Leí la carta de Perinetta Lasqueti hasta bien entrada la tarde, apoderándome de la llama de otra época, de los detalles del pasado aún ardientes en su recuerdo. Una carta tan personal e intensa, con una voz tan diferente de lo que yo esperaba, que daba la sensación de estar escrita para un lector imaginado.
Fue entonces cuando mi espíritu creció, en el estudio de Horace de la Via Panicale, donde las campanas de la ciudad sonaban como un toque de retreta durante nuestra hora de delincuencia. Horace me miraba doblada sobre él. Miraba por encima de mi hombro desnudo mientras yo hojeaba uno de sus pesados libros de arte. Al alzar la vista, veía nuestra escena reflejada en el espejo, y recordaba un momento similar, el de su hijo que leía en un amplio sofá en la Stanza Capone mientras Horace —esta vez en el papel de padre—, colocado detrás del niño, lo miraba desde arriba. Éramos lo mismo, su hijo y yo, bajo el control del padre.
Aquel día, en el
Oronsay
, ¿por qué te invité a mi camarote junto con tu primo, mucho más joven? Durante el viaje te había estado observando, y temía que quizá también a ti te estuvieran apresando las circunstancias. Me daba cuenta de lo fácil que era y hacia dónde te dirigías. Pero no estaba segura. Lo que hice, en cambio, fue avisar a tu primo del peligro que suponía el barón. Lo que no advertí del todo, o no entendí, aquella tarde fue que quien de verdad estaba en peligro eras
tú
. Había elegido proteger al niño que no lo necesitaba. ¿Por qué no me di cuenta?
Veo mi estancia en Florencia a través de un cristal defectuoso, que confunde el placer de aquellos días con la ironía. Después de hacer el amor con Horace de diferentes maneras, me dedicaba a observarlo. El rectángulo de la luz del sol que descendía por la pared del este hasta su cuerpo, todo aquel vello que yo no había visto en ningún hombre, que le daba aspecto de sátiro y que me hacía pensar que había copulado con un ser de otra especie que se criaba en los bosques. Con la bufanda verde en torno a mis hombros, muy ingleses, al tiempo que paseaba entre el olor de las pinturas y el olor a castañas de nuestros encuentros sexuales. Creí que era amada porque me estaban cambiando.
De cuando en cuando Horace sacaba algún cuadro, algo japonés, o el bosquejo de un maestro que había comprado por una fortuna. Acto seguido se apoderaba de mi dedo índice, que lo había amado de manera muy íntima media hora antes, y lo guiaba sobre el contorno de un cuenco o de un puente o sobre el lomo de un gato; todavía recuerdo, con total precisión, el dibujo del regazo de una mujer, con manos que sujetaban un gato que se debatía. Utilizando mi dedo trazaba las líneas como si las estuviera creando, en su intento de encontrar un pincel que le asegurase la inmortalidad.
Me preguntaba qué hacía yo cuando no estaba trabajando y me obligó a describirle mi habitacioncita que nunca llegaría visitar. Sentía curiosidad por otros lugares en los que yo había estado, y por otras cosas que me habían excitado sexualmente. Le hablé de un intento de cortejo cuando estaba en el instituto… Pero, en realidad, me estaba quedando ya sin cosas que contarle. Luego, una tarde, me acordé del tierno incidente con Clive y el tapiz. Le hablé del momento en que, al descender por la escalera hasta la gran sala circular, había visto a su hijo que cepillaba el pelaje de un perro asomado entre el follaje.
Horace me escuchaba sólo a medias. Y en un primer momento debió de pensar que describía algo real, pero luego se quedó inmóvil y dijo:
—¿Qué perro?
La regla entre nosotros, su regla, había sido que no tenía que haber ni reconocimientos ni repercusiones fuera del estudio, que las horas que pasábamos allí eran un mundo aparte. Si se arrojaban guijarros, debían caer al agua en silencio y sin hacer un solo círculo revelador. De hecho, cuando estaba trabajando lo veía raras veces. Yo tomaba el té con otros miembros del personal de la Villa Ortensia y me llevaba el almuerzo hasta la segunda zona del jardín, con lo que conseguía tener la estatua de un coloso muy enfadado, rumiando sus agravios, por encima de mí. Me gustaba estar tranquila y, si era posible, leer durante mi hora libre. Un jueves, mientras descansaba allí, empecé a oír una respiración frenética, alguien cerca de mí que intentaba llorar o incluso aullar, si bien todo quedaba reducido a aquella respiración perturbada y repetida muchas veces. Me puse en pie, guiándome por el sonido, y encontré al niño. Su padre debía de haberlo castigado. Al verme enrojeció y se alejó corriendo como si hubiera sido yo la agresora. Y, en efecto, así había sido. Mi insignificante anécdota, antes del coito, sobre Clive y el perro del tapiz.
La tarde siguiente me peleé con Horace por su traición y grité como su hijo no había podido hacerlo. No me quedé sin aliento. Había avivado mi indignación y había ido a herirlo de cualquier manera que me fuera posible por su comportamiento con el niño. Lo vi tal como era, un matón que se ocultaba bajo la cortesía de su poder y de su autoridad. Y supe que se deslizaría siempre así entre la gente, sin aprender nada. Cuando vi que mis palabras no le hacían mella, eché el brazo hacia atrás y luego hacia él, pero me sujetó el puño y lo volvió contra mí. Las tijeras que empuñaba me atravesaron un lado del vientre con toda la fuerza y el odio que había dirigido contra él. Sin duda Horace sostendría que se había limitado a desviar aquel acto de furia, de locura. Yo estaba doblada en dos, la cabeza, el cabello casi me llegaba a los tobillos, las tijeras todavía clavadas. No dije nada. Me quedé inmóvil y sobre todo me negué a llorar. Hice exactamente lo mismo que su hijo. Horace trató de enderezarme y yo me agarré las piernas. Necesitaba seguir doblada, presentar contra él un blanco más reducido. Sospeché que lo sucedido le había excitado incluso, y si mi respuesta hubiera sido distinta, con lágrimas de impotencia y aferrándome a él, habríamos intentado hacer el amor de nuevo, quizás por última vez, como para solidificar nuestra ruptura con el pasado. Tuvo que saber ya entonces que habíamos terminado para siempre. Porque jamás aceptaría colocarse en una posición en la que tuviera que apoyarse de nuevo en alguien como yo, alguien con una opinión tan precisa acerca de él.
—Déjame que te cure la herida.
Y me lo imaginé abriéndome la blusa para buscar la sangre que brotaba modesta, acompasada con el pulso, de la blancura de mi vientre. Me levanté despacio y salí del estudio. Me quedé en el corredor, iluminado sólo a medias. Sudaba. Miré hacia abajo para extraer la punta de la tijera y, justo cuando lo hacía, la luz, regulada automáticamente, se apagó a mi alrededor y me quedé todavía más sola en la oscuridad. Permanecí allí otro minuto, esperando algo. Pero Horace no salió.
Durante varias semanas se habían hecho preparativos en la Villa Ortensia para la celebración del solsticio de verano. Se esperaban invitados de las ciudades vecinas, así como artistas, críticos, familiares, los burgueses más destacados de Florencia, y todos nosotros, los que trabajábamos en los archivos o en los jardines. Era un festejo anual con el que Horace y su esposa reconocían la colaboración de toda la comunidad. Señalaba el final de la temporada. Durante los calurosos meses de verano que seguían a la fiesta, la familia regresaba a los Estados Unidos o hacía otro viaje por los ducados rusos en busca de nuevos tesoros. El calor del verano no tenía nada de cómodo, ni siquiera en las habitaciones con muros de piedra y techos altos, ni tampoco en los jardines en sombra.
La celebración tendría lugar dos días después, y yo estaba tumbada en mi cama, preguntándome si iba a asistir o no. ¿Fastidiaría más a Horace yendo o faltando, o sólo me perjudicaría a mí? Me había «curado» la herida —un término algo peculiar— en un lavabo pequeño y con agua fría. No fue una intervención competente ni grande mi prudencia: la cicatriz me acompañaría toda la vida. Los amantes que me conocieron después hacían una pausa y fingían que les gustaba o se limitaban a quitarle importancia. Acto seguido procedían a mostrarme las suyas: ninguna tan espectacular como la mía.
Me alejé, salí de aquel oscuro corredor, llegué a la Via Panicale y fui en busca de un farmacéutico. Recuerdo que lo encontré y que le describí la herida como un «corte profundo».
—¿Peligroso?
—Profundo —dije—. Ha sido un accidente.
Me dio un medicamento de la familia de las sulfamidas, así como vendas y esparadrapo, y un líquido antiséptico, algo a la altura de los remedios utilizados en la guerra de Crimea, imagino, nada mucho mejor. No le dije que era para mí, aunque debía de notárseme la palidez y es probable que me tambaleara. No estaba segura de nada. Todo lo que tenía era mi buen italiano, de manera que me centré en el idioma. Y el farmacéutico siguió hablando, quizá porque quería estar seguro de que me encontraba bien. Hubo un momento en que miré hacia abajo y vi que la sangre se me espesaba en la falda.
El camino a casa se me hizo muy largo. Pasé en la cama lo que quedaba de la tarde y la noche que siguió. No había utilizado ninguna de las medicinas. Me limité a dejar caer los paquetes al suelo. No hice otra cosa que tumbarme, deseosa de pensar a oscuras. Sobre todo lo que acababa de vivir. Si habría algún futuro para mí. Horace no formaba parte del análisis. Fue entonces cuando me convertí en mí misma, supongo.
Apenas me podía mover al día siguiente. Pero me forcé a levantarme y a colocarme delante del lavabo, que tenía al lado un espejo largo y estrecho. Me aparté la blusa y la falda, que se me habían pegado al cuerpo, hasta dejar la herida al descubierto. La recubrí con el ungüento que me había dado el farmacéutico y luego me volví a la cama, dejando la piel al aire. Tuve muchos sueños. Y discutí mucho conmigo, alzando la voz. Me volví a levantar y me miré en el espejo con la luz de la tarde. Había dejado de sangrar. No me iba a pasar nada. No moriría autocondenada. E iría a la celebración del solsticio un día después. No iría. Sí que iría.
Llegué tarde, perdiéndome aposta los discursos de bienvenida. Caminaba despacio, con el dolor desgarrándome el costado a cada paso. De todos modos, escuché y seguí la música de cámara que se interpretaba. Se había dispuesto el pequeño escenario del «teatrino» más allá de la segunda zona del jardín. Siempre me había gustado aquel lugar, un sitio donde público e intérpretes se encontraban en situación de igualdad. Una pianista y una chelista se habían situado inmediatamente detrás del público, debajo de los árboles iluminados. Y en el tercer movimiento, cuando todo se fusionaba y la música volaba por el jardín como un viento bien ordenado y nos llevaba a todos en sus brazos, me invadió de repente la alegría. Me sentí protegida, como si llevara una coraza sonora.
Miré alrededor —a las familias, al personal, a las celebridades que estaban recibiendo aquel regalo— y luego vi a Horace escuchando la melodía que brotaba sin cesar. Era como si intentara ver las notas. Todo lo demás parecía haber desaparecido para él. Después me di cuenta de que su interés se centraba en la chelista, completamente identificada con la técnica y el espíritu de su arte, y comprendí que no había nada que pudiera desviar la mirada de Horace. En un primer momento di por sentado que se trataba de una posible presa sexual. Pero había allí, tengo que admitirlo, algo más. Horace podría sin el menor problema encapricharse de la pianista, cuyos hábiles dedos galopaban junto a la música del violonchelo y la acompañaban sin la menor gravedad, como podrían hacerlo tanto un ingeniero como un hipnotizador. El arte de las dos era aquella habilidad compartida, hecha de pequeñas volutas y clavijas y de resina y de cuerdas y de un ritmo muy sabio. Todo aquello hacía que la chelista anodina estuviera enraizada en la tierra con su oscura sensualidad. E hizo que me sintiera profundamente satisfecha al comprobar que se hallaba en una dimensión en la que Horace, a pesar de todo su poder y de todo su dinero, nunca conseguiría entrar. Podría seducirla y contratarla y deslumbrarla con su ingenio. Podría añadirla a sus colecciones y pavonearse a su alrededor, pero nunca alcanzaría el lugar en el que ella estaba.
Al final de la última página, escrita años antes, la señorita Lasqueti había añadido una nota:
¿Dónde estás, querida Emily? ¿Me enviarás tu dirección o me pondrás unas letras? Esto lo escribí para dártelo durante nuestra travesía en el
Oronsay
. Porque, como ya he dicho, me había dado cuenta de que te encontrabas, como yo en mi primera juventud, bajo el hechizo de alguien. Y creí que podría salvarte. Te había visto con Sunil, de la compañía Jankla, y me parecía que estabas atrapada en algo muy peligroso.
Pero no te lo di nunca. Temí…, no sé lo que temí. Todos estos años me he preguntado qué habría sido de ti. Si habrías conseguido liberarte. Sé que durante algún tiempo me convertí en una persona oscura y amargada, hasta que escapé de aquel círculo vicioso. «Desespérate de joven y nunca vuelvas la vista atrás», dijo un irlandés. Y eso fue lo que hice.
Escríbeme,
Perinetta
Dos años después de recibir aquel paquete de la señorita Lasqueti estuve unos días en Columbia Británica y una noche, a la una de la madrugada, me pasaron una llamada telefónica a la habitación del hotel.
—¿Michael? Soy Emily.
Se produjo una pausa muy larga hasta que le pregunté que dónde estaba. La imaginaba en algún lugar con una hora muy distinta, una ciudad europea donde fuese ya de día. Pero respondió que estaba sólo a unos kilómetros, en una de las islas del Golfo. No cabía duda de que también era la una de la madrugada en el lugar donde se encontraba. Dijo que había tratado de localizarme en varios hoteles.
—¿Tienes algo de tiempo? He visto el artículo sobre ti que ha publicado
The Georgia Straight
. ¿Podrías venir a verme?
—¿Cuándo?
—¿Mañana?
Acepté, apunté los detalles y, después de que Emily colgara, seguí allí tumbado, en el décimo piso del hotel Vancouver, incapaz de dormir. «Toma el ferry que va de Horseshoe Bay a Bowen Island. El ferry de las dos y media. Te estaré esperando cuando llegues».
Hice lo que se me había dicho. Llevaba quince años sin verla.
Aún estábamos en el Mediterráneo, a días de distancia de Inglaterra. La compañía Jankla dio una función por la tarde y durante la propina los artistas invitaron a los pasajeros a su escenario improvisado para que actuaran con ellos. Uno de los que se presentaron fue Emily. Muy pronto estaba dando vueltas en el aire hasta casi alcanzar la horizontalidad, como a punto de salir despedida de las manos de Sunil.