Elminster. La Forja de un Mago (15 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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Thelorn alzó la vista hacia Elminster y esbozó una repentina sonrisa; el comandante sacudió la cabeza, puso los ojos en blanco y se dio media vuelta. La mirada del noble fue al otro extremo de la estancia, hacia la cortina. Elminster asintió con un cabeceo y echó a andar hacia allí, con Thelorn siguiéndolo por el camino que el joven iba abriendo para él.

Cuando llegaron a la cortina, El echó un vistazo tras ella y la apartó ligeramente a un lado; Thelorn se asomó.

Un montón de ropas de cama aparecía tirado a un lado; detrás, la parpadeante luz de un cabo de vela titilaba sobre el ombligo de la mujer que yacía desnuda en la cama. Un reducido embozo de seda ocultaba a medias su rostro, aunque se advertía su sonrisa bajo el arremolinado mechón de cabellos que le caía sobre la boca, y sus manos estaban entrelazadas debajo de la cabeza.

—Entrad y poneos cómodo, mi señor —musitó.

La sonrisa de Thelorn se ensanchó y avanzó un paso. Cuando la cortina cayó detrás de los dos, Elminster se aproximó al noble, levantó la empuñadura de su fiel daga y, dando un ligero salto para imprimir fuerza al galope, la descargó como una porra.

Thelorn cayó de bruces a los pies de la cama, como un arbolillo talado; Farl saltó de su escondrijo bajo las almohadas apiladas para apartar los pies de Shandathe antes de que el noble se desplomara sobre ellos.

Farl y El intercambiaron una sonrisa mientras trabajaban con rapidez. Los anillos que podían tener conjuros no osaron tocarlos, y Shandathe obtuvo sus monedas, que los jóvenes le arrojaron mientras ella se vestía rápidamente, y en recompensa cada uno recibió un beso entusiasta. Era tan hermosa como El había imaginado; en fin, otra noche sería, quizá.

Desnudaron a Selemban con toda presteza, sacaron a rastras al inconsciente Jansibal de debajo del montón de ropas y colocaron a los dos desnudos pisaverdes abrazados sobre la cama para que los encontraran de tal guisa. Sosteniendo a la Sombra entre los dos como si estuviera desvanecida, la ayudaron a cruzar la taberna y salir al callejón por los excusados.

Un esperanzado ratero salió, sigiloso, de un rincón oscuro de la pared, vio la mirada amenazadora de Farl y el destello de la daga de Elminster y volvió a desaparecer en las sombras. Sin pronunciar una palabra, el trío giró al norte, hacia la casa del viejo Hannibur.

El canoso y viejo panadero vivía solo, encima de su tienda. Su rostro marchito, su pata de palo, su lengua acerba y su tacañería innata lo hacían antipático a las señoras de Hastarl. Casi a diario, tenía que tirar trozos de barra —y a veces barras enteras— de pan duro sin vender por la puerta trasera a los esperanzados y hambrientos golfillos que jugaban allí. Esta noche, sus ronquidos se oían amortiguados en el callejón a través de los postigos cerrados de su dormitorio.

—¿Adónde vamos, caballeros? —Shandathe todavía sonreía divertida por la broma gastada a los nobles, así como agradecida por el oro extra conseguido, pero en su voz se advertía un dejo de alarma. Había oído ciertos comentarios acerca de sus dos jóvenes acompañantes.

—Tenemos que esconderte antes de que esas bestias despierten y envíen a sus guardias personales para coger lo que no les diste... y tu piel junto con ello —le dijo Farl al oído mientras la abrazaba.

—Sí, pero ¿dónde? —preguntó la Sombra, que lo rodeó con sus brazos. Farl señaló hacia arriba, a la ventana de la que salían los ronquidos.

Shandathe lo miró de hito en hito.

—¿Estás loco? —siseó con súbita rabia—. Si crees que voy a...

Las manos de Farl se dirigieron a los sitios precisos mientras apretaba sus labios contra los de ella. La joven se resistió unos segundos e incluso consiguió mascullar algunos murmullos que sonaban coléricos, pero después se quedó inmóvil, inconsciente. Farl se la pasó a Elminster rápidamente.

—Toma —dijo con tono alegre.

Se volvió y empezó a hacer una pirámide con las cajas de desecho de la panadería. Elminster lo miró fijamente y luego bajó la vista a la muchacha que sostenía en sus brazos. Era suave y hermosa —aunque pesaba— y ya empezaba a moverse; en un par de segundos, volvería en sí... y, si Elminster conocía a la Sombra, cuando despertara iba a estar muy, pero que muy enfadada. Precavidamente, miró en derredor buscando un sitio donde soltarla.

—Es la noche de suerte de Hannibur —dijo Farl con una sonrisa mientras descendía de la pirámide rápidamente levantada. Arriba, los postigos aparecían abiertos ahora, y los ronquidos retumbaban en el callejón sin trabas. Señaló a Elminster y a Shandathe y luego arriba, a la ventana.

—Desde luego —masculló El mientras trepaba por las cajas con el peso muerto de la desmayada Sombra cargado a la espalda. Su delicado perfume le cosquilleaba en la nariz, y añadió entre dientes—: Más afortunado que yo, te lo aseguro.

Poco después estaba trepando, cauteloso, por la ventana, en tanto que Farl sujetaba las extremidades de Shandathe para evitar ruidos o una caída. La joven empezó a rebullir mientras cruzaban el piso de tablas hacia la cama de Hannibur.

Levantaron las mantas de lana remendadas y la tumbaron con cuidado junto al dormido panadero. Luego los dos se volvieron para contener un ataque de risa: el viejo llevaba un camisón de volantes y atrevido escote, propio de una lasciva ramera. Por el repulgo de seda asomaban unas huesudas rodillas y una piel velluda y llena de manchas varicosas.

Elminster se mordió los labios y se alejó hacia la ventana, los hombros sacudidos por carcajadas silenciosas. Farl consiguió dominarse antes y, con delicadeza, retiró las vestiduras de los dos durmientes mientras sus dueños empezaban a rebullir; a continuación acarició suavemente los dos cuerpos y corrió hacia la ventana, más silencioso que un gato. Elminster ya estaba a mitad del montón de cajas apiladas, en la calle.

Los dos ladrones soltaron risitas divertidas mientras tiraban de las cajas de abajo y todo el montón se tambaleaba y caía, armando un escándalo que por fuerza tuvo que cortar incluso los ronquidos de Hannibur, y doblaron la esquina a todo correr.

En una plaza, a medio Hastarl de distancia, se detuvieron para recobrar el aliento.

—¡Guau! —exclamó Farl—. Una estupenda velada. Lástima que no tuviera tiempo de acabar mi jarra antes de que ese culo de hipopótamo empezara a avasallarte.

Elminster esbozó una sonrisa y le tendió el pendiente de Shandathe. Farl lo miró sonriente.

—Bueno, al menos conseguimos algo en pago por nuestra considerada intervención.

La sonrisa de El se ensanchó mientras dejaba caer tres gruesos eslabones de oro en la otra mano de Farl.

—La cadena se abrió al retorcerse y se acortó unos cuantos eslabones —dijo con fingida inocencia—. Llevaba el león demasiado bajo para que luciera bien, de todos modos.

Farl estalló en alegres carcajadas, y los dos se agarraron entre sí mientras reían a mandíbula batiente, hasta que Farl reparó en un cartel cercano.

—Vayamos a echar un trago —dijo, entre resoplidos.

—¿Qué? —Los ojos de Elminster, azulgrisáceos, centellearon de manera peligrosa—. ¿Otra vez?

Selune había salido tres veces sobre las altas torres de Athalgard desde esa noche, y la amistosa relación entre dos jóvenes, hijos de grandes magos, era la comidilla de toda la ciudad. Los guardias personales de ambos rondaban por todas las tabernas y figones de los barrios bajos de Hastarl, con la evidente misión de buscar a cierto joven de cabello negro y nariz aguileña y a su amigo de fácil labia, por lo que Eladar y Farl juzgaron prudente tomarse unas cortas vacaciones hasta que los que los buscaban se volvieran lo bastante descuidados como para sufrir algún accidente, o hasta que algún ladrón callejero, demasiado desesperado para ser juicioso, intentara robar a alguno y la búsqueda se dirigiera hacia nuevos blancos.

Encontrarse expuestos a las miradas y a los arcos de centinelas aburridos en las almenas de Athalgard no era del agrado de los dos amigos, así que se dedicaron a charlar, relajarse y hacer planes en el aislamiento del viejo cementerio vallado del otro extremo de la ciudad, un lugar repleto y en desuso, donde los panteones de piedra, inclinados y agrietados, de familias pudientes se iban desmoronando a trozos en medio de árboles raquíticos que brotaban a través de los cascotes y extendían encubridoras ramas en todas direcciones.

Apellidos orgullosos y ladrones lo bastante triunfadores y adinerados como para comprarse un rango, todos venían a parar aquí al final, y sus jactancias y argucias y monedas de oro no les proporcionaban más que unos mausoleos que se irían desmoronando con el tiempo y en cuyas piedras se grababan mentiras acerca de su grandeza y buen carácter. Pobre consuelo, pensó El, para los huesos que se deshacían debajo.

A la tranquila sombra de los árboles de las tumbas, los dos amigos estaban echados sobre el tejado inclinado del Último Descanso de Ansildabar, sabedores de que los huesos del antaño famoso explorador yacían expuestos y carcomidos en la tumba saqueada que había debajo, pero sin importarles un ardite; un pellejo de vino pasaba de uno a otro mientras ellos contemplaban las sombras proyectadas por un sol que empezaba a ponerse entre criptas ladeadas y mausoleos medio derrumbados, anunciando el ocaso.

—He estado pensando —dijo de repente Farl, que alargó la mano para pedir el odre.

—Una mala señal, por regla general —comentó Elminster afablemente al tiempo que se lo tendía.

—Ja, ja —replicó Farl—. Entre una orgía salvaje y otra, quiero decir.

—Ah, me preguntaba a qué venían esas pausas momentáneas —dijo Elminster, extendiendo la mano hacia el pellejo. Farl, que todavía no había bebido, le dedicó una mirada dolida, hizo un gesto de «espera» y echó un buen trago. Con un suspiro de satisfacción, se limpió la boca y le tendió el odre.

—¿Te acuerdas de la insistencia de Budaera para que compartiéramos placeres?

—Sí. —Elminster esbozó una mueca—. A un precio bajo... por tratarse de ti.

—Exactamente. —Farl movió la cabeza arriba y abajo—. Te digo que estas señoritas ganan el oro a espuertas... Se me ocurre que no sería difícil descubrir dónde esconden su botín algunas y llevárnoslo mientras ellas duermen o están fuera, «ocupadas» en las tabernas y los casinos de mercaderes ricos.

—Ni hablar —se opuso El con firmeza—. No cuentes conmigo para ese tipo de planes. Si quieres esquilar a esa oveja, tendrás que hacerlo solo.

—Vale, considera el plan desechado —dijo Farl—. Y ahora, cuéntame por qué.

Elminster tensó las mandíbulas.

—Yo no robo a quienes apenas tienen dinero suficiente para comer, cuanto menos para pagar impuestos o tener ahorros.

—¿Principios? —Farl se apoderó del pellejo de vino casi vacío.

—Siempre los he tenido, y tú lo sabes. —Elminster rechazó con un ademán el odre que le ofrecía Farl y éste, muy contento, lo apuró.

—Creía que querías matar a todos los hechiceros de Athalantar.

—A todos los señores de la magia, sí. —Elminster asintió con la cabeza—. Hice ese juramento y, despacio, con cuidado y voluntad férrea, me propongo cumplirlo —contestó, contemplando el río, donde una barcaza impulsada con pértiga acababa de aparecer en la distancia, deslizándose corriente abajo, hacia los muelles—. Sin embargo, algunas veces me pregunto qué más podría hacer, que más hay en la vida.

—Banquetes de jabalí asado todas las noches —dijo Farl—. Tanto dinero para pagarlo que nunca tenga que sentir el aguijonazo de un puñal o esconderme en un montón de estiércol mientras los soldados hurgan en él con sus alabardas.

—¿Nada más? —preguntó El—. ¿Nada más... elevado?

—¿Para qué? —inquirió Farl con un dejo de desdén—. Ya hay clérigos de sobra por todo Faerun para que nosotros nos preocupemos de cosas así. Y mi estómago vacío nunca se cansa de repetirme que tengo que ocuparme de él. —Satisfecho con que la última gota de vino hubiera caído en su boca abierta, bajó el pellejo, lo enrolló y lo metió debajo del cinturón. Luego volvió la vista hacia su amigo.

Eladar el Oscuro lo miraba con gesto ceñudo.

—¿A qué dioses debo adorar?

Farl se encogió de hombros, desconcertado, y extendió las manos.

—Eso es algo que cada hombre debe descubrir por sí mismo... o debería. Sólo los necios obedecen al clérigo que tienen más cerca.

Una expresión divertida asomó a los ojos azulgrisáceos que estaban prendidos en los suyos.

—Entonces, ¿qué hacen los clérigos?

—Mucho cántico y mucho grito iracundo y clavar espadas en personas que adoran a otros dioses —respondió Farl con una mueca.

—¿De qué sirve la fe, entonces? —preguntó Elminster con el mismo tono de voz serio, sosegado.

Farl volvió a encogerse de hombros y adoptó una expresión irritada de «¿y yo qué sé?», pero la mirada circunspecta de Elminster siguió prendida en él y, tras un breve silencio, el joven contestó muy despacio:

—La gente siempre necesita creer que existe algo mejor, en alguna parte, que lo que tiene ahora, y que
tal vez
pueda conseguirlo. Y le gusta pertenecer a un grupo, formar parte de él y sentirse superior a los forasteros. Por eso las personas se unen a agrupaciones, y círculos y hermandades.

Eladar lo miró fijamente.

—¿Y salen y se atraviesan con espadas unos a otros en oscuros callejones y después se sienten superiores por ello?

—Exactamente —respondió Farl. Siguió con la mirada la barcaza, que chirrió al frenarse contra un muelle distante, y añadió con actitud coloquial—: Si vamos a enfrentarnos a la muerte juntos muchas más noches, no estaría de más que conociera ese código moral tuyo. Sé que prefieres el trabajo de vigilante de tienda, cargador de muelle o recadero antes que robar, pero ¿quién no?

—Los chiflados que van buscando emociones fuertes —replicó El secamente.

Farl soltó una carcajada.

—Déjame a un lado de momento y cuéntame —instó.

Elminster reflexionó unos instantes.

—No mataré a un inocente. Y no me gusta robar a nadie, salvo a ricos mercaderes que son avaros, antipáticos y con una evidente falta de integridad. Ah, y los hechiceros, por supuesto.

—Los odias de verdad, ¿no?

—Yo... —Elminster se encogió de hombros—. Siento desprecio por aquellos que se valen de la magia para dominarnos a los demás, sólo porque alguien les enseñó a leer o los dioses les concedieron el poder de ejercerla o algo así. Deberían utilizar el Arte para ayudarnos a todos, no para tener a la gente sometida a su yugo.

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