Elminster. La Forja de un Mago (33 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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Lo que quedó del cuerpo púrpura cayó en una oscura lluvia sanguinolenta cuando el dragón abrió la boca para lanzar un rugido de rabia. El tercer globo se precipitaba ya hacia el dragón, y los palpos oculares del observador se agitaban como si se preparara para una batalla que sabía se avecinaba.

Asglyn vio a Elmara fugazmente, el rostro una máscara sudorosa, la mandíbula tensa por el esfuerzo, dirigiendo al globo por el rumbo elegido. Entonces el clérigo cerró los ojos con fuerza, justo antes de que el fogonazo de los globos al quebrarse se produjera otra vez. Lo siguió un segundo estallido cuyo calor sintió en la cara. Cuando Asglyn se atrevió a abrir los ojos, vio al observador que se retorcía en medio de las llamas mientras que el dragón agitaba las inmensas alas y lanzaba zarpazos al tirano observador. Punzantes rayos de luminosidad saltaron de los muchos ojos del observador, y los rugidos del dragón adquirieron un creciente tono de temor en medio de la furia.

Asglyn miró a su alrededor, Gralkyn estaba tirado casi encima de él, de rodillas detrás de la balaustrada, con las manos apretadas sobre los ojos. Tarthe sacudía la cabeza, luchando por recuperar la visión.

—¡Arriba, Sables! —siseó el clérigo con un timbre urgente y entonces se puso tenso cuando la voz de Elmara sonó en su mente.

¡Por los dioses, arroja a los ojos del tirano cualquier cosa que pueda hincarse o desgarrar tan pronto como tengas fuerza para hacerlo!

Asglyn levantó el pesado martillo de guerra, su arma favorita que había arrostrado cien batallas o más, y lo lanzó con todas sus fuerzas, girando sobre sí mismo en un medio arco ascendente a fin de que cayera en el gran ojo central del observador. El arma giró en el aire, pero el clérigo no esperó a verla llegar a su destino; se había vuelto hacia sus aturdidos y gimientes compañeros, y los sacudía o les daba bofetadas para hacerlos reaccionar, esperando conseguir, de algún modo, salir con vida de esta aventura.

El siguiente sortilegio de Elmara hizo aparecer de la nada espadas girando sobre sí mismas. Centellearon y dieron vueltas alrededor de los ondeantes palpos oculares como si fueran luciérnagas. Elmara vio que más de un ojo rezumaba sangre o líquido lechoso y se oscurecía antes de que el tirano observador, que giraba demencialmente, hiciera estallar los fragmentos y los convirtiera en humo con un rayo que lanzó para herir a cierta joven maga.

Que lanzó... y rebotó, sesgando y abriéndose paso silenciosamente entre la maraña de alas de dragón, hombros escamosos y garras y el veloz trompo rugiente que era el tirano observador. El wyrm rugió de dolor, pero el observador salió ileso.

El dragón escupió fuego otra vez. Como antes, el chorro de llamas pareció esparcirse al chocar en un escudo invisible levantado delante del tirano observador. Sin embargo, ese escudo no era una barrera para las garras y la cola del dragón. Mientras Elmara miraba, la cola dio un latigazo al observador y lo lanzó dando tumbos a través de la cámara, los palpos oculares enroscándose sobre sí mismos y debatiéndose en vano. Pasó cerca del balcón donde estaban los Sables, y varios de ellos arrojaron dagas, dardos y cuchillos a su paso, de manera que el monstruo se precipitó irremediablemente hacia el remolino de aceros punzantes y afilados. El observador rugió de dolor y rabia mientras se frenaba dando volteretas. Los ojos que le quedaban se volvieron hacia el cercano balcón.

Unos rayos brillantes y haces de luminosidad más débil se descargaron sobre los Sables, que gritaron de terror y corrieron por el balcón en un vano intento de escabullirse. El balcón se sacudió y se estremeció bajo sus pies, y la mayor parte de la balaustrada desapareció de manera repentina, derretida por el violento ataque del tirano observador.

No obstante, ninguno de los rayos hirió a los hombres, bien que el impacto y el destello de las abigarradas luces fue casi cegador. La magia chisporroteó y se propagó a lo largo del balcón antes de volver de rebote hacia el monstruo esférico que se retorcía y se debatía; el último conjuro de Elmara estaba surtiendo efecto.

Los Sables que veían lo bastante bien para hacerlo, arrojaron más dagas; pero, en la furia de la magia desatada en torno al balcón, la mayoría de ellas desaparecieron en chispas y fragmentos o simplemente se desvanecieron sin dejar rastro. En medio de la andanada de armas blancas, el enfurecido dragón plegó las alas y se zambulló en picado sobre el observador con intención de matar a la cosa que tanto daño le había causado. Mientras se acercaba, escupió fuego de nuevo. El ennegrecido tirano observador rodó sobre sí mismo entre el ardiente chorro de llamas de manera que todos los palpos oculares que le quedaban apuntaron directamente al gran wyrm. Rayos mágicos salieron disparados, y el dragón lanzado a la carga empezó a bramar. El observador se movió un poco para quitarse de en medio mientras el dragón se precipitaba y pasaba de largo sin poder evitarlo. El wyrm se estrelló contra la pared con tanta violencia que los Sables cayeron patas arriba. Los rayos oculares del tirano observador atravesaron sin piedad al dragón, que se retorció de dolor.

Cuando se las ingenió para agitar las alas y apartarse de la pared, la bestia parecía mucho más pequeña y su cuerpo echaba humo. Los cascotes de los balcones aplastados se precipitaron al vacío cuando el dragón se movió con un ronco y terrible bramido de agonía. Entonces sus alaridos empezaron a apagarse, y los pasmados Sables vieron trozos menudos del tirante cuerpo del dragón desaparecer como si fueran simples fragmentos de hielo derritiéndose al calor del fuego. Se fue reduciendo rápidamente, mientras el fluido vital bullía y se evaporaba ante los crueles poderes desatados sobre él. Detrás del violento despliegue mágico, los Sables alcanzaron a ver la figura flotante de Elmara, que movía los brazos con cuidadoso apresuramiento ejecutando otro hechizo.

Cuando el dragón desapareció en un último rebufo de escamas chamuscadas y sangre hirviente, el observador se giró con amenazadora lentitud hacia la maga y rodó sobre sí mismo de manera que pudiera alcanzarla con el amplio rayo de su ojo central, un ojo que consumía toda la magia.

Cogida en aquel campo de consunción de hechizos, Elmara cayó, agitando los brazos. Los hombres que contemplaban la escena la oyeron sollozar de terror. El observador rodó sobre sí mismo de nuevo, rápidamente, para atacar a la maga con todos los palpos oculares a la vez, como había hecho con el dragón. Mientras los Sables le lanzaban, desesperados, dagas, escudos e incluso botas desde el balcón, escucharon el frío y cruel retumbo de su risa.

De nuevo salieron disparados rayos y haces. A través de esa brillante furia, los Sables vieron a Elmara levantar un brazo como para golpear al observador con un látigo invisible. La varita que sostenía en la mano centelleó y cobró vida de repente.

El observador se estremeció bajo su ataque y giró enloquecidamente hacia otro lado. Los Sables se zambulleron de cabeza cuando los rayos zigzaguearon siseantes por el balcón, pero la barrera creada por Elmara siguió resistiendo y las desgarradoras descargas mágicas rebotaron contra el tirano observador.

Tarthe y Asglyn estaban codo con codo en lo que quedaba de la balaustrada, tensos e impotentes, todas sus armas arrojadas y su enemigo fuera de su alcance. Con los ojos entrecerrados, vieron a Elmara sacar una daga del cinturón y salir disparada hacia arriba, contra el observador, como una flecha vengadora. Los palpos oculares ondearon y una nueva andanada de luz explosiva salió disparada. La maga fue arrojada hacia un lado por la violenta fuerza, y la daga que sostenía en la mano estalló repentinamente en llamas.

La joven la tiró lejos y sacudió la mano con un gesto de dolor, pero con el mismo movimiento metió los dedos en la pechera del corpiño. Había otra daga —no, el fragmento de una vieja espada rota— en la mano de Elmara cuando la joven la sacó. Dio volteretas en el aire a través de una agitada zona de rayos entrecruzados y se abalanzó sobre el observador.

Los conjuros preparados con anterioridad cobraron vida de repente en torno al fragmento del arma que llevaba en la mano extendida, enroscándose y llameando cuando Elmara alcanzó el blanco, y su pequeño colmillo de acero se hundió en el cuerpo de duras placas como si cortara carne estofada.

El observador aulló como una cortesana asustada y se apartó bruscamente de la hechicera. Elmara se quedó sola dando vueltas en el aire mientras que el tirano observador volaba ciegamente hasta chocar contra la pared más cercana, rugiendo de rabia y dolor.

Elmara sacó una varita de su cinturón y se lanzó tras él. Se zambulló directamente entre los palpos oculares para tocar el rodante cuerpo de la criatura justo encima de las siseantes y chasqueantes fauces. Luego se alejó dando una patada. Tras ella, el observador empezó a repetir sus acciones a la inversa, rodando hacia atrás para volver a estrellarse contra la pared. Entonces se precipitó de vuelta a donde Elmara lo había acuchillado.

Se quedó parado un instante allí, y a continuación rodó de regreso hacia la pared, contra la que volvió a chocar, y luego reculó dando giros en una repetición exacta de sus movimientos previos. Fascinados, los Sables que observaban la escena vieron repetirse el vuelo del monstruo en un ciclo constante de colisiones contra la pared.

—¿Cuánto durará eso? —preguntó Tarthe sin salir de su asombro.

—El observador está condenado a estrellarse contra la pared de la cámara una y otra vez hasta que su cuerpo se haga pedazos —dijo Asglyn con expresión sombría—. Ése es un tipo de magia que pocos hechiceros se atreven a usar.

—No lo pongo en duda —intervino Ithym, que se había acercado a ellos. Entonces dio un respingo y señaló hacia el centro del hueco central de la vasta cámara.

Elmara había recuperado su bastón y volaba hacia el corazón del último y más pequeño globo. Una mano esquelética se lanzó hacia sus ojos, pero la joven la apartó de un bastonazo. La segunda mano ya se lanzaba contra ella por detrás; vieron clavarse los huesudos dedos en su cuello al tiempo que giraba veloz sobre sí misma, demasiado tarde.

La joven tiró el bastón y barbotó las palabras de otro conjuro mientras movía una mano en rápidos e intrincados gestos. Los dedos esqueléticos se deslizaban lenta y constantemente, rodeándole la garganta, en tanto que Elmara tejía su hechizo; la otra mano que había apartado de un golpe volaba de nuevo hacia su cara, dos de los esqueléticos dedos colgando inútilmente.

Tarthe gritó de frustración. Elmara se debatía, con una mano en la garganta, sacudiendo la cabeza a uno y otro lado para evitar que la otra mano esquelética le arrancara los ojos. Su rostro estaba congestionado, pero los Sables vieron motitas luminosas cobrar vida a su alrededor y su brillo intensificarse.

Entonces, sin el menor ruido, las dos manos esqueléticas se deshicieron en polvo y el globo a su alrededor desapareció completamente. En el súbito silencio que sobrevino al fallar la magia de la esfera, los Sables oyeron los jadeantes resuellos de Elmara para inhalar aire... y las primeras luces parpadeantes pasar entre sus hombros desde el pasillo que había a su espalda.

Los Sables Intrépidos se apartaron con premura, sorprendidos y recelosos. Las luces multicolores que habían cubierto a Gralkyn se desbordaban por el hueco de la puerta en un chorro constante, fluyendo a lo largo del pasillo y hacia el hueco central de la cámara, en dirección a la hechicera.

—¡Elmara, cuidado! —gritó Tarthe con voz enronquecida y quebrada.

La joven volvió la vista hacia él, vio las luces y las miró fijamente un momento. Luego hizo un gesto impaciente con la mano, como despachándolas, y puso de nuevo su atención en el libro flotante.

A un extremo de la cámara, el atrapado observador se arrojaba contra la pared una y otra vez, sin poder evitarlo, y el sonido húmedo de los impactos marcaba un ritmo constante en tanto que Elmara se inclinaba para examinar las páginas.

En el momento en que sus dedos tocaron el libro, las luces móviles se lanzaron repentinamente hacia adelante con un sonoro siseo. Elmara se puso rígida cuando la envolvieron.

Los Sables vieron que el libro se apartaba de sus inmóviles manos y se cerraba suavemente. Una banda de reluciente metal salió por un extremo de la encuadernación, rodeó el tomo con suavidad y se tensó. Hubo un destello luminoso, y el libro quedó cerrado y asegurado.

Las luces en torno a la flotante maga empezaron a apagarse una por una, hasta que no quedó ninguna. Elmara se estremeció, flotando en el aire, y sonrió. Parecía reanimada, feliz y sin dolores mientras pasaba el dedo por la banda metálica siguiendo la inscripción rúnica que llevaba. Los Sables la oyeron dar un respingo, muy excitada.

—¡Éste es!
¡Éste es!
¡Por fin!

La maga se ató el tomo a la cintura con el rollo de cuerda de escalar que llevaba envuelto al talle y recogió todas las armas que pudo encontrar antes de regresar volando al balcón. Sus compañeros la miraron con asombro y un nuevo respeto durante largos instantes antes de adelantarse para recuperar sus armas y abrazar a la sudorosa joven, su modo rudo de darle las gracias.

—Espero que merezca la pena —dijo Dlartarnan, conciso, al tiempo que miraba el libro y sopesaba el familiar peso de su espada. Luego se volvió con un gesto de desagrado y desanduvo el pasillo por el que habían llegado a la cámara de los balcones—. Espero que este sitio guarde algo que para mí sea igualmente valioso, como un puñado de gemas o quizá...

Enmudeció de repente y bajó la espada, desconcertado. La habitación al otro lado del umbral no era ahora el oscuro cuarto donde habían encontrado las luces, sino una cámara mayor y más iluminada que no habían visto antes.

—¡Más trucos de mago! —gruñó mientras se daba media vuelta—. ¿Qué hacemos ahora?

—Quizá buscar otro balcón —repuso Tarthe, encogiéndose de hombros—. Ithym, primero echa un vistazo a la habitación, pero sin cruzar al umbral, ni tú ni ninguna cosa que lleves encima, y dinos lo que ves.

El ladrón se asomó durante unos segundos y luego explicó con tranquila indiferencia.

—Hay una tumba, creo. Si ese bloque alargado no es un ataúd de piedra, yo soy un dragón. Veo por lo menos otras dos puertas. Y lo que hay detrás de esos biombos deben de ser ventanas, porque la luz cambia como si unas nubes pasaran delante del sol, no como la luz conjurada.

Miraron fijamente los biombos de forma ovalada y las cortinas corridas, detrás de las cuales brillaba la luz. La habitación estaba silenciosa y vacía de vida o adornos. Aguardando.

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