Read El viaje de los siete demonios Online
Authors: Manuel Mújica Láinez
—Al fin y al cabo —dijo Belcebú—, el mundo de los humanos es hermoso. Un mundo de tías y parientes, de versos y esculturas, de cocinas, de calor. A veces me oprime la nostalgia de ser humano.
—Porque no lo es —le contestó Leviatán, jugando con el abanico de encajes de Asmodeo—. Su Excelencia ha sido ángel y es demonio. No puede quejarse de su carrera. Es inmortal… inmortal para siempre, no como los académicos, que son lo más próximo a los inmortales que inventó la flaca imaginación del hombre. Toda esta gente que nos rodea y que simula divertirse, vive bajo la angustia de su mortalidad. La Muerte es la reina de la Vida. Y Su Excelencia encara al Mundo superficialmente: hay en él más sombras que luces.
—Sin embargo…
—No sea macabro, Excelencia —terció Lucifer, dirigiéndose a Leviatán— y goce del instante. Haga como éstos… como ésos…
Y mostraba al azar, con el monóculo, a las otras góndolas, las cuales llenaban el Canal de tal manera que casi no se veía el agua, y que los gondoleros, ceñidos por el terciopelo púrpura con pasamanería de oro, suspendidos graciosamente en el aire, se imprecaban para evitar los choques, gritando: ¡Aoí! ¡aoíl
—En esta ciudad —añadió Lucifer, quien dejaba arrastrar en la estela el guante de seda azul—, el Carnaval dura ahora seis meses.
—Es la Pompeya del siglo XVIII —puntualizó Mammón—. ¡Ojalá no termine como la Pompeya que conocimos!
—Felizmente —le contestó Leviatán—, no hay volcanes en la zona.
—Pero está el mar, Excelencia —continuó el avaro—. Venecia es la cautiva del mar. Y el mar puede ser peor que los volcanes.
—O proceder disimuladamente, obstinadamente —interrumpió Satanás—, poco a poco, socavando, y conseguir los mismos efectos destructores de una erupción.
—No sean aguafiestas —les reclamó Lucifer—. Miren alrededor. Tomen ejemplo.
Siguieron su consejo los demonios, y avistaron al Bucentauro, la nave ducal, de vuelta de alguna ceremonia, que avanzaba majestuosamente, empavesado con los estandartes del león evangélico y con las rosas heráldicas del Dux. Entre el meneo de los oficiales y los escuderos, se distinguía en el puente al viejo príncipe, cuyos cabellos blancos asomaban bajo el «corno» de pedrerías, y que parecía bendecir a la multitud. Era un Mocénigo, el sexto de ese linaje que desempeñaba tan augusta función, de modo que la cumplía como si fuese algo familiar, y como si la rama de rosas de su escudo fuera inseparable para siempre de los gonfalones de Venecia. Y ¡qué poco, qué poco faltaba para que las banderas intrusas substituyeran a las de San Marco! ¿Lo presentiría la turba de apariencia indiferente? ¿Sería por eso que reían tanto, como si rieran por última vez? Los esquifes de toldos rayados tiritaban alrededor, como frágiles insectos, y una música simultáneamente cortesana y popular, mezcla de violines de Vivaldi y de zarabanda con tamboriles, prestaba su cadencia a las máscaras incontables —los moros, los turcos, los húngaros, los tártaros, los chinos, los diablos (que los verdaderos diablos no reconocieron)— y a los que revestían ropas extravagantes y pelucas de teatro, quienes se llamaban en el rumor de los remos y se daban citas para más tarde, porque la noche de verano no tendría fin.
—¿A dónde nos conducirá nuestra góndola? —preguntó uno de los enviados del Pandemónium.
Habían embarcado en el muelle de la Piazzetta, sin fijarse en el batelero ni asignarle rumbo, deseosos, como turistas, de participar inmediatamente del bullicio, y de súbito los inquietaba la noción del deber que debían cumplir. Nada les marcaba, todavía, un objetivo concreto. Satanás, imbuido de su obligación principal en ese caso, se volvió hacia el gondolero y se demudó, al identificar al punto a quien los guiaba. Pese al disfraz —por lo demás bastante torpe—, hubiera sido imposible no descubrirlo, por la cara vacuna. Era Moloch, el miembro del Consejo Infernal, el demonio amonestador que los había visitado agriamente en Pompeya. Codeó el iracundo a los más próximos, y éstos hicieron lo mismo con los restantes:
—Es Moloch —susurró Satanás—. Simulemos ignorarlo. —Y se puso a silbar, suavemente, la «Marcha de las juventudes Demonistas»,
Los otros lo imitaron, fijas las miradas adelante, derechitos, como si hubiesen sido un grupo de escolares juiciosos, a quienes su preceptor hubiera sacado a pasear, aprovechando el día de asueto. Detrás, mudo, braceaba el fantasmón.
Lucifer encontró en sus ropas el «Guide Bleu» del Touring Club de Italia, del año 1956; buscó en el índice alfabético, llegó a la página 211, y les fue anunciando las residencias célebres, a medida que su proa sorteaba los obstáculos:
—
À gauche
, el Palacio Dario, de 1487;
á droite
, el Palacio Corner della Ca'Grande, del Sansovino; a la izquierda, el Palacio Loredan, del siglo XVI; a la derecha, dos palacios Bárbaros, uno del XVII, otro del XV. Más adelante veremos el Palacio Mocénigo, donde Byron vivirá en 1818, y al final del recorrido, el palacio Vendramin-Calergi, donde Wagner morirá en 1883.
No los vieron; no se estiraron hasta allí. Las fachadas desfilaban, imponentes, enjoyadas como meretrices. El Tiempo había matizado exquisitamente sus entonaciones. Semejaban enormes ópalos.
—El Palacio Rezzónico, del Longhena, completado por Massari, que en el siglo XX encerrará el museo dieciochesco.
A su siniestra, se irguió la espesa mole flamante. El blasón de los Rezzónico —la cruz y las torres— se ufanaba, áureo, bajo la tiara papal, en el ancho balcón del centro, porque en esa época uno de la familia, Clemente XIII, ocupaba el trono pontificio. La góndola torció hacia él, abandonando el medio del Canal.
—Hay que convenir —musitó el Almirante— en que Moloch rema bien.
Dulcemente, el extremo de su transporte, en forma de instrumento musical, serpenteó en el tumulto de los navegantes; abordó el extremo de los escalones de piedra de la Ca'Rezzónico, que el agua batía con tembloroso vaivén, y los siete descendieron, sin girar las cabezas.
—Parece que la cosa es aquí —dijo Satanás.
—Por suerte nos hemos desembarazado de ese espía —dijo Asmodeo—. Que se vaya, el desgraciado, a que sus amonitas lo adoren. Al palacio de Wagner lo conoceremos otra vez. Creo que es allí donde compuso el segundo acto de «Tristán».
Y, terciando la capa y canturriando el dúo de amor más bello del mundo, entró en el pórtico de graves columnas, en cuyo extremo triunfaba, una vez más, inmenso y ahora de mármol, el consabido blasón. El lujurioso remedaba sin destreza las voces del tenor y de la soprano. Lo mandaron callar y se volvieron invisibles, pero de común acuerdo, resolvieron conservar sus atavíos, que si no ocupaban el campo de los sentidos de los mortales, por lo menos estarían al alcance de su propia sutileza sensorial. No se resignaban a abandonar esos trajes refinados, que se acordaban tan bien con la atmósfera y que realzaban sus figuras.
—Nunca hemos vestido mejor, desde que empezamos el viaje —comentaban.
Subieron a los saltos, tironeándose de las narices de cartón, el primer tramo de la escalinata, ideada por Massari, y se pararon en seco, porque por ella procedía, glorioso, el amo de la casa, el opulento Ludovico Rezzónico, Procurador de Venecia. Balanceábanse las virutas de su triangular peluca barroca, que acariciaban sus manos pulidas, ensortijadas, y el orgullo de su perfil exigía los buriles numismáticos. Titilaban sus dijes, sus cadenas. En torno, flotaba una nube de criados, portadores del bastón, del sombrero de tres picos, de carpetas. Sobre uno de ellos, bajó de las alturas, señalándolo, inesperada, una flecha roja, algo así como un artificio de neón radiante, como un aviso eléctrico, que se apagaba y se encendía, hasta que desapareció.
—Ese de la flechita —dedujo Satanás—, debe ser mi hombre.
Cuando el Procurador llegó frente al emblema marmóreo de su linaje, se detuvo brevemente a considerarlo. Ganó entonces en pompa. Se puso el sombrero, que tomó de la punta de los dedos del servidor distinguido por la saeta; se apoyó en la caña de puño de marfil; y se alejó por el «cortile», cuyas losas resonaron bajo la magnificencia de sus zapatones. Quedaba, en el aire, el rastro de su perfume de almizcle, sumado al fuerte olor de los fámulos.
Los demonios resolvieron aguardar su retorno, pero no regresó. Regresaron, en cambio, mayordomo y pajes. Fue fácil inferir, a la sazón, que el individuo de la flecha estaba al frente de los domésticos. Lo proclamaban su dignidad y su tono que sólo les iban en zaga a las características soberbias del Procurador, y también el respeto con que le dirigían la palabra los demás. Pronto se enteraron asimismo, los del Averno, de que se llamaba el Sior Leonardo.
El Sior Leonardo progresaba hacia la cincuentena. Recio y de mediana estatura, la enaltecía con los tacos ambiciosos, además de fajar su talle para reducir su grosor. Si a ello se añade un rostro cetrino y austero, cuyos pequeños ojos pinchones se borraban en el juego espectacular de las cejas espinosas, de la nariz imperativa y de la floja papada, se comprenderá que con su casaca de amplios faldones, roja y negra, colores de los Rezzónico, por momentos diese la impresión de un ave de corral de precio, una de esas aves que conocen su significación, altaneras, y que en el gallinero mandan. Nada más distante de la realidad, sin embargo, como presto verificaron los demonios.
Era el Sior Leonardo tímido y dulce. Su natural aspecto exterior, formidable, le servía de muralla contra los embates de la vida. Obviamente, los criados que dependían de él se habían percatado de ese contraste, de esa flaqueza, y aunque en su presencia aparentaban una consideración honorífica, que les imponía dicho aspecto protocolario, ausente él no escatimaban mofas al mayordomo.
De esto se dieron cuenta los viajeros, a medida que el tiempo transcurría y que lo aprovechaban para recorrer el palacio.
—La Ca'Rezzónico —concretó Lucifer— es un monumento elevado a la vanidad de una familia.
Lo dijo en el colosal Salón de Baile del primer piso, cubierto de frescos y de revestimientos dorados, en cuyo techo se explayaba el símbolo pictórico de las cuatro partes del Mundo, entre las cuales volaba, fulgurante y piafante, el carro del Sol. Allí, por tercera vez, grandioso y ahora multicolor, el escudo de la casa recordaba sus diseños a los visitantes, por si hubiesen incurrido en la imperdonable «gaffe» de olvidarlo. Y en el techo de la Sala de la Alegoría Nupcial, Giambattista Tiépolo y su hijo Dominico habían pintado a Ludovico y a su esposa, Faustina Savorgnan (a la que titulaban los venecianos, exageradamente, «la Principessa»), transportados por otro carro solar, que acompañaba Apolo, y que precedía un anciano. coronado, quien empuñaba un cetro y hacía flamear una bandera, en la que se aunaban los ovalados e insistentes blasones de las dos familias.
—Los Rezzónico —continuó Lucifer— parecen imaginar que son el eje del Mundo, de las cuatro partes del Mundo, y que el Sol asoma, diariamente, para alumbrarlos.
—Y el caballero a quien vimos salir, el Ludovico —añadió Asmodeo—, actúa como si él fuese el astro alrededor del cual rota la sinfonía de los planetas.
Rieron los demás, conocedores directos, por las etapas de su viaje, de los sistemas astronómicos, y de la displicente distancia con que seguían su curso, a millones de leguas de interesarse por las humanas inquietudes.
—La infinita pequeñez del hombre —concluyó el soberbio—, es sólo comparable con su infinita arrogancia. Algo he contribuido yo a establecer ese equilibrio, sin el cual el hombre sucumbiría, aplastado por el horror de los abismos que lo flanquean. Le he sido más útil que los predicadores que le remachan, constantemente, desoladamente, la evidencia de su mediocridad. Sin mí, se elimina la idea de progreso.
—También sin mí —dijo el avaro.
—También sin mí —dijo el envidioso.
—No es este el momento oportuno —habló Satanás— para dirimir quién de nosotros ha sido más filántropo. Repartiré ahora las tareas, aplicando el económico principio de la división del trabajo, que tantas ventajas reporta. Para ubicarnos, Lucifer se ocupará de hacer acopio de cuanto se relaciona con los Rezzónico; yo haré lo mismo, con referencia al Sior Leonardo; y Sus Excelencias nos traerán las noticias sobre los pormenores de la casa, que juzguen provechosas.
Aprobaron los otros el procedimiento, y se diseminaron en las estancias, cada uno empeñado en el quehacer que se le asignó. Esos trabajos insumieron varios días, porque Lucifer debió escrutar documentos; Satanás, indagar en la mente del mayordomo, la cual, por ser éste apocado, multiplicaba el dédalo de sus encrucijadas y penumbras; y Asmodeo, Leviatán, Belcebú y Mammón (con Belfegor contaron poco) tuvieron que recabar, de las cocinas a los salones, los testimonios dignos de atención de la vida palaciega. Esta última, entre tanto, alternó sus ritmos aparatosos, con mucho florecer de afectación y reverencias, mucho anotar de prerrogativas y mucho acumular de tiquismiquis, acentuando la certidumbre de que, en aquel recinto, los valores dependían de esquemas en los que la jactancia, la coquetería y la liviandad organizaban sus inflexibles normas. Por fin opinaron los demonios que había llegado la ocasión de cotejar el fruto de sus investigaciones. Reuniéronse, con ese objeto, junto al soberano retrato de Clemente XIII, al que optaron por dar la espalda, por razones de jurisdicción (cada uno la suya), que no es necesario detallar.
Primero expuso Lucifer:
—Los Rezzónico no son naturales de Venecia, sino de los alrededores del Lago de Como, circunstancia que preferirían que se esfumase de las memorias. Uno de ellos, a principios del siglo pasado, se trasladó a Génova, buscando un medio más propicio para el desarrollo de sus empresas mercantiles. Porque eso es lo que eran: comerciantes. Ni príncipes, ni legisladores, ni guerreros: comerciantes. Tanto prosperó, que el Dux de Génova le concedió la dispensa de permanecer cubierto y aun sentado, estando él presente. Estimulado su engreimiento así, Carlo Rezzónico no vaciló en apodarse «el magnífico». Su hermano Aurelio, sopesó a su vez el provecho de establecer en Venecia una filial de su negocio, y se vino acá. Maestro en la ciencia del toma y daca, ducho en enredos bancarios, tanto medró que el Magnífico decidió seguir sus huellas, conservando, eso sí, contactos numerosos con los genoveses, y acá se vino también. Los deslumbraba esta ciudad de señores y de artistas. Pagaron su acogida rumbosamente. Donaron sesenta mil escudos para el Hospital de los Mendigos, y para la guerra de Candia, cien mil. La beneficencia abre las puertas que la insolente aristocracia clausura, y por ellas se cuela la vanidad. Es difícil resistir a las dádivas. Multitud de damas, ansiosas de éxitos mundanos, lo saben. La República oligárquica, cuya nobleza —no lo descartemos, en este esbozo general— participó, en sus orígenes remotos, de actividades especulativas similares, que por lo demás practica aún, abonó su ayuda con lo único que podía compensarlos: en 1687, les otorgó el Patriciado Veneciano y los inscribió en el Libro de Oro, cuyos integrantes, desde el siglo XIII, forman su Gran Consejo. ¿Miden Sus Excelencias el rápido adelanto, la promoción de nuestros traficantes? ¿Aprecian la comba de sus pechos, el fruncir de sus frentes, la trascendencia dinástica de sus actitudes? ¿Comprenden por qué se hacen pintar en el carro de Febo? Trataron de igual a igual a los que llevaban la sangre que expandiera el imperio de Venecia sobre el Mundo.