Read El viaje de los siete demonios Online
Authors: Manuel Mújica Láinez
"Fifteen men on the dead man's chest,
Yo-ho-ho, and a bottle of rum,
And a bottle of rum."
Eso, entornando los ojos, contoneándose y aproximándose al balanceado ritmo de la habanera.
Encaramado en el dosel del lecho, con la cazoleta humeante en una mano y en la otra una batuta, Asmodeo asomó la jeta porcina y las orejas de conejo entre los cortinajes, y agitó las alas verdosas, de provocante cantárida, hasta desprender unas tenues limaduras que, espolvoreando al yacente cíclope, contribuyeron a su enajenación. Dio dos golpes con la batuta, acentuó el tono de falsete, y comenzó a cantar:
«Cuandó… salí de La Habana, brillaba el sol…»
Los restantes lo siguieron:
"¡Ay chiquita que sí,
ay chiquita que no… ay!"
Monsieur Philippe, en cueros como vino al mundo, pero menos bien, respiraba el espeso olor, y bebía la música y las voces que, entreveradas con el rezongo de los ebrios, simulaban proceder de la campiña. Los serruchos maullaban quedamente, remedando el venéreo apetito de los gatos; deliraba la fruición de los violines. Asmodeo vislumbró que Monsieur de Poincy estaba suficientemente adobado para dar principio al gran show.
Dejó que los musicantes interpretaran, en sordina, algunos bailes con ambición de exóticos —la zamacueca, la conga, el bambuco, la rumba, el cumbé—, y lo aprovechó para intensificar la presión de la atmósfera, tan extrema que el maltés resoplaba con dificultad. Entonces el demonio probó hasta qué punto lo era. De un brinco, se situó en el medio del aposento, encuadrado, como un teatrillo, por las columnas de la cama, y allí, sucesivamente, retozando con erudita holgura por encima de los siglos y de los países, fue una geisha del Japón, un efebo espartano, una hetaira de Corinto, un travesti brasileño, Safo de Lesbos, el amante de Lady Chatterley, una Emperatriz de Bizancio, el Príncipe de los Lirios de Creta, una prostituta de Hamburgo, un paje del Renacimiento, las dos majas de Goya, Lord Alfred Douglas, un hada de «Las Mil y Una Noches», un hermafrodita de cualquier parte, Don Juan y la Bella Otero. La orquesta acompañó el aparecer y desaparecer de personajes tan distintos, con compases adecuados que se escalonaron desde «Madama Butterfly» (para la geisha) hasta un vals de Strauss (para la Bella Otero), y Asmodeo se ingenió para que antes de esfumarse el uno, el otro surgiera, de modo que desnudeces de tan distinta laya se mezclaron, y que en determinado instante el travesti del Brasil, el amante de Lady Chatterley, Safo y el Príncipe de los Lirios —por citar un pequeño ejemplo—, combinándose, ensamblándose y acoplándose, organizaron la estructura de un humano y voluptuoso pulpo, lleno de posibilidades, que suscitó la reacción afín del pulpo habitante del canal digestivo de Monsieur Philippe, con lo que ambos pulpos, el visible y el invisible coadyuvaron con pasión estrecha en favor de lo que concienzudamente perseguía Asmodeo.
A de Poincy no le alcanzaba su ojo huérfano. Añoraba los de Argos. La geisha se desató el obi y abrió su kimono; el efebo se exhibió como en la palestra, es decir como bajo la ducha; la hetaira evidenció y no evidenció, astutamente, lo que le convenía; el travesti conservó apenas cubierto lo que lo hubiese delatado; el de la Lady se descubrió el pecho velludo y algo más importante; la Emperatriz patentizó que el manto, pesado como una dalmática, era su única ropa; el Príncipe se encaprichó y mantuvo su tocado de plumas, libre del resto; la pecadora de Hamburgo, hizo lo mismo, pero con las medias negras y las ligas de brillantes falsos; el paje se ajustó con tal ahínco y habilidad, que no necesitó desvestirse; la Maja Vestida copió a su «pendant»; Lord Douglas se limitó a sonreír y fue como si se desnudase; el hada lanzó a volar sus velos y testimonió que las hadas (las de Oriente) plagian las tersuras de la doncellil anatomía; el hermafrodita reiteró la posición del andrógino del Museo Vaticano, que es la clásica, por época y por andrógino. Don Juan recalentó el ambiente, sin más calorífero que su presencia; y la Otero tardó tanto en despojarse del corsé, las enaguas, los calzones y etc., que se quedó a mitad de camino de un "strip-tease" ilustre, porque las mutaciones se producían con ladina velocidad.
"
Yo-ho-ho, and a bottle of a rum
…
Cuandó… salí de La Habana…"
¡Desventurado, acribillado Monsieur de Poincy! Las furias ardientes se habían desencadenado y zapateaban, descalzas, sobre su miseria. Todo él era una sola ascua y una sola rigidez. ¿Es justo, entonces, que nos choque, que nos disguste, que recurriese al exclusivo procedimiento que conocía y del cual podía echar mano —ya que aquella comparsa consistía en meras sombras—, para desagotar su angustia? A él apeló el sexagenario, remontando torpemente el luengo camino que de su adolescencia lo separaba. Quedó exhausto, pero fue grande su alivio. Las cosas no terminaron, sin embargo allí. Durante dos días, no logró abandonar su cámara, entreabriendo apenas la puerta para recibir algún alimento, y rechazando a Monsieur de Fontenay y a los oficiales que acudían, solícitos, y se pasmaban al divisar, por el resquicio vedado, la flaca desnudez del Gobernador. Durante dos días, dos días enteros, Asmodeo lo hostigó renovando las imágenes, multiplicando las composiciones, azuzando a la orquesta y al cocinero Belcebú, obligando al caballero a prolongar su orgía solitaria, desembocadura de una vida de rigor, de aislamiento. Y aun en esa ocasión, impuso el Destino cruel que el Mayordomo de Malta actuase bajo el signo de la incomunicación, y que la que debió ser su plática amorosa, fuese un monólogo.
Por fin, la mañana elegida para hacerse a la mar, franqueó Monsieur Philippe el acceso a su alcoba. ¡Con qué espectáculo toparon sus gentes! El señor de Lonvilliers de Poincy estaba postrado en el desorden del lecho, pálido e inmóvil como la misma Muerte, enseñando como ella los dientes y las costillas, y mucho más, tan laxo y destruido que el piadoso Monsieur de Fontenay se apresuró a cubrirlo con la capa negra y su cruz de ocho puntas. Lo lavaron, peinaron, trajearon y calzaron. El Gobernador de la Tortuga lo alzó en sus brazos fuertes y, mientras rompían la calma los cañonazos ceremoniales, lo condujo al galeón. El famoso grumete bizco le llevaba el emplumado sombrero. Los pobladores fueron detrás. No imaginaba nadie a qué causa atribuir el desfallecimiento del Gobernador de San Cristóbal, quien tartamudeaba y, cuando se lo conseguía entender, profería palabras tan obscenas que era mejor que tartamudease. También le dieron escolta los siete demonios, encabezados por el cojo Asmodeo, al que palmoteaban sus cofrades. Inmensas mariposas reverberaban al sol.
Lucifer, empero, dijo:
—A riesgo de que se me tilde de pesado, por mi insistencia, me permito destacar, señores, que la Soberbia, mi Soberbia, y en ciertos casos la Vanidad, su hermana menor, son la fuente común de todos los grandes pecados. Por soberbia, sucumbió Madama Catalina de Thouars, en el castillo de Tiffauges; por vanidad, perecieron Nonia Imenea y los demás pompeyanos que, avaramente, no se resignaron, durante la erupción, a separarse de los testimonios de su prestigio; por soberbia la envidiosa Emperatriz Tzu-Hsi abatió al Hijo del Cielo. El ermitaño Don Antonino Robles no pecó por soberbia, en Potosí, mas a su lado resplandeció el terrible orgullo del Capitán General Melgarejo, mientras lo incitaba a caer con él bajo la provocación de la gula. El Sior Leonardo fue una víctima de la vanidad, como lo fueron los Rezzónico venecianos, con quienes se ensañó su ira. Y en cuanto a Monsieur Philippe ¿quién duda de que su soberbia, disfrazada de cristiana austeridad, lo guió a perderse en las desazones de la lujuria?
—Como Su Excelencia comprenderá —le contestó Asmodeo—, estoy algo cansado. No me exija que arguya ahora.
—Permítame, Excelencia… Lejos de mí pretender menoscabar su trabajo, que ha sido magnífico. Las pruebas sobran allí.
Y Lucifer señaló al Mayordomo de Malta, que abandonaba el bote y ascendía la escalera del galeón, transportado por Monsieur de Fontenay. Volvió en sí en la toldilla, y casi no le bastó el aliento para ordenar' que el grumete se incorporara a la tripulación.
Sentáronse los demonios en unas peñas y permanecieron largo espacio, fumando y observando las maniobras. Izaban las velas; levaban anclas; soltaban estampidos; saludaban estandartes. Se iban, se iban ya. La nave ganó el viento, viró, reviró, sotaventeó, guiñó, escapuló, e hizo otras cosas de nave.
—Partamos nosotros también —invitó Satanás—. Aquí llegan nuestros transportes, esta vez íntegramente fieles. ¿Cómo? el toro Asurbanipal se afeitó la barba. Nos queda por remachar nuestra obra, con el episodio del último pecado. Le ha correspondido a la Pereza, como era lógico, afanarse cuando no hay más remedio.
—Yo debo confesar —dijo Belcebú— que deploro que nuestro viaje se aproxime a su fin.
—Yo también —lo apoyó Asmodeo—. Comparto la opinión del Gran Diablo, según el cual Tomás de Aquino se quedó corto, al reducir a siete los pecados capitales.
—Por ejemplo —intervino Lucifer— se me ocurre que el resentimiento (que no es la envidia) es un pecado bastante peor que la gula.
—No me menosprecie, Excelencia —rogó Belcebú.
—¿Y la adulación? —preguntó Satanás—. ¿No es peor que la pereza?
—¿Y la hipocresía… que no es la mentira? —preguntó Mammón.
—¿Y el odio… que no es la cólera? —preguntó Leviatán.
—A ése lo han tenido en cuenta —le contestó Lucifer—. Recuerde aquello de «amarás a tu prójimo», etc. Hubiera sido una distracción imperdonable.
Desplegaron las alas y subieron, saturados de elegancia. Abajo, cabeceaba el galeón.
—El Gobernador de San Cristóbal —concluyó Asmodeo— lleva consigo un álbum en colores, del cual no se separará hasta la conclusión de su vida. Lo seguirá hojeando, hojeando, manipulando, noche a noche. No creo que viva demasiado.
P
or capricho o por instinto, ascendieron exageradamente. Fraternizaron con las galaxias. Lucifer, henchido de vanidad, dejaba flotar y abrirse su manto inmenso, que los cubría a todos, como un delgado velamen, de modo que podían imaginar que viajaban en el galeón de Monsieur Philippe, bajo una tela restallante, translúcida.
Asmodeo quiso saber por qué se había afeitado Asurbanipal. El toro asirio parecía disminuido, sin su venerable apéndice. Coronado e imberbe, el poderoso cuadrúpedo de fuertes ancas era difícil de clasificar, y permitía valorar la importancia que siempre se acordó (Sansón, los reyes francos, los que recurrieron a la peluca), al elemento piloso, símbolo de vigor viril. No lo hubiesen admitido así, por falso, en el Museo del Louvre.
Explicó la sirena:
—Es una consecuencia del conflicto básico de las generaciones. Observe, señor Asmodeo, a nuestro hijo: cada día tiene más barba, que ya le alcanza al pecho, aunque todavía lo amamantó. El toro ha tratado, sin éxito, de que Supernipal se rasurase y pretendiese ser lampiño, para marcar de esa manera la distancia que media entre la impericia infantil y la experiencia que otorga la madurez. No lo ha conseguido; entonces se ha resignado a sacrificar su propia y espléndida barba. Asurbanipal, como buen primitivo, otorga mucha significación a los emblemas, y para él, ahora, la barba, contra la costumbre, es testimonio de mocedad. Piensa el babilonio que ha inaugurado una moda, desbarbándose y afirmando así su preeminencia, y está contento. A mí me parece que le queda bien. Lo rejuvenece… pero yo no se lo diría por nada, sino le repito que junto al barbón lactante que tiene por hijo, se ve que él es el patriarca, el gran toro sin pelos largos en los mofletes.
—A mí no me gusta en absoluto cómo le queda —replicó Asmodeo—. En una época, se usó que los servidores ostentasen anchas patillas. La barba de Asurbanipal representaba para mí, que soy su amo, las patillas de los antiguos
maîtres-d'hôtel
. Afeitado, no reconozco a mi servidor. Se me parece demasiado.
—Ya no hay servicio, Excelencia —le recordó Satanás—. Hacen lo que quieren. Si le exige que deje crecer su barba o sus patillas, se irá, y reeditaremos la comedia del estatuto. Además, reclamará indemnizaciones. Olvídese de la barba y adáptese a los tiempos. Imagine, al revés, a un mucamo de luenga barba, entrando en el comedor con la fuente, y dígame si eso conferiría dignidad a la diaria ceremonia.
—Sí —refunfuñó Asmodeo—, ahora quien debería dejarse la barba soy yo.
Rieron los otros, concibiendo la figura de una mezcla de cabrón y de cerdo. Los distrajo de estas fruslerías la presencia de un cometa, que pasaba a velocidad loca, trazando su parábola, su hipérbole o su elipse, y exhibiendo, jactancioso, sus tres elementos: la estrella del núcleo, la nebulosa de la cabellera, y la dilatación atemorizante de la cola.
—Los cometas —dijo Leviatán— anuncian la muerte de los reyes.
—Esa es una invención de los reyes —dijo el populachero Belcebú—. Quieren creer que los astros están pendientes de sus biografías, y los astros prosiguen sus evoluciones, inmutables. En cambio es cierto que los cometas ejercen una influencia notable sobre los vinos. El primer «
grand cru
» del Château-Lafitte se vincula con el cometa de 1811. Me consta.
—Sería interesante probarlo —propuso Lucifer.
—¿Probar qué?
—Probar el «
grand cru
».
Belcebú no necesitó que se lo reiterasen. Manifestó copas y botella y, en la inconcebible altura, los demonios se alborozaron, merced al Château-Lafitte de 1811, que les recalentaba las venas diabólicas. Sucedieron a esa botella, otra y otra y varias más.
—¡Admirable, admirable! —paladeaban los viajeros.
Por bondad de Belcebú, los transportes participaron de la invitación. Pronto oscilaron en el espacio; giraron sobre sí mismos, como derviches del aire; emprendieron carreras dementes; se dejaron caer con saltos de trapecistas. Hasta las moscas zumbaban con distinto acento.
—Declara Asurbanipal —expresó Superunda, entre dos hipos— que se dejará nuevamente la barba.
—No… no… —protestó Asmodeo—, yo… yo me la dejaré. ¡Mueran el jabón, la brocha y la rapadura!
—El vino —proclamó Belcebú— es el mejor amigo del hombre.. .
—¿Mejor que el caballo… que el perro? —inquirió Mammón.
—Mejor, mucho mejor. Los suple, los sobrepasa. Si hubiera bastante vino en el Mundo, se eliminarían las guerras. No comprendo cómo no estudian ese asunto los gobernantes y los enólogos.