Elminster. La Forja de un Mago (41 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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Tragando para deshacer el nudo que de repente le oprimía la garganta, Elmara bajó la escalera sigilosamente, salió por la puerta de la cocina al exterior, pasó frente al pozo de letrinas y desapareció en los árboles que había detrás. Quizás habría sido más juicioso no haber dicho nada sobre señores de la magia ni hechizos la noche anterior, pero estaba mojada y cansada, y la cosa no tenía ya remedio.

Sería mejor que estuviera lejos de Árboles Ambladores antes de que se corriera la voz acerca de una hechicera. Elmara se mantuvo entre los árboles durante todo el tiempo que le fue posible antes de salir de nuevo a los campos y encaminarse hacia el norte, en dirección a Torel Lejano. Puso todo su empeño en no ser divisada desde la calzada. Phaernos había dicho que había mucho movimiento de soldados en los últimos días, agrupándose no sabía para qué; quizás un ataque a los elfos del bosque Elevado, medio esperaba, medio temía.

Elmara dudaba que los señores de la magia se arriesgaran como esperaba el posadero. No. Lo más probable era que ordenaran incendiar el bosque y dieran instrucciones a los soldados de que utilizaran las ballestas para matar a los elfos que salieran a sofocar el incendio. Suspiró y siguió caminando a largas zancadas. Tal vez tuviera que pasar años escabulléndose por todo Athalantar como una sombra, evitando caer en las garras de los hechiceros y sus arrogantes hombres de armas y mientras tanto se enteraría de todo cuanto pudiera acerca de qué señores de la magia gobernaban dónde. Si es que alguna vez iba a vengar a sus padres y a liberar el reino, tendría que hallar la manera de acabar con unos cuantos de los señores de la magia más poderosos en las zonas comarcales, de manera que los ojos vigilantes fueran menos y ella pudiera hacer que sus muertes parecieran obra de señores de la magia enemigos o aprendices ambiciosos.

Quizá pudiera seducir a un señor de la magia para ganarse su confianza y enterarse de cuanto sabía antes de acabar con él. Elmara suspiró, se detuvo, pensativa, un momento, y después reemprendió la marcha. La idea no sólo le revolvía el estómago, sino que, además, no tenía la menor idea de cómo mostrarse lo bastante cautivadora e incitante para que un mago, que podía tener cualquier mujer que deseara, le dedicara más que una mirada de pasada. Un conjuro para cambiar su apariencia podría advertirse y ella no era particularmente hermosa. Frenó su habitual paso vivo y caminó meneando las caderas, con la felina seducción de una joven cortesana de Hastarl que había visto en una ocasión; de pronto prorrumpió en carcajadas al sentir el movimiento, y sacudió la cabeza al imaginar el aspecto que debía de tener caminando así.

Entonces, debía acercarse sigilosamente a los señores de la magia como un ladrón... Sí, eso todavía sabía cómo hacerlo, aunque este cuerpo, más ligero y menos musculoso, con senos y caderas, tenía un equilibrio distinto y le faltaba parte de la fuerza que había tenido como hombre. Tendría que practicar de nuevo esconderse y pasar inadvertida.

Pronto, pensó de repente. Si Torel Lejano era un campamento armado, habría patrullas y centinelas, y se daría de bruces con ellos si continuaba caminando a descubierto y sin cuidado. Por otra parte, si la descubrían escondiéndose resultaría muy sospechoso, mientras que alguien viajando sin tapujos no llamaría tanto la atención. Había llegado el momento de caminar hacia el peligro y abrazarse a él, se dijo para sus adentros, y sonrió con acritud. Por pura costumbre iba echando ojeadas a su alrededor, y aquello le salvó la vida una vez más.

Una espada reluciente, con runas grabadas en la hoja, volaba hacia ella desde atrás; una espada que jamás olvidaría. El espantoso recuerdo del acero atravesándola de parte a parte centelleó en su mente; el regusto acre del miedo subió a su garganta al tiempo que pronunciaba las palabras que jamás olvidaría:


¡Thaerin! ¡Osta! ¡Indruu hathan halarl!

El arma se frenó, cimbreante, se volvió y voló de manera incierta entre los árboles. Elmara la vio llegar a un espacio abierto mientras su mente discurría con la rapidez de la desesperación; luego, la espada se giró lentamente hasta que su reluciente punta estuvo enfilada de nuevo hacia ella.

Al tiempo que el arma saltaba hacia su rostro, la joven farfulló la única plegaria a Mystra que le restaba y que quizá sirviera de algo:


¡Namaglos!
—gritó frenéticamente la última palabra, y la espada estalló en centelleantes fragmentos delante de Elmara, que se estremeció por el alivio y cayó de rodillas. Sólo entonces advirtió que las lágrimas le corrían por las mejillas. Con rabia, las enjugó de un manotazo y susurró las palabras de otra plegaria.

Al parecer, también tenía el favor de Tyche. No había ningún señor de la magia cerca. El arma debía de haber sido enviada tras ella por alguien que estaba en Narthil, o puede que incluso por un hechicero a gran distancia de esa villa, quizás desde Athalgard. Fuera cual fuera su origen, no la tenían vigilada con bolas o artefactos de visión a distancia y ningún ser inteligente se encontraba en el radio de alcance de un hechizo visualizador.

Elmara dio las gracias a las dos diosas porque le pareció que era lo indicado, y después se levantó y reanudó la marcha con precaución. Tal vez sería mejor que buscara un sitio donde ocultarse y rogar a Mystra para que le concediera encantamientos.

Othglar escupió con gesto ausente, y cambió de postura el dolorido trasero en el tocón donde estaba sentado; luego gruñó con repentina impaciencia y, poniéndose de pie, dio patadas al aire para aliviar el entumecimiento de las piernas. Estos hechiceros estaban todos locos. ¿Quién, en todo Athalantar, se atrevería a atacar a casi cuatro mil hombres armados? Y además aquí, en el proverbial culo del mundo, a kilómetros de fatigosa marcha de Hastarl y los puestos fluviales más adelantados.

Othglar sacudió la cabeza y se acercó al borde del promontorio rocoso, mirando al fondo. Docenas de hogueras de campamento brillaban en el valle, allí abajo. Pensó en lo deprimentemente familiar que era esta vista mientras se rascaba las costillas, escupía en la noche, y luego desataba las cintas de la pieza de la bragueta, apoyando la alabarda contra un árbol.

Regaba a conciencia los invisibles árboles de más abajo cuando alguien le devolvió su alabarda, golpeándolo en la oreja con fuerza. La cabeza de Othglar se giró de lado violentamente y el soldado se desplomó sin hacer ruido en medio de la noche.

Una mano esbelta volvió a apoyar la alabarda donde estaba antes al tiempo que el breve rumor del rodar del cuerpo del guardia empezó lejos, allá abajo.

La propietaria de la mano se arrebujó en la oscura capa para resguardarse del frío de la noche y contempló la misma vista con la que Othglar se había mostrado tan poco impresionado. La visión de maga de Elmara localizó sólo tres pequeños puntos de luz azul; posiblemente dagas o anillos encantados. No había nadie cerca, ni moviéndose por los alrededores.

Estupendo. Contó hogueras de campamento y suspiró quedamente. Había suficientes soldados aquí como para empezar una guerra contra los elfos que podría acabar destruyendo tanto Athalantar como el bosque Elevado. Tenía que actuar, y eso significaba utilizar una de las plegarias más poderosas, extensas y peligrosas que conocía.

Gateando sigilosamente, Elmara encontró un agujero un poco más abajo de la cima del promontorio, un sitio donde alguien que viniera al puesto de guardia no se diera de bruces con ella inmediatamente. Se arrodilló en él y se desnudó, dejando todo lo que era o tenía algo metálico dentro del petate, que depositó a una distancia considerable.

Se situó de cara a las hogueras de campamento y, tras susurrar una suave súplica a Mystra, plantó los pies descalzos bien separados para tener mejor equilibrio, y empezó el conjuro.

Tomó la daga que menos le gustaba de todas las que tenía, se pinchó las palmas de las manos para hacerlas sangrar y sostuvo la daga horizontalmente ante sí, aprisionada entre las ensangrentadas palmas.

Mientras musitaba el encantamiento, sintió cómo corría la sangre y le goteaba por los codos, así como una creciente debilidad a medida que el conjuro le iba arrebatando fuerza.

Temblando de debilidad, Elmara sostuvo la daga en alto, de modo que brilló a la luz de la luna, y vio cómo se oscurecía y empezaba a desmenuzarse. Cuando se hubo deshecho en fragmentos oxidados, la joven se sacudió las manos y se dejó caer al suelo, satisfecha. Antes del alba, cada objeto de metal que hubiera entre ella y el bosque se habría desmenuzado en inútil y oxidado polvo. Aquello daría que pensar a los señores de la magia. Si llegaban a la conclusión de que la causa era la magia elfa, quizás el ataque al bosque Elevado nunca se produciría.

Elmara apretó los puños y alzó la vista a la luna mientras susurraba otra plegaria a Mystra para curar su carne lacerada. No le llevó mucho tiempo conseguirlo, pero casi estaba inconsciente por la debilidad cuando hubo terminado. Se volvió hacia el petate. Mejor sería que se pusiera la capa y las botas, por lo menos, y se marchara de aquí antes que...

—¡Vaya! ¿Qué tenemos aquí, eh?

La voz ronca sonaba complacida, en tono bajo, como si quisiera evitar que se la oyera lejos.

—Ja —se rió mientras su propietario salía de las sombras arrojadas por los árboles para cogerla con firmeza del brazo—. Ahora entiendo por qué Othglar no tenía prisa en presentarse para el cambio de guardia... Ven aquí, chica, y dame un besito.

Elmara sintió que tiraban de ella y la abrazaban. Los labios que la besaron estaban bordeados de una áspera y dura barba incipiente, pero, cuando pudo respirar otra vez, no se retiró. A toda costa, tenía que evitar que este hombre diera la alarma.

—Oh, sí —ronroneó, igual que aquella chica de Hastarl había hecho largo tiempo atrás—. Ahora está dormido y me ha dejado
tan sola...

—¡Jo, jo! —rió de nuevo el hombre—. ¡Verdaderamente, los dioses me sonríen esta noche! —Sus brazos se ciñeron en torno a la joven.

—Bésame otra vez, mi señor —musitó El, conteniendo una oleada de pánico.

Mientras aquellos labios que pinchaban buscaban los suyos, Elmara pasó un brazo alrededor de la musculosa espalda, estremecida de asco por el horrible sabor de la cerveza que el guardia había estado bebiendo, y encontró lo que estaba buscando: la daga enfundada en el cinturón. Desenvainó el arma y mantuvo sujetos los labios del hombre con los suyos mientras le estrellaba la empuñadura contra la cabeza con toda la fuerza de que fue capaz.

El soldado hizo un ruido de sorpresa y se desplomó pesadamente en la maleza. El pomo de la daga estaba húmedo y pegajoso; Elmara reprimió la repentina necesidad de vomitar y arrojó el arma lejos. Hacer rodar al inconsciente hombre sobre el suelo rocoso fue un trabajo que la hizo sudar, a pesar de estar desnuda.

—Estuviste
genial
—siseó ferozmente al oído del guardia un instante antes de empujarlo por el borde.

Para cuando se oyó el cuerpo chocar contra las ramas de abajo y empezar a rodar, la joven ya tenía puesta la capa y el petate a la espalda.

Se metió las botas a medias y dio unos pasos con cuidado hasta llegar al suave musgo antes de patear con fuerza para acabar de ponérselas. A continuación se escabulló en la oscuridad, volviendo por el camino por el que había venido con la esperanza de que no se hubieran establecido nuevos puestos de guardia o patrullas. Todavía le quedaban unos cuantos conjuros, sí, pero no la fuerza necesaria para ejecutarlos. No se atrevía a cruzar la zona donde el ejército estaba acampado para dirigirse al bosque; las patrullas elfas podían matarla antes de saber quién era, aun en el caso de que, por algún milagro del cielo, consiguiera pasar entre todos los soldados sin ser descubierta.

No, lo mejor sería regresar al lugar de la diosa, aquel pequeño estanque, y buscar a Braer desde allí. Se encontraba al oeste de aquí...

Tambaleándose de debilidad, Elmara descendió lentamente del promontorio amparada en la noche mientras se preguntaba hasta dónde llegaría antes de perder el conocimiento. Sería interesante ver...

Al final de su segundo día de estancia en el pajar, Elmara seguía estando tan débil como un gatito recién nacido. Se había caído dos veces de la escalera de mano y, por fin, con gran esfuerzo, consiguió subir aquí, jadeando de dolor a causa de un brazo o contusionado o roto. Ya estaba curado, pero la ejecución de la plegaria necesaria le había ocasionado una migraña espantosa y una sensación de náusea y vacío que la hizo dormir mucho tiempo.

Ni siquiera ahora se sentía con ganas de moverse.

—Mystra, vela por mí —musitó antes de sumirse de nuevo en el sueño...

—¡Por todos los dioses!

La voz, alterada por la impresión, la despertó, y Elmara volvió la cabeza.

La barbuda cara de un granjero la miraba de hito en hito a unos palmos de distancia, su mano temblorosa sostenía un farol. Contuvo a duras penas la risa ante su expresión; suponía que ella habría tenido el mismo aspecto si hubiera encontrado a alguien vestido sólo con una capa y unas botas y tumbado en su pajar. No llevaba mal la situación, pensó.

Cuando estalló en carcajadas sin poderlo evitar, el hombre se pasó una mano por la boca con nerviosismo y, al darse cuenta de que la tenía abierta, la cerró y se aclaró la garganta con un ruido muy parecido al que hacían las ovejas en los prados altos de Heldon. Elmara se sacudió con un nuevo ataque de risa.

El granjero parpadeó, sin duda encontrando su jocosidad casi tan alarmante como su presencia.

—Eh... Ummmm... ¡Ejem! —balbució—. Buenas tardes, eh... joven.

—Que la suerte sonría a esta granja y a todos y todo lo que hay en ella —contestó formalmente mientras rodaba sobre sí misma para ponerse de frente al hombre, que enrojeció hasta las orejas y apartó los ojos de mala gana antes de descender a toda prisa por la escalera de mano.

Oh, claro... Elmara se arrebujó en la capa y se incorporó sobre una rodilla para asomarse por el borde del pajar. El granjero alzó la vista hacia ella como si esperara que se transformara de repente en algún tipo de felino del bosque y saltara sobre él. Cogió una horca que blandió sin mucha decisión.

—¿Quién eres, chica? ¿Cómo llegaste aquí? ¿Estás..., estás bien?

La muchacha delgada, de nariz aguileña, le sonrió débilmente.

—Soy enemiga de los señores de la magia —contestó—. Te ruego que me ocultes.

El granjero la miró aterrado, tragó saliva y adoptó una postura más erguida.

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