Incluso aunque Emily no lo hubiera frecuentado, yo habría sentido curiosidad por Sunil.
En el comedor me situé a la misma distancia de tres mesas. En una se sentaba una pareja de gente muy alta con un niño pequeño, en otra había mujeres que susurraban y, en algún otro sitio, dos hombres de aspecto severo. Yo había inclinado la cabeza y fingía leer. Pero escuchaba. Imaginé que mis orejas se orientaban hacia la pareja con el niño. La mujer le contó al hombre los dolores que sentía en el pecho. Luego le preguntó qué tal había dormido. Y él contestó:
—No tengo ni idea.
En la segunda mesa una de las mujeres que susurraban dijo:
—Así que le pregunté: «¿Cómo puede ser
a la vez
afrodisíaco y laxante?». Y él dijo: «Bueno, todo depende de aprovechar el momento oportuno».
En la tercera mesa no pasaba nada. Escuché de nuevo a la pareja alta con el niño, que eran un médico y su mujer. Él enumeraba algunos remedios que ella podía tomar.
Dondequiera que estuviese me dedicaba a escuchar, desde que el señor Mazappa había dicho: «Tened los ojos y los oídos bien abiertos. Toda una educación os está esperando». Y yo seguía apuntando en el cuaderno del colegio las cosas que oía.
«Hazme caso: es posible ingerir estricnina siempre que no se mastique
.»
«Jasper Maskelyne, el mago, organizó durante la guerra todo el trabajo “ficticio” en el desierto. De hecho, se hizo mago cuando terminó la guerra
.»
«Está absolutamente prohibido tirar nada por encima del costado del buque, madame
.»
«Es uno de los depredadores sexuales del barco. Lo llamamos “el Torniquete”
.»
«A Giggs no le podemos quitar la llave…» «Así que tendremos que conseguir que nos la dé Perera.» «Pero ¿quién es Perera
?»
Como los componentes de nuestra mesa seguían abatidos por la marcha de Mazappa, el señor Daniels decidió organizar una cena informal para ellos, así como para unos pocos invitados más. A mí me encargó que se lo propusiera a Emily, quien a su vez preguntó si podía acompañarla su amiga Asuntha. Daba la sensación de que Emily tomaba cada vez más a su cargo a la chica sorda. También se invitó al médico ayurveda, sin ocupación desde la muerte de Hector de Silva. Al señor Daniels y a él se los veía con frecuencia paseando por las cubiertas en animada conversación.
Nos reunimos todos en la sala de turbinas y pronto empezamos a descender, uno a uno, por la escala de metal hacia la oscura profundidad del buque. Sólo Ramadhin, Cassius y yo, además del ayurveda, habíamos hecho aquel viaje hasta el «jardín botánico», pero el resto del grupo, que ignoraba adónde iba, no parecía demasiado convencido. Cuando alcanzamos el nivel más bajo, el señor Daniels, una vez más, apretó el paso por el mundo hueco y misterioso de la cala. Hubo algunas risas contenidas cuando pasamos ante el mural con las mujeres desnudas. Para entonces Cassius había llegado a conocerlo bien. Un día había conseguido de algún modo llegar solo, empujar un cajón hasta colocarlo delante del mural y subirse encima para estar a la altura de aquellos cuerpos inmensos. Se quedó allí toda la tarde, sin moverse, en la semioscuridad.
El señor Daniels nos fue guiando y, al doblar una esquina, vimos delante de nosotros su jardín y una mesa con comida. Se esfumaron todas las dudas de los invitados. Incluso sonaba música en algún sitio. Se había pedido prestado una vez más el gramófono de la señorita Quinn-Cardiff, en esta ocasión a los estibadores que trabajaban en otra sección de la cala, y Emily empezó a seleccionar varios discos de 78 revoluciones del montón disponible. Se nos dijo que el señor Mazappa había dejado unos cuantos para nosotros. Algunos invitados recorrieron los senderos bien ordenados, con abundante verdor a ambos lados, mientras el ayurveda explicaba —como en secreto, que era su forma habitual de hablar— que el ácido oxálico del carambolo se utilizaba en los templos para abrillantar los objetos de latón. Emily, deseosa de bailar, abrazó a la silenciosa Asuntha y, moviéndose al ritmo de la música, empezó a recorrer uno de los estrechos senderos con su vestido amarillo, como si fuera ella misma uno de aquellos frutos con forma de estrella.
Cuando pienso en todas nuestras comidas en el
Oronsay
, la primera imagen no es nunca la del comedor propiamente tal, donde se nos había colocado tan lejos del capitán, en el peor sitio, sino la de aquel rectángulo iluminado en algún lugar de las entrañas del buque. Se nos pasó una bebida a base de tamarindo que —sospecho— debía de tener bastante alcohol. Nuestro anfitrión fumó uno de sus cigarrillos especiales, y me di cuenta de que la señorita Lasqueti, que se había inclinado para estudiar una planta que sólo le llegaba al tobillo, alzó la cabeza porque debió de notar algo en el aire.
—Es usted un hombre complicado —murmuró, acercándose al señor Daniels—. Podría envenenar a un dictador con algunas de esas hojas de aspecto tan inocente.
Más tarde, cuando el señor Daniels describió una guindilla antibacteriana y una papaya que se podía utilizar para deshacer coágulos de sangre después de una operación, le puso la mano en la manga y añadió:
—O podría usted resultarle muy útil al Guy’s Hospital de Londres.
Gunesekera, el sastre, que deambulaba como un fantasma entre nosotros, asintió con la cabeza, pero hacía lo mismo ante cualquier observación que oyera, porque de esa manera se ahorraba el tener que hablar. Luego siguió pendiente de cómo nuestro anfitrión, en aquel momento al lado del ayurveda, señalaba las vincapervinca de Madagascar (excelentes para la diabetes y la leucemia, explicó) y después procedía a arrancar varias limas indonesias, «frutas milagrosas» las llamó, cuyo zumo nos iba a ofrecer enseguida.
De manera que nos sentamos a comer en una nueva mesa del gato. Las luces colgadas se balanceaban por encima de nosotros: aquella noche quizá soplaba un poco de brisa en la cala, o puede que fuera el movimiento del mar. Detrás estaban las hojas oscuras de los árboles de los dedos
(Euphorbia tirucalli
) y una calabaza negra. También teníamos cuencos con agua y flores y frente a mí estaba mi prima, los brazos apoyados en la mesa, expectante bajo las luces que oscilaban. A su lado se había sentado el señor Nevil. Sus manos enormes, que en otro tiempo habían desguazado buques, alzaron su cuenco y lo agitaron suavemente, con lo que la flor se meció en el agua bajo la luz en movimiento de la lámpara. Estaba, como siempre, a gusto en su silencio, sin importarle que nadie le hablara. Emily se inclinó, apartándose de él, para susurrar algo a su protegida. La chica estuvo pensando algún tiempo y luego susurró su secreto personal al oído de Emily.
Comimos con calma. Todos quedábamos a oscuras, como abandonados, hasta que nos inclinábamos hacia delante para que nos diera la luz. Nos movíamos despacio, con aire de estar medio dormidos. Se volvió a dar cuerda al gramófono, y el zumo de las limas indonesias inició su recorrido por la mesa.
—Por Mazappa —dijo el señor Daniels sin alzar la voz.
—Y por Sunny Meadows —respondimos nosotros.
La cala, profunda y oscura, se llevó nuestras palabras, y durante un rato nadie se movió. Sólo se oía la música del gramófono, la lenta respiración del saxofón. Un ligero vapor, controlado por un temporizador en algún sitio, cayó durante unos diez segundos sobre las plantas y la mesa y sobre nuestros hombros y brazos. Nadie hizo gesto alguno para protegerse. Al acabarse el disco oímos el repetido rascar de la aguja, esperando a que alguien la levantara. Las dos chicas que tenía delante seguían intercambiando susurros y yo las vigilaba, las escuchaba con mucha atención. Me centré en los labios pintados de mi prima. Oía palabras sueltas. «¿Por qué? ¿Cuándo va a suceder?» Asuntha negó con la cabeza. Creo que dijo: «Podrías ayudarnos». Y Emily, los ojos bajos, no dijo nada durante un rato, pensando. Había una franja de oscuridad entre los dos lados de la mesa, y yo las veía a través de ella. Alguien reía, pero yo guardaba silencio. Me fijé en que el señor Gunesekera también miraba al frente.
—
¿Es tu padre
? —susurró Emily sorprendida.
La chica asintió con la cabeza.
No habló con nadie en el buque sobre lo que su padre había hecho. De la misma manera que, cuando era más pequeña, nunca revelaba o admitía dónde estaba ni qué hacía. Tampoco cuando lo detuvieron y le metieron en la cárcel por primera vez. Por entonces no era más que un ladrón, una persona que trabajaba en lo suyo, al margen de la ley. De joven no pasaba de simple alborotador, lleno de confianza en sí mismo, pero había evolucionado mucho.
Era en parte asiático y en parte de otro origen, aunque no estaba seguro de cuál. El apellido Niemeyer podía haberlo heredado o robado o inventado. Cuando lo encarcelaron, a su mujer y a su hija apenas les quedaba una rupia. La madre fue perdiendo la razón y Asuntha no tardó en descubrir que no se podía contar con ella. Tan pronto callaba y no se comunicaba con nadie, como estallaba, furiosa, contra todo el mundo, su hija incluida. Los vecinos trataron de ayudarla en su necesidad, pero se volvió contra todos. Empezó a automutilarse. La niña no tenía más que diez años.
Asuntha consiguió que alguien la llevara a la cárcel de Kalutara, donde le permitieron ver a su padre. Hablaron y Niemeyer le dio el nombre de su hermana, que vivía en la provincia meridional. La tía de Asuntha se llamaba Pacipia. El padre, al parecer, no pudo hacer nada más. Toda su ayuda fue aquel nombre. Niemeyer tenía unos treinta y seis años por entonces. Su hija lo vio acorralado en su celda, todavía ágil, pero perdida la naturalidad de sus gestos. No le fue posible abrazarla a través de los barrotes. Barrotes entre los que, por su condición de ladrón, podría haberse deslizado embadurnándose con aceite. De todos modos, a ella le pareció un hombre poderoso, que se movía de aquí para allá en un silencio eficaz, como su voz tranquila que parecía saltar por el espacio y penetrar en ti como un susurro.
Regresar a su hogar le resultó más difícil. Durante el viaje cumplió los once años. Lo recordó de repente, mientras recorría a pie los casi cincuenta kilómetros desde Kalutara. Su madre no estaba en casa ni en ningún otro lugar del pueblo. Le había dejado un regalo, una cosa pequeña, envuelta en una hoja de árbol: un brazalete, hecho con cuentas y con una correa de cuero marrón. Durante las últimas semanas, que habían sido a intervalos un periodo de desquiciamiento, Asuntha había visto a su madre engarzar las cuentas. Se lo puso en la muñeca izquierda. Cuando creciera y se le quedara pequeño, se lo pondría en el pelo.
Las noches las pasaba en la choza, esperando el regreso de su madre; casi no encendía la lámpara, porque apenas quedaba combustible. Cuando se hacía de noche, dormía, pero se despertaba de madrugada y no tenía nada que hacer hasta la salida del sol. Tumbada en su camastro, dibujaba mentalmente un mapa de los alrededores y planeaba adónde iría al día siguiente en busca de su madre. No se le escapaba que podía estar en cualquier sitio, escondida en una aldea abandonada o a orillas de algún río donde los árboles extendieran sus ramas sobre la rápida corriente. Existía la posibilidad de que se escurriera y cayese al agua, dado lo angustiada que estaba, o que fracasara en un intento desganado de vadear la laguna. A Asuntha le asustaban todos los sitios donde hubiera agua; en ellos se podía ver cómo la oscuridad que estaba debajo de la superficie trataba de alcanzar la luz.
Los cantos de los pájaros la despertaban y abandonaba la choza para buscar a su madre. Había vecinos que se ofrecían a recogerla en sus hogares, pero por la noche siempre regresaba a su choza. Se había prometido a sí misma que seguiría buscando dos semanas más. Aún se quedó una tercera. Finalmente dejó un mensaje escrito en una tablilla que colgó de la pared sobre el camastro de su madre y abandonó el único hogar que había conocido.
Se dirigió hacia el interior de la isla y hacia el sur, alimentándose con la fruta y las hortalizas que encontraba. Pero echaba de menos la carne. Alguna vez mendigó comida en las casas y le dieron lentejas. No les contó su historia, tan sólo que llevaba una semana de viaje. Se cruzó con monjes que iban siempre con el cuenco por delante, y dejó atrás fincas de cocoteros en las que a los guardas que vigilaban la entrada alguien les traía la comida en bicicleta. Asuntha se detuvo cerca y habló con ellos mientras comían para oler los alimentos. En un pueblo siguió a un perro vagabundo por callejones traseros hasta los restos de una comida que alguien había tirado desde la puerta de una cocina. Encontró una guanábana que ya estaba abierta y comió tanto que acabó vomitando y tuvo de repente una fiebre muy alta. Se sumergió en un río y se quedó allí, agarrada a una rama, para que le bajase el calor que la agobiaba. Llevaba más de ocho días caminando cuando vio a cuatro hombres que transportaban una cama elástica. Supo que había encontrado lo que buscaba. Los siguió de lejos hasta que finalmente se volvieron para preguntarle quién era. Asuntha no contestó. Hizo como si dejara de seguirlos pero no los perdió de vista, incluso cuando abandonaron el camino para cruzar un campo y desaparecieron más allá de una colina cubierta de maleza. Fue así como descubrió las tiendas. Preguntó por Pacipia y un hombre muy delgado la llevó hasta una mujer que era la hermana de su padre.
En cierta manera se le parecía. También se movía como lo hacen los animales. Era muy alta, y parecía más dura que Niemeyer por su forma de tratar a los hombres y a las mujeres a su alrededor. Pacipia, responsable de un pequeño circo rural, mantenía unida a la compañía por medio de reglas muy estrictas. Su comportamiento con la chica fue distinto, sin embargo. La tomó en brazos y se la llevó lejos de los artistas, hasta unos espinos. La peinó con los dedos y escuchó su relato de cómo había visto a su padre en la cárcel, la desaparición de su madre, y sobre todo sus ganas de comer carne. Pacipia había coincidido con la madre de Asuntha unas cuantas veces, y asintió con la cabeza, teniendo cuidado de que la chica no supiera lo que pensaba. Finalmente, cuando le pareció conveniente, dejó en el suelo a la niña que aún llevaba en brazos.
Luego recorrió con Asuntha las distintas tiendas. Las lonas laterales estaban recogidas a causa del calor de la tarde, y la chica vio a los acróbatas durmiendo de día, de cara al viento que entraba por los lados abiertos y que había recorrido todo el camino desde la costa. Aunque había viajado sola durante una semana como mínimo, no estaba segura de cuál era el lugar al que por fin había llegado. Pero su tía dio por sentado que no era de natural nervioso. Hija sin duda de su padre, ¿verdad que sí? La niña se mantuvo pegada a Pacipia los primeros días, dificultando sus preparativos. Había que dar varias funciones durante los próximos días en Beddegama, un pueblo cercano. Después, la compañía seguiría su camino. Una población distinta todas las semanas en la provincia meridional. De lo contrario, sus músicos se prendarían de las bellezas locales y abandonarían el circo. Los músicos no tenían demasiado que hacer, pero sus fanfarrias eran esenciales en cualquier espectáculo.