Elminster. La Forja de un Mago (53 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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Chorreando, cruzó la habitación; unos minúsculos rayos azulados saltaban entre los dedos de sus manos.

—Bien, le sacaré unas cuantas respuestas antes de que muera... ¡Nanatha, tráeme un poco de vino!

«Oh, dioses, ayudadme», rogó Farl, tirado de bruces en el suelo. «¿Dónde estás, El? Sabía que algo así iba a ocu...»

Se produjo un repentino estallido luminoso, seguido de un suspiro de fastidio.

—Justo en el orinal —masculló Elminster, furioso—. El cuarto no es tan pequeño, pero he tenido que aparecer justo en el...

—¿Quiénes sois?

Malanthor estaba pasmado. No había uno, sino dos intrusos en su retrete, y sin la menor señal de cómo habían ido a parar allí. Sacudió la cabeza, pero decidió no esperar a que le contestaran. Los rayos azules salieron disparados de las puntas de sus dedos. Cayeron sobre el hombre de nariz aguileña —¡eh, un momento!, ¡éste era uno de los magos de los que Ithboltar había estado parloteando!— y salieron rebotados, para ir a dar sobre el señor de la magia antes de que éste tuviera tiempo de hacer nada. Fueron certeros. Malanthor gruñó cuando salió lanzado hacia atrás por el aire, sacudiéndose de manera espasmódica, incontrolable, y fue a caer por detrás de un sofá. Nanatha volvió a gritar.


Alabaertha... shumgolnar
—jadeó el mago, retorciéndose sobre la alfombra. Chantlarn exigiría un alto precio por esta ayuda, pero, ¡o acudía, obligado por el vínculo del pacto, o moría!

—¿Myr? —llamó El—. ¿Estás preparada?

—Voy por él —fue la queda respuesta—. Tendremos una patrulla de soldados ahí arriba muy pronto.

—¿Es por eso por lo que soy visible? —preguntó Elminster al caer de pronto en la cuenta de que el señor de la magia lo había visto de inmediato.

Elminster sacó los pies del orinal, decidiendo no mirar siquiera la cochinada que sin duda estaba haciendo, y echó a andar hacia el punto donde el señor de la magia había desaparecido. Una botella voló a través del cuarto en dirección a su cabeza; se agachó y el recipiente le rozó el hombro un momento antes de hacerse añicos al chocar contra la puerta que había detrás.

—Sí, por eso es —le contestó Myrjala tranquilamente—. La próxima vez, con que me sirvas un vaso será suficiente, ¿vale?

Elminster miró a la aterrorizada mujer que le había arrojado la botella; ¿es que todos los magos de esta ciudad iban por ahí desnudos?

No. Estaba chorreando agua, igual que el hombre. Entonces, era la hora del baño. Se volvió hacia Myrjala, que se inclinaba sobre Farl en ese momento.

—Vuelvo enseguida —le dijo a El, y los dos desaparecieron.

El miró de nuevo a la mujer, y a continuación al señor de la magia, que intentaba ponerse de pie con gran esfuerzo.

—Por la muerte de mis padres —dijo suavemente—, ¡muere, señor de la magia!

Y un conjuro salió rugiendo de él. Unas esferas plateadas se desparramaron por el cuarto y empezaron a estallar una tras otra, sacudiendo la habitación. El señor de la magia intentó gritar.

—¡Caray, que frase tan dramática! —exclamó una nueva voz al lado de Elminster.

El príncipe se volvió, y un hombre con bigote, de aire engreído y vestido con una túnica púrpura, que un momento antes no estaba allí, le sonrió agradablemente y lo apuntó con la varita que llevaba en la mano. El mundo se sumió en la oscuridad, y luego se volvió rojo. Como si viniera de muy lejos, Elminster oyó el ruido de cristal al romperse cuando su propio cuerpo se estrelló contra la pared y destrozó un espejo. Oyó huesos quebrándose mientras salía rebotado al centro de la habitación, medio aplastado, y se sumía en la inconsciencia...

Chantlarn asintió con satisfacción y se acercó para registrar el cuerpo del extraño. Quizás había algún material mágico que todavía fuera utilizable... Ni siquiera se molestó en echar un vistazo a la llorosa aprendiza ni a los humeantes restos junto al sofá, donde los huesos retorcidos y ennegrecidos de Malanthor se agitaban todavía en un escalofriante y vano intento de ponerse de pie.

—¿Elminster? —La voz en la puerta del retrete sonó muy baja, pero era femenina, indudablemente. Chantlarn se volvió y oyó la ahogada exclamación de la mujer. ¡Era la otra intrusa sobre la que Ithboltar les había prevenido! Esbozó una sonrisa cruel y utilizó de nuevo su varita, apuntándole a la cara. El artilugio centelleó de nuevo, y Chantlarn abrió los ojos. Tendría que dejar de disparar a la gente tan cerca de él, o... Entonces le tocó a él dar un respingo.

La mujer seguía en el umbral, los ojos encendidos por la furia y la aflicción. ¡La magia no la había afectado nada! Chantlarn tragó saliva y descargó la varita de nuevo. La mujer alargó el brazo justo a través del fuego para tocarlo. Chantlarn tuvo tiempo para lanzar un grito estrangulado antes de que su cuerpo saliera arrojado por el balcón. Todavía estaba a gran altura sobre el patio del castillo cuando se metió la varita en la boca contra su propia voluntad y, pataleando y debatiéndose para resistirse a la terrible compulsión, la hizo funcionar otra vez.

La sangrienta explosión hizo que la varita se descargara violentamente. Sus rayos salieron disparados, arrojando llameantes fuerzas mágicas contra la muralla del castillo y dispersando una patrulla de aterrorizados soldados.

La aprendiza chilló otra vez. Myrjala echó un vistazo a su lloroso semblante y luego volvió a mirar a Elminster al tiempo que musitaba un encantamiento. Un resplandor blanco azulado se alzó en torno a sus manos y fluyó para envolver la retorcida forma del príncipe. La hechicera hizo un gesto, y el cuerpo del joven se elevó en el aire, inerte, como si estuviera tendido en una cama. El resplandor blanco azulado se intensificó.

Nanatha retrocedió, gimiendo de temor. Myrjala se volvió de nuevo a mirarla... y sonrió. La pasmada aprendiza contempló cómo sus rasgos ondeaban y se ondulaban, rehaciéndose y adoptando los de... ¡el mago real! Undarl Jinete del Dragón le sonrió con sorna, su fría mirada recorrió su desnudez de arriba abajo, y luego hizo un saludo burlón. La luz irradió hasta cegarla, y, cuando pudo ver de nuevo, los dos hombres habían desaparecido.

Sonó una especie de tamborileo al otro lado del cuarto. Nanatha miró hacia allí a tiempo de ver los huesos de Malanthor desplomarse y hacerse cenizas. Parecía un buen momento para desmayarse... y eso fue lo que hizo.

—Te pondrás bien, amor mío —dijo Myrjala suavemente.

Elminster intentó asentir con la cabeza, pero tuvo la impresión de estar volviendo de algún sitio lejano, en una sucesión de suaves oleadas que lo dejaban incapacitado para moverse.

—Quédate quieto —le indicó Myrjala, poniéndole una mano en la frente. Sus dedos eran frescos, y Elminster sonrió, relajado.

—¿Me... limpiaste las botas? —consiguió preguntar.

Ella estalló en carcajadas, pero el regocijo acabó en un sollozo que delató lo preocupada que había estado.

—Sí —contestó, la voz firme de nuevo—. E hice algo más que eso. Adopté la apariencia del mago real, dejando que la aprendiza de Malanthor me viera. Ahora cree que todo es obra de él.

—Un señor de la magia contra otro —musitó El, satisfecho—. Cuéntame, que te oigo...

Un instante después saltaba a la vista que no era así. El sueño se había apoderado de él; un sueño profundo, curativo, que le impidió ver a Myrjala prorrumpiendo en llanto mientras lo abrazaba.

—Casi te perdí —sollozaba la maga, cuyas lágrimas caían sobre el rostro de él—. Oh, El, ¿qué habría hecho entonces? Oh, ¿por qué tu venganza ha tenido que ser una tarea tan formidable?

17
Por Athalantar

En nombre de un reino

se hacen cosas atroces.

En nombre del amor

se logran cosas mejores.

Halindar Droun, bardo de Beregost

De la balada
El llanto nunca cesa

Año de la Luna en Tránsito

Las palabras del señor de la magia hicieron que Tassabra se mordiera los labios. Se quedó muy quieta, escuchando, los dedos a escasos centímetros del reluciente brazal.

—La tengo aquí, conmigo —continuó el señor de la magia Alarashan casi con jovialidad, mirando de manera lasciva a la temblorosa Nanatha—, e insiste en que la mujer se mostró como el mago real y que Undarl incluso se despidió con un ademán antes de marcharse, llevándose al otro consigo.

—Eso parece muy poco probable. —La áspera y vieja voz que salía del cristal visualizador se hizo más fuerte—. Tráemela.

—Desde luego, Anciano —dijo Alarashan inclinando la cabeza y cogiendo a Nanatha por la muñeca—. Así lo haré.

Tocó el cristal, musitó una palabra, y los dos desaparecieron. Tassabra se arriesgó a echar un vistazo por el borde de la mesa; el punto ocupado un momento antes por los dos ahora se encontraba vacío.

Estaba sola. Con un suspiro, cogió el brazal y un cetro al que le había echado el ojo antes y los metió en la bolsa. Dio media vuelta, pero cambió de idea, lanzó una mirada maliciosa al cristal y también lo echó a la bolsa.

—He terminado aquí —anunció alegremente, y sintió el cosquilleo de un conjuro recorrerle el cuerpo cuando su sombra elfa la llevó de vuelta...

Los últimos rayos de la luna caían sobre el patio adoquinado cuando Hathan lo cruzó a grandes zancadas, en dirección a la torre donde lo aguardaba su cámara de conjuros. Más les valía a esos necios inútiles de aprendices estar ya en pie y preparados en sus sitios del círculo cuando él llegara allí... Los hechizos de desplazamientos largos siempre entrañaban cierto riesgo, incluso sin la presencia de tres jovenzuelos ambiciosos con sus intrigas y artimañas y...

Hathan se frenó en seco en mitad de una zancada, y su semblante se demudó. Giró sobre sí mismo y alzó la vista hacia la torre más alta de la fortaleza del Cuerno, con el ceño fruncido en un gesto de concentración. El Anciano nunca le había parecido tan insistente; algo malo había pasado.

En una cámara oscura de aquella torre, muy arriba, sonó el chapoteo de un agua reluciente. Sus reflejos se mecieron sobre el rostro absorto de Undarl Jinete del Dragón, mago real de Athalantar.

En el agua, los grifos se debatían, resistiéndose a sus conjuros. Si alguna vez lograba que se aparearan en esta tina de fluidos de cangrejo gigante embrujado, con hacer unos cuantos conjuros sencillos a continuación conseguiría lo que andaba buscando. La prole serían asesinos voladores de cuerpos blindados con planchas metálicas, sometidos a su voluntad. Entonces habría dado el primer paso más allá de lo logrado por los hechiceros más poderosos de su familia. Los dioses sabían que empezaba a estar harto de esperar, sin embargo. Undarl suspiró y se recostó en el respaldo del sillón, escuchando el chapoteo del agua al rebosar por el borde de la tina e ir a chocar contra la pared que había detrás.

No podía correr el riesgo de permanecer aquí muchos días, con ese «besalagartos» de Seldinor y los demás tan hambrientos de su encumbrada posición, y... Undarl se quedó paralizado cuando el mensaje mental de Hathan llegó a su cerebro como una sacudida. Era muy fuerte porque su más antiguo aprendiz se encontraba en el patio de abajo, y algo estridente a causa de la excitación y un poco de miedo. Iba a tener un dolor de cabeza, seguro. El mago real escuchó, ordenó bruscamente a Hathan que volviera a sus asuntos, e interrumpió el contacto.

Salió del cuarto y, a su espalda, olvidadas, las criaturas chapotearon y borbotearon en el tanque. Undarl descendió presuroso por un oscuro pasaje hasta llegar a cierto lugar donde puso una mano sobre la pared desnuda y musitó una palabra. La pared se deslizó sin apenas hacer ruido; el hechicero tanteó en la oscura oquedad, tocó la tapadera de hierro y plantó la mano en ella. El metal del cofre emitió un fugaz destello que dibujó el contorno de su mano y después se abrió; su interior brillaba con un fulgor propio. Undarl sacó cuatro varitas, se las metió bajo el cinturón y rebuscó en un compartimiento que tenía la tapa. Extrajo un puñado de gemas que encontró allí, cerró el cofre y el hueco con dos rápidos gestos y una palabra, y continuó caminando pasaje abajo.

Uno de sus jóvenes aprendices alzó la vista, sobresaltado, del pergamino que estaba copiando.

—¿Sí, maestro? —preguntó con incertidumbre.

Undarl pasó ante él sin decir una palabra, rodeó una inmóvil gárgola de cuatro brazos, agazapada en su bloque de granito, y subió por la escalera que había detrás. Los peldaños llevaban a un balcón polvoriento y poco usado, donde un pedestal de piedra lisa se alzaba entre extrañas cosas colgantes de cables y metal curvado y cristal titilante. Undarl se detuvo delante del pedestal, puso el puñado de gemas en él, trazó cierto signo alrededor de ellas con un dedo, que dejó un brillante rastro tras de sí, y musitó un encantamiento largo y complejo.

El aprendiz se incorporó a medias en su asiento para ver mejor lo que Undarl estaba haciendo y se quedó petrificado en aquella extraña postura, bamboleándose, cuando el hechizo surtió efecto.

Undarl esbozó una sonrisa tirante y abandonó la cámara. Tres habitaciones más adelante encontró a otro aprendiz despatarrado en el suelo; una llave que se suponía él no podía tener en su poder se le había caído de la mano; en la otra, sus dedos crispados aferraban un rollo de pergamino que tenía prohibido leer. Para lo que le iba a servir ahora...

El conjuro que había traído el sueño de eras se mantendría hasta que Undarl le pusiera fin, el signo trazado se destruyera al desmoronarse el pedestal, o la magia consumiera las gemas; y eso tardaría su buen millar de años o más. Cualquiera que entrara en la torre del Jinete del Dragón, salvo el propio Undarl, caería en un estado estático embrujado, un sueño que los mantendría invariables mientras que el mundo envejecía a su alrededor.

Quizá los dejara a todos así durante mucho tiempo. Incluso podía permanecer ausente de su torre una temporada para ver si Seldinor u otros rivales ambiciosos se sentían tentados de entrar en ella y caían en la trampa. Sólo sería cuestión de hacer unos ajustes para que el conjuro que rompía el estado estático también acabara con ellos antes de que pudieran preparar ninguna defensa.

Reflexionando sobre ello, Undarl descendió la tortuosa escalera de piedra y salió al patio, donde las flotantes y vacías armaduras completas levantaron las alabardas para dejarlo pasar por la puerta.


¡Anglathammaroth!
—llamó—. ¡A mí!

Un paso más, y desapareció. Cuando la inmensa sombra se proyectó sobre el patio al cabo de dos segundos, lo único que encontró fueron unas pocas motitas luminosas que se apagaban. Batió las alas una vez, y el sonido atronador retumbó sobre las colinas del Cuerno; luego se remontó hacia las estrellas, viró y planeó en dirección sureste.

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