Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
—¿Y qué es lo que te preocupa?
—La traición.
La palabra quedó flotando en un sombrío silencio entre los dos jóvenes en tanto que descendían por el deteriorado muro a un callejón atestado de desperdicios, espantando a las ratas con su aparición.
—También yo he encontrado en ti algo muy valioso, Farl —dijo Elminster quedamente.
—¿Un amigo más guapo que tú?
—Un amigo, sí. Y también lealtad y compañerismo, algo mucho más valioso que todo el oro que hemos robado juntos.
—Bonito discurso. Acabo de recordar otra cosa que me pesa —declaró Farl con gravedad—. ¡No haber podido estar en la habitación para ver a Shandathe y al viejo Hannibur despertar y verse el uno al otro!
Se echaron a reír a mandíbula batiente.
—He caído en la cuenta —dijo Elminster, tras varios segundos en los que apenas pudo respirar, mientras caminaban calle abajo— de que no ha cundido el rumor por Hastarl acerca de ese encuentro.
—Sí, una pena, verdaderamente —contestó Farl.
Se echaron el brazo por los hombros y caminaron sobre los resbaladizos adoquines, en pos de la gloriosa perspectiva de la conquista de todo Hastarl que tenían ante ellos.
¿Para encadenar a un mago? Vaya, pues, con la promesa de poder y el conocimiento de secretos («magia» si así lo quieres), codicia, amor... Las cosas que subyugan a todos los hombres... y también a algunas de las mujeres más estúpidas.
Athaeal de Siempre Unidos
Reflexiones de una reina bruja en el exilio
Año de la Llama Negra
El aroma que subía hasta las ventanas altas era maravilloso. A despecho de sí mismo, a Elminster le rugió el estómago. Se agarró firmemente al alféizar de piedra, paralizado en una extraña postura, cabeza abajo, y confió en que nadie lo oiría.
La fiesta que se celebraba abajo era muy alegre; sonaba el tintineo del cristal y las risas de los hombres; unas cortas carcajadas de alborozo subrayaban un murmullo generalizado de chanzas y vehementes conversaciones. Todavía estaba muy lejos para entender lo que se decía. Elminster terminó el nudo y tiró fuerte de la cuerda; sí, era firme. Bien, pues, estaba en manos de los dioses...
Esperó a que sonara un estallido de risas y cuando se produjo se deslizó por el fino cordel hasta el balcón asomado al salón de banquetes. Durante todo el descenso estuvo a plena vista de cualquiera de los asistentes al banquete que se hubiera molestado en mirar hacia arriba; estaba sudando profusamente cuando sus botas tocaron el suelo del balcón y pudo acomodarse, afortunadamente, en una posición sentada, detrás del antepecho, completamente oculto a los que estaban a la mesa. No hubo grito de alarma alguno. Tras un instante, se relajó lo suficiente para mirar con detenimiento a su alrededor. El balcón estaba oscuro y en desuso; intentó no levantar el polvo que podría provocarle un estornudo ni dejar huellas reveladoras de su presencia.
A continuación, Elminster puso toda su atención en la charla de abajo, y, al cabo de pocas palabras, se había quedado petrificado por el miedo y una creciente excitación. Su mano se dirigió, espontáneamente, hacia donde la Espada del León permanecía escondida.
—Han llegado a mis oídos ciertos comentarios maliciosos que insinúan que dudas de nuestros poderes, Havilyn —decía una fría y orgullosa voz, y las palabras cayeron en un repentino y tenso silencio—, que sólo servimos para amedrentar al pueblo llano para que obedezca al Trono del Ciervo y que no somos verdaderos hechiceros, que no nos atrevemos a poner un pie fuera del reino... Que tal vez nuestros conjuros sean espectaculares, pero que de poco sirven contra los ladrones y el trabajo nocturno de los competidores, dejando las inversiones que compartimos desprotegidas.
—Yo no he dicho tal cosa.
—Tal vez no, pero por tu tono deduzco que lo crees. No, retira tu arma. No tengo intención de hacerte daño esta noche. Sería grosero matar a un hombre en su propia casa... y el acto de un necio destruir a un buen aliado y un partidario adinerado. Lo único que quiero es que presencies una pequeña demostración.
—¿Qué tipo de magia planeas ejecutar, Gavilán? —El tono de Havilyn era desconfiado—. Te advierto que algunos de los presentes no están tan protegidos por amuletos y escudos como yo, y que tienen aún menos razones para sentir aprecio por ti. No sería muy inteligente empujar a un hombre a coger un arma en esta mesa.
—Lo que tengo pensado no es demasiado violento. Simplemente deseo poner de manifiesto la eficacia de mi magia ejecutando para ti un conjuro que he perfeccionado recientemente y que puede traer a mi presencia a cualquier mortal cuyo nombre y apariencia conozca.
—¿Cualquier mortal?
—Cualquier ser vivo. Sin embargo, antes de que menciones algún viejo enemigo al que te gustaría poner las manos encima, quiero mostrarte el verdadero poder de la magia que manejamos aquí, en Hastarl... La magia a la que tan despectivamente has calificado como simples trucos y bolas de fuego para acobardar al pueblo llano.
Se produjo un extraño repique, un tintineo agudo y penetrante.
—Contemplad esta cadena —dijo la fría voz de Neldryn Gavilán, mago real de Athalantar—. Suéltala y retírate. Gracias.
Hubo un sonido cristalino y deslizante, y después los pasos suaves y precipitados de unos pies que se alejaban.
El tintineo de cristal sonó de nuevo y unas imágenes reflejadas por las llamas empezaron a danzar repentinamente sobre la pared, encima de Elminster. El joven las observó con atención y vio que una cadena transparente se estaba elevando por sí misma desde el suelo; elevándose y enroscándose lentamente en el aire hasta formar una gran espiral.
La fría voz de Gavilán sonó de nuevo:
—Ésta es la Cadena de Cristal de Sometimiento, forjada en Netheril en épocas remotas. Elfos, enanos y humanos, todos la buscaron y fracasaron y la creyeron perdida para siempre. Yo la encontré. Contemplad la cadena que puede aprisionar a cualquier mago y que le impide utilizar cualquier tipo de magia. Bellísima, ¿no es cierto?
Sonaron murmullos en respuesta, y el supremo señor de la magia continuó:
—¿Quién es el hechicero más poderoso de todo Faerun, Havilyn?
—Imagino que quieres que conteste que tú, pero, a decir verdad, no lo sé. Tú eres el experto en temas mágicos, no yo... Ese Mago Loco del que hemos oído hablar, supongo.
—No, no, piensa más a lo grande. ¿Es que no recuerdas nada de las enseñanzas de Mystra?
—
¿Ella?
¿Planeas encadenar a una
diosa
?
—No. Dije un mortal, y un mortal es el que tengo en mente.
—Basta ya de tantas preguntas ampulosas y dinos en qué piensas —intervino una voz con acritud—. Hay un tiempo para el ingenio y un tiempo para hablar sin tapujos, y creo que hemos llegado al último rápidamente.
—¿Acaso dudas de mi poder?
—No, señor de la magia, creo que tienes poder de sobra. Lo que estoy diciendo es que dejes de avasallarnos con arrogantes juegos de palabras y actúes más como un gran mago y menos como un chiquillo que intenta impresionar con su inteligencia.
Estas palabras finalizaron con un súbito grito de repulsión, seguido por murmullos. Elminster se arriesgó a echar un rápido vistazo por encima del antepecho y volvió a agacharse con idéntica premura. Había visto a un hombre sentado a la mesa que miraba con terror a su plato... En éste había aparecido una cabeza humana, mirándolo fijamente, sin verlo.
—Contempla la cabeza del último hombre que intentó robar en tu almacén, decapitado por una cuchilla conjurada por mí. ¡Ea!, ya no está. Te aseguro que puedes disfrutar del resto de la cena, Nalith. Sólo era una ilusión.
—También soy de la opinión de que deberías ir al grano, Gavilán —dijo otra voz, más vieja—. Basta de juegos.
—Está bien —contestó el mago real—. Observad, pues, y guardad silencio.
Hubo un breve murmullo, un destello de luz y un sonido de timbre muy agudo, como el repiqueteo de cristal chocando entre sí o el cascabeleo de diminutas campanillas de tobillos.
—Di a los presentes quién eres. —En la voz de Gavilán había un frío tono triunfal.
—Me llaman el Magíster —dijo una nueva voz, sosegada pero temblorosa por la edad.
En la mesa sonaron respingos de sorpresa, y Elminster no pudo contenerse. Éste era el hechicero que llevaba el manto del poder de Mystra, el mago más grande de todos. Tenía que verlo. Lenta, sigilosamente, levantó la cabeza para asomarse sobre el antepecho y se quedó paralizado, petrificado por una idea repentina: si los señores de la magia controlaban el mayor poder mágico de todo Faerun, ¿cómo podía esperar derrotarlos jamás?
Allá abajo estaba la larga y reluciente mesa del banquete. Todos los hombres sentados a su alrededor miraban fijamente a un hombre delgado, barbudo, vestido con túnica que se encontraba de pie en la zona iluminada, un poco más abajo del salón. La espiral de la cadena, hasta entonces vacía, giraba ahora lentamente en torno a él. Unos rayos diminutos saltaban, juguetones, entre sus círculos a medida que giraba, alimentados por el resplandor que envolvía al Magíster.
—¿Sabes dónde estás? —preguntó el mago real fríamente.
—Desconozco esta sala... En alguna gran mansión, sin duda. En Hastarl, en el Reino del Ciervo.
—¿Y qué es lo que te tiene sometido? —El señor de la magia Gavilán se inclinó hacia adelante mientras pronunciaba estas anhelantes palabras. La luz de las lámparas se reflejó en las gemas y las runas protectoras que adornaban su oscura túnica y que centellearon cuando él se movió, atrayendo las miradas hacia su persona. Era un hombre delgado y de aspecto peligroso que pareció acrecentarse al extender las manos de largos dedos entre sí, sobre la mesa, y se incorporó a medias, desafiando al hechicero apresado en la cadena.
El Magíster miró la cadena con moderada curiosidad, más bien como un hombre que examina mercancías de saldo tras entrar en una tienda con una fachada poco o nada espectacular. Alargó la mano para tocarla, haciendo caso omiso de los repentinos rayos que saltaron y chisporrotearon, cegadoramente blancos, alrededor de su arrugada mano, le dio unos golpecitos con el índice, pensativamente, y dijo:
—Parece la Cadena de Cristal del Sometimiento, forjada largo tiempo atrás en Netheril y que se creía perdida. ¿Lo es o se trata de una nueva cadena de tu creación?
—Las preguntas las haré yo —replicó Neldryn Gavilán con presunción—, y tú las responderás... o utilizaré esta ballesta y Faerun tendrá un nuevo Magíster. —Mientras hablaba, una ballesta amartillada y cargada apareció flotando por detrás de la cortina que tapaba una puerta. Los mercaderes sentados a la mesa intercambiaron miradas de alarma.
—Oh —dijo el anciano dulcemente—, entonces ¿es un desafío?
—No, a menos que te opongas a mis requerimientos. Considéralo como una amenaza que pende sobre ti. Obedece o perece. Es la misma alternativa que cualquier rey da a sus súbditos.
—Debes de vivir en unas tierras mucho más bárbaras que con las que estoy familiarizado —repuso el Magíster con sequedad—. ¿Por ventura, Neldryn Gavilán, has instaurado en Athalantar una tiranía de magos? He oído ciertas cosas, y ninguna buena, acerca de ti y de tus colegas hechiceros.
—No lo pongo en duda —se mofó Gavilán—. Y, ahora, mantén la boca cerrada hasta que yo te ordene hablar, o un nuevo Magíster hablará en tu lugar.
—¿Pretendes, pues, controlar cuándo y cómo el Magíster tiene que hablar? —El tono del anciano casi parecía triste.
—Así es. —La ballesta flotó más cerca y se levantó, amenazadora, hasta quedar suspendida sobre la mesa, apuntando el rostro del anciano.
—Que Mystra no lo quiera —dijo el Magíster sosegadamente—. Así pues, no me queda otra alternativa. Debo responder a tu desafío.
Su cuerpo se deshizo repentinamente en nubes de vapor, se difuminó y desapareció. La cadena colgó alrededor de un espacio vacío durante un momento y después cayó al suelo con estruendo.
La ballesta dio un tirón y disparó, pero el proyectil voló raudo a través de nada, cruzó la sala, golpeó en un escudo colgado en la pared y rebotó. Chocó contra la pared de piedra, en un rincón, y cayó al suelo.
—¡Qué todo lo oculto se revele! —tronó el mago real Gavilán, de pie y con los brazos levantados. Luego retrocedió; el anciano se materializó de la nada justo delante de sus narices, tranquilamente sentado en el aire, por encima de la mesa.
Media docena de conjuros salió disparada cuando los alarmados hechiceros presentes vieron una clara oportunidad de matar. En medio de la manifestación mágica, los aterrados mercaderes volcaron las sillas en su precipitación para alejarse cuanto antes de la mesa. La comida se esparció en el aire cuando voraces llamas, relámpagos y rayos de hielo envueltos en niebla se encontraron en un siseante caos allí donde el anciano estaba hacía un instante. Había desaparecido antes de que el mortífero despliegue mágico se descargara sobre él... si es que había estado allí en algún momento.
—El que con hechizos mata —dijo el Magíster suavemente desde el balcón, y Elminster giró veloz sobre sí mismo y miró boquiabierto y aterrado al hombre vestido con túnica que acababa de aparecer a su lado— debe esperar morir con hechizos.
Levantó las arrugadas manos y de cada dedo salió disparado un rayo de luz rubí a través de la sala. Las cosas sólidas que tocaron se consumieron, abrasadas, en silencio. Elminster tragó saliva al ver piernas plantadas en el suelo, pero sin ningún cuerpo encima al que sostener, y, un poco más allá, un sollozante hechicero se desplomó en el suelo cuando sus pies, que corrían en una precipitada huida, desaparecieron de repente bajo él. En medio del estrépito de chillidos, golpes y chasquidos, los rayos desaparecieron lentamente, dejando tras de sí fuegos incipientes allí donde habían quemado madera o chamuscado tapices.
Los rayos estaban disipándose todavía cuando, por toda la habitación, hombres enteros o mutilados empezaron a flotar hacia arriba, lentamente, a despecho de sus esfuerzos por resistirse o sus frenéticos conjuros. El cristal tintineó y repicó cuando la cadena también se levantó en el aire, deslizándose y enroscándose como una serpiente gigantesca.
Desde alguna parte, cerca, Gavilán barbotó un encantamiento con una voz aguda y asustada. El anciano hizo caso omiso de él.
Los hombres que se elevaron en el aire se frenaron suavemente hasta quedarse parados a la altura del balcón, y la cadena serpenteó entre ellos, reluciendo con el resplandor de los fuegos que ardían abajo.