Elena camina hacia el frente del restaurante mexicano, y luego dobla y avanza pegada a la pared en el mismo sentido en el que venía en el taxi, arrastrando los pies, pero andando. El ladrillo caliente le raspa el brazo pero a ella no le importa, porque llegó, porque está ahí. En cuanto se termina la pared del restaurante aparecen las bisagras de una puerta de madera, y unos pasos más allá un picaporte y herrajes de bronces lustrados. Elena da unos pasos más y los alcanza, los acaricia, los recorre como si los lustrara, cierra sus puños sobre las argollas que cuelgan, sólo porque son ellas, las mismas a las que se aferró Isabel aquella tarde, y suplicó, y pidió, no me hagan entrar, y Elena agradece que en veinte años nadie hubiera decidido cambiarlas por otras, porque gracias a eso, gracias a ellas, Elena sabe, llegó al lugar que salió a buscar esa mañana cuando tomó el tren de las diez.
(cuarta pastilla)
Elena conoció a Isabel hace veinte años, la tarde en que Rita la arrastró dentro de su casa. Hacía frío, ella tejía sentada junto a la estufa; un tacho con agua caliente y cáscara de naranja perfumaba la casa. La puerta se abrió de un golpe, como si Rita le hubiera dado una patada, ocupadas sus manos en cargar a la mujer que llevaba. Entró de espaldas, primero su cuerpo y luego el otro, el que arrastraba. ¿Quién es esa mujer?, le preguntó Elena, no sé, le contestó su hija, ¿cómo no sé, hija?, se siente mal, mamá, dijo Rita y empujó a la mujer hasta meterla en su cuarto y recostarla sobre su cama. La mujer lloraba y se desvanecía en forma intermitente. Traé una palangana o un balde, mamá. Elena le llevó lo que pedía, Rita lo acomodó en el piso a la altura de la cara de la mujer, por si vomita otra vez, dijo. Luego fue a la ventana, cerró el postigo de madera y encendió la luz. ¿Llamo a un médico?, preguntó Elena, pero Rita no contestó, volvió donde estaba la mujer, volcó el contenido de su cartera sobre la cama y revolvió. ¿Qué hacés?, busco, ¿qué cosa?, un número de teléfono, una dirección, por qué no le preguntás a ella, porque no me contesta, mamá, ¿no ves que no contesta?, llora, dijo Elena, sí, ahora llora. Sobre la colcha rodó un rouge que Rita atajó justo antes de que cayera, una caja de Valium, una billetera, papeles, dos sobres, monedas sueltas. Elena se acercó a la cama, todavía dueña de su cuerpo, veinte años atrás, sin arrastrar los pies, con la cabeza en alto. La mujer lloraba abrazada a la almohada, tapándose la cara con ella. Elena preguntó una vez más, ¿quién es esa mujer?, ¿por qué volviste?, y esta vez su hija le contó. Rita la había encontrado de camino al colegio parroquial, cuando volvía de almorzar con su madre como todos los días, caminaba apurada para llegar en horario a cumplir con su trabajo, tocar la campana que daba inicio al turno tarde, pero nunca llegó a dar el campanazo, porque allí estaba Isabel, en la vereda contraria, la que ella no pisaba, la que tampoco dejaba que pisara Elena, esa donde las baldosas dibujan un damero. Isabel, agarrada a un árbol, se doblaba sobre la cintura y vomitaba. Rita dio una arcada y apuró el paso tratando de no mirarla. La imagen le producía asco, pero poco a poco el asco fue cediendo y apareció otra cosa, no sabía qué, algo que la hizo detenerse, un llamado, mamá, fue un llamado, iba a entrar, está embarazada, me dije, y va a entrar, giré, volví sobre mis pasos, le ofrecí ayuda sin subir el cordón, no, gracias, no necesito nada, me dijo en medio de un vómito, y yo le dije, en ese estado no podés dar un paso, y ella insistió, no tengo que andar mucho. Tenía un papel con la dirección en la mano, y un nombre, vos sabés qué nombre, mamá, Olga. Entonces Rita le dijo que no, que no qué, que no lo hagas, te vas a arrepentir, vos qué sabés, todas las que vienen acá se arrepienten, ¿qué sabés?, yo sé, no te metas, es pecado mortal, no creo en Dios, pensá en tu hijo, no tengo hijo, vas a tenerlo, no, llevás una vida dentro, estoy vacía, cuando lo oigas latir lo vas a querer, vos qué sabés, no lo mates, andate, no te saques el hijo, no hay ningún hijo, sí que hay, para que haya hijo tiene que haber madre, vos ya sos madre, yo no quiero ser madre, esta mujer me decía que no quiere ser madre, mamá, ¿podés creer?, pero yo le dije, ésa no es tu decisión, ¿y de quién entonces?, se atrevió a preguntar, mamá, y yo le grité, tenés un hijo dentro, adentro no tengo nada, volvió a decir, pero yo también insistí, dije, late, y ella, no hay hijo ni madre, no lo mates, callate, vas a vivir siempre con la culpa, ¿y cómo voy a vivir si no?, ninguna de las que lo hacen se olvida, no se puede obligar a nadie a ser madre, lo hubieras pensado antes, siempre lo pensé, nunca quise ser madre, pero lo sos, no, no soy, oyen llorar a un bebé todas las noches, vos qué sabés, los bebés abortados te lloran dentro de la cabeza, yo soy la que lloro dentro de mi cabeza, no mates a un inocente, yo también soy inocente. La mujer se llevó la mano a la boca y vomitó otra vez, Rita desde esa distancia vio su alianza en el dedo anular. Sos casada, sí, hay un padre, mamá, ¿te das cuenta?, ¿y él qué dice?, le pregunté, no me importa lo que diga, tiene derecho a decir, es el padre, ¿o no es el padre?, no te metas, si él se entera te mata, ya me mató, no podés ir contra lo que Dios manda, no entiendo sus mandatos, Él sabe, vos no tenés que entender sino confiar, no quiero llevar lo que llevo dentro, no lo llames así, le dije, ponele un nombre a tu hijo, y ella me la sigue, mamá, me volvió a decir que lo que lleva dentro no es un hijo, y que para que haya hijo tiene que haber madre, y que adentro no tiene nada, pero ahí se descompuso otra vez y después un nuevo vómito, estaba tan mareada que entonces se me ocurrió, le dije, madre va a haber, y sin decir agua va aproveché el mareo, la tomé del brazo y la traje. No fue difícil, la mujer ya no tenía fuerzas, Rita sí, y arrasó con ella. Aquella tarde, Rita, que no era madre ni nunca lo sería, obligó a otra mujer a serlo, forzando el dogma aprendido hasta llegar al cuerpo de otro.
De los dos sobres que aparecieron en medio del revoltijo de cosas que cayó de la cartera de Isabel, uno era del laboratorio donde le confirmaron el embarazo y el otro una boleta de la luz a su nombre, Isabel Guerte de Mansilla, y una dirección, Soldado de la Independencia. Rita leyó la dirección dos veces. Era la primera vez que escuchaba una calle que se llamara así, ¿vos escuchaste alguna vez una calle que se llame Soldado de la Independencia, mamá?, pero Elena tampoco había escuchado. Los nombres de las calles por los que ellas andaban eran nombres de próceres o de países o de batallas, pero no recordaban haber andado una calle que nombrara a un ser anónimo, alguien sin nombre a quien hay que referirse por lo que hace o lo que hizo. Mujer que vomita. Mujer que detiene un aborto. Mujer que mira a la que detiene el aborto de la que vomita. Soldado de la Independencia. Qué soldado. Qué independencia. Consiguió un taxi, no fue fácil, veinte años atrás no había remises en cada esquina, la gente trabajaba de otras cosas, cuando se quedaba sin trabajo buscaba otro. Cerró con llave la puerta de su habitación dejando a la mujer dentro, cambiate, mamá, le dijo a Elena y salió. Elena se acercó a la puerta cerrada, a escuchar, pero no oyó nada, quizá, si hubiera escuchado otra vez el llanto habría entrado, pero no, entonces fue a cambiarse como le había ordenado su hija, no fuera cosa que se terminara enojando también con ella. Rita fue a la estación, donde veinte años atrás estaba la única parada de taxis del pueblo, y consiguió uno que condujo hasta su casa. Bajó, sacó a la mujer de su cuarto, ayudame, mamá, le dijo cargando con ella, y Elena la ayudó. Por la ventanilla abierta le dio al taxista el sobre con la dirección adonde se dirigían, subió a Isabel en el asiento trasero y detrás de ella hizo subir a Elena. Rita dio la vuelta y subió del otro lado mientras decía, no sea cosa que le dé por tirarse y se mate ella y al hijo.
Con las tres mujeres en el asiento trasero, el auto arrancó. El camino lo llevó a pasar por el lugar donde un rato antes Isabel y Rita se habían conocido, la vereda de la casa de Olga, la partera, abortera, mamá, esa donde los colores de las baldosas dibujan un damero negro y blanco. No hay hijo, volvió a decir la mujer que lloraba en medio de ellas y cerró los puños tan fuerte que cuando los abrió Elena llegó a ver la marca de sus uñas clavadas en la palma de su mano.
No hay hijo, repitió varias veces durante el camino. Pero ni Rita ni Elena la escucharon.
Levanta el brazo por sobre su cabeza gacha y toca el timbre de aquella casa. Aguarda. Alguien la busca por la mirilla, pero ella no lo sabe, ni quien la busca la encuentra, porque Elena está mucho más abajo, agachada, con la vista clavada en sus zapatos, esperando. Las llaves giran en el tambor de la cerradura, la puerta se abre tanto como una cadena que hace de traba se lo permite, qué desea, dice una voz de mujer detrás de la puerta entornada, busco a Isabel Mansilla, responde Elena, soy yo, y yo soy Elena, la mamá de Rita, la mujer que hace veinte años, pero Elena no termina la frase porque Isabel saca la cadena, abre la puerta y la hace pasar. Sabe que Isabel la mira, que en lugar de preguntarse qué hace allí está tratando de adivinar por qué se arrastra, por qué no levanta la cabeza, por qué se seca la baba con un pañuelo abollado y húmedo. Tengo Parkinson, dice y le ahorra la pregunta, no sabía, dice Isabel, cuando nos conocimos no tenía, o si tenía no me había dado cuenta, dice Elena y de camino al sillón que le ofrece Isabel se pregunta por qué dice "tengo" Parkinson si ella no lo tiene, lo último que haría sería tenerlo. Ella lo padece, lo sufre, lo maldice, pero tenerlo no, tener implica voluntad de agarrar algo, de sostener, y ella no, eso sí que no. Isabel la ayuda a sentarse, ¿quiere tomar algo fresco?, ¿o un té?, un té está bien, pero con una bombilla, o una pajita mejor. Isabel va hacia la cocina. Elena observa por el rabillo. Los muebles son de estilo, tapizados en gobelino inglés, con patas curvas que terminan en una especie de pesuñas como de chivo o de cordero. Si supiera de muebles, Elena piensa, podría decir qué Luis son. Si es que fueran algún Luis. Pero ella no sabe, ni le importa. Una mesa ratona sostiene un florero y algunos libros, de viajes, de ciudades que ella nunca va a conocer. Sobre la chimenea hay sólo dos portarretratos. Elena mueve la cabeza de lado y busca la imagen haciendo un esfuerzo por llegar hasta allá arriba. Uno de los portarretratos tiene una foto de Isabel, su marido y su hija. Una foto similar a la que Rita recibió cada diciembre como saludo de fin de año, desde hace dieciocho años, o diecinueve, o veinte, Elena ya no se acuerda. No, veinte no, porque veinte hace de aquella tarde en que vinieron a esa casa a traer a Isabel. Rita ordenaba las tarjetas en un bibliorato, de la más antigua a la última, podía haberlas ordenado sin mirar la fecha al dorso porque en cada foto la niña crecía, un año exacto, y los padres la acompañaban, sus rostros de alguna manera se acomodaban al paso de ese año que les señalaba su hija. Siempre los tres sonriendo, el hombre en el medio abrazando a las mujeres. La postal de cada año venía escrita detrás por el doctor Mansilla, gracias por regalarnos esta sonrisa, eternamente agradecido, doctor Marcos Mansilla y familia, y la fecha. Tal vez alguna de las que guardaba Rita fuera una copia exacta de esa que luce sobre la chimenea. Cuando vuelva a su casa, esa tarde, después de tanto viaje, Elena se va a fijar. Blusa rosa y dos colitas, se va a fijar. La otra foto es de la hija, con la misma blusa y el mismo peinado, y de otro hombre. Un hombre, que no debe ser su marido, Elena piensa, porque la hija apenas dejó de ser una chica y él es un hombre mayor, como el doctor Mansilla, o tal vez sí, se corrige, si hoy por hoy, pero antes de completar su razonamiento se detiene porque en ese momento entra Isabel con las tazas para el té, una tetera y junto a ella una bombilla y una pajita. Traje las dos cosas, dice, para que elija, y Elena elige la pajita, pero la corta con el cuchillo que acompaña un budín, la dobla al medio y la rasga con el filo, más corta mejor, dice, y sorbe.
Las dos esperan por la otra. ¿Quiere budín?, dice Isabel, lo hice yo, budín de banana, no gracias, ¿cuántos años tiene?, ¿quién?, su hija, ¿Julieta?, dice Isabel y mira el portarretrato, diecinueve, hace tres meses cumplió diecinueve, hace tres meses murió Rita, dice Elena y a Isabel se le aflojan las piernas, no sabía, dice, por eso estoy acá, por eso vine, le contesta ella. Isabel mira callada, pero no la mira a ella, ni siquiera mira en dirección a un lugar ubicado en ese espacio sino en el tiempo, un lugar donde Elena no puede mirar porque no lo conoce, aunque haya estado ahí. Elena cree que el silencio la obliga a agregar detalles, apareció ahorcada, en el campanario de la iglesia, a dos cuadras de nuestra casa. Isabel se marea, se sostiene del borde del sillón, Elena apenas lo nota, desde su posición se le escapan ciertos movimientos sutiles que suceden más arriba de la altura de su pecho, apenas deduce por el movimiento de los pies que la mujer frente a ella está por levantarse, voy a buscar un vaso de agua, se disculpa y sale de la habitación.
Elena queda sola más de diez minutos, intenta salirse de ese sillón pero otra vez la levodopa empezó su curva descendente y la deja desnuda de movimiento. No pasó el tiempo suficiente para que el efecto de la medicación desaparezca y aunque sabe que el suyo no se mide como los otros tiempos mira el reloj, falta más de una hora para su próxima pastilla, así que es mejor que Isabel se demore, piensa, porque su tiempo que no entiende de agujas empezó a escurrirse como la arena se escurre entre los dedos, como se escurre el agua, y, Elena sabe, nadie podrá levantarla de ese sillón hasta después de que tome la próxima pastilla. Por la puerta que Isabel dejó entornada entra un gato siamés y va al sillón donde Elena está sentada. Se le sube, salí de acá, quién te dio vela en este entierro, le dice, y lo empuja hacia un lado. El gato, sin caerse, camina por el respaldo, pasa por detrás de su cuello agachado; el pelo del animal, al rozarla, eriza el vello de Elena. El de su nuca, el de sus brazos. Baja, por el respaldo y de a poco se aventura sobre ella, le busca las manos con la cabeza, las empuja, les reclama, si buscás que te acaricie, conmigo vas muerto, le dice, y el gato parece entender pero no resignarse, por eso insiste, maúlla, le busca otra vez las manos, y Elena le dice y se dice que no, que ella desde que se casó nunca tocó un gato, que su marido nunca le dejó a Rita tener uno, ni cuando descubrió el que tenía en una caja debajo de la cama y que alimentaba a escondidas dándole leche con un gotero, no, Rita, los gatos son sucios, lamen cualquier cosa que encuentran en el piso y después te pasan la lengua a vos, es chiquito, papá, no sabe lamer, en poco tiempo va a crecer y va a ser tan repugnante como cualquiera, a mí me gustan los gatos, papá. Pero el padre habló de sarna, y de empeines, y de hongos, y de enfermedades que hacen que los chicos nazcan ciegos o tontos, y otra vez de las escupidas que lamen para después lamerse ellos y, entonces Rita dijo, basta, papá, y dejaron de gustarle. Al tiempo era ella misma quien decía, los gatos son sucios, lamen una escupida y con la misma lengua se lamen ellos. Elena no sabe si a ella también dejaron de gustarle junto con Rita, o si nunca le gustaron, o si todavía le gustan. Sólo sabe que a su casa no entraban gatos porque su marido así lo dispuso, y Rita heredó su derecho a prohibir, entonces ella no los toca. Pero esa en la que está ahora no es su casa, y el gato de Isabel insiste, con sus pies, los de Elena, se le mete entre las piernas, va y viene por donde no hay espacio. Si Rita me viera, piensa, y Elena sabe qué diría Rita si la viera, conoce de memoria su sermón y le gustaría escucharla, aunque la retara, aunque se enojara y la insultara, igual elegiría escucharla. Prefiere su insulto a su ausencia pero sabe que no importa lo que ella prefiera porque la muerte se llevó su posibilidad de elegir. Su hija está muerta. El gato salta otra vez sobre su falda, camina sobre sus muslos, tenaz, a un lado y al otro, dibuja círculos, la mira desde algún lugar detrás de esos ojos azules, y Elena por fin sabe que lo va a hacer. Sabe que va a terminar acariciándolo. Le va a dar el gusto, para que se deje de pedir, para que no la moleste más, para que la deje, pasa su mano derecha, la que mejor responde, por la cabeza del animal y el animal se contorsiona, parece que te gusta, le dice, y piensa que tal vez a ella también le gustaría. Si pudiera. Si no le vinieran a la cabeza las palabras de su marido y de su hija, el gato es sucio, si fuera sorda como lo son sus pies, podría, tal vez, disfrutar de esa caricia, del animal haciéndole cosquillas suaves, si pudiera, si dejara que le guste, pero no deja, los gatos son sucios, lamen su propia escupida, le dice su marido a su hija muerta, y su hija muerta le dice a ella, y ella escucha, como si estuvieran ahí, los muertos le hablan, la retan, se enojan con ella, y Elena echa a ese gato para no oírlos más.