A principios de los años cincuenta, Michael, un chico de once años a quien sus amigos apodan Mina, se embarca en un transatlántico que se dirige desde Colombo hacia Inglaterra. En el comedor lo sientan en la modesta «mesa del gato», la más alejada de la mesa del capitán, con un excéntrico grupo de pasajeros y otros dos jóvenes, Cassius y Ramadhin. De noche asisten, fascinados, a los paseos por cubierta de un preso encadenado cuyo delito los obsesionará para siempre, mientras que la hermosa y enigmática Emily se convierte en la causa del despertar del deseo sexual.
La narración se desplaza a los años de vida adulta de los protagonistas y pone de relieve la diferencia entre la magia de la niñez y la melancolía del conocimiento adquirido.
Michael Ondaatje
El viaje de Mina
ePUB v1.0
hermes 1001.01.12
Título original:
The Cat’s Table
Michael Ondaatje, 2011.
Traducción: José Luis López Muñoz
Diseño/retoque portada: Chris Reeve / Trevillion Images
Editor original: hermes 10(v1.0)
ePub base v2.0
Para Quintin, Griffin, Kristin y Esta
Para Anthony y para Constance
Y así es como veo el Oriente: siempre desde una pequeña embarcación; ni una luz, ni un movimiento, ningún sonido. Hablábamos en susurros, como temerosos de despertar a la tierra… Todo se concentra en ese momento, el momento en que abrí los ojos, en plena juventud, para verlo. Llegaba allí después de pelearme con el mar.
JOSEPH CONRAD, Juventud
No decía nada. Miraba todo el tiempo por la ventanilla del automóvil. En los asientos delanteros, dos adultos hablaban en voz baja y sin apenas separar los labios. Podría haber escuchado si hubiese querido, pero no se molestaba. Durante un rato, en el trozo de carretera que estaba siempre inundado, oyó el ruido del agua al salir despedida por las ruedas. Entraron en el Fuerte y el coche dejó atrás en silencio el edificio de correos y la torre del reloj. A aquella hora de la noche apenas había tráfico en Colombo. Siguieron por Reclamation Road, pasaron la iglesia de Saint Anthony, y después vio el último de los puestos de comida, todos sin más iluminación que una sola bombilla. Luego entraron en la vasta oscuridad que era el puerto, con una solitaria hilera de luces en la distancia a lo largo del embarcadero. Después se apeó, sin apartarse del calor que despedía el coche.
Oyó ladrar en la oscuridad a los perros sin amo que vivían en los muelles. Casi todo lo que tenía alrededor resultaba invisible, con la excepción de lo que se podía reconocer bajo el resplandor de algunas lámparas de queroseno: estibadores que tiraban de una hilera de carros con equipajes, algunas familias apiñadas. Todo el mundo se encaminaba ya hacia el barco.
Tenía once años aquella noche cuando, todavía completamente in albis acerca del mundo, subió a bordo del primer y único buque de su vida. La impresión era como si a la costa se le hubiera añadido una ciudad, y una ciudad mejor iluminada que cualquier pueblo o aldea. Avanzó por la plancha mirando sólo dónde ponía los pies —no existía nada más allá— y siguió hasta que tuvo delante el puerto a oscuras y el mar. A lo lejos se distinguían las siluetas de otros barcos que comenzaban a encender sus luces. Se quedó allí solo, oliéndolo todo, y luego regresó para abrirse camino entre el ruido y la multitud por el lado del barco que daba a tierra. Un resplandor amarillo sobre la ciudad. Sintió ya que se levantaba una barrera entre él y lo que allí sucedía. Los camareros empezaron a distribuir alimentos y bebidas. Comió varios sándwiches y a continuación bajó a su camarote, se desnudó y se acostó en la estrecha litera. No había dormido nunca bajo una manta, excepto en una ocasión en Nuwara Eliya. Estaba absolutamente despierto. El camarote, situado por debajo del nivel del agua, no tenía ojo de buey. Encontró un interruptor junto a la cama y al apretarlo su cabeza y la almohada quedaron de repente iluminadas por un cono de luz.
No subió a cubierta para una última mirada, ni para despedirse de los parientes que lo habían traído al puerto. Oyó que se cantaba y se imaginó los adioses familiares —primero lentos y después emocionados— que se estaban produciendo en el aire nocturno estremecido. No sé, sigo sin saberlo, por qué eligió la soledad. ¿Acaso se había marchado ya quienquiera que lo había llevado al
Oronsay
? En las películas, las familias se separan llorando, y el barco se aleja de tierra firme mientras los que se marchan no apartan los ojos de los rostros de los que se quedan hasta que dejan de verse.
Trato ahora de imaginarme quién era aquel chico que había subido al barco. Quizás ni siquiera existía una conciencia del yo en la inmovilidad nerviosa de aquel saltamontes joven o grillo pequeño en la estrecha litera, como si le hubieran introducido de contrabando en el futuro, sin comerlo ni beberlo.
Se despertó de repente, al oír el ruido de pasajeros que corrían por el pasillo. De manera que volvió a vestirse y salió del camarote. Algo estaba sucediendo. Gritos de borracho que los oficiales del barco trataban de acallar llenaban el aire nocturno. En mitad de la cubierta B, unos marineros intentaban sujetar al práctico del puerto. Después de guiar meticulosamente al
Oronsay
hasta sacarlo a mar abierto (había muchas trayectorias que era preciso evitar debido a los invisibles restos de naufragios y a un antiguo rompeolas), el práctico se dedicó a beber más de la cuenta para celebrar su éxito. Ahora, al parecer, no se quería marchar. Todavía no. Quedarse, quizás, una o dos horas más a bordo. Pero el
Oronsay
estaba deseoso de hacerse a la mar a medianoche y el piloto del remolcador esperaba junto al costado del buque. La tripulación había estado forcejeando con el práctico para obligarlo a bajar por la escala de cuerda, pero como se corría el peligro de que se cayera y se matase, lo estaban capturando con una red estilo pez, y de esa manera terminaron por bajarlo sano y salvo hasta el remolcador. No pareció que aquel sistema lo avergonzara lo más mínimo, aunque el episodio molestó mucho a los oficiales de la Orient Line, que estaban en el puente de mando, todos uniformados de blanco, absolutamente furiosos. Los pasajeros vitorearon al remolcador cuando se separó del transatlántico. Luego se oyó el sonido del motor de dos tiempos y los monótonos cánticos del práctico mientras su barquito desaparecía en la noche.
¿Qué hubo en mi vida antes de aquel barco? ¿Una piragua en un viaje fluvial? ¿Una motora en el puerto de Trincomalee? Siempre aparecían pesqueros en nuestro horizonte. Pero nunca me hubiera imaginado la magnificencia de aquel castillo flotante que se disponía a cruzar el mar. Mis trayectos más largos habían sido viajes en automóvil a Nuwara Eliya y a Horton Plains, o hasta Jaffna en el tren que tomábamos a las siete de la mañana y del que nos apeábamos a última hora de la tarde. Hacíamos el viaje con nuestros sándwiches de huevo, algunos
thalagulies
, una baraja y una novela de aventuras.
Sin embargo ahora se había dispuesto que fuese a Inglaterra en barco, y que hiciera el viaje solo. No se mencionó que aquello podría ser una experiencia fuera de lo corriente, emocionante o peligrosa, de manera que no lo abordé ni con alegría ni con miedo. Nadie me avisó de que el barco tenía siete niveles, ni de que llevaría más de seiscientas personas a bordo, lo que incluía un capitán, nueve cocineros y un veterinario, y que albergaría una celda para un preso y piscinas tratadas con cloro que nos acompañarían mientras navegábamos por dos océanos. Mi tía había marcado la fecha de salida en el calendario sin darle demasiada importancia y había informado a mi colegio de que me marcharía al final del trimestre. El hecho de que fuese a estar embarcado durante veintiún días tampoco parecía destacable, así que que me sorprendió que mis familiares se molestaran en acompañarme hasta el puerto. Había dado por sentado que tomaría el autobús por mi cuenta y haría trasbordo en Borella Junction.
Se había hecho un único intento de prepararme para el viaje. Al saberse que una dama de nombre Flavia Prins, cuyo marido conocía a mi tío, iba a emprender viaje en el mismo buque, se la invitó una tarde a tomar el té para que nos conociéramos. Flavia Prins viajaría en primera clase pero prometió no perderme de vista. Le estreché la mano con mucho cuidado, porque la llevaba llena de sortijas y brazaletes, y a continuación se dio la vuelta para continuar la conversación que yo había interrumpido. Me pasé la mayor parte de una hora escuchando a unos cuantos tíos míos y contando los canapés que se comían.
En mi último día en Colombo encontré un cuaderno para exámenes sin estrenar, un lápiz, un sacapuntas, un mapamundi bastante detallado y lo puse todo en mi maleta, más bien pequeña. Luego salí fuera, me despedí del generador de la luz y desenterré las piezas de la radio que había desmontado en una ocasión y que, al ser incapaz de volver a montarla, había escondido en el jardín. También dije adiós a Narayan y a Gunepala.
Al montarme en el coche se me explicó que, después de haber cruzado el océano Índico, el mar de Omán y el Mar Rojo, y de pasar al Mediterráneo por el canal de Suez, llegaría una mañana a un pequeño muelle en Inglaterra donde mi madre me estaría esperando. No era la magia ni la longitud del viaje lo que me preocupaba, sino el detalle de cómo mi madre podría saber con exactitud cuándo llegaba yo a aquel otro país.
Y si estaría allí.
Oí que alguien deslizaba una nota por debajo de la puerta del camarote. Era para decirme que se me había asignado la mesa 76 para todas las comidas. En la otra litera no había dormido nadie. Me vestí y salí. No estaba acostumbrado a utilizar escaleras y las subí con recelo.
En el comedor había nueve personas en la mesa 76, lo que incluía otros dos chicos aproximadamente de mi edad.
—Parece que nos ha tocado la mesa del gato —dijo una señorita apellidada Lasqueti—. Estamos en el peor sitio.
No cabía duda de que nos encontrábamos muy lejos de la del capitán, al extremo opuesto del comedor. Uno de los chicos de nuestra mesa se llamaba Ramadhin y el otro Cassius. El primero era callado, el segundo parecía desdeñoso, y procedimos a ignorarnos mutuamente, aunque reconocí a Cassius: habíamos ido al mismo colegio y, aunque tenía un año más que yo, sabía muchas cosas de él. Se le consideraba todo un personaje e incluso lo habían expulsado durante un trimestre. Yo estaba seguro de que tendría que pasar mucho tiempo antes de que empezáramos a hablar. Pero lo bueno de nuestra mesa era que, al parecer, contábamos con varios adultos interesantes. Entre ellos un botánico y un sastre propietario de una tienda en Kandy. Lo más emocionante era contar con un pianista que reconocía, alegremente, haber «iniciado ya el declive».
Se trataba del señor Mazappa. Por las noches tocaba con la orquesta del barco y por las tardes daba clases de piano. Como compensación le habían hecho un descuento en el precio del pasaje. Después del primer almuerzo nos obsequió a Ramadhin, a Cassius y a mí con historias de su vida. En compañía del señor Mazappa, mientras nos divertía con las letras confusas y a menudo obscenas de canciones de su repertorio, llegamos a aceptarnos nosotros tres. Porque éramos tímidos y torpes. Ninguno había hecho ni siquiera un gesto de saludo a los otros dos hasta que Mazappa nos apadrinó y nos aconsejó que tuviéramos los ojos y los oídos bien abiertos, porque en aquel viaje toda una educación nos estaba esperando. De manera que para el final de nuestro primer día descubrimos ya que los tres podíamos compartir nuestra curiosidad.