Elminster. La Forja de un Mago (52 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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—¿Un honor? —repitió Farl sin salir de su asombro—. ¿Los elfos considerarían un honor luchar con nosotros?

—Elfos —musitó Tassabra—. ¡Elfos de verdad!

—Sí —asintió El, sonriente—, y con su magia podemos derrotar a los tiranos hechiceros.

—Quisiera hacerlo... ¡Dioses, quisiera hacerlo! —declaró Farl—. Pero... todos esos soldados...

—No lucharéis solos —le dijo El—. Junto a vosotros, cuando llegue el momento del combate declarado, estarán los Caballeros del Ciervo.

—¿Los desaparecidos caballeros de Athalantar? —Tass no salía de su asombro.

—¡Más leyendas de niños! —Farl hizo un gesto de incredulidad—. Yo... Esto parece un sueño... ¿De verdad tienes intención de...? —Sacudió la cabeza para aclararse las ideas y preguntó—: ¿Cómo conseguiste que los elfos y los caballeros te apoyaran?

—Son leales a Athalantar —respondió El sosegadamente—, y respondieron a la llamada de su último príncipe.

—¿Y quién es ése?

—Yo —contestó, tajante—. Eladar el Oscuro también es... Elminster, hijo del príncipe Elthryn. Soy un príncipe de Athalantar.

Farl y Tass lo miraron de hito en hito y luego, tembloroso, Farl tragó saliva.

—No puedo creerlo —susurró—, pero, ¡oh, quiero creerlo! Una oportunidad de vivir libres, de no sentir miedo ni tener que inclinarse ante los hechiceros en cualquier lugar de Athalantar...

—Lo haremos —dijo Tass con firmeza—. Cuenta con nosotros El... Eladar. Príncipe.

—¡Tass! —siseó Farl, mirándola fijamente—. ¿Qué estás diciendo? ¡Nos matarán!

Tassabra volvió la cabeza hacia él para mirarlo.

—¿Y qué, si nos matan? —preguntó calmosamente—. Hemos conseguido tener éxito en los negocios, sí, pero es un éxito que el capricho de cualquier señor de la magia puede borrar de un plumazo. —Se levantó. La luz de la luna perfilaba su cuerpo desnudo, pero su actitud digna la cubría como un rico ropaje.

»Lo que es más —prosiguió—: podemos sentirnos satisfechos de lo que hemos conseguido, Farl, pero, por una vez en mi vida, ¡quiero sentirme orgullosa de mí misma! ¡Quiero hacer algo que la gente respete siempre, ocurra lo que ocurra! Quiero hacer algo que... importe. Ésta puede ser nuestra única oportunidad.

Se asomó por la ventana y se puso algo tensa al ver a los elfos de pie en un tejado próximo; cuando ellos agitaron la mano en un saludo, hizo un ruido que parecía un sollozo. Solemnemente, sintiendo como si le crecieran alas a su corazón, devolvió el saludo y le dio la espalda a la ventana con repentina fiereza.

—¿Y qué causa mejor podría haber? ¡Athalantar nos necesita! ¡Podemos ser libres!

Farl asintió en silencio; una sonrisa asomó a su rostro poco a poco.

—Tienes razón —dijo quedamente y alzó la vista hacia Elminster—. Amigo, puedes contar con los Manos de Terciopelo. —Alzó su daga en un saludo; el arma centelleó cuando la luz de la luna se deslizó sobre su hoja de acero—. ¿Qué quieres que hagamos?

—Mañana a última hora precisaré de vosotros —repuso El—. Necesito que Tass se ponga en contacto con los caballeros, y es mejor que parezca una cortesana para que vaya al campamento fuera de la muralla, junto al foso del quemadero. Luego, a todo lo largo de la noche, necesitaré que los vuestros colaboren con los elfos, y vayan por toda la ciudad arrebatando a los hechiceros objetos mágicos y pequeñas cosas que se utilizan para realizar conjuros, como huesos, laminillas de óxido, gemas, trozos de cuerda, ya sabéis. Los elfos os encubrirán y os guiarán respecto a lo que debéis coger.

Los tres se sonrieron unos a otros.

—Esto va a ser
divertido
—aseguró Farl con los ojos relucientes.

—Eso espero —contestó Elminster en tono quedo—. Oh, eso espero.

—¿Nos han atacado ya, Anciano? —El tono y la ceja enarcada de Malanthor eran sarcásticos—. ¿Me lo he perdido? He pasado unos cuantos minutos en el retrete esta mañana.

—La amenaza era real y sigue siéndolo. —La sonrisa de Ithboltar era tirante y glacial—. Harías bien en dejar de lado una pizca de esa arrogancia, Malanthor. Por lo general el orgullo precede al desastre, y eso reza especialmente con los magos.

—Puestos a hablar de tópicos, los viejos empiezan a ver fantasmas hasta que las sombras de sus sueños parecen más reales que lo que hay a su alrededor —replicó Malanthor de manera cortante.

—Tú asegúrate de tener preparados conjuros, varitas y todo lo necesario para sostener una batalla contra magos enemigos en los próximos días —dijo Ithboltar al tiempo que se encogía de hombros.

—¿Athalantar está bajo otro ataque? —preguntó Chantlarn con tono jovial mientras entraba en la habitación—. ¿Los ejércitos están a nuestras puertas y todo lo demás?

—Me temo que sí —contestó Malanthor, llevándose la mano a la frente y simulando la voz entrecortada de una matrona histérica—. Me temo que sí.

—Y yo lo espero —dijo Chantlarn cordialmente—. Y tú, Ithboltar, ¿cómo te encuentras esta mañana?

—Rodeado de idiotas —rezongó el viejo hechicero con acritud, y se volvió hacia el libro de conjuros que tenía sobre la mesa.

Los dos señores de la magia más jóvenes intercambiaron una mirada divertida.

—¿Qué aspecto tengo? —preguntó Tass al tiempo que levantaba los brazos y daba varias vueltas rápidas sobre sí misma. Unas campanillas de latón tintinearon aquí y allí en las tiras de cuero trenzadas que mostraban, más que cubrían, su cuerpo. Unas cintas de seda de color rojo fuerte proclamaban su profesión de manera patente; incluso las botas altas, que le llegaban hasta los muslos, estaban ribeteadas con rojo. Elminster se relamió.

—Jamás debí marcharme —dijo tristemente, y ella rió, complacida.

El príncipe puso los ojos en blanco y le echó la capa rojo rubí sobre los hombros. Como había sospechado, la prenda estaba llena de recortes de figuras atrevidas y bordeada con puntilla. Tass caminó hacia él contoneándose y enseñando las rodillas desnudas entre la capa.

—Se supone que tu aspecto ha de ser el de una mujer que no puede sacar bastante dinero en Hastarl y tiene que ir al campamento de mercaderes —protestó Elminster—, ¡y no hacer que toda la ciudad se quede parada a tu paso, con la lengua colgando!

Tass frunció los labios haciendo un puchero.

—Creía que esto tenía que ser divertido, ¿no?

Elminster suspiró y la tomó entre sus brazos. Ella abrió mucho los ojos por la sorpresa y luego alzó la cabeza con ansiedad para besarlo. Un instante antes de que sus labios se tocaran él musitó la palabra que los sacó de la oscura habitación en un remolino y los trasladó detrás de una pila de barriles, en un callejón lleno de basura que había junto a la muralla.

Tass siguió abrazada a él y arrugó la nariz.

—¡Jamás me habían besado de ese modo! —dijo con picardía.

—Alguna vez ha de ser la primera, señora —contestó El mientras hacía una inclinación y su cuerpo se difuminaba, haciéndose invisible—. Mi apariencia de Helm, ¿la recuerdas bien?

—Con claridad meridiana... Un conjuro maravilloso, ése.

—No, pequeña. Cuesta años aprender magia suficiente para realizarlo. Y la teleportación, también. Tyche te sonríe. Procura que no te maten ni acabar aplastada bajo un montón de hombres con armadura antes de encontrar a Helm y sus caballeros.

Tass hizo un gesto muy grosero en su dirección y después se alejó contoneándose y perdiéndose en la oscuridad.

Elminster la siguió con la mirada y sacudió la cabeza. Esperaba que si la volvía a ver dentro de poco no tuviera que contemplar un cadáver retorcido.

Suspiró y dio media vuelta. Había mucho que hacer esta noche.

Tass apartó de un manotazo, con gesto ausente, otros dedos sobones.

—Primero el dinero, gran señor —espetó.

Una risita arrepentida le respondió.

—¿Valen tres monedas de plata, hermana?

—A tu hermana es a la única que conseguirás por ese precio —replicó Tass con tono agradable y siguió caminando. Echaba ojeadas a uno y otro lado, hacia las sombras, buscando la cara que Elminster le había dejado grabada en la mente. No era un hombre de aspecto noble, el tal Helm Espada de Piedra.

—¿Espadas de Sarthryn, señora? —dijo una voz quejumbrosa a un lado.

La joven miró en aquella dirección con gesto mordaz.

—¿Para qué iba a querer yo una espada, hombre?

—Para hacer juego con tu lengua, chica —retumbó otra voz con tono divertido.

Tass se volvió a mirar fijamente al que había hablado desde el otro lado de la hoguera de campamento, y se frenó en seco. Éste era el hombre. Echó una rápida ojeada a su alrededor, hacia los tipos mal vestidos que afilaban y untaban aceite a las espadas. Por supuesto... ¿Qué mejor modo de justificar el tener tantas armas sin que los guerreros tuvieran que caer en la temeridad de llevarlas encima?

—He venido por ti —dijo tranquilamente mientras se dirigía hacia Helm.

El baqueteado guerrero la miró de arriba abajo, y el arma que tenía sobre el regazo se alzó como una serpiente al ataque y rozó el pecho a la joven. Tass se frenó de golpe y tragó saliva. Nunca había visto blandir una espada con tal rapidez; y el tacto de la cuchilla era frío y firme contra su carne.

—Échate atrás —ordenó el hombre—, y dime quién eres y quién te envía.

Tass retrocedió un paso suavemente y abrió su capa para ponerse en jarras. Uno de los hombres estiró el cuello para ver mejor lo que estaba enseñando, pero los ojos de Helm estaban prendidos en las manos de la chica, y su espada estaba enarbolada y presta.

—Hablo en nombre de Elminster... o de Farl —contestó Tass con calma.

El arma centelleó a la luz de la hoguera al retirarse con suavidad.

—Bien —retumbó Helm mientras alzaba una jarra y se la ofrecía—. Decide de una vez en nombre de cuál de los dos, y hablemos.

—El mago real tiene que estar en alguna otra parte —susurró Farl, cuyo rostro brillaba de sudor—, o no habría escapado con vida. —Estaba temblando.

—Tranquilízate —dijo Elminster—. Lo conseguiste, y eso es lo que cuenta.

—De momento —siseó Farl—. ¿Quién sabe si ese mago no dejó algún conjuro preparado para retener mi imagen y después venir por mí?

El elfo que estaba con ellos sacudió la cabeza en silencio. Elminster señaló al callado mago elfo con la barbilla.

—Él notaría cualquier efecto mágico de un conjuro que ese Undarl hubiera realizado.

Farl se encogió de hombros, pero parecía más tranquilo mientras echaba un variado surtido de gemas, ampolletas y bolsitas en las manos de Elminster.

—Aquí tienes. También había hecho construir algo en la cama, pero no conseguí llegar hasta ello y olvidé llevarme el hacha.

—La próxima vez —contestó El tranquilizadoramente, y tras un par de segundos Farl le sonrió.

—¡Había tantos aprendices intentando salvar las defensas de Undarl a fin de robar pergaminos de conjuros, que me tropezaba con ellos a cada paso! Todavía no sé cómo no me vieron... Esta «sombra» mía tiene que ser buena de verdad. —Frunció el ceño—. ¿Qué tal les va a mis Manos?

—La chica testaruda... ¿Jannath, dijiste que se llamaba? —dijo Elminster, rascándose la nariz—. Tropezó con un sirviente y lo mató antes de pararse a pensar lo que hacía, pero su sombra elfa sacó el cadáver y lo arrojó al río. Por lo demás, todo está tranquilo, desarrollándose como estaba previsto.

—¿Quién falta?

—No haremos nada en la torre de Ithboltar —sonó la voz sosegada de Myrjala en la noche, junto a ellos—. Así que sólo te queda Malanthor.

—Bien —asintió Farl—. ¿Dónde está Tass?

—Hice que se quitara su atuendo rojo rubí... —empezó El con una sonrisita.

—Apuesto a que sí —lo interrumpieron Farl y Myrjala al unísono, y luego se miraron y se echaron a reír.

—... así que empezó con un poco de retraso —continuó el príncipe sosegadamente, como si no se hubiese producido interrupción alguna—. Ahora está en el torreón de Alarashan. Su sombra no ha informado que haya pasado nada raro.

Farl suspiró con alivio y se incorporó de un brinco.

—Bien, condúceme hasta ese tal Malanthor.

Myrjala enarcó las cejas e indicó con un gesto a Elminster que realizara él el primer conjuro. Obedientemente, El se adelantó un paso y señaló sobre los oscuros tejados de la ciudad.

—¿Ves aquella torre de allí? Te vamos a enviar volando a través de la ventana pequeña. Es la del retrete. La otra, seguramente, tiene algún conjuro de alarma y también trampas.

—¿Volando? —repitió Farl, que puso los ojos en blanco—. Todavía no estoy muy acostumbrado a pensar en ti como un gran mago, El. Ni como un príncipe, a decir verdad.

—Bah, no pasa nada —lo tranquilizó Myrjala—. Tampoco él está muy acostumbrado todavía a ser ni lo uno ni lo otro.

—Me sorprendes —dijo Farl secamente mientras se dirigía al borde del tejado.

Tras él, los dos magos intercambiaron una mirada divertida.

Farl alargó la mano hacia el anillo. Esto era casi demasiado fácil.

—Se ha acabado todo el vino —protestó la voz contrariada de una mujer desde el baño, al otro lado de la cortina.

—Bueno, pues cogemos más —contestó el señor de la magia desde el lado opuesto del baño—. Ya sabes dónde hay.

Sonó el chapoteo de agua. Los dedos de Farl se cerraron sobre el anillo... y una mano mojada, de dedos largos, asomó por detrás de la cortina y se cerró sobre los nudillos de Farl. Éste apartó la mano de un tirón y se dio media vuelta rápidamente. El sigilo no venía ya a cuento. La mujer lanzó un chillido penetrante. No venía a cuento, desde luego.

Farl oyó al señor de la magia barbotar un juramento de sobresalto mientras corría de vuelta al retrete.

—¡Sacadme de aquí! —bramó a la par que saltaba sobre una silla baja—. ¡Ahora!

Hubo un ruido de chapoteos a su espalda y la voz de un hombre entonando un conjuro rápidamente. Farl maldijo, desesperado.

—¡Elminster! —gritó, agachándose detrás de una mesa. Entonces sintió un cosquilleo en los miembros. Se tambaleó, vio luz titilar a su alrededor, como llamas danzantes, y luego cayó a través de la puerta, en el retrete.

Quédate quieto
, le ordenó mentalmente una tranquila voz elfa. Farl se estremeció e hizo lo que le decía. ¿Qué otra cosa podía hacer?

—¡Encubierto! —barbotó el señor de la magia con incredulidad—. ¡Un ladrón escudado por un conjuro de encubrimiento en mis propios aposentos! ¿Adónde está yendo a parar este reino?

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