Elminster en Myth Drannor (38 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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Aun así, casi se sentía culpable por su estado actual como si hubiera sido él mismo quien había destrozado su mente y su cuerpo.

Debía regresar a la ciudad y esperar poder comunicarse con alguien. Pensando en ello, El se lanzó por entre los árboles, sin preocuparlo si los rodeaba o los atravesaba, para regresar a toda velocidad a las calles y grandes mansiones de Cormanthor. Se arrojó de plano a través de la reluciente armadura de un jefe de patrulla que estaba ordenando a sus guerreros la formación que prefería para abandonar la ciudad.

Oscurecía cuando El descendió por entre una fila de relucientes globos de aire que colgaban sobre la segunda calle que encontró, para iluminar una fiesta improvisada. Aunque uno de ellos pareció balancearse y parpadear a su paso, él no sintió nada.

Se encaminó una vez más hacia el palacio del Ungido, y distinguió una luz tenue que brillaba desde una estancia alta en una torre cuya presencia no había advertido antes. Las últimas luces del día empezaban a desvanecerse en los jardines; redujo la velocidad cerca de la ventana y vio, en el aposento situado al otro lado, al monarca sentado en un sillón, en apariencia dormido. La Srinshee estaba apoyada sobre uno de los brazos del asiento y hablaba a las seis hechiceras de la corte, que se hallaban sentadas en círculo a su alrededor.

Si tenía alguna esperanza de obtener ayuda en Cormanthor, ésta se encontraba en aquella habitación. Elminster empezó a recorrer muy excitado la parte lateral del palacio, en busca de una forma de entrar.

Encontró una ventana ligeramente abierta casi enseguida, pero conducía a un almacén tan perfectamente aislado del resto del palacio que no pudo ir más allá. Salió disparado fuera otra vez, con creciente frustración; cada momento perdido significaba más parte de la conversación en aquella estancia iluminada que no podría escuchar. Recorrió la pared a toda velocidad hasta que encontró uno de aquellos ventanales cuyo «cristal» no era tal, sino un campo mágico invisible.

Percibió un leve hormigueo al precipitarse como una flecha a través de él, y casi giró para volver a salir, con la esperanza de que esto anunciara un regreso al estado sólido, pero no. Más tarde. Ahora tenía una reunión que escuchar sin ser visto.

Sabía en qué habitación debía entrar, y su sentido de la dirección se vio reforzado por los tres hormigueos que percibió a medida que se acercaba y tropezaba con un hechizo tras otro de protección. Desde luego, la Srinshee no quería que nadie pudiera oír lo que sucedía en aquella estancia.

La puerta, sin embargo, era vieja y maciza, y por lo tanto tan desgastada por siglos de balancearse de un lado a otro que había una grieta de tamaño considerable en el marco, que el joven mago utilizó para penetrar en el interior, impaciente, y lanzarse al mismo centro del círculo de hechiceras, que escuchaban sin dejar de dar vueltas alrededor de la diminuta figura colocada en su centro.

La Srinshee no dio la menor indicación de percibir o escuchar su presencia, mientras él rugía su nombre y agitaba las manos a través de ella. Elminster suspiró, se resignó a la continuación de su actividad fantasmagórica, y se dedicó a permanecer suspendido por encima del brazo vacío del asiento del Ungido, para escuchar con atención. Al parecer, había llegado —gracias Mystra— en el mejor momento.

—Bhuraelea y Mladris —decía la Srinshee— deben proteger el cuerpo de Mythanthar en todo momento... y a ellas mismas además, ya que todo adversario rechazado en un ataque inicial a Emmyth sin duda buscará el origen de su protección e intentará eliminarlo. Su manto mejora cualquiera de los nuestros, y yo sugiero tan sólo un aumento: Sylmae, lanzarás la telaraña de observación que te entregué para que se encaje en el manto de Emmyth. Holone y tú debéis entonces turnaros para observarla. Atacará por sí misma a cualquiera que intente atravesarla con hechizos, sí, pero tales atacantes pueden estar muy bien protegidos y no recibir ningún daño. No quiero que vosotras dos ataquéis al enemigo, sino simplemente que los identifiquéis y nos informéis a todos tan pronto como sea posible.

—Eso nos vuelve a dejar ociosas —manifestó la hechicera Ajhalanda con cierta tristeza, incluyendo en su gesto a ella y a Yathlanae, la joven elfa sentada a su lado.

—No es así —repuso la anciana hechicera con una sonrisa—. Vuestra tarea compartida es colocar hechizos que escuchen por si cualquiera en el reino pronuncia los nombres «Emmyth» o «Mythanthar» o incluso «lord Iydril», aunque sospecho que pocos de los cormytas actuales recuerdan ese título. Identificadlos, intentad averiguar lo que dicen, e informad.

—¿Algo más? —inquirió Holone, con cierto cansancio.

—Sé lo que significa ser joven, y estar impaciente por hacer cosas —repuso la Srinshee con suavidad—. Observar y aguardar es la tarea más dura, señoras. Considero que lo mejor es que nos reunamos dentro de cuatro mañanas, e intercambiemos tareas.

—¿Qué es lo que haréis vos? —inquirió Sylmae, asintiendo con la cabeza al plan de la Srinshee.

—Custodiar al Ungido, desde luego —respondió lady Oluevaera con una sonrisa—. Alguien debe hacerlo.

Las bocas se curvaron divertidas por todo el círculo, y una media sonrisa jugueteó en las comisuras de la boca de la Srinshee mientras ésta se giraba despacio para mirar a cada una de ellas a los ojos alternativamente, y recibir sus leves cabeceos de asentimiento.

—Ya sé que a las seis os irrita no poder trabajar sin trabas —añadió en tono quedo—. Pero sospecho que el momento de hacerlo no tardará en llegar, cuando las casas más orgullosas del reino se den cuenta de que un Mythal va a refrenar sus propios lanzamientos de hechizos y actividades encubiertas. En ese momento nuestros problemas empezarán de verdad.

—¿Hasta dónde podemos llegar, si las cosas llegan al punto de convertirse en una batalla declarada de hechizos en lo referente a estos «problemas»? —inquirió Holone con discreción.

—Oh, lo harán, hermana en la magia, no hay duda de que lo harán —replicó la Srinshee—. Todas debéis sentiros libres de hacer lo que consideréis necesario; haced pedazos a cualquier enemigo a voluntad, enviándolo a la muerte o más allá. No vaciléis en atacar a cualquier cormanthiano de cuyas intenciones estéis seguras, que vaya en contra del Ungido o de la creación del Mythal. El futuro de nuestro reino está en juego; ningún precio es demasiado alto.

Todas las cabezas asintieron en sombrío silencio, momento que el monarca escogió para echarse a roncar; la anciana lo contempló con afecto en tanto que las seis hechiceras sonreían y se incorporaban.

—¡Daos prisa! —les ordenó, los ojos brillantes—. Sois las guardianas de Cormanthor, y su futuro. ¡Salid ahí fuera, y obtened la victoria!

—¡Reina de los Hechizos! —salmodió Sylmae en un rugido que sonaba como el de un hombre, golpeándose el pecho—. ¡Ahí vamos!

Esto sin duda era una especie de expresión célebre; se produjo una oleada general de hilaridad, y enseguida las seis hechiceras se pusieron en movimiento con un elegante revoloteo de sus largas melenas y túnicas y aun más largas piernas. Elminster dirigió una breve y entristecida mirada a la Srinshee, que seguía sin escuchar ni su grito más potente de su nombre, y siguió a la llamada Bhuraelea, al tiempo que tomaba buena nota del rostro y la figura de Mladris, por si resultara necesario hacerle de silenciosa escolta a ella en lugar de a la otra.

Dio la casualidad de que las dos altas y esbeltas hechiceras se mantuvieron juntas, mientras descendían por uno de los pasillos del palacio con la velocidad de un viento de tormenta.

—¿Crees que debemos comer algo? —preguntó Bhuraelea a su compañera, cuando cruzaron el último campo mágico del palacio y se tornaron invisibles. Elminster, que flotaba a poca distancia, se sintió aliviado al comprobar que permanecían claramente visibles para él, aunque sus cuerpos ahora aparecían perfilados con un resplandor azulado, como la brillante luz invernal de las estrellas al reflejarse sobre la nieve.

—Traje un poco de comida —respondió Mladris—. La haré aparecer antes de que traspasemos su primer campo protector. —Arrugó la nariz—. Espera hasta que veas su torre; algunos ancianos adoptan la idea de «tener la casa como una pocilga» con excesivo entusiasmo.

Las dos hechiceras se estaban pasando un odre de agua de menta y pastel frío de urogallo de la una a la otra cuando se deslizaron a través de las relucientes protecciones que rodeaban la más bien desvencijada torre de Mythanthar el mago. El torreón Catarata de Estrellas recordaba una larga colina herbácea en forma de túmulo, perforada en un costado por ventanas, en cuyo lado norte se alzaba una torre rechoncha de toscas paredes de piedra. Su patio era una maraña de tocones cubiertos de hierbas, árboles caídos y matorrales y enredaderas silvestres, que en la oscuridad parecían un negro caos de dedos de gigantes irguiéndose hacia el cielo crepuscular.

—¡Dioses y héroes juntos! —murmuró Bhuraelea—. Para defender esto de enemigos furtivos haría falta un ejército.

—Que somos nosotras —coincidió Mladris alegremente, y luego añadió—: Agradezcamos a los dioses que nuestros enemigos difícilmente sean demasiado furtivos. Más bien intentarán eliminar las protecciones con conjuros sacudidores del reino, y luego seguirán con otros.

—Tres protecciones... no, cuatro. Esto necesitaría muchas explosiones —comentó Bhuraelea, mientras terminaban el pastel y se lamían los dedos. Una luz centelleó brevemente en una de las ventanas altas de la torre.

—Ya ha empezado a trabajar en ello —indicó Mladris.

—Probablemente ha estado «en ello» desde que abandonó la Sala de la Corte —repuso Bhuraelea con una mueca—. Lady Oluevaera me dijo que tiene tendencia a ser bastante obcecado. Podríamos bailar desnudas a su alrededor y cantar canciones románticas a su oído, y es probable que él se limitara a murmurar que es muy agradable tener a unas jovencitas tan llenas de energía a su alrededor, y ¿podríamos por favor alcanzarle aquellos polvos de allí?

—Dioses —exclamó su compañera con sentimiento, poniendo los ojos en blanco—, no permitáis que llegue a ser tan vieja que me comporte así.

De la nada y de un punto muy cercano, surgió entonces una voz fría que anunció con aire satisfecho:

—Concedido.

En un instante, Faerun estalló en innumerables rayos saltarines, arcos brillantes que recorrieron ansiosos el aire para atravesar como cuchillos a las jadeantes y tambaleantes hechiceras y luego seguir adelante con un rugido. Mladris y Bhuraelea fueron arrancadas de sus elegantes botas y arrojadas de espaldas contra los matorrales y zarzas; de sus bocas salía humo, y las llamas chisporroteaban caprichosamente en sus ojos.

Incluso Elminster fue cogido por sorpresa; ¿cómo era posible que no hubiera detectado al mago elfo de rostro cruel que se alzaba ahora, en forma de una vengativa columna nebulosa que iba adquiriendo solidez sobre el caótico jardín? De todas partes surgían nubes de luz que se acercaban como torbellinos para unirse a la figura cada vez más densa del hechicero. Mientras aumentaba en altura y solidez, el mago continuó lanzando tranquilamente crepitantes sucesiones de rayos contra las hechiceras, que tosían y sollozaban, sin concederles un momento para recuperarse o huir.

Una lluvia de chispas caía de las manos del elfo, que seguía avanzando por el aire con un remilgado balanceo de satisfacción. Elminster sintió un dolor punzante cuando las chispas lo atravesaron, y empezó a dar vueltas alrededor del mago subiendo y bajando y dando gritos inútilmente.

La protección más interna no había sido en absoluto tal protección, sino la brumosa figura vigilante del mago, que esperaba la llegada de ayuda, ¡intencionada o no!

—Haemir Waelvor a vuestro servicio —se presentó el hechicero elfo a las dos damas, cuando sus cuerpos quemados y estremecidos estaban tan envueltos en rayos que no podían moverse—. Los Starym parece que se retrasan... tal vez porque desean que yo haga el trabajo sucio antes de que se dignen aparecer. Me importa poco ahora que tengo vuestras energías vitales para alimentar mi fragmentador de escudos. Estáis aquí para proteger al imbécil viejo chocho de Mythanthar, ¿no es así? Qué lástima; en lugar de ello seréis su muerte.

Bhuraelea consiguió emitir un gruñido de protesta; diminutas llamas negras surgieron de su boca. Mladris permanecía inerte y silenciosa, los ojos abiertos, fijos, y sin luz. Tan sólo una vena que latía en su garganta indicaba que seguía viva.

Elminster sintió que la rabia lo envolvía como una hambrienta ola roja que exigiera ser liberada. Se volvió pesadamente, dejando que su cólera se convirtiera en una energía convulsa que estalló por fin en una larga y muda embestida que lo lanzó a través de los rayos que ataban a las dos hechiceras, y directamente hacia Waelvor.

A mitad de camino se arqueó y chilló presa de silencioso dolor y sorpresa. ¡Notaba los rayos! Su conjurador también había percibido su contacto con ellos; los ojos de Haemir se estrecharon al contemplar cómo sus rayos de improviso chisporroteaban y parecían oscurecerse. ¿Qué era lo que los arrastraba de ese modo?

Waelvor apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea. ¿El viejo Mythanthar, o algún otro entrometido? No importaba en absoluto. Rugió algo, y movió una mano en un veloz hechizo que lanzó una docena de afiladas hojas contra el aire en el lugar donde se distinguía la perturbación.

Elminster vio cómo los cuchillos aparecían e iban detrás de él, y se elevó fuera de los rayos sintiendo a la vez dolor y regocijo. Parte de la energía de éstos corría por su interior y le provocaba un desagradable escozor, al tiempo que proyectaba chispas desde sus ojos y boca.

Los ojos de Waelvor se abrieron de par en par al distinguir vagamente el perfil bordeado de relámpagos de una figura elfa —¿o era humana?—, justo antes de que se estrellara contra él.

El joven príncipe golpeó con todas sus fuerzas, azotando y pateando, en un intento de aplastar a Haemir Waelvor a base de ferocidad pura. Cuando «tocó» al mago no percibió solidez, simplemente un hormigueo en el instante en que los rayos surgieron de él, acompañado acto seguido por un dolor atroz cuando los hechizos entrelazados del manto del mago intentaron hacerlo pedazos, a pesar de ser un fantasma.

Mientras Elminster rodaba por el aire aullando de dolor en silencio, su adversario sacudió la cabeza entre rugidos; sus propios rayos chisporroteaban y describían círculos en torno a su boca merced a su violento rebote. Sus pupilas se tornaron de improviso lechosas y centelleantes como un ópalo blanco, una mirada que El había contemplado hacía muchos años, en los ojos de un mago víctima de su propio hechizo de confusión.

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