Recuerdo aún cómo el
Oronsay
se movía por aquel canal, lo precario de nuestra visibilidad, los sonidos que eran mensajes de la orilla, y recuerdo también a los que dormían sobre cubierta perdiéndose aquel panorama de actividad. Nosotros nos asomábamos por encima de la barandilla y nos movíamos de aquí para allá. Podríamos habernos caído, podríamos haber perdido el
Oronsay
y haber tenido que enfrentarnos con otro destino, ya fuera de mendigos o de príncipes.
—¡Amigo! —gritábamos si veíamos a alguien lo bastante cerca como para que distinguiera nuestras reducidas siluetas—. ¡Hola, amigo!
Y la gente nos saludaba, nos obsequiaba con una sonrisa. Todos los que vieron cómo nos deslizábamos aquella noche eran amigos nuestros. Alguien nos arrojó una naranja. ¡Una naranja del desierto! Cassius no se cansaba de gritar pidiendo
beedis
, pero nadie le entendía. Un estibador alzó algo, planta o animal, pero la oscuridad lo disfrazaba demasiado bien.
Ninguna otra embarcación tenía que viajar aquella noche por las oscuras aguas del Canal. El contacto por radio había estado funcionando durante más de veinticuatro horas para que pudiéramos entrar, como estaba programado, en el momento mismo de la medianoche. Bajo un cable con una luz eléctrica que se balanceaba, allí abajo, en la orilla, había un individuo sentado ante una mesa improvisada, cumplimentando impresos que después entregó a un corredor que alcanzó el barco y arrojó los documentos con un peso metálico de manera que aterrizaran a los pies de uno de los marineros. Nunca nos detuvimos, dejamos atrás al corredor, al funcionario de la mesa que anotaba frenéticamente las tablas de cambio y al cocinero de una cantina que asaba en un fuego al aire libre algo cuyo olor era un regalo, un deseo en la noche, una tentación de abandonar el buque para huir de toda la comida europea que llevábamos muchos días consumiendo. Cassius dijo: «Así es como huele el incienso». Y nuestro buque continuó, guiado por aquellos desconocidos. Recogíamos de la tierra lo que era fresco, y hacíamos trueques con los objetos que arrojaban a bordo. Quién sabe qué fue lo que se intercambió aquella noche, ni qué fecundaciones cruzadas se produjeron —mientras los documentos de entrada y salida se firmaban y se devolvían a tierra— desde que entramos hasta que abandonamos el mundo breve y provisional de El Suweis.
Seguimos deslizándonos hasta que amaneció. Nubes aborregadas moteaban el cielo. No habíamos visto nubes durante el viaje, a excepción de las oscuras montañas que se amontonaban sobre el buque y nos caían encima durante las tempestades. Luego, al acercarnos a Port Said, se alzó una tormenta de arena que se situó sobre nosotros, un último grito ahogado procedente de Arabia que trastocó por completo las señales de radar del buque. Aquélla era la razón de que nuestra llegada a El Suweis hubiera sido cuidadosamente programada para producirse a medianoche, con el fin de que alcanzáramos Port Said con luz de día, cuando la navegación podía basarse en lo que los seres humanos son capaces de ver. De manera que entramos en el Mediterráneo con los ojos bien abiertos.
Hubo un momento, cerca ya de cumplir los treinta, en el que, de repente, sentí la imperiosa necesidad de tratarme con Cassius. Aunque había seguido en contacto con Ramadhin y su familia y había pasado tiempo con ellos, a Cassius no le había vuelto a ver desde el día en que pusimos pie en Inglaterra.
Y durante aquel periodo en el que sentía el deseo de volver a verlo, me encontré precisamente con que se hablaba de él en un periódico de Londres. Había una fotografía suya. No lo hubiera reconocido de no ser porque tenía su nombre al lado. Con más años, por supuesto, más moreno, tan diferente, imagino, como debía de serlo yo del niño que se embarcó en el
Oronsay
en los años cincuenta. Se anunciaba una exposición de sus cuadros, de manera que me trasladé al centro de Londres, a una galería en Cork Street. Fui allí no tanto por ver sus obras como para ponerme en contacto con él, con la esperanza de que comiéramos juntos, y habláramos durante mucho, muchísimo tiempo. Sabía muy poco de lo que le había sucedido después de nuestro viaje, aunque estaba al tanto de que, para sorpresa mía, se había convertido en un pintor muy apreciado. ¿Seguiría siendo tan imprevisible?, me preguntaba. ¿Y tan peligroso como me lo parecía cuando los dos éramos poco más que niños? Algunas semillas de Cassius habían permanecido, después de todo, en mi organismo. Estudié otra vez la noticia que había recortado del periódico, la fotografía en la que se recostaba contra una pared blanca y en donde la carga de beligerancia era apenas perceptible.
No encontré a Cassius, sin embargo. En la galería me dijeron que la muestra se había inaugurado algunos días antes y que Cassius estuvo presente entonces. Yo no sabía mucho de las costumbres del mundo artístico. Fue una decepción, aunque su ausencia no tuvo importancia, porque lo que vi en sus cuadros fue al mismo Cassius. Las obras expuestas eran grandes lienzos que llenaban las tres salas de la galería Waddington. Unos quince en total, todos sobre la noche en El Suweis. Las mismísimas lámparas de queroseno por encima de la actividad nocturna que yo todavía recordaba o que, al menos, empecé a recordar aquella tarde de sábado. Y las hogueras al aire libre. El registro de aspecto venerable que cumplimentaba con urgencia un escriba en el aire nocturno, frío y vigorizante. En un primer momento me pareció que los cuadros eran pintura abstracta. Se tenía la sensación de que en ellos las cosas sucedían en el borde de los colores pintados o un poco más allá. Pero una vez que supe dónde estábamos, el cambio fue radical. Incluso encontré al perrillo de Ramadhin mirando al buque desde la orilla. Todo aquello me enriqueció, y no sé por qué. Imagino que me confirmó lo unidos que Cassius y yo habíamos estado, hermanos de verdad. Porque había visto la misma gente que yo aquella noche, personas con las que nos habíamos sentido tan extrañamente compenetrados y a las que nunca volveríamos a ver. Sólo allí. En aquella ciudad nocturna de otro mundo. No habíamos hablado de ello, pero, de algún modo, había sido algo muy real para los dos. Y ahora estaba allí, con nosotros.
Me acerqué al cuaderno donde los visitantes podían escribir comentarios. Algunos de los que leí eran un tanto grandilocuentes, intelectuales en exceso, otros se limitaban a decir «¡Encantador!». Unos garabatos muy sueltos en una página decían: «DAMA VIEJECITA QUEDÓ MUTILADA ANOCHE A ÚLTIMA HORA». Debió de haberlo escrito uno de los amigos borrachos de Cassius. Nadie más había escrito allí, y la frase destacaba de manera especial, totalmente aislada. Hojeé el resto del cuaderno durante un rato y me tropecé con la firma de la señorita Lasqueti, con un cariñoso elogio al arte de Cassius. Puse la fecha y escribí: «La tribu Oronsay, irresponsable y violenta». Luego añadí: «Siento no haberte visto. Mina». No dejé dirección.
Salí, pero algo me retuvo, por lo que decidí visitar de nuevo la galería, esta vez feliz de que estuviera casi desierta. Y cuando entendí qué era lo que me atraía, la recorrí una tercera vez, para asegurarme. Había leído en algún sitio que cuando la gente empezó a alabar el punto de vista característico de las tempranas fotografías de Lartigue
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, pasó algún tiempo antes de que alguien señalara que era el ángulo lógico de un niño pequeño con una cámara mirando
hacia arriba
a los adultos que estaba fotografiando. Lo que yo estaba viendo ahora en aquella galería era el ángulo exacto de visión que habíamos tenido Cassius y yo aquella noche, apoyados en la barandilla del buque, mirando desde arriba a los hombres que trabajaban en aquellos charcos de luz. Un ángulo de cuarenta y cinco grados, más o menos. Me sentí de nuevo junto a la barandilla, mirando, que era donde estaba Cassius emocionalmente mientras pintaba. Adiós, les decíamos a todos ellos. Adiós.
Durante la mayor parte de mi vida he sabido que a Cassius no le podía dar nada que le fuese de utilidad. Pero sentía que podría haber dado algo a Ramadhin, que era alguien que aceptaba mi afecto. Por parte de Cassius existía una amarga insistencia en defender su intimidad. Lo advertí incluso en los cuadros, pese a su evocación de aquella noche en El Suweis. Siempre creí, en cambio, que podría haber ayudado a Ramadhin en una situación difícil. Si lo hubiera sabido. Si hubiera venido a verme y me lo hubiera contado.
A comienzos de los años setenta, mientras trabajaba durante un breve periodo en América del Norte, recibí un telegrama de un pariente lejano. Recuerdo que era mi trigésimo cumpleaños. Dejé lo que estaba haciendo y conseguí plaza en un vuelo a Londres durante el que no logré pegar ojo. Al llegar a mi destino, busqué habitación en un hotel y dormí unas pocas horas.
Al mediodía tomé un taxi que me dejó en Mill Hill, junto a una capillita. Vislumbré por un instante a la hermana de Ramadhin, Massi, y luego, una vez que estuvimos dentro, la vi recorrer el pasillo central. Desde nuestra amistad adolescente no nos habíamos visto apenas. De hecho, no había visto a Ramadhin ni a ningún miembro de su familia por espacio de ocho años. Sospechaba que nos habíamos convertido en personas muy diferentes. Ramadhin me había escrito en una de sus últimas cartas que Massi «pertenecía a un círculo sin muchos prejuicios», que trabajaba para la BBC en uno de sus programas musicales y que era ambiciosa y muy lista. Nada sobre Massi me habría sorprendido, supongo. Era más joven que nosotros, había llegado un año después a Inglaterra y se había adaptado a toda velocidad.
A lo largo de mi adolescencia había llegado a conocer bien a sus padres, unas personas discretas y delicadas que habían educado a aquel hijo tan discreto y delicado. El padre era biólogo, y hablaba siempre sobre mi tío, «el juez», cuando se veía forzado a charlar conmigo y no había nadie más presente. Imagino que mi tío y el padre de Ramadhin se hallaban más o menos al mismo nivel profesional. El señor Ramadhin, sin embargo, era una persona un tanto incompetente en términos del mundo real (manejo de una llave inglesa, preparar el desayuno, respeto de los horarios), mientras que su mujer, también bióloga, lo organizaba todo pero parecía satisfecha de vivir a la sombra de su marido. Su vida, su profesión y su hogar tenían que ser una escalera por la que sus hijos pudieran subir sin problemas. Y en mis años de adolescencia quise pasar el mayor tiempo posible dentro de la silenciosa disciplina y de la tranquilidad de su casa de Mill Hill. Estaba siempre allí. La enfermedad de Ramadhin, sus trastornos cardiacos, habían hecho a su familia más cauta y tranquila que la mía. Existían bajo un fanal y me sentía a gusto con ellos.
Ahora había vuelto a aquel mismo paisaje. Y regresar al hogar de los Ramadhin después del funeral me hizo sentir que estaba cayendo a través de las ramas por las que habíamos trepado años atrás. La casa, cuando llegué allí, parecía más pequeña, y más débil la señora Ramadhin. Los mechones de cabellos blancos hacían su rostro tenso más hermoso, más indulgente, porque siempre había sido una persona estricta, al mismo tiempo que generosa, con sus hijos y conmigo. Sólo Massi era capaz de luchar contra las reglas de su madre, algo que hizo durante buena parte de su vida.
—Has pasado demasiado tiempo lejos, Michael. Estás lejos todo el tiempo.
Las palabras de la madre de Ramadhin eran una flecha cuidadosamente dirigida a mí antes de adelantarse y de permitirme que la estrechara entre mis brazos. En el pasado apenas nos habíamos tocado. «Señora R.», la había llamado durante toda mi adolescencia.
De manera que una vez más entré en su hogar de Terracotta Road. En el estrecho vestíbulo, un grupo daba el pésame a los padres antes de encaminarse a la sala de estar, donde el sofá y el juego de mesas auxiliares y los cuadros ocupaban los mismos sitios que cuando, de adolescente, visitaba a los Ramadhin. Era una cápsula de tiempo de nuestra juventud: el televisor pequeño, los mismos retratos de los abuelos de Ramadhin delante de su casa en Mutwal. Su familia no renunciaría nunca al pasado que habían traído consigo a Inglaterra. Pero ahora había una fotografía más sobre la repisa de la chimenea: la de Ramadhin con la toga y el birrete de su graduación en la Universidad de Leeds. Aquellas galas no le sentaban bien ni tampoco lo disfrazaban. Su cara parecía demacrada, como si estuviera estresado.
Me había acercado mucho y lo estaba mirando. Alguien me agarró del brazo a la altura del codo, los dedos clavándoseme de manera casi deliberada en la carne, y me volví. Era Massi y de repente, casi demasiado deprisa, sentí que estábamos muy cerca el uno del otro. La había visto en la capilla cuando caminaba entre sus padres antes de ocupar el primer banco e inclinar rápidamente la cabeza. Pero no estaba en el vestíbulo para recibir a las personas que llegaban.
—Estás aquí, Michael. Pensaba que no ibas a venir.
—¿Por qué no?
Su mano, pequeña y cálida, me tocó la cara, y luego se alejó para ocuparse de otros, para hablar y aceptar con un leve gesto lo que se le decía, o para dar un abrazo necesario. Por mi parte sólo tenía ojos para ella. Buscaba rasgos de Ramadhin. Nunca había habido muchos ecos entre los dos. Su hermano era grande, tenía un cuerpo pesado y lento, mientras que ella era de carnes prietas y movimientos rápidos. Un «círculo sin muchos prejuicios», me había escrito Ramadhin. Coincidían en el color de pelo, eso era todo. Aun así, tuve el convencimiento de que debía de haber algo de él que hubiera pasado a Massi, algo que había recibido al producirse su brusca desaparición. Imagino que lo que yo necesitaba era la presencia de Ramadhin, pero no estaba allí.
Iba a ser una tarde muy larga, en la que sólo nos vimos a cierta distancia, hablando con diferentes familiares. Durante todo el almuerzo que consumimos de pie vi cómo se movía y, en el papel de diligente abeja familiar, iba pasando de persona en persona entre aquella comunidad de expatriados: desde una anciana tía conmocionada, hasta un tío todavía demasiado alegre por pura costumbre, y más adelante a un sobrino que no entendía por qué todo el mundo parecía tan tranquilo, ya que él adoraba a Ramadhin, que le había dado clases de matemáticas y solía razonar con él cuando se le presentaba alguna crisis. Vi a Massi sentada con aquel muchacho en una tumbona del jardín y hubiera preferido estar allí con ellos que tener que soportar la curiosidad de uno de los amigos de sus padres. Supongo que se debía a que el sobrino tenía diez años. Y yo quería saber cómo Massi podía justificar lo que le estaba diciendo, y por qué nos comportábamos como una secta de gente tranquila que hablaba sólo en susurros. Acto seguido vi que quien lloraba no era el niño sino Massi.