Sentada en el banco de la estación, espera. El frío del cemento se le cuela a través de la pollera. En el puesto de panchos calientan agua. No hay demasiada gente, más de la que ella quisiera pero no tanta como para que no encuentre un asiento una vez que el tren llegue a la estación y ella suba al vagón. Los trenes anteriores, los de las siete, los de las ocho y hasta los de las nueve, Elena sabe, hubieran sido empresas imposibles, demasiada gente esperando, demasiada gente subiendo por la misma puerta que habría tenido que atravesar ella, demasiados pasajeros dentro del tren que llegaba. Pero a esa gente el tren de las diez ya no le sirve, a los que tienen que cumplir su horario de trabajo, a los que se levantan cada mañana para cubrir su puesto en una oficina, en un colegio, en un banco. Ni siquiera le serviría a quienes trabajan en un comercio, porque recién llegarían a Constitución cerca de las once de la mañana, ya esa hora la ciudad adonde se dirigen está cansada de ir y venir. Dejando fuera el universo de todas esas personas obligadas a madrugar, las que quedan, las que pueden empezar su día más tarde y compartir ese tren con Elena, ya no son tantas. Un grupo de jóvenes a punto de dejar atrás la adolescencia que se ríen abrazados a sus carpetas, y se empujan cada tanto para enfatizar el chiste que acaban de decir. Dos hombres de traje, uno en cada punta del andén, los dos leyendo el mismo diario, tal vez la misma noticia o la misma palabra, sin saberlo. Un matrimonio que discute por el precio de las pastillas que acaba de comprar el hombre. El próximo tren con destino a Plaza Constitución hará su arribo a las diez cero uno por plataforma número dos, escupe una voz turbia que sale por los parlantes. En el banco que ocupa Elena se sientan una mujer y su hija. La nena no llega con los pies al suelo, Elena los ve agitarse en el aire. Sabe que la niña la mira. Sabe que se acerca a la madre y le susurra algo al oído, después te digo, le contesta la madre, y la niña vuelve a agitar sus piernas más rápido que antes. Elena mira hacia delante respetando la altura a la que Ella condena su mirada; bajo el andén de enfrente se acumula basura, alguna desaparecerá con el tiempo, Elena sabe, otra la sobrevivirá a ella, botellas de plástico, vasos de telgopor, bloques de cemento partidos. Alguien que pasa junto a Elena, silba. El silbido se va perdiendo de a poco hasta que lo tapa una estampida lejana. Los pies de Elena tiemblan y ella se pregunta si es el piso el que provoca el temblor o Ella, y aunque no tiene la respuesta se agarra al borde del banco casi por instinto porque bien sabe que no puede pasar nada malo, que ese andén, ese banco, esas paredes están cansados de temblar a cada rato sin que nada suceda, sin que nadie siquiera lo note como lo nota Elena. La mujer y la niña se paran y avanzan hacia el final del andén. La madre lleva a la niña de la mano, la arrastra y le dice, apurate, pero a la niña se le traban los pasos porque camina hacia el frente pero mira hacia atrás, hacia donde Elena intenta levantarse del mismo banco donde ella estuvo jugando con sus piernas, ¿qué le pasa a esa señora, mamá?, dice, después te digo, dice otra vez la madre. Los vagones pasan frente a Elena sin separarse uno de otro, como una ráfaga, el ruido de su peso sobre los rieles no la deja oír otra cosa que el choque del metal contra el metal. Hasta que poco a poco la ráfaga va perdiendo velocidad, el ruido se calma y aparecen otros sonidos, se aclaran las imágenes que antes confundía el movimiento, aparecen las ventanas y detrás de ellas personas que viajan como va a viajar Elena en cuanto pueda subirse. Las puertas se abren y suenan a aire que se descomprime, los pasos de Elena se arrastran apurados por llegar antes de que las puertas se cierren otra vez y la dejen fuera. Son varios los que quieren subir, y Elena se pega a la espalda que tiene delante para subir con ella. Suena un silbato, quien está detrás la empuja y ella se lo agradece. Ya dentro del vagón busca un asiento, cualquiera, el que le quede más cerca, y hacia él avanza. El vagón empieza a bambolearse, apenas, como si la acunara. El tren marcha, a medida que gana velocidad pierde bamboleo. Un joven pasa junto a ella, impaciente, la roza con su cuerpo, y sigue su camino hacia adelante. Frente a ella ve venir las piernas de otro hombre en sentido contrario, se detiene cuando la alcanzan, permiso, le dice el hombre frente a ella, y Elena intenta correrse hacia un lado, pero el espacio que gana apenas si se nota, por eso él repite, permiso, señora, y ella se lo da pero no puede hacer mucho más de lo que ya hizo, entonces el hombre se pone de costado, se estira hacia arriba, alza su mochila y se desliza de lado junto a ella. Dos filas más allá otra vez puede ver el asiento vacío al que se dirige, avanza hacia él pero antes de alcanzarlo lo ocupa una mujer de la que sólo ve la falda, una falda roja con flores que se agita con su movimiento y que desaparece en cuanto la mujer se sienta. Elena tiene que empezar otra vez, mueve los ojos hacia arriba y mira con la frente arrugada, intenta levantar un poco más su cabeza vencida, cuando lo logra busca con rapidez otro lugar vacío, lo fija en su memoria y luego baja la cabeza hasta donde Ella quiere, ya sabe que hay dos lugares al final del vagón, que podrá alcanzados después de andar todo el pasillo, levanta el pie derecho y lo avanza en el aire hasta pasar el izquierdo pero antes de bajarlo una mano le golpea la suya, siéntese acá, señora, le dice un hombre al que no le ve la cara y ella le dice, gracias, y se sienta. El hombre que se paró avanza y ocupa el lugar vacío al final del vagón. Elena acomoda la cartera sobre su regazo; a su lado, en el mismo asiento junto a la ventana, un hombre golpea su mano sobre su rodilla al compás de una música que sólo él escucha, ojalá viaje hasta la última estación y no me obligue a moverme para darle paso, Elena piensa, pero apenas termina de pensarlo el hombre le dice, ¿me da permiso, señora?, y sin esperar la respuesta de Elena se para en ese pequeño espacio que queda entre su asiento y el respaldo del de adelante esperando que ella mueva las piernas, que las corra de lado, que se aparte, que consiga liberar el espacio para que él pueda salir antes de que el tren entre a la próxima estación, permiso, vuelve a decir el hombre y Elena le dice, pase, hombre, pase, pero no se mueve.
Tardaron en entregar el cuerpo pero una vez concluidos los trámites hubo sepelio y entierro como Dios manda. Al funeral fueron todos. El Padre Juan, personal docente y no docente del colegio parroquial, los vecinos, alguna compañera del secundario con la que Rita se siguió viendo cada tanto. Roberto Almada y Mimí, su madre, y las chicas que trabajan para ella en la peluquería; sobre la puerta de entrada al local la peluquera hizo colgar un cartel, "Cerrado por duelo", que tapó el de L'Oréal de Paris. El cajón lo eligió la misma Elena. Y los herrajes. Y la corona de flores con letras doradas que decían, Tu Madre. ¿No hay nadie en la familia que la pueda ayudar con todo esto?, le preguntó el empleado de la funeraria, no hay familia, contestó ella. Habló y mientras hablaba lloraba casi sin intención. Elena siempre fue de llorar poco, casi nada, pero desde que su cuerpo es de Ella, de esa puta enfermedad puta, ya ni siquiera es dueña de sus lágrimas. Aunque quiera no llorar, no puede, y llora, las lágrimas salen de su lagrimal y ruedan por su cara rígida como si tuvieran que regar un campo yermo. Sin que nadie les pida, sin que las llamen. Eligió el cajón de la madera más barata, no sólo porque no les sobraba el dinero sino para que se pudriera rápido. Elena nunca entendió por qué la gente elige cajones de maderas tan nobles que tardan en reventar bajo la tierra. Si tantos creen que de tierra somos ya la tierra volveremos, para qué retrasar la vuelta entonces. Eligen ataúd de madera noble para mostrado en el velorio, piensa, para qué otra cosa, si ni el cajón ni lo que lleva dentro están destinados a durar sino a pudrirse, a que los gusanos se encarguen de la madera y de ese cuerpo que ya no guarda lo que fue quien era, ese cuerpo que no pertenece a nadie, incompleto, como una bolsa vacía, una vaina sin semillas.
Todo el tiempo en que la velaron Elena estuvo ahí, sentada en una silla de plástico, junto al cajón. Qué barbaridad lo qué pasó, Elena, le dijo alguien después de decir mi más sentido pésame, ¿y qué pasó?, pregunta ella. Entonces quien habló se calla porque cree que Elena no quiere saber, o está perdida por la medicación o por el duelo. Pero Elena no se pierde. Elena sabe. Espera. Con la cabeza gacha y arrastrando los pies, sin ver el camino ni lo que éste trae por delante. No se pierde, aunque se confunda.
Al velorio llegaron más coronas. Elena intentó leerlas pero con la cabeza gacha y el cansancio a esa hora de la noche no pudo lograr que los anteojos quedaran en su sitio. Una vecina se acercó a leer para ella. Tus compañeros del Instituto Parroquial Sagrado Corazón. Doctor Benegas y señora. Tus vecinos. ¿Cuáles vecinos?, preguntó Elena. Quien lee dudó, me imagino que todos los de la cuadra, al menos a mí me pidieron. A un costado una pequeña palma con flores blancas y la banda que dice, tu amigo para siempre Roberto Almada, una de esas palmas destinadas a ser puestas debajo de las manos cruzadas sobre el vientre, simulando que las manos muertas la agarran, que se la quieren llevar con ellas. Si no fuera que la mandó Roberto Almada allí estaría, pero Elena dispuso que se quedara donde la habían puesto los de la florería, en un rincón, detrás de las otras coronas, idea de su madre, sospechó Elena, por eso dice amigo y no novio, porque a la peluquera, igual que a mí, le molesta esa palabra para nombrar a su hijo de más de cuarenta años. Una palma chica para gastar menos, cómo no sospechar si se comenta que les saca a las chicas de su peluquería una parte de la propina que les dan las clientas.
Durante la noche todos volvieron a sus casas. Las almas de los justos están en las manos de Dios y no llegará a ellas el tormento de la muerte eterna, rezó el Padre Juan antes de irse, a los ojos de los insensatos pareció que morían y su muerte se miró como una desgracia. Elena se quería quedar, insensata, mirando la muerte. No quería ir a descansar como le aconsejó algún vecino, vuelva al día siguiente, Elena, con la primera luz del día. Como si la primera luz del día fuera algo bueno. Qué sabrá ese hombre lo que es para ella la primera luz del día. Abrir los ojos una vez más. La luz es el anuncio de la lucha que otra vez tiene por delante, desde el momento en que trate de levantarse de esa cama, tirando de sus sogas hasta que su espalda muerta se despegue de la sábana arrugada, apoyar ambos pies sobre la baldosa fría, tomar envión para tratar de levantarse, arrastrar los pies en dirección al inodoro donde tratará de sentarse para orinar, bajarse la bombacha, orinar, intentar levantarse, levantarse, arrastrar esta vez su bombacha hacia arriba, enrollada, húmeda, alisarle los pliegues, y después, después, siempre después, siempre una nueva tarea, como si no tuviera bastante con sólo tener que ir al baño cuando aparece la primera luz del día. Cada mañana Elena despierta del sueño para recordar una vez más, un día más, lo que le espera. Si por ella fuera, se habría quedado sentada en esa silla, en esa casa mortuoria donde velaba a su hija, mirando la muerte, insensata, y fingiría que ese día, el que estaba viviendo, no terminaba. Y que nunca empezaría otro. Si por ella fuera. Pero el encargado de la cochería insistió, le dijo, por cuestiones de seguridad la casa se mantiene cerrada en horas de la noche, ¿y quién vela a los muertos, entonces?, preguntó ella, los tiempos cambiaron, señora, mejor que nos ocupemos de los vivos.
A la mañana siguiente bien temprano, después de su primera pastilla, estuvo otra vez allí. Las primeras dos horas sola, pero después de las nueve vinieron los que no habían estado el día anterior y los que, aunque hubieran estado, querían acompañar a su hija al pozo en la tierra donde sería depositada para siempre. A las diez volvió el Padre Juan a dar el responso. Las almas de los justos están en las manos de Dios, y no los alcanzará el tormento de la muerte eterna: a los ojos de los insensatos pareció que morían, mas ellos descansan en paz, aleluya, dijo y aleluya dijeron todos. Otra vez los insensatos, pensó Elena, y se preguntó quiénes eran esos insensatos que nombraba el Padre, si ella, que creía que su hija había sido asesinada, si los que junto a ella decían aleluya como quien dice cualquier cosa que se le pida que repitan, si el Padre Juan que habla de su hija como un alma justa aunque asegura a quien le pregunte que Rita se suicidó, sin duda un pecado imperdonable para un alma cristiana de las que él se ocupa. Insensato el doctor Benegas, o el inspector Avellaneda, o los vecinos. Insensata Rita o insensata ella. ¿Justa quién? Que Dios tenga en la gloria a nuestra hermana Rita, que la lleve con Él a compartir su Reino. A vivir la vida eterna. Elena habría querido creer en la gloria, y en el reino, y en esa vida eterna. Pero así como no cree en que de tierra somos y a la tierra volveremos, tampoco, y aunque quien lo diga sea un cura, puede mentirse ni pudo mentirle a Rita con su rezo. Puede rezar calles, de atrás para adelante y de adelante para atrás, y levodopa, dopamina, dopa, y rey derrocado y Ella, y emperador sin traje. Todo eso puede rezar para adelante y para atrás las veces que hagan falta. Pero no puede rezar el rezo del Padre Juan porque mentiría. Y aunque no es su rezo y aunque lo rechaza, y aunque se niega a decirlo, sabe que lo tiene metido dentro, como tiene metida a Ella. A esa puta enfermedad puta. Por el alma de Rita, para que la acompañen los ángeles del cielo. Escúchanos, Señor. Por todos los difuntos, para que sean llamados a compartir el Reino sagrado. Escúchanos, Señor. Por los que quedan en esta tierra, especialmente por su madre Elena, para que puedan separarse de Rita y la ayuden en su partida con resignación y alegría, con la misma alegría con que ella pasó por esta Tierra, ¿qué alegría?, pensó Elena, ¿su hija tendría una alegría frente a los demás que ella ignoraba, frente a ese cura que la nombra, frente a Roberto Almada, que asiente a todo lo que dice el cura? Oremos. Escúchanos, Señor. Elena no supo si el Señor escuchaba, ella sí escuchó, y no sintió alegría ni la reconoció en su hija, fría, dura, bolsa vacía. Resignación sí, porque sabe que de la muerte no hay regreso, sea el cajón de roble o de madera balsa, escuche alguien los rezos o no exista quien los escuche, llore a su hija muerta el pueblo entero o no la llore nadie, no hay vuelta posible.
Poco después de su segunda pastilla llegó la hora del entierro. Una vecina la ayudó a levantarse. El empleado de la casa fúnebre cerró la tapa de madera sobre la cara sin gestos de Rita y dijo con voz fuerte, los caballeros que quieran ayudar a llevar el cajón que por favor se acerquen, y Elena escuchó, los caballeros, pero igual fue, no se molestó en preguntar ni en pedir permiso, levantó el pie izquierdo, lo elevó en el aire y cuando pasó delante del pie derecho lo bajó, y volvió a repetir los movimientos, despacio, como pudo pero certera, en dirección a la primera manija de bronce que sobre la izquierda colgaba del cajón en el que llevarían a su hija al cementerio, delante de las que llevaban el Padre Juan y Roberto Almada, frente a las del vecino que le regaló la caja del televisor 29 pulgadas, el doctor Benegas y el dueño de la remisería.