Elminster. La Forja de un Mago (13 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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—Sí, y llamar la atención al cabo de tres días. ¿A quién crees tú que vamos a poder vender esa araña en
esta
ciudad? Tendremos que esperar a que un mercader discreto, uno que tenga algo que ocultar y que sepa que nosotros lo sabemos, salga de viaje, y entonces vendérselo a él. No. Venderemos el anillo con la esmeralda esta noche, antes de que se corra la voz. No se ve ninguna marca que demuestre con seguridad que es de ella. Luego nos retiraremos de la circulación un tiempo y rondaremos por las Botas Negras a la espera de que nos contraten como estibadores o recaderos.

Farl lo miró de hito en hito un momento, la boca abierta para protestar, pero luego la cerró, esbozó una sonrisa y asintió.

—Tienes razón, como siempre, Eladar. Eres más astuto que un gato callejero, vaya que sí.

—Sigo con vida, si es a eso a lo que te refieres —dijo Elminster, encogiéndose de hombros—. Vamos a buscar algún sitio donde sirvan bebida a unos guapos mozos con la garganta seca y un agujero en la mano.

Farl se echó a reír, guardó la bolsita de nuevo en el ladrillo hueco, trepó por las desgastadas piedras de la tambaleante chimenea y empujó el ladrillo, todo lo largo del brazo, en el oscuro espacio hueco entre el suelo y el techo. Retiró el brazo del agujero con reborde astillado, volvió a colocar la rata muerta, medio comida, que utilizaban para disuadir a posibles curiosos, y se deslizó chimenea abajo, de vuelta al suelo.

A su alrededor, la oscura trastienda del taller cerrado de un zapatero remendón apestaba debido a su uso esporádico como retrete de gatos, perros, borrachos y vagabundos. El remendón había muerto de fiebre de la lengua negra a comienzos de primavera, y la gente sana decidió no entrar en la tienda hasta que hubiera pasado un año por lo menos. Entonces se limpiaría con humo para purificarla de vapores nocivos y se derribaría; para esa época, Farl y Elminster tenían pensado disponer de un nuevo y mejor escondite para su botín entre las agujas ornamentales de los tejados de las opulentas casas cercanas a la muralla norte de Hastarl. Tenían los ojos puestos en una residencia cuyo techo ostentaba unas gárgolas talladas en una postura agazapada y con las fauces abiertas en un rugido; si conseguían descabezar una de ellas y vaciarla sin que nadie en la gran mansión lo notara, dispondrían del sitio ideal. Si lo conseguían, claro.

Los dos jóvenes se hicieron un gesto de asentimiento al mismo tiempo, comprendiendo que sus pensamientos habían ido por los mismos derroteros. Farl se asomó por el agujero de vigilancia y, tras un momento, hizo un ademán a Elminster para que procediera. Éste salió al estrecho y oscuro pasadizo exterior despreocupadamente, y se deslizó, sigiloso, por él. Farl lo siguió, con una daga en la mano, por si acaso... Pasaron varios segundos antes de que las primeras ratas se atrevieran a salir a descubierto para coger el trozo de queso mohoso que los jóvenes ladrones habían tenido la amabilidad de dejarles.

La Moza Besucona estaba abarrotada de una vociferante muchedumbre de gente jaranera: lenguaje obsceno, pellizcos, azotes, búsqueda de una noche de lujuria, chanzas celebradas con risotadas, tintineo de monedas y la constante persecución de un olvido empapado en alcohol. Farl y Eladar se llevaron las jarras de cerveza a su rincón favorito, un lugar oscuro, lejos del mostrador, desde donde podían ver a los que entraban pero en donde sólo eran vistos por los que tenían visión nocturna y los decididos.

Su sitio ya estaba ocupado, por supuesto, por las chicas cuyos nombres conocían bien a pesar de una persistente carencia de monedas necesarias para un conocimiento más íntimo. Todavía era temprano para que hubiera actividad en el negocio, así que las damas de la noche bebían de los vasos que tenían en las manos y se ponían perfume en las corvas y en el pliegue de los brazos; todavía había sitio en los bancos.

—¿Qué tal un besito y un achuchón tempranero? —preguntó Ashanda con desinterés mientras se miraba las uñas. Sabía cuál sería la respuesta de los jóvenes antes de que ellos contestaran. Nada del de pelo negro y rebelde y nariz aguileña, y de Farl...

—No. Nos conformamos con mirar. —Echó una mirada lasciva a la muchacha por encima del borde de la jarra.

Ella lo miró a su vez con simulada coquetería, parpadeando y llevándose a la boca dos delicados dedos en una expresión turbada.

—Y la mayoría de ellos quieren un animoso público que aplauda y dé vivas, así que no importa —replicó—. Pero asegúrate de quitarte de en medio cuando se necesite sitio en los bancos o será el cuchillo de mi zapato lo que sientas a continuación.

La habían visto clavar la daga que sobresalía de la puntera de su bota en las espinillas de muchos hombres, y una vez en el vientre de un marinero que desconocía el alcance de su propia fuerza y crueldad; había terminado chillando, con las tripas fuera, esparcidas por el suelo de la taberna. Los dos ladrones se apresuraron a asentir, mientras que las otras chicas soltaron risitas tontas.

Farl le guiñó el ojo a una, y ella se inclinó para darle unas palmaditas en la rodilla. El movimiento hizo que el escotado corpiño de seda rozara, suave y fresco, el brazo de Elminster. El joven cambió de sitio su jarra con precipitación, sintiendo despertar la excitación dentro de él.

Budaera reparó en su rápido movimiento y volvió la cabeza para sonreírle. Su perfume, una especie de aroma a rosas y no tan fuerte como los tufos que las otras señoras utilizaban, inundó sus fosas nasales. Elminster se estremeció.

—En cuanto tengas las monedas, cielo —susurró con voz ronca ella.

Elminster consiguió llevar el dorso de la mano a la nariz justo a tiempo. Su estornudo derramó cerveza por el borde de la jarra y a punto estuvo de tirar a la mujer al suelo.

El rincón estalló en risotadas. Budaera lo miró enfurecida, pero después su expresión se suavizó en otra de pesar cuando vio que su apuro y su aturullada disculpa eran sinceros. Le palmeó la rodilla y dijo:

—Vamos, vamos. Todo es cuestión de mejorar tu técnica, y eso... puedo enseñártelo yo.

—Si tienes suficiente dinero para pagar sus lecciones —cacareó otra chica, provocando más carcajadas alrededor.

Elminster se limpió los ojos llorosos con la manga y le dio las gracias a Budaera con un movimiento de cabeza, pero ella ya se había vuelto hacia otra chica para preguntarle de dónde había salido ese barniz de uñas cobrizo y cuánto había costado.

Farl se pasó los dedos entre el pelo, por encima de la oreja y de inmediato bajó la mano para mirar con regocijo una moneda de plata que tenía en los dedos, como si nunca la hubiera visto hasta ese momento.

—Fíjate en
esto
—le dijo a Eladar—. ¡Puede que haya otra! —La había. La alzó con gesto triunfal y dijo—: Estoy dispuesto, Budaera, y lo estoy deseando y veo que no estás ocupada con clientes en este mo...

—Por dos miserables piezas de plata —respondió la mujer en tono rotundo y frío— seguiré estando desocupada, «cariñito».

Las bulliciosas risas de las chicas retumbaron a su alrededor; unos hombres con altos jarros helados en las manos se acercaron para ver qué diversión se estaban perdiendo. Farl estaba cariacontecido.

—No creo que haya nada más, pero esta mañana no me peiné y...

Su expresión cambió por otra esperanzada y volvió a pasarse los dedos entre el pelo. Después sacudió la cabeza.

—No. —Una de las chicas hizo un ruido de fingido pesar, pero él levantó la mano—. Espera, espera un momento... No he revisado todo mi pelo, ¿verdad? —Farl lanzó otra mirada maliciosa mientras metía la mano bajo su oscura camisa y se rascaba el sobaco. Sus dedos se movieron afanosos y después se pararon. Farl frunció el ceño, sacó una liendre o piojo imaginario —al menos así lo esperaba Elminster— y lo examinó concienzudamente. Entonces simuló que se lo comía, se lamió los dedos con delicadeza y, cuando hubo terminado, volvió a meter la mano bajo la camisa, rebuscando en el otro sobaco.

Casi inmediatamente sus ojos se abrieron como platos, con gran sorpresa. Poco a poco sacó... ¡una moneda de oro! La olisqueó, se retiró haciendo un simulado gesto de asco, y después la levantó con una risa de triunfo.

—¿Qué tal? —dijo.

—Bueno —ronroneó Budaera, inclinándose hacía él otra vez—, eso vale algo más que un estornudo. ¿Tienes otra?

—¿Tan sucios crees que tengo los sobacos? —preguntó Farl con actitud ofendida.

Risa tintineante, genuina, sonó a su alrededor; las chicas se estaban divirtiendo. Elminster observaba la escena impasible, sólo una comisura de la boca ligeramente levantada, mientras Budaera se inclinaba más sobre Farl hasta que su lengua, asomada entre los dientes, casi lamió la oreja del joven.

—Dos piezas más de plata —susurró—, y podrías convencerme para hacer una generosa excepción... sólo por esta vez.

—Por dos piezas más de plata —respondió Farl con estudiada dignidad—, podría sentirme obligado a aceptar tu generosa oferta, mi buena señora. Bien, si alguien entre esta augusta concurrencia fuera tan amable de prestarme la insignificante suma de... eh... ¿dos piezas de plata?

Hubo resoplidos y gestos obscenos en los bancos a su alrededor. Elminster levantó una mano y la abrió hacia abajo; cuando la volvió, dos monedas de plata brillaban en su palma, pegadas.

Con no pocas dudas, Farl se inclinó y las soltó, una tras otra, con un leve tirón. Elminster sólo había puesto una mínima cantidad de pegamento en ellas; cuando Farl se las ofreció a Budaera con una floritura, estaban bastante limpias.

Budaera pidió primero la de oro. Cuando la tuvo, metió la mano bajo su propio sobaco y la hizo desaparecer en la pequeña bolsita perfumada que la mayoría de las chicas solía llevar ahí. Luego tomó las monedas de plata, las volteó en el aire con dedos expertos, sostuvo en alto la última de ellas y la besó, sin quitar los ojos de los de Farl.

—Tenemos un trato entonces, mi señor del amor.

Se inclinó hacia adelante, con ojos súbitamente rebosantes de misterio. Como una serpiente silenciosa y vigilante, Elminster se deslizó sobre el asiento, apartándose de Farl, para dejarles sitio. Budaera ronroneó, dándole las gracias sin palabras, mientras su ágil cuerpo ocupaba el sitio vacío y se ponía a trabajar.

Elminster se apartó un poco más mientras agitaba su jarra con pequeños movimientos circulares para calcular el trago que quedaba en el fondo... y se quedó paralizado. Un delgado dedo lo estaba acariciando muy, muy suavemente. Bajó la vista... y contuvo la respiración.

A Shandathe la llamaban «la Sombra» por lo silencioso de sus entradas y salidas. Más de una vez, El y Farl habían estado de acuerdo en que la chica debía de ser una ladrona consumada o, si no lo era, sí era tan experta en ocultarse como el mejor de ellos. Sus grandes y oscuros ojos se alzaban hacia Elminster desde más abajo de la hebilla de su cinturón, y el joven sintió la necesidad de tragar saliva pues la garganta se le había quedado repentinamente seca.

—¿Prestando monedas, Eladar el Oscuro? ¿Y no tienes otras... para gastar? —Su voz era ronca, sus ojos, hambrientos.

Sin poder evitarlo, Elminster emitió un pequeño sonido de ansiedad en lo más profundo de su garganta y metió la mano en la manga, cuyo puño estaba atestado de monedas de oro.

—Una o dos —consiguió articular con una voz que no era firme del todo.

—¿Una o dos, mi señor? —Sus ojos relucieron—. Estoy segura de que te he oído decir tres o cuatro... sí, cuatro de oro. Una por cada uno de los placeres que te proporcionaré. —Le lamió la palma de la mano; un roce más suave y ligero que el de terciopelo. Elminster se estremeció.

Entonces lo apartaron con un violento empellón. Al girar sobre sí mismo, se encontró frente a la fría sonrisa de un corpulento guardia personal vestido de uniforme. El hombre alzó las manos cubiertas con guanteletes de pinchos en un gesto de advertencia, y Elminster reparó en otro guardia que había detrás. Entre ambos, en medio de su propio círculo de luz proporcionada por una pequeña lámpara de aceite que un cansado sirviente sostenía sobre él con un palo curvado, se encontraba un hombre bajo, con la boca fruncida en una perpetua mueca, y vestido con sedas de un fuerte tono anaranjado. Su cabello rojizo caía en bucles muy untados de aceite que manchaban la seda de los hombros de su camisa, abierta por la pechera. Sobre su torso, limpio de vello, había un mazacote de oro, tan grande como un puño, que representaba la cabeza de un león congelada en un eterno y silencioso rugido, y que colgaba de una gruesa cadena de oro. Anillos de distintas gemas y metales relucían y centelleaban en sus dedos, dos o tres en cada uno, advirtió Elminster con desagrado, y todos de verdad.

El hombre intercambió una mirada con Farl por encima del conmocionado rostro de Budaera y después empujó bruscamente contra el rostro de Shandathe la pieza de la bragueta, adornada con una funda de calados marfil y oro que la hacía parecer el mascarón de proa de una barcaza de placer calishita muy decadente.

—¿Demasiado ocupada, mi muchachita? —preguntó, alargando las palabras. Chasqueó los dedos y el sirviente de la lámpara le puso en la mano una bolsa. El hombre dejó caer de ella alrededor de una docena o más de piezas de oro sobre la falda de Shandathe—. ¿O tienes tiempo para un hombre de verdad... con oro de verdad para gastar?

—¿Cuántos años quiere mi señor pasar conmigo? —susurró Shandathe mientras alzaba las manos en un gesto de bienvenida.

El hombre esbozó una sonrisa tirante e hizo un gesto a sus guardias. Sin contemplaciones, dejaron libre el rincón de gente, haciendo caso omiso de los penetrantes chillidos de protesta de las otras chicas.

Uno de ellos agarró a Budaera por el tobillo y tiró de ella, quitándola de encima de Farl con tanta brusquedad que cayó al suelo con un fuerte golpazo. La mujer gritó de dolor, y la ira asomó al rostro de Farl mientras se incorporaba del banco.

—¿Quién demonios te crees que eres? —gruñó al hombre perfumado.

El guardia alargó una mano amenazadora hacia él, y Farl chasqueó los dedos, igual que el amo del hombre había hecho, y, como por ensalmo, apareció en ellos una reluciente daga. La balanceó peligrosamente frente a los ojos del guardia, y el hombre vaciló.

—Me llamo Jansibal —contestó su dueño con el tono arrogante de quien espera que su nombre impresione a todos los que lo escuchan—. Jansibal Otharr.

—¿Has oído hablar de algún probador de perfumes baratos con ese nombre, El? —preguntó Farl al tiempo que se encogía de hombros.

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