El viaje de los siete demonios (24 page)

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Authors: Manuel Mújica Láinez

BOOK: El viaje de los siete demonios
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—Es difícil —opinó Satanás— que el Gran Diablo modifique una opinión que tiene a los glúteos de los monos por exhibida proclama. Lo mejor que pueden hacer éstos es quedarse tranquilos y acarrear a Belfegor sin protestas. Por ahora, el hecho de que ostenten en sus mofletes posteriores un testimonio palpable de su física intimidad con el Diablo, constituye, a mi ver, un gran honor. ¡A transportar, pues!

Así lo hicieron los muy pateados, y nunca anduvo con tanta comodidad el demonio de la pereza.

Los viajeros se remontaron, fabulosamente. Dejaron atrás, lejos, lejos, la estratosfera, y reconocieron las zonas en las que los astros del sistema solar giran con grave ritmo. Vieron pasar por ellas a distintas naves extraterrestres. Una, que apuntaba la proa hacia Marte, les llamó la atención. Numerosas inscripciones informaban, en su casco, de que sus tripulantes realizaban una excursión de placer, con el objeto de asistir a la apertura de la primera sucursal de los Hoteles Hilton, en aquel planeta. Por las ventanillas, pudieron observar que los turistas bebían champagne y llevaban ramos de flores. Un guía, provisto de un amplificador, les señalaba el cosmorama externo, la lluvia de las estrellas, la huida de los luceros errantes. Muchos, dentro del pasaje, serían norteamericanos. Desgraciadamente, no estaban en condiciones de captar, a su vez, al grupo volador de los demonios y sus cabalgaduras que, con ser tan ameno el resto, era lo más atractivo y singular del espectáculo. También los siete advirtieron a otras naves, que procedían de Saturno, de Urano y de Júpiter, las cuales conducían a más curiosos a la inauguración del Hotel Hilton. Sus ocupantes eran harto diversos, materialmente, de los originarios de la Tierra, y asimismo las flores que exhibían, pero como en el caso anterior, las leyendas alegres que decoraban sus vehículos estaban escritas en inglés o, por ser más precisos, en yankee.

Sin embargo, lo que más cautivó a los demonios fue un largo cohete en forma de ninfa y adornado con lujo, enviado igualmente desde nuestro suelo, que, de acuerdo con los textos luminosos que lo destacaban, iba a instalar en Venus una cadena de lenocinios. Vibrantes músicas lo circuían; lo llenaban mujeres hermosas y caballeros solemnes.

—Dicen —manifestó Leviatán— que la atmósfera de Venus es la más propicia para el florecer de las actividades de la sensualidad. Serios investigadores científicos han alcanzado a esa útil conclusión.

—Lo indiscutible —puntualizó Asmodeo— es que el progreso llega a todas partes, y que el hombre tiene el privilegio de ser su abanderado.

—Me hubiera gustado, Excelencias, traerlo al Sior Leonardo con nosotros —meditó Satanás—. Es muy agradable.

—Si sigue rabiando así —fue la contestación de Belcebú, no dude de que en breve podrá dialogar con él en el Infierno.

—Seguirá, estoy seguro. Una vez que la estupenda cólera rompe el dique, su frenético fluir no se estanca. Se torna imprescindible, inevitable, como el alcohol, como el cigarrillo, para quienes los frecuentan. Y es higiénica, gimnástica; contribuye al buen curso de la sangre y a la disolución de las secreciones malignas.

—A propósito de cigarrillos… —dijo Asmodeo.

Armó uno de los suyos, tan especiales, aspiró el humo y lo pasó a sus colegas. Así, pitando, pitando, enderezaron hacia el mundo terráqueo, porque el reloj daba muestras de inquietud y, aunque no campanilleaba todavía, soltaba suaves tintines, precursores del toque definitivo. El globo que la humanidad tiene por precaria hostería, se les ofreció en colchón de nubes. Perdieron más y más altura, y divisaron un mar verde, salpicado de escollos. El Almirante Leviatán estiró profesionalmente el catalejo:

—Volamos sobre el Mar de los Caribes, antropófagos conocidos. Esas son las Indias Occidentales; hacia allá, las Islas de Sotavento, y éstas, a la derecha, las de Barlovento, las Grandes y Pequeñas Antillas.

Fue indicando las últimas:

—Santa Lucía, la Martinica, Guadalupe, Puerto Rico…

Parecían cetáceos o sirenas, en el agua espumosa.

—Las Antillas… —continuó el Almirante— palmeras, sargazos, buenas playas.

—Ron —añadió Belcebú.

—Música tropical —dijo Asmodeo— y voluptuosidades.
Les belles créoles

El despertador sonó, empecinado, pero ni con ello volvió en sí el demonio del ocio. Su aguja marcaba el año 1647.

—1647… —observó Satanás— Richelieu murió en 1642, y Luis XIII en 1643. Atravesamos la minoría de Luis XIV… Ana de Austria… Mazarino… o sea que nos situamos, históricamente, algo después de «Los Tres Mosqueteros».

Viraron con suave inclinación, impulsados por el Destino, y siguieron bajando, hasta columbrar una nave que surcaba el estrecho separador de las actuales Cuba y Haití.

—Tres puentes y gran castillo de popa: un galeón —verificó Leviatán—. En los mástiles, banderas blancas, sembradas de flores de lis, y banderas rojas con blancas cruces: la Francia real y la Orden de Malta.

—Interpreto por la porfía y estruendo de nuestro reloj —dedujo Lucifer—, que ahí debe viajar la razón de nuestra próxima etapa. No nos quedan más que dos fichas, las correspondientes a la Pereza y a la Lujuria. Puesto que Su Excelencia Belfegor no se libra de la trampa de Morfeo, le sugiero, Excelencia Libidinosa, que saque la suerte.

Asmodeo introdujo en la caja los dedos sensibilísimos:

—Me ha tocado a mí —comunicó—: las Antillas, 1647 y la Lujuria; mezcla picante.

—Como la cocina de por aquí —añadió Belcebú.

—Descendamos, y que el Gran Diablo nos asista.

Se situaron, como gaviotas, en la arboladura. Contorneaban, en la Española, el cabo de los Locos y el cabo San Nicolás. Ensayando equilibrios en el palo de mesana, cantó un grumete:

—¡A estribor, la isla de la Tortuga!

Y, haciendo pantalla con las manos, mientras respiraban el fresco olor salino, vieron surgir el islote de los filibusteros, el baluarte de la Cofradía de los Hermanos de la Costa.

—Estamos —sonrió Satanás— en pleno Stevenson: «La Isla del Tesoro».

—Plegue al Infierno que encontremos uno —se relamió el demonio de la avaricia.

12
A
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L
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H
asta Belcebú, que aseguraba, ufanamente, no haber posado los ojos en más papel impreso que en los que traen recetas culinarias y de cocktails, había leído «La Isla del Tesoro», de manera que la ubicación de los demonios dentro de la atmósfera piratería, fue cómoda y general. Sin embargo, advirtieron notables desemejanzas entre la geografía de Robert Louis Stevenson y la correspondiente a la Tortuga. La isla del primero es descrita como un lugar húmedo, afiebrado e insalubre, cubierto por una profusión insólita de pinos y de sauces, mientras que la que avistaban, y que debía su nombre a su traza parecida a la del acorazado reptil, se defendía de la pesadez del calor merced a la brisa obstinada del océano, y se ocultaba bajo un enredo de plátanos, de cocoteros, de tamarindos, de mangos, de caobas, de árboles del pan, de colosales sagúes y de higueras, ensamblados en extraña cópula por las trepadoras y los bejucos sarmentosos.

El galeón lanzó siete cañonazos ceremoniales («¿será para anunciar la presencia de nosotros siete?» —preguntó, por burla, el de la soberbia), y desde los acantilados le respondieron. Todavía tardaron una hora en atracar, pues fue menester deslizarse con cuidado por el canal al que sirven de paredes los corales sumergidos. Los demonios aprovecharon ese lapso para descender al puente, conocer a los personajes superiores del navío, y tal vez enterarse de la causa de su traslado a un paraje de apariencia tan pobre.

El principal del conjunto era Monsieur Philippe de Lonvilliers de Poincy, Mayordomo de la Orden de Malta, a quien el Cardenal de Richelieu había mandado como gobernador a la isla, mitad francesa y mitad inglesa, de San Cristóbal, y que contaba unos sesenta años. Tratábase de un señor de escasa estatura, muy delgado, pero de mucho porte, sobre cuyo peto negro se explayaba la cruz nevada de ocho puntas de los caballeros malteses. En un medio de filibusteros y de bucaneros, él —que por cierto no lo era, sino lo más contrario— llamaba la atención, por ser el único que disimulaba uno de los ojos bajo un parche oscuro, de tal suerte que, sin fijarse en los demás, cualquier lector de novelas de piratería, se hubiera dirigido a este hidalgo, para solicitarle un autógrafo, creyéndolo un corsario, y no el Excelentísimo Señor Gobernador, lo que lo hubiese irritado mucho. Verdad es que le faltaban, para completar la clásica figura, la pata de palo y el papagayo sobre el hombro. Asimismo, oponiéndose a lo que destacó a los piratas auténticos, sobresalía por las maneras corteses y por el hablar refinado, que hasta exageraba un poco, deseoso, probablemente, de marcar bien la disimilitud. Calábase hasta las orejas un sombrero de anchas alas, al que favorecía un plumaje blanquinegro, bajo el cual aparecía el triángulo de su cara aguda y sus cabellos, perilla y bigote, que habían dejado de ser grises. En resumen, sólo dos colores se conjugaban para combinar su imagen fina: el negro y el blanco, y eso contrastaba con la policromía de los circundantes, casi todos hombrachos o mocetones, que se ceñían las cabezas con pañuelos variopintos y que llevaban unas camisas y unas fajas deslumbradoras. Uno, empero, ya cuarentón, se separaba también del resto por la calidad de su ropaje, que siendo de tonos vivos, evidenciaba una pulcra preocupación. Era Monsieur de Fontenay, a quien el Mayordomo de Malta llevaba como segundo jefe, en su visita a la isla de la Tortuga.

Habíanse reunido en la playa todos los pobladores. El galeón se detuvo a unas cincuenta brazas de la ribera, en el punto de desembarco. Todavía no hemos mencionado la singularidad de ese fondeadero, allende el cual no podían arriesgarse las naos de alto bordo. La suscitaba una flotilla, integrada por transportes muy diversos. Allí veíanse dos galeones, de menos calado que el de Monsieur Philippe, y unas cuantas fragatas, corbetas y galeras, que izaban en sus mástiles los pabellones surtidos de Europa (fuera del español), mezclados, generalmente, con banderines de calaveras, tibias cruzadas, jabalíes o esqueletos. Aquí y allá, una tripulación se entregaba a faenas de limpieza o de simplificación, quitándoles los opulentos adornos dorados, para disminuir su peso. Las casuales marinerías no pararon mientes en la dignidad con que Monsieur de Lonvilliers de Poincy, seguido por Monsieur de Fontenay, bajó la escalerilla de su nave, y se ubicó en un bote, pero desde una de las embarcaciones ancladas, a medida que el frágil bastimento, escoltado por dos otros del galeón, cruzó entre las proas decorativas, le dio la bienvenida un grupo de músicos discordantes, de ésos que llevaban las flotas para distracción de quienes las servían, y para contribuir al barullo, durante los abordajes feroces.

De pie en su falúa, Monsieur Philippe se quitó el sombrero, con amplio ademán cortesano, cuando enarbolaron en la isla la enseña de las lises. Así llegó a la playa, donde Monsieur Levasseur, Gobernador de la Tortuga, le tendió una mano para ayudarlo a descender a tierra. Por supuesto, los demonios lo habían acompañado en el náutico recorrido, y no cesaban de sorprenderse de la miseria del territorio adonde iban a parar múltiples y mal habidos tesoros.

Efectivamente, éste dejaba mucho que desear, como sitio de placer y de holganza. Lo comprobaron los huéspedes, al acceder, con harta fatiga, al pináculo en el que se escondía "El Palomar”, casa-fuerte construida por Monsieur Levasseur, para alcanzar a la cual era menester el uso de escalones tallados en la piedra y de peldaños de hierro. Los demonios volaron hasta la cumbre, pero el prócer maltés no tuvo más remedio que valerse de sus flacas piernas, protestando contra la aspereza de esas soledades y añorando su castillejo de la isla de San Cristóbal, al que trescientos esclavos atendían. Agonizaba la tarde, y en breve titilaron las admirables estrellas del trópico; luego se levantó la luna, redonda, teatral, a cuyo claror los siete divisaron las miserables casucas donde los filibusteros vivían, y sus tabernas pordioseras.

Sublevábanse contra tanta mezquindad y contra los trajes deslucidos de los habitantes, las fantásticas alhajas que lucían éstos. Largos collares de perlas, broches de esmeraldas, pendientes de rubíes, ajorcas de oro, realzaban aquellas fachas de patíbulo, y Monsieur Philippe, al caminar por una senda de cocoteros hacia el fuerte y sus cañones, ojeó con su único ojo, las joyas, dignas de las mujeres más bellas del Mundo. Sabía que la Tortuga no albergaba ni una sola mujer, pues lo prohibía la severidad de su reglamento, y su puritano espíritu se rebelaba contra un lujo al que consideraba testimonio de desorden.

Pronto se percataron los diablos de la estrictez intolerante del Excelentísimo Gobernador de San Cristóbal. Era acendradamente católico, en tanto que el Excelentísimo Gobernador de la Tortuga era hugonote sin discusión. Lo raro es que el último fuera de sobra más indulgente que Monsieur Philippe, de quien, por asuntos de la burocracia borbónica y del escalafón colonial, dependía. No ignoraba Monsieur Levasseur los matices psicológicos de Monsieur Philippe; lo que sí ignoraba, es que venía a reemplazarlo, despojándolo de su opípara prebenda. Por eso lo acogió agradablemente, en su primera visita a la Tortuga, y se esforzó por que ésta fuese lo más cordial posible. Se la ofreció en bandeja, como un convite de frutas, y lo dejó reposar en la habitación que le asignara. Allí, Monsieur de Poincy meditó sobre la misión (o el desquite) que le incumbía, los cuales, siendo desagradables, no dejaban de ser de su agrado. Esa reflexiva actitud, con los planteos retrospectivos inclusos, auxilió a los demonios, acechantes en torno del funcionario austero, para formarse una idea cabal de la situación.

Desde que el Cardenal Ministro le confió el gobierno de San Cristóbal, Monsieur de Lonvilliers de Poincy debió debatirse contra elementos complejos. Los ingleses habían sido sus iniciales ocupantes, en 1623. A fin de lograrlo, tuvieron que luchar contra los caribes, sus amos bravíos. No les hubiera ido demasiado bien en la empresa, pues los indios, que conocían cada recoveco, menudeaban las estratagemas y escaramuzas, de no haberse presentado, por azar, los franceses. Los comandaba Monsieur Pierre Belain d'Esnambuc, segundón de una familia noble, quien había probado fortuna, sin éxito, en las lides de la piratería, hasta que frente a la isla zozobró su nave. Allá, Mr. Thomas Warner, el Gobernador inglés, le abrió los brazos y le propuso una alianza, que d'Esnambuc aceptó con regocijo. Juntos, se dedicaron a explotar a San Cristóbal, hasta que, al cabo de dos años, el francés retornó a su patria, opulento. Richelieu lo escuchó; valoró las ventajas que podían derivar, para la Corona, de su experiencia y astucia; y lo mandó de vuelta, con la orden de eliminar a los ingleses y de ocupar la totalidad de las Pequeñas Antillas. En lugar de suprimir a su amigo Warner, d'Esnambuc llegó a un acuerdo con él, y el resultado fue la repartición, entre ambos, de la isla. Empero, un año más tarde, el inglés se vio obligado a expulsar a su socio, aplicando a regañadientes ordenanzas venidas de Londres. Reaccionó el caballero (quizás de concierto con el británico), lo atacó y lo redujo. Warner partió para su país, a informar de lo acontecido, y d'Esnambuc quedó de absoluto dueño. Hubo entonces una incursión bélica de los españoles, a raíz de la cual ingleses y franceses, solidarizados, probaron la acidez de la derrota. Sin embargo, los españoles se fueron pronto, luego de una inútil quemazón, y d'Esnambuc regresó a su señorío. También regresó Warner, con lo que se restableció la división isleña, esta vez bajo la égida de sus respectivas naciones. Pese a que los de Francia llevaron adelante el plan que fijara Richelieu, y se apropiaron de la Martinica y de Guadalupe, el Cardenal consideró que la fraternidad de Warner y d'Esnambuc no condecía con el espíritu de sus proyectos, y resolvió descartar a su representante. Consecuentemente, Monsieur Philippe de Lonvilliers de Poincy, designado Gobernador de San Cristóbal, entró en escena. Monsieur Philippe era un hombre harto distinto de Monsieur Pierre. Este último dormía en una hamaca, sujeta de dos palmeras, mientras que el nuevo administrador requirió un castillo de dos pisos, rodeado de jardines. En él albergó su soledad altiva, que únicamente abandonó para apoderarse, con ejemplar eficacia, de catorce islas más. Mientras las coleccionaba, como un filatélico colecciona sellos antillanos, lo circundaron inquietantes rumores relativos a la Tortuga. Vivía en ella, a escasas millas al noroeste de la Española, un puñado de aventureros sin patria, quienes habían constituido una curiosa suerte de república, bajo el nombre de Cofradía de Hermanos de la Costa, y practicaban desenfadadamente el próspero filibusterismo. No era Monsieur de Poincy un señor a quien arredraban los desmanes. Sin vacilar destacó en 1640, para que de la Tortuga se adueñase, a Monsieur Levasseur, uno de los curtidos capitanes de d'Esnambuc. Dijimos que Levasseur era hugonote. Al desprenderse de él, el católico Monsieur Philippe aprovechó para deshacerse de otros herejes, quienes acompañaron al presunto conquistador. Levasseur fue muy hábil. En lugar de conquistar la isla, conquistó a los piratas, y se hizo elegir gobernador, barriendo con el que desempeñaba esas funciones. No obstante, no juzgó oportuno anexar la Tortuga a Francia, todavía. Levantó el fuerte, y en realidad se convirtió en un filibustero más, con lo que eso entraña de provecho, ya que percibió tajadas suculentas, de los botines. Al remoto Monsieur de Poincy lo mantuvo alejado con embustes zalameros. Lo ayudó la circunstancia de que el nuevo Ministro, el Cardenal Mazarino, valorase los rendimientos que para su política procedían de la amistad de los piratas, quienes infligían notables pérdidas a los españoles. Y de Poincy, desterrado, vejado, olvidado en San Cristóbal, en tanto Levasseur gobernaba espléndidamente a la Tortuga, enfermó de encono. El odio es uno de los supremos motores del Mundo, y Monsieur Philippe aceitó al suyo, con prolija pasión, durante años. Hasta que sonó su hora. En 1647, las potencias europeas se distribuyeron las Antillas; y la Tortuga no correspondió ni a Francia ni a Inglaterra sino, precisamente —como si Monsieur de Lonvilliers de Poincy hubiese presidido la mesa de las diplomáticas deliberaciones— a la Orden de Malta, junto con San Cristóbal, San Bartolomé y la mitad de San Martín. Tantos santos enardecieron al piadoso Gobernador, espectacular dignatario maltés. De inmediato, designó a Monsieur de Fontenay, para que relevase a Levasseur, el desleal. Y con él, ebrio de pompa., desplegadas las banderas de Malta entre las de su tierra de origen, fija sobre el pecho la heráldica y autoritaria cruz, navegó hacia la Tortuga. A punto de desembarcar, lo hallaron los demonios, cuando rezumaba venganza y orgullo. Ahora fumaba su pipa, en «El Palomar», como si estuviera en la Ciudad Prohibida de Pekín y si este peñón no midiese cuarenta kilómetros de largo por ocho de ancho, sino abarcase la magnitud de la China entera. Le brillaban los ojos como el cielo tropical. Se frotaba las manos. Reía.

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