Read Elminster en Myth Drannor Online
Authors: Ed Greenwood
¿La biblioteca de los Alastrarra? ¿La sala de lectura? Le habría gustado permanecer un invierno allí, o más, en lugar de pasar corriendo junto a las cosas sin siquiera mirar a...
Había otra puerta. El joven mago esquivó un sillón reclinable que parecía más cómodo que ningún otro asiento que hubiera visto nunca y se abalanzó sobre el pomo de la puerta.
Le faltaban todavía dos veloces zancadas para llegar a ella, cuando la puerta se abrió de súbito hacia atrás y reveló una atónita cara elfa a pocos centímetros de la suya.
No tuvo tiempo de detenerse o esquivarla...
—¡Cayó aquí mismo, venerada señora! —jadeó el bailarín, señalando. Su cuerpo aceitado brillaba bajo la temblorosa luz de los braseros que describían círculos a su alrededor, obedientes a la voluntad de la matriarca de la Casa de los Alastrarra.
La túnica de color ciruela que llevaba ésta exhibía, intermitentemente, cada milímetro de la larga figura curvilínea de Namyriitha Alastrarra, cuando partes de ella se ondulaban como volutas de humo para envolver esta parte o aquella de su cuerpo en relucientes gotitas de arco iris, en tanto que dejaban otras al descubierto. Un ojo avezado podría distinguir que hacía muchos siglos que había dejado atrás la juventud, pero pocos ojos se molestaban en ejercer tal habilidad al encontrarse ante tal etérea hermosura.
Aun menos osaban mirarla siquiera cuando su rostro aparecía tan ensombrecido por la cólera como en estos momentos.
—¡No os acerquéis! —rugió, extendiendo un brazo para reforzar la orden. El vestido lucía una elaborada escultura de erguidas espinas entrelazadas colocada sobre los hombros, pero los cabellos sobresalían entre ellas ahora, clara señal de furia desatada. Un sirviente gimoteó suavemente en algún lugar cercano. Sólo la habían visto de aquel modo en tres ocasiones anteriores... y, cada vez, alguna parte de la mansión había pagado caro el precio de su calma.
Esta vez, sin embargo, se limitó a tejer su magia con unas lacónicas frases. La espada se elevó obediente, estremeciéndose merced al poder que corría por ella, y luego salió disparada por el aire, de punta, escaleras arriba. El arma la conduciría, como una flecha certera, hasta el asesino de Riluaneth. Sin duda su pasión por el juego, sus oscuras maquinaciones o sus flirteos le habían deparado tal destino, pero nadie entraba en la Casa de los Alastrarra y eliminaba a uno de sus miembros sin pagar el precio, rápidamente y por duplicado.
Lady Namyriitha desabrochó algo mientras se encaminaba veloz hacia las escaleras, y la parte inferior de la túnica se desprendió; la apartó de una patada y ascendió por los peldaños con las desnudas piernas centelleando entre nubes de encaje estampado. En pleno ascenso, sus dedos, que se deslizaban por la barandilla, rozaron algo oscuro y pegajoso.
Sin detenerse, volvió la mirada hacia la oscura sangre que manchaba el pasamanos y luego alzó los dedos bañados en sangre y los contempló inexpresiva, sin hacer el menor gesto para limpiarlos o aminorar su carrera tras la espada que rasgaba el aire ante ella.
Abajo, el bailarín recogió la falda abandonada, dubitativo, y luego la entregó a un criado antes de girar en redondo en dirección a la escalera para seguir a la señora de la Casa. Lo siguieron, indecisos, varios criados.
Cuando alcanzaron el rellano situado en lo alto de la escalera no se veía ni rastro de Namyriitha ni de la espada. El bailarín echó a correr.
Elminster inclinó el torso en el último instante, y por lo tanto fue su hombro el que impactó contra el criado elfo y la puerta. Ambos se estrellaron con un fuerte golpe contra la pared del pasillo situado al otro lado, el elfo se desplomó al suelo, donde quedó despatarrado y no volvió a moverse.
Jadeante, El recuperó el equilibrio y siguió corriendo. En algún punto por debajo de él, el gong volvió a lanzar su tañido. El pasillo se dividía al frente —la mansión era enorme—, y el joven giró a la izquierda esta vez. Quizá podría volver sobre sus pasos.
No pareció haber sido una buena elección. Dos elfos con relucientes armaduras de color verde mar descendían veloces por el pasillo hacia él, ciñéndose las espadas mientras avanzaban.
—¡Intrusos! —gritó Elminster, esperando que su tono de voz se acercara lo suficiente a la voz de Iymbryl para surtir efecto. Señaló en la dirección por la que venían los guardias—. ¡Ladrones! ¡Huyeron por allí!
Los guardias dieron media vuelta, aunque uno dedicó al joven mago una severa mirada de arriba abajo, y se fueron corriendo por donde habían venido.
—Al menos no era la señora en persona asegurándose de que estábamos despiertos —oyó mascullar a uno, mientras salían zumbando uno junto al otro.
Enfrente había una sala dominada por una estatua de tamaño natural de una dama elfa ataviada con un traje largo y con los brazos alzados en ademán jubiloso. Al fondo de ésta aparecía otra escalera, que descendía en espiral, y de la que partía un corredor, flanqueado por unos sofás en los que, sin duda, los guardias habían estado reposando. A lo largo del corredor se veían varias puertas dobles profusamente decoradas, y Elminster escogió una que le causó buena impresión y se dirigió hacia ella. Se encontraba ya a pocos pasos de los tiradores, cuando unos gritos procedentes de la escalera le indicaron que los guardas se habían dado cuenta de que no iba tras ellos.
Echó mano de los tiradores en forma de aro, y los giró. Las puertas se abrieron con un chasquido; se coló al interior en un santiamén y las cerró a su espalda tan silenciosamente como le fue posible.
Cuando echó una mirada a su alrededor para averiguar en qué clase de nuevo peligro se había metido esta vez, se encontró ante un lecho oval que flotaba en el aire en medio de una oscura estancia abovedada. Un dosel de hojas flotaba sobre él, rodeado por varias bandejas que sostenían una colección de botellas y copas estriadas, y un suave resplandor esmeralda empezaba a extenderse por las hojas cuando la ocupante de la cama se sentó de golpe en ella y clavó la mirada en el intruso que acababa de penetrar en su dormitorio.
Era delgada y de una belleza exquisita. El cabello negroazulado caía suelto por sus hombros, y llevaba un camisón consistente en un cuello y una fina tira de diáfana seda azul verdosa que le caía por delante, y presumiblemente también por detrás. Los costados y hombros desnudos brillaban bajo la creciente luz en tanto que los enormes ojos cambiaban la alarma por el regocijo, y la joven saltaba de la cama con una grácil voltereta para precipitarse sobre Elminster con los brazos abiertos.
—¡Oh, queridísimo hermano! —exclamó mirándolo a los ojos—. ¡Has vuelto, y de una pieza! ¡Tuve una pesadilla terrible en la que morías! —Se mordió el labio, y apretó con más fuerza los brazos a su alrededor como si no fuera a soltarlo jamás. Oh, Mystra.
—Bueno —empezó a decir Elminster, incómodo—, hay algo que debo decirte...
Con un sonoro estampido, una puerta situada en el otro extremo se abrió hacia el interior, y una alta doncella elfa de mirada enfurecida y ataviada con un camisón similar apareció en el umbral; el fuego conjurado brillaba en sus muñecas. A su espalda se apelotonaban guardas de relucientes armaduras, con el refulgente sello del halcón en sus pechos, y las parpadeantes luces de la magia lista para ser usada danzando arriba y abajo de las espadas desenvainadas que empuñaban.
—¡Filaurel! —chilló—. ¡Apártate de ese impostor! ¡Sólo tiene el aspecto de tu hermano!
La joven elfa se puso rígida entre los brazos de El, e intentó apartarse; pero el mago se aferró a ella con la misma fuerza con que ella lo había abrazado antes, incómodamente consciente de la tersa suavidad del cuerpo apretado contra el suyo, y murmuró:
—¡Espera... por favor! —Con una hermana apretada contra él, tal vez la otra lo pensara dos veces antes de atacarlo con sus hechizos.
Los brazos de la mujer se estremecieron enfurecidos cuando los alzó para hacer precisamente aquello; pero se detuvo, al darse cuenta de que podría poner en peligro a Filaurel. Si bien no osó lanzar su magia todavía, su lengua no mostró los mismos reparos.
—¡Asesino! —chilló.
—Melarue —musitó la joven con un hilillo de voz, temblando contra el pecho de Elminster—, ¿qué debo hacer?
—¡Muérdelo! ¡Dale patadas! ¡Que no tenga tiempo de consumar conjuros, mientras lo atacamos! —gruñó Melarue, avanzando a grandes zancadas.
Otra puerta se abrió con estruendo, y el estrépito quedó ahogado por una voz mágicamente aumentada que lanzó una clara y tajante orden:
—¡Quietos todos!
La estancia quedó sumida en un silencio y quietud totales, rotos tan sólo por el palpitante pecho de Filaurel, presionado contra el de su capturador.
Y por la espada, que se deslizaba suavemente por el aire en dirección a Elminster. Se elevó, por encima de la cabeza de la joven elfa y apuntó al tenso rostro del falso elfo, que la observó dirigirse directa hacia su boca, cada vez más cerca...
Detrás de ella se encontraba la matriarca elfa ataviada con la parte superior de una elegante túnica, con semblante sereno. Sólo los chispeantes ojos traicionaban su indignación mientras permanecía con las manos levantadas en el gesto que había acompañado su orden. Una dama acostumbrada a que su voluntad fuese totalmente obedecida en aquella casa; sin duda se trataba de lady Namyriitha, la madre de Iymbryl.
El joven mago no tenía alternativa: debía invocar la gema, o morir. Suspirando para sí, despertó el poder que convertiría la espada en pedacitos oxidados, y luego en polvo antes incluso de tocar el suelo.
—No eres mi hijo —manifestó con frialdad la matriarca, sosteniendo la mirada de Elminster con ojos que parecían dagas.
—Pero lleva el kiira —intervino Filaurel, suplicante casi, levantando la vista hacia el punto donde la gema relucía en la frente del que la retenía..., del que se parecía a su hermano.
—¿Quién eres? —exigió Namyriitha adelantándose, sin prestar atención a su hija pequeña.
—Ornthalas —respondió el joven mago con voz cansada—. Traed a Ornthalas, y tendréis la respuesta que buscáis.
La mujer lo miró de hito en hito, los ojos entrecerrados, durante un buen rato; luego giró en redondo, con lo que el encaje que había quedado al descubierto se enroscó en sus piernas, y farfulló unas órdenes. Dos de los guardas inclinaron la cabeza y se volvieron, con las armas bien alzadas para asegurarse de no herir a nadie en aquel mar de cuerpos apretujados, y desaparecieron por la puerta. A pesar de no ver gran cosa de su marcha, El no pensó que se dirigieran al mismo sitio.
El tenso silencio que siguió no duró demasiado. Al tiempo que los guardas situados detrás de lady Namyriitha se desplegaban en arco a ambos lados de ella y guardaban las espadas para sacar los dardos de mano, Melarue hizo avanzar a los suyos para rodear a Elminster por completo.
—Venerada madre —dijo, sin que las llamas de su hechizo se apartaran de sus muñecas—, ¿con qué peligro jugamos ahora? Este impostor podría estar hechizado para matar a cualquier precio: ¡un sacrificio que tal vez contenga magia lo bastante poderosa para acabar con todos nosotros, y hacer pedazos la casa sobre nosotros! ¿Te atreverás a traer al heredero de los Alastrarra aquí, a la presencia de este... este metamorfista?
—Soy
siempre
consciente de los peligros que nos acechan a todos, Melarue —replicó su madre con indiferencia, sin volver la cabeza para no apartar los ojos de Elminster ni un segundo—, y he pasado siglos afinando mi buen juicio. No olvides jamás que yo soy el cabeza de familia.
—Sí, madre —repuso ella, en un tono respetuoso que no obstante dejó traslucir una leve y fastidiosa exasperación que hizo sonreír al joven mago. Al parecer, humanos y elfos no eran tan diferentes en el fondo.
—Por favor, tienes que creerme —dijo El a la joven que tenía entre sus brazos—, no tengo intención de haceros daño ni a ti ni a la Casa Alastrarra. Estoy aquí debido a una promesa que hice por mi honor.
—¿Qué promesa? —inquirió lady Namyriitha con sequedad.
—Venerada señora —respondió El, volviendo la cabeza hacia ella—. Todo lo explicaré cuando haya hecho lo que debo hacer. Es algo demasiado precioso para ponerlo en peligro con una riña. Os aseguro que no deseo hacer daño a nadie de esta casa.
—¡Dame a conocer tu nombre! —exigió a gritos la matriarca, usando magia para obligarlo.
Elminster se estremeció como una hoja, esclavizado por su poder, pero la gema lo sostuvo, y la gracia de Mystra permitió que siguiera en pie. Parpadeó ante ella y sacudió la cabeza. Del círculo de guerreros escapó un murmullo respetuoso, y el rostro de la matriarca se tensó con renovada furia al escucharlo.
—Ya estoy aquí —dijo una voz profunda y a la vez musical desde la puerta. En el umbral se encontraba un anciano elfo, vestido con la capa y las vestiduras que generalmente lucían los archimagos humanos. El emblema del halcón aparecía en la banda que llevaba, repetido varias veces; aun así, el joven mago comprendió que no se trataba de ningún criado. En sus arrugados dedos brillaban varios anillos, y sostenía un cetro corto de madera cuyos lados mostraban espirales grabadas en la superficie.
—Naeryndam —dijo la matriarca con frialdad, señalando con la cabeza a Elminster—, ocúpate de esto.
El anciano elfo sostuvo la mirada de El, y sus ojos eran agudos y penetrantes.
—Criatura desconocida —empezó el mago elfo en tono pausado—, sé que no eres Iymbryl, que no eres de esta Casa. No obstante, llevas la gema que era de él. ¿Consideras que su posesión te otorga el poder de gobernar sobre los alastrarranos?
—Venerado anciano —respondió El, inclinando la cabeza—, no tengo el menor deseo de mandar sobre nadie en esta hermosa ciudad, ni de haceros daño ni a vos ni a los vuestros. Estoy aquí debido a una promesa que hice a alguien en su lecho de muerte.
Filaurel empezó a temblar entre sus brazos, y El comprendió que lloraba en silencio, por lo que de forma instintiva le acarició los cabellos en un inútil intento por consolarla. La boca de lady Namyriitha volvió a crisparse, pero Melarue y algunos de los guerreros contemplaron con expresión más benévola al intruso que había aparecido en su seno.
—Vuestras palabras parecen auténticas. —El anciano meneó la cabeza afirmativamente—. Os informo, pues, que voy a lanzar un encantamiento que no es un ataque, y por lo tanto comportaos como corresponde.
Trazó un movimiento circular con la mano, extendió y dobló dos dedos, y sopló un poco de polvo o cenizas sobre su muñeca. Se escuchó un canturreo en el aire, y los guardas dispuestos a ambos lados retrocedieron apresuradamente. El aire cantarín —una especie de barrera contra hechizos, imaginó El— lo rodeó por completo.