Aunque Elena no lo ve el taxi avanza por Libertador frente al Hipódromo, es el mediodía y calcula que el sol debe estar exactamente arriba de ella, calentando la chapa del techo. La frenada de un colectivo junto a ellos la asusta, pero enseguida se da cuenta de que no pasa nada, que es sólo un ruido, que un ruido no significa más que eso, y se concentra en sus asuntos, en que unas cuadras más allá habrá llegado a destino y ese cuerpo que la atrapa deberá moverse, deberá ponerse otra vez en marcha. Intenta dar la orden y que la escuchen. Desde su posición horizontal levanta el pie derecho, unos centímetros apenas, lo baja, luego el izquierdo. Los dos responden, prueba otra vez, derecho arriba, luego abajo, izquierdo arriba, abajo, y otra, una vez más. Luego descansa, a pesar de que no puede levantarse de donde está sin que alguien le dé una mano sabe que está lista, que cuando el taxi llegue a destino sólo necesitará un punto de apoyo de donde tirar para incorporarse, una mano, una vara extendida, una soga, y otra vez podrá marchar, un pie delante del otro, un tiempo, entre pastilla y pastilla.
Mimí tampoco puede haber matado a Rita, Elena sabe, por eso nunca le sugirió a Avellaneda que la incluyera en su inútil lista. Aunque ganas debe haber tenido, Elena piensa, nadie es culpable por querer matar a alguien, ni siquiera al hijo de uno. Nadie va preso por lo que piensa ni por lo que siente, sólo por lo que hace. A veces por lo que hace. Y Mimí no hizo, aunque seguramente le habrá deseado alguna vez la muerte a Rita, la mujer que se llevaría un día, sobre mi cadáver, lo único que tenía en la vida, ese hijo jorobado e incondicional a ella, unido como un apéndice que se pudre pero nadie se atreve a extirpar. Mimí no pudo haberla matado porque Elena estuvo con ella en su peluquería, antes, durante y después del momento en que Rita moría colgada de la campana de la iglesia, respirando el último aire que habrá entrado a sus pulmones por siempre jamás.
La idea había sido de Rita. A Elena nunca se le hubiera ocurrido dejar una tarde entera de su vida en ese lugar forrado de espejos y pósteres amarillos de viejos que muestran mujeres con peinados pasados de moda. Ni en esa peluquería ni en ninguna otra. Rita esgrimió distintos argumentos para que su madre aceptara los turnos que había tomado para ella: lavado, corte, tintura, brushing, manicuría, pedicuría, depilación de bozo. Y había coordinado el horario respetando la frecuencia de las pastillas de manera que en el cuerpo de Elena no faltara levodopa. No te quejes que después te vas a sentir mejor, si yo no me siento mal, sólo me molestan las uñas de los pies, me las podés cortar vos la semana que viene, es verdad, mamá, aunque me dé asco te puedo cortar las uñas, hasta hoy podría, ¿pero después?, ¿después qué?, ¿después de las uñas qué?, no sé teñir, ni cortar, ¿hace falta tanto, Rita?, pregunta y su hija la mira un instante antes de decir, ¿te miraste al espejo, mamá?, no, le contesta Elena, se nota, mamá, ponete frente al espejo algún día, me pongo frente al espejo del baño pero no me llego a ver, sólo veo las canillas y la bacha, descolgalo, mamá, sacá el espejo de la pared, ponelo frente a vos, mirate, y vas a entender, ¿por qué te preocupa tanto cómo me vea, Rita?, el problema no es cómo te veas sino quién te ve. Y Rita se dice, soy yo la que te veo, todos los días mamá, me acerco a la cama a levantarte y veo tu cara sin la dentadura postiza, tus ojos abiertos sin expresión, desayuno, almuerzo y ceno frente a vos y a tu boca abierta llena de baba espesa que se mezcla con la comida, esa papilla inmunda, te acuesto a la noche y te acerco el vaso para que deposites otra vez tus dientes, pero te cuesta embocarlos entonces los tengo que tocar, agarrarlos y meterlos en el vaso con mis manos, me duermo pero el día no termina porque a las dos o tres horas me llamás para que te lleve al baño, y te llevo, y te bajo la bombacha, y te la subo, no te limpio, es verdad, no puedo limpiarte, eso no, pero te hago sentar en el bidet, y te alcanzo la toalla, y la recibo húmeda, aprieto el botón del baño para que el agua se lleve tu orina, te acuesto otra vez, te acomodo, me mirás desde la cama, sin dientes, con los ojos asombrados sin asombro y esos bigotes que te crecen como alambres, y casi me estoy yendo pero me llamás, otra vez, para que te acomode los pies, o la sábana, o la almohada, entonces vuelvo, y otra vez te veo, y otra vez te huelo con ese olor a pis que nunca se te termina de ir porque es tuyo, porque está impregnado en tu piel, y te oigo respirar esa respiración gastada, ronca, apago la luz sobre tu mesa de noche y antes de hacerlo me encuentro otra vez con tus dientes, los que yo misma puse en el vaso, con mis manos, me las miro una vez más, las limpio contra mi ropa, las huelo, huelen a vos. Y luego Rita le dice a su madre, yo, mamá, el problema es que yo te veo, ¿y qué puede cambiar si voy a la peluquería?, nada, tenés razón, si es por vos nunca va a cambiar nada, pero vas a ir igual y va a cambiar. La llevó a la rastra y la dejó sentada en el sillón de mimbre de la recepción. No saludó a nadie, ni siquiera a Mimí, estaba más hosca que de costumbre. Acá la dejo, dijo, y se fue. Elena se quedó quieta, esperando, la vista clavada en la alfombra de yute con tierra de varios meses y pelos de distintos tonos. Sobre la mesa ratona llegó a ver una pila de revistas ajadas que alguna vez fueron de actualidad, y otra pila con folletos de comida naturista, miel de abeja reina, parches de aloe vera y productos similares que prometían mejorar la salud de quien los probara. Excepto la de ella, Elena sabe, para ella no hay promesa que valga. Se estiró y agarró cualquiera de las revistas, pasó las hojas fingiendo que la leía mientras esperaba. Las hojas pegoteadas volteaban de a varias juntas, entonces Elena se mojó el dedo índice para hacerlas girar, trasgrediendo, total, no estaba Rita para retarla, para decir, no seas asquerosa, mamá, pero hija, ¿no te das cuenta de que con el Parkinson me cuesta pasar las hojas?, no busques excusas, mamá, si siempre hiciste lo mismo, no quieras culpar a la enfermedad de lo que es culpa tuya. Sonaba una música funcional, un intento de concierto de piano distorsionado que salía a través de dos parlantes colgados en las esquinas del local. El olor del champú y las cremas se entreveraba con el de la tintura y la cera caliente en una mezcolanza que Elena no podía decidir si era agradable o no. Era así, como olía. Así. Una chica vino por ella cuando casi acababa de dar vuelta todas las hojas de la revista. Venga por acá, abuela, abuela un carajo, le contestó Elena, pero antes de que la chica reaccionara se rió, hace tiempo que aprendió que un chiste permite encubrir cualquier insulto y aborta cualquier enojo, abuela un carajo, repitió, y extendió la mano para que la ayudara a levantarse. La chica tiró pero no fue suficiente. Vino otra y empujó desde atrás, agarrándola por debajo de los hombros, dijo que sabía cómo, que ella había cuidado a su abuela hasta el día en que murió. Cuando estuvo de pie, aunque no hacía falta, la llevaron cada una de un brazo hasta el sillón que le correspondía, sosteniéndola por el antebrazo como si fueran un respaldo móvil. Primero la tiñeron, antes la llenaron de toallas alrededor del pecho, le pusieron una capa de plástico negro, rajada en un costado, ¿seguro no puede levantar la cabeza ni un poquito, Elena?, se quejó Mimí, y Elena lo intentó, pero apenas la cabeza subía caía otra vez a su lugar de siempre, adonde la mandaba caer Ella, esa puta enfermedad puta. Estuvo veinte minutos en un secador con el chorro de aire caliente dándole exactamente en la nuca. Sacarle los restos de tintura en la pileta fue el momento más difícil. Probaron entre tres, una la sostenía a ella, otra sostenía el cuello y lo empujaba hacia atrás, otra esperaba con los brazos abiertos sin hacer nada, como si su función fuera de alerta, estar pendiente del fracaso y actuar para evitar una catástrofe. No fue posible. A pesar de las directivas precisas que daba Mimí desde el descanso de la escalera que llevaba al salón de masajes. Se enojaba con sus empleadas, metía mano ella misma, pero no fue posible. Terminaron trayendo una palangana y echándole agua hacia adelante desde una pava, tuvieron que cargar dos veces más la pava, Elena respiraba entre chorro y chorro tan profundo como podía, hasta que los restos de color desaparecieron y sólo se veía caer agua limpia sobre la palangana que ella misma sostenía encima de su falda. Estoy cansada, mejor seguimos otro día, sugirió Elena, no, no, no, dijo Mimí, no me haga quedar mal con mi futura nuera. Mintió, Elena sabe, si a ella su hija poco le importa, Rita me pidió servicio completo y usted no se va de acá hasta que quede cero kilómetro, cero kilómetro, repitió Elena, ¿quiere descansar un rato en la camilla de masaje?, no, gracias, mire que la chica le puede hacer un descontracturante que, dije que no. Ofendida, Mimí la llevó del brazo otra vez al salón, la peinó, desarmó los nudos en silencio, y sólo cuando la ofensa había sido descargada en cientos de pasadas de peine dijo, mire cuando nos hagan abuelas, y ella otra vez no le creyó, si hay algo que no quería esa mujer era entregarle su hijo a Rita y que de esa unión le naciera un nieto, Rita tiene cuarenta y cuatro, le señaló Elena, ¿y?, desafió Mimí, que ya no creo que pueda hacer abuela a nadie, bah, no diga pavadas, Elena, ¿no vio en el noticiero la mujer que tuvo a los sesenta y cinco? Sesenta y cinco casi tengo yo, me falta uno y medio pero, dijo dejando el pero en el aire, y se produjo un silencio, sesenta y cinco casi tengo yo, volvió a decir y ni Mimí ni nadie se atrevió a decir nada, sorprendidas por un número que no se correspondía con esa mujer. Cambiaron de tema, Elena dejó de escucharlas. Estaba claro que esa mujer parturienta tendría su edad pero no un cuerpo como el suyo. ¿Podrá una mujer con Parkinson dar a luz?, se preguntó, ¿habrá lugar en un cuerpo doblado para albergar un hijo?, ¿podrá pujar?, ¿podrá dar de mamar?, ¿le hará mal al feto la medicación que irremediablemente tiene que tomar? Se preguntó si cuando nació Rita ella ya tendría dentro esa puta enfermedad puta sin saberlo, como una semilla, esperando caer en tierra fértil para fecundar. Pensó en la enfermedad como un hijo de su propio cuerpo. Se preguntó si su hija llevaría dentro esa otra semilla y si algún día, la semilla fecundaría y su hija padecería lo que ella padece. Una pregunta inútil porque, aunque Elena todavía no lo supiera, no habría ninguna semilla capaz de fecundar en el cuerpo de su hija cuando terminara la tarde.
El bozo fue lo más sencillo, la chica que depilaba se agachó frente a Elena con el palo embadurnado en cera caliente y mientras con la mano izquierda calzada en la frente de Elena tiraba su cabeza hacia arriba, con la derecha desparramaba la cera sobre su bigote girando el palo como si amasara. El tirón no le dolió, pero sí los pelitos que resistieron y la mujer se encaprichó en sacarle con una pinza de depilar, no hace falta tanto detalle, nena. Los pies y las manos se los hizo la misma Mimí. Elena se dedicó a observarla, ahora que podía gracias a la posición que la mujer adoptaba por su trabajo, agachada frente a ella, casi a su altura. Esa mujer no quiere que mi hija se case con su hijo, como yo tampoco quiero, pensó, en el fondo nos parecemos, y se rió sola de la impresión que le habría causado a Mimí escuchar esa frase si Elena se hubiera atrevido a decirla en voz alta, decir que ella y Mimí se parecían.
Para cuando la mujer le metió los pies en agua caliente, Rita seguramente ya colgaba del campanario de la iglesia. Y como la tarde se iba mientras la dueña de la peluquería rascaba en sus callosidades, su ayudante le cortó el pelo y la cepilló al mismo tiempo que le arreglaban los pies, usted disculpe, Elena, pero si no, no nos vamos más. Cuando estuvo lista la ayudaron a pararse, otra vez entre tres. Tiene que venir más seguido, le dijo Mimí, tiene los pies a la miseria, ¿cómo hace para ponerse sandalias con estos talones?, me las pongo, contestó, o me las pone Rita cuando no hay caso, aunque sea pásese crema todas las noches, Elena, eso ayuda para las durezas. Y a pesar de que Elena no mostró ningún entusiasmo por el asunto de sus talones, Mimí dijo, le voy a mandar una crema de caléndula por Roberto, se pudrirá de vieja, pensó Elena que no estaba dispuesta a agregar una tarea más a la lista interminable de esfuerzos diarios: caminar, comer, ir al baño, acostarse, levantarse, sentarse en una silla, pararse, tomar una pastilla que no pasa de la campanilla porque el cuello no puede inclinarse, beber con pajita, respirar. No, definitivamente no iba a ponerse crema de caléndula en los talones.
Cuando estuvo lista Mimí la llevó con ella y la paró frente a un espejo de cuerpo entero. Mírese Elena, dijo, parece otra. Y Elena, para no llevarle la contra, giró la cabeza de costado y trató de mirarse por el rabillo. Un mechón de pelo se le caía justo delante del ojo, pero una de las chicas, atenta del resultado de su trabajo, se apuró a sostenerlo con un clip y echarle spray. Algo pudo ver, lo suficiente para permitirle comparar su cuerpo con el de esa otra mujer, esa que en el fondo se le parece, apenas uno o dos años menor que ella. ¿Cómo se ve, Elena? Vieja.
El taxi dobla por Olleros tal como le indica Elena, y sube dos cuadras, son dos o tres no me acuerdo, le aclara ella, y el taxista en cuanto se lo permite la mano de la calle dobla a la derecha, avíseme si ve una puerta de madera con herrajes de bronce, dice Elena todavía recostada sobre el asiento trasero con la vista clavada en el techo del auto, ¿ninguna otra seña, señora?, y una clínica o consultorios médicos, agrega ella, le canto, señora: verdulería, inmobiliaria, edificios de departamentos, restaurante mexicano, como si nos hiciera falta la comida extranjera con lo que tenemos acá, se queja el hombre y sigue, un veinticuatro horas, un bar y se termina la cuadra, clínica nada, ¿y herrajes de bronce?, pregunta Elena, a ver, espere, eh, don, ¿una clínica por acá?, ¿clínica?, repite la voz a la que el taxista pregunta, por acá que yo sepa no, hay un sanatorio en José Hernández, no, no, tiene que ser en esta cuadra o la que sigue, insiste el taxista, no, por acá nada, ¿y herrajes de bronce?, pregunta Elena pero ni el taxista ni la voz contestan, en cambio la voz grita, ¡María, ¿una clínica en esta cuadra o la que sigue?!, o consultorios médicos, agrega el taxista, consultorios médicos había hace unos años, contesta una voz de mujer, no, María, ¿cuándo hubo médicos acá?, antes de que vos vinieras, si yo estoy hace más de diez años, entonces será hace once, ¿dónde?, donde está el mexicano, ¡no ve!, sacaron los médicos para poner esa comida de mierda, se queja el taxista, y la voz responde, diga que los de al lado no quisieron vender que si no, nos metían ahí otra torre como hicieron con el estacionamiento, ¿sabe dónde nos vamos a tener que meter los autos de tanta gente nosotros? El taxista estaciona frente al restaurante mexicano, en un lugar prohibido por una línea amarilla. Junto al restaurante, una puerta de madera con herrajes de bronce que no llega a ver. Me va a tener que dar una mano para bajar, dice Elena. El hombre mira hacia atrás y estira un brazo, pero enseguida se da cuenta de que con eso no alcanza. Abre la puerta y baja, resopla. Da la vuelta al taxi pero se detiene y vuelve a su lugar a sacar la llave del contacto, a ver si todavía me terminan afanando. Abre la puerta de Elena, le extiende una mano y ella se la aferra, pero él no tira, espera que lo haga ella. Tire, le dice Elena, y hace un gesto con el brazo que no es más que un intento por ayudar al hombre a entender qué tiene que hacer. El taxista entiende y tira. Ella sube, se tambalea, se ayuda haciendo palanca en el apoyacabezas que se inclina, el taxista lo vuelve a su lugar con su mano libre y termina de subirla a la vereda. Elena se acomoda, abre la cartera y pregunta, ¿cuánto le debo?, el taxista se inclina para mirar el importe por la ventanilla y dice veintidós con cincuenta. Elena abre la cartera y busca, encuentra un billete de veinte y dos de dos, quédese con el vuelto, dice, gracias, le responde el hombre y pregunta, ¿me voy nomás?, sí, claro, ya me trajo, contesta Elena apoyada sobre sus pies en la misma baldosa donde la paró el taxista. El hombre bordea otra vez el auto y se sienta. No bien Elena da su primer paso y sale de esa baldosa el taxista arranca y se olvida de ella. Elena no lo ve irse, pero se lo imagina, tarareando otro bolero o hablándole al locutor, quejándose con él, insultando y tocando la bocina porque quien va delante de él no se apura haciendo que en la siguiente esquina lo detenga un semáforo rojo.