Elminster en Myth Drannor (14 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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Se limitó a asentir en dirección al anciano, y permaneció a la espera. Filaurel lloraba abiertamente ahora, y la apretó con fuerza contra su pecho al tiempo que murmuraba:

—Señora, deja que te cuente cómo murió tu hermano.

De improviso la habitación quedó en completo silencio.

—Por casualidad tropecé con una patrulla de la que Iymbryl formaba parte, en las profundidades del bosque...

—Una patrulla que él conducía —casi escupió lady Namyriitha.

—Desde luego, señora. —Elminster inclinó la cabeza con aire solemne—. No era mi intención ofender. Vi cómo sus últimos compañeros caían, hasta que quedó él solo, rodeado por todas partes por ruukhas, en número suficiente para acabar con mis conjuros y los de él.

—¿
Tus
conjuros? —se mofó ella, dejando bien claro por el tono que dudaba de sus palabras. Sin embargo, el rostro de Filaurel, empapado de lágrimas, estaba alzado y seguía con atención todas sus palabras.

—Mientras me abría paso hasta él, lo atravesó el tridente de un ruukha, y cayó a un arroyo que discurría por allí. Mis hechizos nos alejaron a ambos del enemigo, pero agonizaba. De haber vivido más, podría haberme guiado para que lo trajera hasta aquí. Pero sí tuvo tiempo de mostrarme que debía ponerme el kiira en la frente antes de morir... y convertirse en polvo.

—¿Dijo algo? —sollozó Filaurel—. Sus últimas palabras: ¿las recuerdas? —Su voz se elevó angustiada, para resonar en todos los rincones del dormitorio.

—Lo hizo, señora —le respondió El con suavidad—. Pronunció un nombre, y dijo que por fin iba a reunirse con su propietaria. El nombre era... Ayaeqlarune.

Resonó un gemido general, y tanto Melarue como Filaurel ocultaron el rostro. Su madre, por otra parte, permaneció rígida como una estatua de rostro lívido, y el anciano mago elfo se limitó a menear la cabeza entristecido.

Unos recién llegados se unieron al acongojado grupo, delgados, erguidos y arrogantes; los vestidos eran suntuosos y altivo el porte, cuando se aproximaron a la puerta y se detuvieron para observar lo que ocurría: cuatro elfas adultas acompañadas por otras dos mucho más jóvenes, con un orgulloso y juvenil caballero elfo a la cabeza. Elminster lo reconoció por las visiones que la gema le había facilitado, aunque allí no estuviera el sillón flotante ni las columnas formadas por los troncos de los árboles y el sol filtrándose desde lo alto. Era Ornthalas, el heredero ahora —aunque él todavía no lo sabía— de la Casa de Alastrarra.

—Hermano —Ornthalas contempló a El con cierta perplejidad, y preguntó—: ¿qué significa esto? —Paseó la mirada por la estancia—. La Casa es tuya; no hay necesidad de que desafíes a los nuestros sobre nada. —Posó la mirada sobre Filaurel, y su rostro se ensombreció—. ¿O has tomado a nuestra her...?

—Guarda silencio, jovencito —intervino Naeryndam con severidad—. Tales pensamientos nos rebajan a todos. ¿Ves esa gema en la frente de tu hermano?

Ornthalas contempló a su tío como si el anciano mago hubiera perdido el juicio.

—Desde luego —contestó—. ¿Es esto una especie de juego? Porque no...

—Permanece callado por una vez —interrumpió lady Namyriitha tajante, y de entre el círculo de guerreros surgió una risita.

Al oírla, el joven lord se irguió en toda su estatura, paseó la mirada por la habitación en un intento de aparentar un digno silencio (Elminster se dijo que parecía un mercader rollizo que hubiera resbalado sobre excrementos de caballo en las calles de Hastarl y estrellado su trasero contra los adoquines del suelo, y que, una vez que ha conseguido ponerse en pie, pasea la mirada en derredor para comprobar si alguien ha presenciado su cómica caída, en tanto que insiste en aparentar ante todos que no hay restos de cagajón en su espalda; no, ninguno en absoluto, como la gente bien educada puede ver claramente), y anunció a su tío:

—Sí, venerado tío, veo el kiira.

—Estupendo —respondió el anciano en tono guasón, y surgió una nueva risita de entre los guardas, ésta mejor contenida. Naeryndam dejó que se apagara, y luego continuó—: Estás obligado a obedecer al portador del kiira, como nos sucede a todos nosotros.

—Sí —Ornthalas asintió, y la expresión de perplejidad regresó a su rostro—. Lo sé desde que era un niño, tío.

—¿Y lo recuerdas todavía? Bien, bien —replicó el anciano mago en voz baja, provocando varias risitas esta vez. Tanto lady Namyriitha como Melarue se removieron inquietas, la exasperación bien patente en sus rostros, pero no dijeron nada.

—En ese caso, ¿juras por el kiira de nuestra Casa, y todos nuestros antepasados que habitan en su interior, no alzar la mano ni lanzar ningún hechizo contra tu hermano cuando éste se aproxime a ti? —inquirió el anciano, la voz repentinamente tan dura y resonante como el golpear de una espada contra el metal.

—Lo juro.

El mago elfo sujetó a su joven sobrino por el brazo, tiró de él para obligarlo a atravesar la cantarina barrera, y luego se volvió hacia El y dijo:

—Aquí lo tenéis. Haced lo que habéis venido a hacer, antes de que alguno de mis apasionados parientes cometa una estupidez.

Elminster inclinó la cabeza en señal de agradecimiento, sujetó a Filaurel con suavidad por los hombros, y declaró:

—Mis humildes disculpas, señora, por obstaculizar tu libertad. Era necesario. Que los dioses no permitan que te vuelva a suceder nunca más en toda tu larga vida.

Filaurel se apartó de él, con los ojos muy abiertos, y se llevó los nudillos a los labios. Mientras se alejaba farfulló:

—Tu honor sigue sin mácula, desconocido señor.

Elminster dio dos rápidos pasos en dirección a Naeryndam, lo rodeó con calma, y se inclinó sobre Ornthalas con una afable sonrisa. El joven elfo levantó los ojos hacia él.

—Hermano, ¿es que renuncias...?

—Tristes noticias, Ornthalas —repuso Elminster, cuando sus narices chocaron, y luego sus frentes. Mientras el hormigueo y el centelleo se iniciaban, se aferró como la inexorable parca a los hombros del elfo, y añadió—: No soy tu hermano.

Los recuerdos se arremolinaron a su alrededor, como un huracán que lo arrastraba lejos, y Ornthalas empezó a chillar de sorpresa y dolor. Un chorro de rugiente magia blanca tiraba de él a medida que se elevaba, y por fin El ya no pudo sujetarse por más tiempo.

—¡Que la ley del reino me proteja! —exclamó, y luego jadeó en un ronco susurro—. ¡Mystra, no me abandones!

La habitación giró a su alrededor entonces, y ya no le quedó aliento para gritar nada más. Su cuerpo se alargaba, todos los presentes chillaban enojados y asustados, y lo último que el príncipe de Athalantar vio, mientras giraba para hundirse entre los tentáculos de la oscuridad que se abalanzó ávida sobre él, fue el rostro furioso de lady Namyriitha, reduciéndose tras la única cosa sólida que permanecía: el cetro de madera en posición horizontal que sostenía con firmeza la anciana mano de Naeryndam. Se aferró a aquella imagen mientras las tinieblas lo envolvían.

5
Una visita al Ungido

Y aconteció que Elminster de Athalantar encontró a la familia elfa a la que se había unido sin querer e hizo aquello que había jurado llevar a cabo. Como muchos que llevan a término un deber insólito y peligroso, nadie le dio las gracias por ello; y, de no haber sido por la gracia de Mystra, podría muy bien haber muerto en el jardín del Ungido aquella noche.

Antarn el Sabio

Historia de los grandes archimagos de Faerun,

publicado aproximadamente el Año del Báculo

Ornthalas Alastrarra avanzó tambaleante por la estancia, sujetándose la cabeza y chillando, la voz áspera y lastimosa. De la gema que brillaba como una nueva estrella en su frente surgían rayos chisporroteantes en dirección a aquel del que había salido: el cuerpo caído en el suelo, tan joven y feo...
y humano
.

En el dormitorio de Filaurel reinaba un gran alboroto. Los guerreros golpeaban la barrera que rechazaba sus armaduras y espadas, y eran repelidos; arañaban su superficie para atravesarla y gritaban de dolor en medio de nubes de chispas, sin conseguir otra cosa que tener que retroceder bamboleantes, para, una vez recuperado el control de los temblorosos miembros, volver a probar fortuna. Melarue yacía despatarrada junto a los pies de los guardas, los cabellos esparcidos como un abanico a su alrededor, aturdida a consecuencia de su propio intento de atravesar la barrera de Naeryndam. Había olvidado los múltiples hechizos de sus joyas.

No así su madre. Lady Namyriitha permanecía de pie bastante apartada del zumbante aire y se dedicaba, porfiada, a deshacer la barrera con un conjuro tras otro, derritiendo su esencia capa a capa. En tanto que toda aquella magia chocaba y se arremolinaba, Filaurel y la mayoría de las otras mujeres se dedicaban a gritar ante el espectáculo del auténtico aspecto de Elminster y la agonía de Ornthalas. Los criados se amontonaban en todas las puertas para contemplar lo que sucedía.

El anciano mago elfo se acercó con calma al cuerpo inmóvil del humano de nariz aguileña y se colocó a horcajadas sobre él, empuñando una espada que pareció salir de la nada. La magia parpadeó y correteó por la hoja cubierta de runas cuando la alzó y agitó un poco dubitativo, como hacen muchos guerreros veteranos para preparar un arma que les resulta más pesada de lo que recordaban; en la otra mano levantó el cetro. Cuando la barrera se derrumbó con un aluvión de blancas chispas pocos instantes después, y los guerreros de la Casa Alastrarra se lanzaron al frente con un grito de júbilo, él estaba listo.

De la punta del arma de Naeryndam surgió un remolino de fuego azul, tan ardiente y veloz que los guerreros se doblaron hacia atrás en mitad de la carga, y cayeron en incómodos y resbaladizos montones. Un toque con aquel fuego azul sobre las pieles del suelo, un contacto que dejó las pieles intactas, los envió a todos de nuevo rodando y gateando lejos, de vuelta a donde habían estado al principio. Un elfo arrojó su espada mientras huía, que giró sobre sí misma a toda velocidad en el aire en dirección al humano inmóvil; el cetro escupió su propio fuego, una punzante aguja de energía plateada, y el arma arrojada estalló en un arco iris de chisporroteantes chispas que giraron y volaron por los aires hasta desvanecerse. Una o dos de ellas fueron a rebotar casi a los pies de Naeryndam.

—¿Qué traición es ésta? —escupió lady Namyriitha al anciano mago—. ¿Te has vuelto loco, achacoso hermano? ¿Te domina el humano con alguna clase de hechizo?

—Tranquilízate —replicó el mago con voz tranquila y afable; pero, tal y como ella había hecho antes, puso su avivado poder tras sus palabras. Los únicos sonidos que siguieron a su imperioso retumbar fueron los débiles gemidos que se alzaban del lugar donde Ornthalas yacía en una esquina, la cabeza contra la pared, y los sollozos aquí y allá donde las mujeres que habían estado chillando a voz en cuello intentaban recuperar el aliento—. Lo cierto es que hay demasiados gritos y lanzamientos de hechizos en esta casa, últimamente —comentó enseguida—, y muy poca disposición para escuchar, preocuparse y pensar. Dentro de unas pocas generaciones, estaremos tan mal como los Starym.

Los guerreros y criados miraron al anciano mago con genuina sorpresa; los Starym se consideraban a sí mismos situados en el pináculo de todo lo que era noble y elegante entre los miembros del Pueblo, e incluso sus enemigos ancestrales les reconocían el derecho a ocupar el primer lugar entre todas las orgullosas Casas de Cormanthor.

Las comisuras de la boca de Naeryndam se crisparon en lo que podría haberse tomado por una sonrisa cuando paseó la mirada por la habitación para contemplar todos aquellos rostros perplejos. Con la espada en la mano indicó a sus parientes y criados que se colocaran ante él en un lado de la estancia; cuando nadie se movió, dejó que una oleada de fuego surgiera otra vez del arma, en largos y rugientes arcos de clara advertencia. Despacio, casi atontados, obedecieron.

—Ahora —les dijo el mago—, sólo por esta vez, y durante un corto tiempo, me escucharéis. También tú, Ornthalas, elevado ahora a la dignidad de heredero de la Casa de los Alastrarra.

Un gruñido fue su única respuesta, pero los que se volvieron a mirar vieron que el elfo asentía, el blanco rostro sujeto aún entre las manos.

—Este jovenzuelo humano —empezó el anciano, señalando el cuerpo que tenía debajo con su cetro— invocó la ley del reino. Y aun así todos vosotros, excepto Filaurel y Sheedra, y la joven Nanthleene, lo atacasteis o lo intentasteis. Me repugnáis.

Se escucharon murmullos de protesta, que sofocó con el fuego que brotaba de sus ancianos ojos, y continuó:

—Sí, me repugnáis. Esta familia tiene un heredero ahora porque este hombre arriesgó su vida y mantuvo su palabra de honor. Entró en nuestra ciudad, pasó junto a un centenar de elfos o más que podrían haberlo matado, que lo habrían matado de haber sabido quién era en realidad, sólo porque Iymbryl se lo pidió. Y, gracias a que mantiene la palabra dada a aquellos que no son de su familia ni su raza, a aquellos a quienes apenas conoce, y a que se atrevió a asumir esta tarea, los recuerdos de esta Casa, los pensamientos de nuestros antepasados no se han perdido, y podemos mantener el puesto que nos corresponde en el reino como primera Casa. Todo gracias a este humano, cuyo nombre ni siquiera sabemos.

—No obstante —empezó su hermana Namyriitha—, nos...

—No he terminado —dijo él, en un tono frío como el acero—. Escuchas menos aun que los jóvenes, hermana.

Si la ocasión hubiera sido menos importante y el aire no hubiera rebosado tanta tensión y temor, los allí reunidos habrían encontrado muy divertida la visión de la sarcástica matriarca abriendo y cerrando la boca en silencio como un pez fuera del agua, con el rostro congestionado. Sin embargo, nadie le dedicó ni una mirada; todos los ojos estaban fijos en Naeryndam, el alastrarrano vivo de más edad.

—El humano invocó nuestra ley —siguió categórico el anciano—. Jovencitos, prestad mucha atención. La ley es exactamente eso: la
ley
, una cosa que no permite que se la amañe o se la deje a un lado. Si lo hacemos, no somos mejores que el más brutal de los ruukhas o el humano menos honrado. No permaneceré ocioso, permitiendo que gentes que llevan la sangre de Thurruvyn dejen en mal lugar el honor de nuestra Casa... y nuestra raza. Si queréis atacar al humano, primero debéis derrotarme a mí.

El silencio que siguió fue roto únicamente por un gemido surgido de debajo del anciano mago; el joven humano de cabellos negros y nariz afilada soltó un involuntario grito de dolor al moverse, y una mano bronceada y bastante sucia se cerró a ciegas sobre el tobillo elfo enfundado en una bota que tenía al lado. Ante aquello, un guerrero de los alastrarranos chilló y lanzó su espada.

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