Elminster. La Forja de un Mago (37 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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—Puedo impedir que estos hombres hagan uso de su magia... durante cierto tiempo —anunció Elmara sosegadamente a los presentes en la sala—. Me encantaría sostener una batalla de conjuros, pero prefiero no destrozar la posada en el proceso. Si sois tan amables de ocuparos de ellos...

Hubo un instante de conmocionado silencio. Luego las sillas chirriaron al ser retiradas hacia atrás, y los hombres echaron mano a sus dagas. Los señores de la magia huyeron. O lo intentaron. Pies calzados con botas se interpusieron en el camino de unos hechicerillos que no tenían costumbre de mirar dónde ponían los pies, y puños entusiastas tumbaron a unos aprendices poco o nada habituados a pelear con menos que bolas de fuego. La daga de un hechicero abrió un corte en la mejilla de un mercader, y el hombre, rugiendo, arremetió con su cuchillo e hizo buen uso de él.

El impacto del cuerpo del mago al precipitarse al suelo en medio de sillas que se volcaban trajo de nuevo el silencio a la sala. Sólo uno de los hechiceros estaba muerto; los demás yacían inconscientes, despatarrados en medio del revoltijo de mesas y sillas tiradas. El tabernero fue el primero que dijo lo que los parroquianos estaban pensando:

—Ha sido fácil, pero ¿cuántos de nosotros vivirán cuando sus colegas se nos echen encima buscando venganza?

—¡Sí, nos convertirán a todos en caracoles y nos aplastarán de un pisotón!

—¡Harán estallar la posada en llamas, y con nosotros dentro!

—Tal vez —dijo Elmara—. Pero sólo si alguno de los presentes le da demasiado a la lengua. —Con calma, levantó las manos y realizó un conjuro, y a continuación recorrió la estancia tocando a los hechiceros. Los hombres se retiraban a su paso con precipitación; era fácil comprender que consideraban a los magos un problema inmediato y mortal.

Cuando hubo terminado, musitó una palabra y, de repente, aparecieron siete piedras donde antes yacían tumbados los cuerpos. Elmara hizo un gesto y las rocas desaparecieron; sólo quedó un pequeño y oscuro charco de sangre como muestra de que habían estado allí.

El mercader más próximo se volvió hacia Elmara.

—¿Los has convertido en piedras?

—Sí —respondió, y una súbita sonrisa asomó a su rostro—. ¿Ves? Se puede sacar sangre hasta de las piedras. —Sonaron unas cuantas risitas vacilantes y la joven se volvió hacia el juglar—. ¿Te queda aliento para seguir cantando?

—Sí, ¿por qué? —contestó el hombre.

—Porque, si eres tan amable, me gustaría escuchar el resto de la historia sobre el rey Uthgrael.

—Será un placer, señora... —El juglar acabó la frase con un tono interrogante al tiempo que hacía una reverencia.

—Elmara —le dijo la joven—. Elmara Aumar... eh, descendiente de Eltrhyn de Heldon.

El bardo la miró como si Elmara tuviera tres cabezas y coronas en cada una de ellas.

—Heldon no es más que un montón de cenizas desde hace nueve inviernos. —Elmara no respondió y, tras un instante, el hombre preguntó con curiosidad—: Pero, dime, ¿dónde enviaste esas piedras?

—Bastante lejos mar adentro, cerca de la Danza de Mystra, donde hay gran profundidad. Cuando mi conjuro se deshaga y ellos recobren su verdadera forma, tendrán que nadar hasta la superficie para sobrevivir. Espero que tengan buenos pulmones.

El silencio se adueñó de la sala tras estas palabras. El juglar intentó aliviar el ambiente empezando de nuevo la Balada del Ciervo, pero su voz estaba enronquecida. Después de quebrársele por segunda vez, extendió las manos en un gesto de disculpa.

—¿Puedes esperar, lady Elmara, hasta mañana?

—Desde luego. —Elmara tomó asiento junto a la mesa donde habían estado los hechiceros y que acababan de levantar del suelo—. ¿Cómo estás?

—Vivo, gracias a ti —respondió el bardo con voz queda—. ¿Me permites que pague tu cena?

—Sí, si tú me permites que pague todo lo que nos bebamos —contestó Elmara. Tras un instante, los dos se echaron a reír.

Elmara dejó sobre la mesa la tercera botella vacía. La miró con gravedad.

—¿Queda algún príncipe vivo? —preguntó.

—Belaur, por supuesto. —El juglar se encogió de hombros—. Aunque tengo entendido que ahora se titula a sí mismo «rey». Que yo sepa, no queda ningún otro, pero supongo que podría haberlos. Tampoco es que ya importe mucho ahora, cuando los hechiceros gobiernan abiertamente, publicando decretos como si todos ellos fueran monarcas. La única diversión que tenemos es verlos intentar engañarse unos a otros con astucias. No vuelvo allí muy a menudo.

—¿Por qué? —Elmara contemplaba fijamente los últimos sorbos que quedaban en su vaso. Peligroso brebaje.

—No es un país seguro para quien habla abiertamente contra los señores de la magia. Y eso incluye a los juglares cuyas ingeniosas baladas pueden no ser del agrado de cualquier hechicero o soldado que acierta a pasar en ese momento. —El bardo apuró su vaso con gesto pensativo.

»Athalantar tampoco recibe visitas de magos de fuera últimamente. A menos que se tenga el poder suficiente para vencer a los señores de la magia, ¿para qué molestarse en ir allí? Si algún hechicero poderoso llega a Athalantar, sin duda los señores de la magia lo ven como una amenaza a su autoridad y se alzan juntos contra él.

Elmara soltó una risa queda.

—Es decir, que un mago prudente se encaminaría hacia cualquier otro sitio, ¿no?

—Y enseguida —asintió el juglar. Estrechó los ojos—. Tienes un aire extraño, señora... ¿Hacia dónde te dirigirás mañana?

Elmara lo miró. El fuego ardía en el fondo de sus ojos, oscurecidos por una expresión sombría, y en la sonrisa que le dedicó al bardo no había regocijo alguno.

—A Athalantar, por supuesto.

12
Elección dificil, muerte fácil

Elegir qué camino recorrer en la vida es un lujo otorgado a muy pocos en Faerun. Quizá la falta de costumbre sea la causa de que muchos de los que sí tienen esa opción la echen a perder de mala manera.

Galgarr Aguijón de Espuela, alguacil de Maligh

Opiniones de un guerrero

Año del Escudo Azul

La primera señal de que había problemas fue la calzada vacía.

A esta hora de una soleada mañana, el camino a Narthil debería haber estado abarrotado de carros chirriantes, bueyes tirando de carretas entre resoplidos, numerosos buhoneros conduciendo mulas, jornaleros y peregrinos caminando bajo el peso de sus petates, y puede que incluso un mensajero o dos a caballo. Por el contrario, Elmara tuvo la calzada para ella sola y, tras coronar el último repecho, vio que el paso estaba cortado por una larga barrera de péndulo que atravesaba el camino. En todos los años vividos en Athalantar nunca había habido barreras en las calzadas de acceso al reino; en caso contrario, habría oído hablar de ellas a los mercaderes cansados que protestaban por cualquier entorpecimiento en sus viajes.

Los guardias que ganduleaban en unos bancos, detrás de la barrera, se pusieron de pie y cogieron sus alabardas; tenían que ser soldados de Athalantar, o ella era una señora de la magia. Su aspecto era de estar aburridos y de ser brutales.

Elmara movió el petate a fin de ocultar mejor los pequeños componentes de conjuros que había guardado en la palma de la mano y se acercó a la barrera.

—Alto, mujer —ordenó el capitán de la guardia bruscamente—. Tu nombre y profesión.

Elmara miró al oficial situado al otro lado de la barrera y contestó amablemente:

—Lo primero no es de tu incumbencia y, en cuanto a lo segundo, hago magia.

Los soldados retrocedieron, su aburrimiento desaparecido de manera instantánea. Las alabardas centellearon al descender sobre la barrera para amenazar a la solitaria mujer. Las cejas del capitán de la guardia se unieron en un gesto ceñudo que había hecho dar media vuelta y huir a no pocos hombres, pero que no pareció hacer mella en la forastera.

—Los magos que no están al servicio de nuestro rey no son bienvenidos aquí —dijo el capitán. Mientras hablaba, sus hombres se iban desplazando hacia los lados y bordeando los extremos de la barrera, con las armas prestas, a fin de cercar a Elmara. La joven hizo caso omiso de ellos.

—¿Y qué rey es ése? —preguntó.

—El rey Belaur, por supuesto —espetó el capitán. Elmara sintió la fría punta de una alabarda hincada en los riñones—. Ponte de rodillas —bramó el oficial—, hasta que llegue nuestro mago local, que querrá saber más sobre los asuntos que te traen aquí. Más te vale utilizar un lenguaje más respetuoso con él que el que has usado con nosotros.

Elmara esbozó una sonrisa tirante y levantó una mano vacía, con la que hizo un pequeño gesto.

—Oh, lo haré —afirmó.

A su espalda sonaron los primeros respingos de sorpresa, y la punta apoyada en sus riñones dejó de hacer presión. A su alrededor, los guardias se tambalearon, gritaron o vomitaron, lívidos, y cayeron de rodillas. Uno siguió avanzando, desmadejado sobre la hierba, y la alabarda cayó de sus manos inertes.

—¿Qué..., qué estás haciendo? —balbuceó el capitán, el semblante tenso de dolor—. ¿Magia...?

—Un pequeño conjuro que hace sentirse como si se tuviera una espada atravesada en las entrañas —contestó calmosamente la joven maga de nariz aguileña—. Pero si eso te desconcierta...

El capitán sintió una repentina punzada en el estómago, y en el mismo instante hubo un destello en el aire, delante de él. Bajó la vista, y contempló una reluciente espada sobresaliendo de su vientre, y su propia sangre corriendo por la cuchilla. Sufrió una arcada y se llevó las manos al estómago para tratar, en vano, de aliviar el espantoso dolor. Entonces la espada y el dolor desaparecieron.

El guerrero miraba fijamente, atónito, el cuero intacto sobre su estómago. Luego sus ojos se levantaron lentamente, de mala gana, para encontrarse con los de la joven, que le sonreía afablemente y levantaba la otra mano.

El capitán se puso pálido, abrió la boca para decir algo, la barbilla temblorosa, y se dio a la fuga, seguido al instante por sus hombres. Elmara los siguió con la vista mientras huían, sonriendo levemente, y luego echó a andar por la calzada, hacia la posada.

El letrero encima de la puerta rezaba «El Descanso de Myrkiel» y los mercaderes le habían dicho que era la mejor (y casi la única) posada en Narthil. Elmara la encontró bastante agradable, y se acomodó en una silla pegada a la pared del fondo de la sala, desde donde podía ver a los que entraban. Encargó una comida a la robusta propietaria y le preguntó si podría utilizar un cuarto durante unos minutos, ofreciendo un regio a cambio si nadie la molestaba.

La posadera enarcó las cejas, pero, sin pronunciar una palabra, cogió la moneda de Elmara y la condujo a una habitación que tenía una puerta que podía atrancar. Cuando Elmara volvió a su asiento, tarareando entre dientes la estrofa de una canción, su comida la estaba esperando: pan caliente y untado con mantequilla y estofado de conejo.

Estaba bueno. Casi se lo había acabado cuando la puerta principal de El Descanso se abrió de par en par y unos soldados con las espadas desenvainadas irrumpieron en la sala. En medio de ellos venía un hombre de aspecto iracundo, vestido con túnica roja y plateada.

—¡Eh, Asmartha! —vociferó el hombre espléndidamente ataviado—. ¿Quién es esta proscrita que cobijas? —Con un gesto imperioso de cabeza, indicó a la joven sentada en el rincón. La posadera dirigió a Elmara una mirada furibunda, pero la doncella de nariz aguileña se dedicaba a rebañar un hueso de conejo con absoluta calma y no hizo el menor caso.

Indicando por señas a los soldados que permanecieran a su alrededor, el hombre de la túnica caminó con actitud ostentosa hacia la mesa de Elmara. Otros comensales vieron lo que ocurría y se apresuraron a cambiar de sitio para quitarse de en medio, pero manteniéndose lo bastante cerca para no perder detalle.

—¡Quiero hablar dos palabras contigo, mujerzuela!

Elmara alzó la vista, por encima de otro hueso. Lo examinó, lo dejó a un lado y cogió otro.

—Por mí, puedes decir cuantas quieras —comentó con calma y siguió comiendo. En las mesas de alrededor sonaron algunas risillas contenidas por los fríos y penetrantes ojos del hombre bien vestido, que giró sobre sus talones mientras su mirada recorría toda la sala.

—Tengo entendido que te autodenominas maga —dijo fríamente a la mujer sentada.

Elmara soltó otro hueso.

—No. Dije que hago magia —contestó, sin molestarse en levantar la vista hacia el hombre. Tras unos cuantos segundos más, y puesto que seguía mordisqueando hueso tras hueso con actitud despreocupada, saltó a la vista que no tenía intención de añadir nada más.

—¡Te estoy hablando, mujerzuela!

—Sí, ya me he dado cuenta. Continúa. —Cogió otro hueso, decidió que estaba demasiado pelado para rebañarlo por segunda vez y lo soltó—. Más cerveza, por favor —pidió, ladeándose hacia un lado para ver más allá del apiñado grupo de soldados. Sonaron más risitas entre los comensales que presenciaban la escena.

—Raztan —ordenó fríamente el hombre de la túnica—, atraviesa a esta arrogante puta con tu espada.

Elmara bostezó y se recostó en la silla, presentando un torso arqueado a Raztan, que no perdió la oportunidad y lo atravesó con su arma tan suavemente que perdió el equilibrio y cayó de bruces en el plato de guisado de la joven. Todos los presentes en la sala, repentinamente silenciosa, oyeron el arañazo de la punta de la espada en la pared encalada que había detrás de la mujer. Elmara apartó el plato y el cuenco calmosamente y eligió un palillo de la vasija de peltre que tenía delante.

—¡Brujería! —escupió uno de los soldados y lanzó una cuchillada al rostro de Elmara. No brotó sangre, y la hoja del arma pasó sin obstáculos a través de su cara, como si sólo fuera aire. Los presentes dieron un respingo.

El hombre de la túnica hizo una mueca de desprecio.

—Veo que sabes el conjuro de protección del hierro —dijo sin mostrarse impresionado en absoluto.

Elmara le sonrió, asintió con la cabeza y meneó un dedo. Las espadas desenvainadas a su alrededor se retorcieron, vibraron y se convirtieron en serpientes grises. Los aterrorizados soldados vieron cómo las cabezas de afilados colmillos se volvían en un arco hacia atrás para clavarse en las manos que las sostenían. Como un solo hombre, los soldados arrojaron sus armas y retrocedieron de un salto. Uno de ellos corrió hacia la puerta, y su precipitada huida se convirtió en un estruendo de pataleo de botas cuando sus compañeros se le unieron en la carrera. Donde un instante antes había un círculo de guardias, ahora sus armas, convertidas de nuevo en espadas normales, repicaron al caer al suelo.

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