Todavía me sorprende que fuésemos Cassius y yo quienes diéramos un paso al frente y llegásemos a sobrevivir en el mundo del arte. Cassius, que insistía, para su vida pública, en utilizar sólo su combativo nombre de pila. Yo era más contemporizador y había pasado página, pero Cassius salió al mundo desdeñando las risas y los desprecios del arte y del poder y bufando contra ellos. Algunos años después, cuando ya era bien conocido, su instituto de segunda enseñanza en Inglaterra —que él había detestado y que probablemente le pagaba con la misma moneda— le pidió que donara uno de sus cuadros. Respondió con un telegrama: «¡QUE LES DEN POR CULO! SIGUE UNA CARTA SIN PELOS EN LA LENGUA». Cassius ha sido siempre uno de los duros. Cuando me enteraba de algo escandaloso y emocionante que había hecho Cassius, pensaba simultáneamente en Fonseka leyéndolo en los periódicos y suspirando al pensar en el abismo que existía entre objetividad y arte.
Debería
haber ido a ver a nuestro antiguo gurú del humo de cáñamo. Me hubiera revelado a Ramadhin de una manera distinta a como lo hacía Massi. Pero la familia de mi amigo se había roto y su hermana y yo éramos el eslabón para reconstruirla o, al menos, para reparar aquella situación que los incapacitaba a todos para enfrentarse con el dolor de su muerte. Nuestros deseos, por añadidura, se alimentaban de un tiempo anterior, desde aquella mañana de nuestra juventud, a primera hora, cuando Massi parecía pintada por las ramas verdes que se agitaban en el jardín. Todos tenemos en el corazón un viejo nudo que deseamos aflojar y deshacer.
Por no tener hermanas ni hermanos, me había comportado con Ramadhin y Massi como si lo fueran. Era la clase de relación que sólo es posible durante la adolescencia, en contraste con la que mantenemos con las personas con quienes chocamos cuando somos mayores y es más probable que nos cambien la vida.
Al menos así lo creía yo.
Los tres juntos habíamos recorrido aquellos tiempos abstractos y en apariencia inexplorados que eran las vacaciones de verano y de Navidad. Merodeábamos por el universo de Mill Hill. En el velódromo recreamos grandes carreras, bamboleándonos para subir la pendiente y luego precipitarnos cuesta abajo hasta una sensacional foto de llegada. Por la tarde desaparecíamos en alguna sala pequeña del centro de Londres para ver una película. Nuestro universo incluía la central eléctrica de Battersea, las escaleras Pelican de Wapping que bajaban hasta el Támesis, la biblioteca de Croydon, los baños públicos de Chelsea y Streatham Common, un gran espacio abierto que descendía desde High Road hasta unos árboles lejanos. (Allí fue donde Ramadhin estuvo durante algún tiempo en la última noche de su vida). Y Colliers Water Lane, la calle donde a la larga Massi y yo viviríamos juntos. En todos aquellos sitios, los tres entramos como adolescentes y salimos convertidos en adultos. Pero ¿qué sabíamos en realidad, incluso unos de otros? Nunca pensamos en ningún futuro. Nuestro pequeño sistema solar, ¿hacia dónde se dirigía? ¿Y durante cuánto tiempo cada uno de nosotros significaría algo para los otros dos?
Algunas veces descubrimos durante la juventud nuestro yo más verdadero e íntimo. Reconocemos algo que, si bien en un principio es pequeño en nuestro interior, determinará, a la larga, nuestra transformación. Mi apodo a bordo del
Oronsay
era «Mina». Casi mi nombre, pero como si diera un paso en el aire y con un vislumbre de algo extra, semejante al ligero giro en su manera de moverse de todos los pájaros cuando andan. Se trata además de un ave oficiosa y poco de fiar, su voz no del todo creíble a pesar de su gran alcance. Por aquel entonces, supongo, yo era el mina del grupo, que repetía lo que oía a los otros dos. Ramadhin me lo atribuyó de manera accidental, y Cassius, reconociendo lo fácil que resultaba como derivación de mi nombre de pila, empezó a llamarme así.
Sólo me llamaban «Mina» los dos amigos que hice en el
Oronsay
. Desde que empecé a ir al colegio en Inglaterra se me conocía únicamente por el apellido. Y si alguna vez recibía una llamada telefónica y alguien decía «Mina», no podía tratarse más que de ellos dos.
En cuanto al nombre de pila de Ramadhin, lo usé muy pocas veces, aunque lo conocía. El hecho de conocer a Ramadhin, ¿me da permiso para dar por sentado que entendía la mayor parte de las cosas con él relacionadas? ¿Tengo derecho a imaginar sus procesos mentales como adulto? No. Pero de jovencitos, durante aquel viaje a Inglaterra, cuando mirábamos a un mar que parecía no contener nada, nos imaginábamos complicados argumentos e historias sobre nosotros mismos.
El corazón de Ramadhin. Su perro. Su hermana. Su chica. Sólo ahora veo los diferentes hitos de mi vida que me ligan a él. El perro, por ejemplo. Todavía recuerdo cómo jugamos con él en la estrecha litera del camarote de mi amigo durante el breve tiempo que estuvo con nosotros. Y cómo, en un momento determinado, se me acercó sin prisa y metió hocico y mandíbulas entre mi hombro y mi cuello como quien coloca un violín para tocarlo. Su calor, producto del miedo. Y luego con Massi, también nuestra compenetración, cauta y nerviosa, de adolescentes, y por fin la más veloz y más delirante en nuestro descubrimiento mutuo después de la muerte de Ramadhin, casi sabiendo que no nos habríamos unido si todavía siguiera vivo.
Estaba, además, la historia de la chica de Ramadhin.
Se llamaba Heather Cave. Y mi amigo se enamoró de algo en ella que estaba todavía sin formar a los catorce años. Como si Ramadhin fuese capaz de ver todas sus posibilidades, aunque también debió de enamorarse de lo que Heather era en aquel momento, de la misma manera que se puede adorar a un cachorro, a un potrillo, o a un chico muy guapo todavía carente de carga sexual. Ramadhin iba al centro de Londres, al piso de la familia Cave, para darle a Heather clases particulares de geometría y de álgebra. Se instalaban en la mesa de la cocina. Si el tiempo era soleado, a veces daban la clase en el jardín vallado que rodeaba el edificio. Y durante la última media hora, como un pequeño regalo sin trascendencia, Ramadhin hacía que la chica le hablara de otras cosas. Le sorprendió la dureza de los juicios sobre sus padres, sobre los profesores que la aburrían y sobre algunos «amigos» que habían tratado de seducirla. Ramadhin se quedó pasmado. Heather era joven pero no ingenua. En muchos aspectos, probablemente, tenía más mundo que él. Porque, ¿qué era él? Un treintañero demasiado inocente, arropado por una pequeña comunidad de inmigrantes. No era una persona activa ni tampoco un entendido acerca del mundo que le rodeaba. Hacía sustituciones en institutos además de dar clases particulares. Leía mucho sobre geografía e historia. Se mantenía en contacto con el señor Fonseka, que vivía en el norte: al parecer existía una correspondencia entre ellos, aunque no demasiado frecuente, según su hermana. De manera que escuchaba lo que le decía la chica apellidada Cave desde el otro lado de la mesa de la cocina y se imaginaba los diferentes componentes de su forma de ser. Luego se iba a casa.
¿Por qué no le habló a Fonseka de la chica, aun cuando eso hubiera roto el hechizo de su correspondencia sobre temas más elevados? Nunca podría haberlo hecho. Fonseka habría sabido sin duda cómo apartarlo del peligro. Aunque, ¿hasta qué punto podía captar Fonseka la realidad de una adolescente que podía ser brutal por debajo de un barniz conformista? No; habría sido mejor para Ramadhin confiarse con Cassius. O conmigo.
Los miércoles y los viernes, Ramadhin iba al piso de los Cave. Los viernes la chica no disimulaba su impaciencia al acercarse el final de la clase, porque a continuación iba a reunirse con sus amigos. Luego, un viernes, su profesor la encontró llorando. Heather empezó a hablar: no quería que Ramadhin se marchase: quería que la ayudara a solucionar su problema. Tenía catorce años y toda su ambición era un muchacho llamado Rajiva, alguien a quien Ramadhin había conocido una noche cuando estaba con ella. Un tipo poco claro, pensó. Pero ahora Ramadhin se vio forzado a escuchar la enumeración de todas las cualidades del muchacho y el relato de lo que parecía una pasión corrosiva y demasiado superficial. El último episodio era el rechazo despreciativo por parte del chico cuando los dos estaban en compañía de sus amigos; y ahora Heather se sentía abandonada. Quería que Ramadhin fuese a hablar con Rajiva y le dijera algo, la representase a ella de algún modo; sabía que Ramadhin hablaba bien y que quizás aquello pudiera devolverle a su chico. Era la primera vez que le pedía que hiciera algo por ella.
La chica le explicó a Ramadhin que sabía dónde iba a estar Rajiva. En el bar Coax. Ella no quería, no podía ir. Rajiva estaría con sus amigos y ahora todos ellos hacían como si Heather no existiera.
De manera que Ramadhin salió en busca del chico, para convencerlo de que volviera con Heather. Entró en la zona de la ciudad que la chica le había indicado —un lugar al que nunca habría ido por su cuenta— envuelto en su largo abrigo invernal de color negro, sin bufanda, luchando con el clima inglés.
Ramadhin entra en el bar Coax para intentar cumplir con su misión de caballero andante. El local le parece caótico: música, gente que conversa a gritos, humo. Ramadhin avanza, un asiático rollizo, asmático, buscando a otro asiático, porque Rajiva también procede de Oriente o, al menos, de allí proceden sus padres. Pero los miembros de la segunda generación tienen mucha más confianza en sí mismos. Ramadhin ve a Rajiva rodeado de sus amigos. Se acerca e intenta explicar por qué está allí, por qué le está hablando. Son muchas las conversaciones que se entrecruzan mientras trata de persuadir a Rajiva para que lo acompañe al piso donde Heather espera. Rajiva ríe y se da la vuelta; Ramadhin toca el hombro izquierdo del muchacho que, de inmediato, saca una navaja. La hoja no le toca. Sólo toca el abrigo negro encima del corazón. El corazón que Ramadhin ha protegido toda su vida. La presión de la navaja es mínima, la fuerza utilizada no es mayor de la que se necesita para apretar un timbre o para retirar después el dedo. Pero Ramadhin empieza a temblar en aquel ambiente ruidoso. Trata de no respirar el humo. El muchacho, Rajiva —¿cuántos años tiene?, ¿dieciséis?, ¿diecisiete?—, se acerca más, lo mira desde el fondo de sus ojos de color castaño oscuro e introduce la navaja en el bolsillo del abrigo negro de Ramadhin. Algo tan íntimo como si le hubiera hundido la hoja de acero en la carne.
—Le puedes dar esto —dice Rajiva. Es un gesto peligroso pero también ceremonioso. ¿Qué significa? ¿Qué es lo que Rajiva está diciendo?
El corazón de Ramadhin se acelera de manera imparable. Con un estallido de risas, el «amante» se da la vuelta y, con su enjambre de amigos, se aleja. Ramadhin sale del bar al aire nocturno y echa a andar hacia el piso de Heather para contarle su fracaso. «Además —añadirá al llegar—, no te conviene». De repente se siente extenuado. Para un taxi y sube. Dirá… le contará a ella… no le hablará del gran peso que siente en el corazón… En un primer momento no oye la pregunta del taxista, la pregunta que le llega desde el asiento delantero. Baja la cabeza.
Paga al conductor. Toca el timbre del piso de los Cave, espera, luego se da la vuelta y se marcha. Pasa junto al jardín en el que ha dado clase a la chica una o dos veces cuando brillaba el sol. Su corazón sigue desbocado, como si no pudiera ir más despacio ni hacer una pausa. Abre la verja del jardín y penetra en su verde oscuridad.
Conocí a Heather Cave algunos años después de la muerte de Ramadhin, y fue, en cierto modo, la última cosa que hice por Massi y sus padres. Vivía y trabajaba en Bromley, no lejos de donde yo estudié. Fui a buscarla a Tidy Hair, la peluquería donde se ganaba la vida, y la invité a almorzar. Había tenido que inventar una historia para poder hablar con ella.
Al principio dijo que casi no se acordaba de Ramadhin. Pero cuando seguimos hablando, algunos de los detalles concretos que me contó resultaron sorprendentes. De todos modos no quiso, a decir verdad, ir más allá de los datos oficiales, aunque siempre incompletos, acerca de su muerte. Pasamos una hora juntos y luego regresamos cada uno a nuestra vida. No era un demonio, ni tampoco tonta. Sospecho que no había «evolucionado» como Ramadhin había deseado que lo hiciera, aunque estaba bien instalada en la vida que había elegido. Y todo ello con un poso de seguridad en sí misma, de joven que sabe lo que hace. Y también fue cuidadosa y cauta con mis emociones. Cuando por primera vez mencioné el nombre de mi amigo, me hizo algunas preguntas y consiguió sin esfuerzo que fuese yo quien hablara de él. Procedí a contarle nuestro viaje en barco. Así que cuando volví a ser yo quien preguntaba, ya estaba al tanto de lo íntimo de nuestra relación y pintó de él, en su calidad de profesor, una versión más generosa de la que habría ofrecido a alguien que no lo hubiera conocido.
—¿Qué aspecto tenía en aquellos días?
Heather describió lo considerable de su tamaño, algo que me resultaba familiar, también el paso lánguido, e incluso aquella sonrisa rápida que sacaba a relucir, sólo una vez, cuando se despedía de ti. Qué extraño, pensaba yo, que sólo sonriera una vez, tratándose de un hombre tan afectuoso. Pero Ramadhin siempre se despedía con aquella sonrisa tan auténtica, de manera que fuese la última cosa que veías de él.
—¿Era siempre tan tímido? —añadió ella al cabo de un momento.
—Yo diría… cuidadoso. Estaba mal del corazón y tenía que protegerlo. Por eso su madre lo quería tanto. No contaba con que viviera muchos años.
—Entiendo —bajó los ojos—. Lo que sucedió en el bar… lo que supe… se trataba sólo de ruido, nada violento. Rajiva no es así. He dejado de verlo, pero no era así.
Disponíamos de muy poca materia para mantener nuestra conversación. Me agarraba a briznas de aire. El Ramadhin que yo necesitaba entender plenamente no se dejaba apresar. Además, ¿cómo podía comprender una niña de catorce años el deseo y los suplicios que mi amigo había sentido?
Luego Heather dijo:
—Sé lo que quería. Insistía en proponerme triángulos y acertijos matemáticos sobre un tren que va a cincuenta kilómetros por hora… o un baño con una cantidad de agua y un hombre que pesa setenta kilos y que se mete dentro. Era el tipo de lecciones que aprendíamos en clase. Pero él quería otra cosa. Quería salvarme. Incorporarme a su vida, como si yo no tuviera la mía.
Nos empeñamos en salvar a quienes están desamparados en este mundo. Es una costumbre masculina, un deseo de realizarse. Heather Cave, sin embargo, incluso de muy joven, había sabido lo que probablemente Ramadhin quería para ella. Aunque de todos modos, pese a haberle pedido que hiciera algo por ella aquella noche, nunca se había sentido culpable de su muerte. La participación de Ramadhin en aquellos sucesos quedó determinada por sus propias necesidades.