de la mañana en Los Ángeles, y empezaba a sentirse realmente cansado. Se había pasado la noche en vela, yendo de una fiesta a otra, respondiendo a dos preguntas idiotas que inician cualquier conversación: «¿Cómo ha ido el vuelo?»Javits siempre respondía con otra pregunta: «¿Por qué?»Como la gente no sabía muy bien qué decir, sonreían tímidamente y pasaban a la siguiente pregunta de la lista: «¿Cuánto tiempo te vas a quedar?»Y Javits volvía a contestar: «¿Por qué?» Entonces fingía atender una llamada, se disculpaba, y se apartaba con sus dos inseparables amigos.
Nadie interesante por allí. ¿Pero quién puede resultarle interesante a un hombre que tiene prácticamente todo lo que el dinero puede comprar? Intentó cambiar de amigos, buscando gente totalmente ajena al mundo del cine: filósofos, escritores, malabaristas de circo, ejecutivos de firmas relacionadas con el mundo de la alimentación... Al principio todo era una gran luna de miel, hasta que llegaba la inevitable pregunta: «¿Te gustaría leer mi guión?» O la segunda pregunta inevitable: «Tengo un(a) amigo(a) que siempre ha deseado ser actor/actriz. ¿Te importaría reunirte con él/ella?»
Sí, le importaría. Tenía otras cosas que hacer en la vida además de su trabajo. Solía volar una vez al mes a Alaska, entraba en el primer bar que encontraba, se emborrachaba, comía pizza, paseaba por el bosque y charlaba con los habitantes de las pequeñas ciudades. Entrenaba dos horas al día en su gimnasio privado, pero aun así tenía sobrepeso; los médicos decían que en cualquier momento tendría un problema cardíaco. A él, sin embargo, poco le importaba su forma física. Lo que deseaba de verdad era descargar un poco la constante tensión que parecía aplastarlo cada segundo del día, hacer una meditación activa, curar las heridas de su alma. Cuando estaba en el campo solía preguntarle a la gente que se encontraba por azar cómo era una vida «normal», porque hacía mucho tiempo que ya lo había olvidado. Las respuestas variaban, y poco a poco fue descubriendo que estaba absolutamente solo en el mundo, aunque siempre rodeado de gente.
Acabó haciendo una lista sobre la normalidad, basada más en lo que hacía la gente que en sus propias respuestas.
Javits mira a su alrededor. Hay un hombre con gafas oscuras tomando un zumo de frutas que parece ajeno a todo lo que lo rodea, mientras contempla el mar como si estuviera lejos de allí. Atractivo, de pelo gris, bien vestido.
Fue uno de los primeros en llegar, debía de saber quién era, pero aun así no hizo ni el menor esfuerzo por presentarse. ¡Además, tenía valor para estar allí solo! La soledad en Cannes es un anatema, es sinónimo de que nadie se interesa por ti, de tu insignificancia o de tu falta de contactos.
Sintió envidia de él. Seguramente no encajaba en la «lista de normalidad» que llevaba siempre en el bolsillo. Parecía independiente, libre, y a Javits le habría gustado mucho hablar con él, pero estaba demasiado cansado para eso.
Se vuelve hacia uno de sus «amigos»:
—¿Qué es ser normal?
—¿Tienes algún cargo de conciencia? ¿Piensas que has hecho algo que no debías?
Javits le hizo la pregunta equivocada al hombre equivocado. Probablemente su compañero pensaría que estaba arrepentido de sus pasos y que desearía comenzar una nueva vida. Nada de eso. Y aunque se arrepintiera, ya era demasiado tarde para volver al punto de partida: conocía las reglas del juego.
—Te estoy preguntando qué es ser normal.
Uno de los «amigos» se queda desconcertado. El otro sigue mirando a su alrededor, vigilando el ambiente.
—Vivir como una de esas personas que no tienen ambición —responde finalmente.
Javits saca la lista del bolsillo y la pone encima de la mesa.
—Siempre llevo esto conmigo. Y voy añadiendo cosas.
El «amigo» le responde que no puede leerla en ese momento, tiene que estar atento a lo que sucede. El otro, sin embargo, más relajado y más seguro, lee lo que está escrito:
Lista de normalidad
- Es normal cualquier cosa que nos haga olvidar quiénes somos y qué deseamos, de modo que podamos trabajar para producir, reproducir y ganar dinero.
- Tener reglas para una guerra (Convención de Ginebra).
- Pasar años haciendo una carrera en la universidad para después no encontrar trabajo.
- Trabajar de las nueve de la mañana a las cinco de la tarde en algo que no nos proporciona el menor placer, siempre que al cabo de treinta años la persona pueda jubilarse.
- Jubilarse, descubrir que ya no se tiene energía para disfrutar de la vida y morir al cabo de pocos años, de aburrimiento.
- Usar Botox.
- Entender que el poder es mucho más importante que el dinero, y el dinero es mucho más importante que la felicidad.
- Ridiculizar a quien busca la felicidad en vez del dinero, diciendo que es una «persona sin ambición».
- Comparar objetos como coches, casas, ropa y definir la vida en función de estas comparaciones, en vez de intentar saber realmente la verdadera razón de estar vivo.
- No hablar con extraños. Hablar mal del vecino.
- Creer que los padres siempre tienen razón.
- Casarse, tener hijos, seguir juntos aunque el amor se haya acabado, alegando que es por el bien de los niños (como si ellos no asistieran a las constantes peleas).
- Criticar a todo el mundo que intenta ser diferente.
- Despertarse con un despertador histérico junto a la cama.
- Creer absolutamente todo lo que se publica.
- Usar un trozo de tela colorida anudado al cuello, sin ninguna función aparente, pero que atiende al pomposo nombre de «corbata».
- No ser nunca directo en las preguntas, aunque la otra persona entienda lo que queremos saber.
- Mantener una sonrisa en los labios cuando se tienen muchas ganas de llorar. Y tener piedad de los que muestran sus propios sentimientos.
- Pensar que el arte vale una fortuna, o que no vale absolutamente nada.
- Despreciar siempre aquello que no ha sido difícil de conseguir porque no ha habido el «sacrificio necesario» y, por tanto, no debe de tener las cualidades requeridas.
- Seguir los dictados de la moda, aunque ésta sea ridicula e incómoda.
- Estar convencido de que todos los famosos tienen montones de dinero acumulado.
- Invertir mucho en la belleza exterior y preocuparse poco de la interior.
- Utilizar todos los medios posibles para demostrar que, aun siendo una persona normal, estás por encima de los demás seres humanos.
- En un medio de transporte público, no mirar directamente a los ojos de nadie, de lo contrario, se puede interpretar como una señal de seducción.
- Tras entrar en el ascensor, permanecer de cara a la puerta y fingir que vas solo, aunque esté lleno.
- No reírse jamás en voz alta en un restaurante, aunque el tema de conversación sea de lo más hilarante.
- En el hemisferio norte, usar siempre ropa según la estación del año; brazos descubiertos en primavera (aunque haga mucho frío) y abrigo de lana en otoño (aunque haga calor).
- En el hemisferio sur, adornar el árbol de Navidad con algodón, aunque el invierno nada tenga que ver con el nacimiento de Cristo.
- A medida que envejecemos, creerse dueño de toda la sabiduría del mundo, aunque no hayas vivido lo suficiente como para saber lo que está mal.
- Acudir a un acto benéfico y pensar que con eso ya has colaborado lo suficiente como para acabar con las desigualdades sociales en el mundo.
- Comer tres veces al día, incluso sin tener hambre.
- Creer que los demás siempre son mejores en todo: más guapos, más capaces, más ricos, más inteligentes. Es arriesgado aventurarse más allá de los propios límites, mejor no hacer nada.
- Utilizar el coche como un arma y una armadura invencible.
- Soltar improperios cuando se conduce.
- Creer que todo lo que tu hijo hace mal es por culpa de las compañías que ha escogido.
- Casarse con la primera persona que te proporcione una posición social. El amor puede esperar.
- Decir siempre «lo he intentado», aunque no hayas intentado absolutamente nada.
- Dejar las cosas más interesantes de la vida para cuando ya no se tienen fuerzas.
- Evitar la depresión con dosis diarias y densas de programas de televisión.
- Creer que es posible estar seguro de todo lo que has conseguido.
- Pensar que a las mujeres no les gusta el fútbol, y que a los hombres no les gusta la decoración ni la cocina.
- Culpar al gobierno de todo lo malo que sucede.
- Estar convencido de que ser una buena persona, decente, respetuosa, significa que los demás van a pensar que eres débil, vulnerable y fácilmente manipulable.
- Estar convencido también de que la agresividad y la descortesía en el trato con los demás son sinónimos de una personalidad poderosa.
- Tener miedo de la fibroscopia (hombres) y del parto (mujeres).