El viaje de los siete demonios (20 page)

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Authors: Manuel Mújica Láinez

BOOK: El viaje de los siete demonios
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—Ha llegado la hora de partir —porfió Leviatán—. Excelencias, partamos.

No quedaba nada por hacer, y Belcebú aceptó su consejo. En la cabaña vecina, aprontaron sus cabalgaduras, y se echaron a volar, elegantes como águilas.

—Hemos comido incomparablemente —dijo Belfegor, acomodándose en sus parihuelas—. Los macarrones de pistacho fueron magistrales. ¡Pobre Don Antonino! ¡Pensar que supone que por haber albergado la efigie de ese gran barbudo, seguirá comiendo así! ¿Cuándo volverán a comer así, en la Tierra?

—Nunca, se lo aseguro —le respondió Belcebú con sonriente humildad.

Se despedían a tiempo del Cerro de la Plata. Ya descendía, por la parte opuesta, desplazando jirones de nubes, el batallón de los ángeles. Bajaban, como un bloque de mármol blanquísimo que pudiera suspenderse en la atmósfera, sin mover un ala, enarbolados los aceros de serpentina hoja. Su centelleo era tal, que se dijera que una chispa del sol descendía, despaciosa, callada, solemne. El Ángel de la Guarda de Don Antonino descendía con ellos, ladeada la vincha. Detuviéronse en el núcleo del desastre, y lo contemplaron, acentuando la compostura. Vibraba en torno el «Ave María» de Schubert. Pronto advirtieron que, a la distancia, se perdía el apretado grupo de los demonios.

—No vale la pena perseguirlos —dijo el que comandaba el batallón—. No nos corresponde. Al fin y al cabo, no han hecho más que cumplir con su deber.

Marcharon levemente entre los despojos, recogiéndose la orla de las túnicas, y enderezaron a Don Antonino.

—Enderezar su cuerpo es fácil —tornó a hablar el jefe—; el otro enderezamiento, el del espíritu, costará. No podrás realizarlo tú —añadió, enfrentándose con el de la vincha—. Se te releva de tu empleo.

Sopló sobre la aureola del desventurado, y ésta se apagó.

—Estás cesante —repitió—, pero no jubilado. Vuelve con nosotros. Ya veremos de qué se te encarga. Astur, te entrego la salvación de Don Antonino Robles.

Se elevaron a un tiempo, como habían bajado, siempre con música de Schubert, reconstituyendo el bloque inmarcesible de inmóviles figuras, en cuyo centro gimoteaba el ángel proscripto. Y Astur, rubio, de iris celestes, mojó el extremo de su alba vestidura, en una botella de agua de Seltz, y refrescó con seráfica bondad las sienes del eremita desquiciado.

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l trabajo ha sido rápido y limpio —resumió el envidioso, en tanto que volaban—, sin embargo me pregunto si habrá sido eficaz. Evidentemente, Don Antonino ha pecado, mas le queda el resto de la vida para arrepentirse. Ni Madama Catalina de Thouars, ni la Emperatriz Tzu-Hsi, se arrepentirán de sus actitudes, de sus pasiones. Tampoco los habitantes de Pompeya, que prefirieron sus bienes a sus vidas, pues el tiempo no les alcanzó para ello. En cambio, Don Antonino Robles puede arrepentirse, y ganar el Cielo, en tal caso.

—No creo —arguyó Belcebú— que lo consiga. No creo que su vida se prolongue mucho. Aun más, creo que debe estar diciéndole adiós, entre náuseas, porque será incapaz de reducir al motín desencadenado en sus débiles vísceras. Y esas condiciones no son las más oportunas para el arrepentimiento.

—Es decir —agregó Lucifer— que acaso se arrepentirá de haber comido desaforadamente, pero no por haber roto la austeridad de su ayuno, sino por haberse privado con ello de la vida y, en consecuencia, de la posibilidad de gozar de otros festines.

—Presumo, no obstante —continuó Leviatán—, que los ángeles lo habrán provisto de un nuevo custodio. Quizás éste —continuó, insidioso— posea unas nociones más claras de la medicina que las de Su Excelencia Belcebú y, siendo así, lo alivie, y le brinde la ocasión de una penitencia total.

—Si intervienen los milagros —subrayó el libidinoso—, el juego es desparejo. Se utilizan cartas marcadas. Nosotros no vamos más allá de ciertas prestidigitaciones y ciertos disfraces. El «travesti» es de buena ley.

—Lo del Vesubio no fue prestidigitación —protestó el cocodrilo.

—¿Para qué disputar Excelencia? Fue prestidigitación en gran escala.

—Claro —dijo Satanás— que con los de arriba nunca sabe uno a qué atenerse… A veces adoptan resoluciones curiosas. Recuerden que Don Antonino llamó «santo» al General Melgarejo, como efecto de su voracidad, lo cual complica su situación, pero recuerden también que, según parece, todavía no se ha resuelto el destino del Mariscal de Rais, por aquello de su contrición extrema. El Cielo, justificadamente, tiene hambre de almas. Debe padecer problemas de despoblamiento, contra lo que le sucede al Orco. La demografía…

—Yo hice lo que pude —lo cortó Belcebú.

—Y ¡muy bien! —aprobó Belfegor, insomne, tal vez por inquietudes digestivas—. Esos macarrones de pistacho…

La reminiscencia conmovió al demonio de la gula, y provocó su sonrisa, bajo la guirnalda de frutos de la vid. Abrió sus repletas alforjas, y sacó de ellas el postre aludido, que ofreció al holgazán. El perfume de las almendras, del kirsch, del verde vegetal, estremeció a los restantes, que participaron del convite. Alborotáronse las moscas.

Así, masticando y discutiendo como escolásticos, volaron encima de la nocturna ciudad de Nueva York. Se estacionaron en la plataforma del piso 102 del Empire State Building, y desde allí, valiéndose del catalejo de Leviatán, contemplaron la isla de Manhattan, y allende, el Hudson y sus buques. Turistas y curiosos se asomaban a las vidrieras del observatorio. Comparaban lo que veían con las tarjetas postales que acababan de adquirir y sobre las cuales inscribían pensamientos inmortales. Fotografiaban tumultuosamente. Ninguna de las fotografías que obtuvieron fue tan singular como las que logró la máquina independiente del Infierno, ya que ésta incorporó las imágenes revoloteantes de los demonios al fondo arquitectónico de la metrópolis, obligando a los siete a salir y a «posar» en las nubes. ¡Qué espléndidamente se hubieran vendido, en los negocios del piso 86! Abajo, el tránsito de termitas y de orugas se debatía, entre los edificios gigantescos. Una bruma opaca, el controvertido «smog», flotaba sobre las construcciones, sobre las cuadriculadas luces infinitas.

—¡Qué distinto de Potosí! —reflexionó Belcebú, de vuelta en la plataforma—. ¡Cuánto bien hace viajar!

—De esta diversidad —dijo Mammón— es justo inferir que el hombre es una creación divina.

—Sin duda —se apresuró Lucifer—: el hombre es una creación de Dios, retocada por el Diablo.

—Los retoques —completó Mammón— han hecho desaparecer la obra inicial. Casi no se la distingue. Excepcionalmente…

Bostezaron y, como lo bebido y devorado los obnubilaba todavía, se echaron a dormir. Hacia calor, y la noche desplegaba tapices de estrellas.

Al despertar, muy temprano, se encontraron con la novedad de que los monos habían hecho abandono de sus funciones. Por más que aplicaran el anteojo de larga vista hacia todos los rumbos de la brújula, les fue imposible localizarlos. Superunda, delegada obrera, les comunicó que habían resuelto tomarse unas vacaciones, cansados de transportar a Belfegor.

—Debieron consultarnos previamente —se amoscó Satanás—. Nos quejaremos al Diablo. ¿Adónde han ido?

La sirena meneó la cabeza, tímida:

—No lo sé.

—Esto es contrario a cualquier disposición legal —dijo Lucifer, impaciente—. Los necesitamos para proseguir el viaje, y ellos no lo ignoran. Pudieron esperar a que eligiésemos el momento, a conveniencia de unos y otros. Desaprobamos formalmente su actitud.

—El estatuto… —musitó la sirena.

—¿Qué estatuto?

—Hemos redactado un estatuto.

—Es ridículo. Ningún estatuto que se vincule con la actividad de ustedes tiene valor, sin la conformidad del Diablo.

—Lo hemos compuesto «ad referendum Diaboli».

—¡Bah! ¡latines!

—Lo grave del asunto es que en seguida seguiremos viajando —añadió Mammón—, y que no se me ocurre cómo acarrearemos a Su Excelencia Belfegor.

Belfegor, como siempre, dormía, sin inmiscuirse en el diálogo, sin sospechar que éste se relacionaba tan estrechamente con él. Encogido en su caparazón, soñaba que soñaba, y que ese segundo sueño era el sueño de un segundo soñador, quien soñaba que estaba soñando. De modo que para alcanzar a su conciencia, era menester atravesar varias murallas de sueños. Ni intentaron los demonios el cruce del bosque de la Bella Durmiente. Empezaron a surgir los primeros visitantes del Empire State, tragones de vistas. Circulaban entre los demonios invisibles, señalando la Quinta Avenida, la Estación de Pennsylvania, el Times Square, el Central Park, la Radio City, la Biblioteca Pública, y a menudo equivocándose.

—Quizás exista una forma de organizar el traslado de nuestro colega —reflexionó Asmodeo—. Nada cuesta ensayarla.

Ahuecó las manos capaces, dominadoras del arte de la caricia, y en ellas fueron haciéndose evidentes unos pequeños sobres. Los desgarró, y sus cofrades reconocieron los comunes implementos de goma que pretenden inmunizar a los combatientes, en las batallas del sexo. Los había de fina transparencia, y también rosados, verdosos, de un agresivo naranja, de un suave limón. Algunos se adornaban con crestas, con espolones.

—Su Excelencia anda bien protegido —rió Satanás.

—Me lo exige mi actividad intrínseca. La verdad es que detesto estos velos.

Asmodeo se puso a inflarlos, aplicando su boca, dibujada para el placer, a esas bolsas livianas. Los demás lo secundaron, atando como él las aberturas con fuertes hilos, hasta que diez, quince, veinte, treinta globos multicolores fueron sujetados a las parihuelas sobre las cuales yacía la mujer tortuga. Impulsaron luego el curioso aerostato hacia el exterior, y comprobaron con júbilo que se mantenía en la atmósfera, sostenido por una proliferación de esferas, a las que colmaba el poder de sus aspiraciones sobrenaturales. Bogaba el vehículo en el éter, con suave balanceo, y sus montgolfieras asumían la forma de abundosos pechos femeninos, pero de tan raros tintes que hacían pensar en los senos pintados de las antiguas prostitutas más refinadas. Los demonios salieron detrás, en sus mágicas bestias. Se asieron a las andas, dieron impulso a los remos emplumados y, remolcando las angarillas de Belfegor, reanudaron la expedición tentadora. Encima, las bolas plásticas oscilaban alegremente, felices tal vez de la suerte que les había asignado el Destino, tan distinta, por su ejercicio al aire libre, de aquella para la cual habían sido inventadas, aunque cabe suponer que algunas —si poseían una aguda sensibilidad y una tendencia voluptuosa— acaso lamentasen el divorcio de su uso primigenio.

Atravesaron el mar, y pronto se hallaron sobre la tierra cultivada de Francia. Cuando aleteaban sobre París, con su lirón amodorrado, Asmodeo los detuvo.

—Otórguenme unos instantes —les pidió a sus compañeros—. Entre tanto, distráiganse mirando la ciudad perfecta.

Se separó del grupo, en los lomos de Asurbanipal, y lo vieron descender hacia los techos del Museo del Louvre. A poco, estaba de regreso.

—Conseguí otra postal del cuadro de Ary Scheffer, «Paolo y Francesca», para llevársela a los interesados, no bien tornemos al punto de partida. Me preocupa la idea de que, de tanto sobarla y mojarla con su llanto, la hayan destruido.

La cartulina pasó de mano en mano. Los enlazados cuerpos de los grandes amantes resplandecían.

—¡Qué poética imaginación! —dijo Asmodeo—. ¡Qué diferencia con la exacta realidad! Evóquenla, Príncipes.

Brotó en la memoria de éstos la estampa de los ancianos, que se aman físicamente tres veces por día, en el cautiverio infernal, lo mismo que Sísifo empuja su piedra, la cual torna a caer desde la altura, y que las Danaides llenan su vasija sin fondo.

—¡Ah! —murmuró Leviatán—. ¡Afortunadamente la del amor, que es la peor de las torturas, no entró en el amasijo de nuestras personalidades!

Venecia se reflejó a la distancia, en la reverberación de sus lagunas, como un espejismo.

—Ojalá nos toque permanecer aquí —suspiró Lucifer—. Siempre he deseado morar en esta ciudad soberbia. Como obedeciendo a su solicitud, sonó el despertador, y los ojos del bello serafín diabólico brillaron. Supieron que estaban viviendo en el año 1764, y que la tarea incumbía esa vez a Satanás, Señor de la Ira.

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a ira —dijo Satanás, alzándose la máscara y aspirando con elegancia una pulgarada de rapé—, como la soberbia, con la cual se vincula íntimamente, es un pecado espléndido, limpio, vibrante, relampagueante, a diferencia de lo que con otros pecados capitales sucede, a los que prefiero no nombrar, por no ofender a Sus Excelencias. Un pecado aristocrático.

—Probablemente —le respondió Mammón—, Su Excelencia pensará que la avaricia no lo es; que es un pecado de gente de medio pelo. Por ese camino, hasta sería capaz de tachar a la avaricia de pecado de pobres. ¡Qué absurdo!

Satanás desdeñó la réplica. A través de la máscara, agregó:

—Cuando se habla de la ira, se suele citar a Horacio: «la ira es una breve locura». ¡Eso sí que es absurdo! Si hubiese dicho que es una magnífica, una lujosa locura, casi estaríamos de acuerdo. Y como la locura es poética, porque es un estado de gracia, que como la poesía enlaza y amiga imágenes dispares y hasta antitéticas, y pasa en un instante del murmullo al estallido, habrá que deducir que la cólera es una forma de la poesía.

Hubiera podido continuar hablando así largamente, enhebrando paradojas. Su buen humor exultaba, admirable. Todo contribuía a provocarlo: el sol del atardecer, que brillaba en las aguas oscuras del Gran Canal; la nobleza de los palacios multicolores; el ritmo de la góndola en la que bogaban; los trajes maravillosos que vestían. El suyo se destacaba por el amarillo canelado; el de Lucifer, por el cereza; el de Asmodeo, por el verdegay; el de Mammón, por el zafíreo; el de Belcebú, por el cárdeno; y el de Belfegor, por el ajedrezado naranja y negro. Llevaban largas capas sombrías; unos tricornios de terciopelo; y antifaces blancos de exageradas narices. Belfegor y Asmodeo habían optado por el atuendo femenino. Reían unánimemente, de acuerdo con la moda veneciana, pues en Venecia nadie dejaba entonces de reír, o por lo menos de sonreír. Las risas saltaban de una góndola a la otra, al compás de las guitarras, de los laúdes. El Gran Canal entero resonaba como una sola y larga risa. A su lado, se deslizó una barca, colmada por un enjambre de polichinelas gibosos y sombrerudos, que añoraban el pincel del Tiépolo.

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