Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
—Pero, pero... Es nueva, y...
—¡Entonces usa las calzas, zoquete! —bramó Darrigo mientras subía un tramo de escalones de tres en tres.
Para cuando llegó al rellano estaba sin resuello y se tambaleaba, pero allí alcanzó al noble. El tipo estaba enarbolando la espada como si tuviera toda la intención de clavarla en las costillas de otro currutaco que estaba un poco más adelantado en el pasillo. Darrigo le atizó un golpe en la cabeza con su espada. Afortunadamente la delicada arma no se rompió. El petimetre giró veloz sobre sí mismo, y el pestazo de su perfume giró con él.
—¿Cómo te atreves a tocarme, viejo? —La espada del noble salió disparada hacia la garganta de Darrigo antes de que éste hubiera articulado una respuesta.
Gruñendo, el viejo granjero la desvió con un golpe y se abalanzó sobre el tipejo.
—Heriste a una jovencita Torretrompeta, ¿sabes? ¡Y que no iba armada, además! ¡No mereces vivir ni tres segundos más!
Jansibal retrocedió de un salto justo a tiempo. La espada ornamental del viejo le pasó rozando la nariz, silbando. Se le habían quitado de golpe las ganas de reír... ¡Este barba cana iba en serio!
Entonces sonó una clara risa a su espalda: ¡Thelorn, que los dioses lo maldijeran! Jansibal gruñó como una fiera y se deslizó junto al viejo para dejar su desprotegida espalda fuera del alcance de su rival.
—¿Ahora te lanzas sobre ancianos, Jansibal? ¿Es que los jóvenes empiezan a rechazarte? —inquirió Thelorn con fingida curiosidad.
Dominado por una repentina cólera, Jansibal arremetió contra Darrigo. Sus armas se encontraron una, dos, tres veces... y la pieza protectora de la entrepierna de Jansibal cayó al suelo, con las dos correíllas de sujeción cortadas. El viejo le dedicó una sonrisa en la que no había regocijo alguno.
—Pensé que quizá podrías moverte un poco más deprisa sin todo ese peso colgando ahí abajo —comentó a la vez que avanzaba de nuevo.
Jansibal lo miró sin salir de su asombro, y entonces aquella pequeña cuchilla se abalanzó sobre él otra vez y se vio obligado a realizar una tanda de paradas a la desesperada. Thelorn volvió a reír, disfrutando con la humillación de su rival. Jansibal gruñó y atacó y, casi como de manera casual, el arma del viejo salvó su guardia y trazó una línea diagonal en su nariz y su mejilla.
Jansibal masculló un juramento de sobresalto y retrocedió. Darrigo continuó acosándolo, y el perfumado dandi dio media vuelta y echó a correr por el oscuro pasillo, alejándose de allí. El viejo enarcó una ceja en un gesto de incredulidad.
—¿Huyes de un desafío? ¿Y te llamas a ti mismo
noble
?
Jansibal Otharr no dio más respuesta que un respingo y, al cabo de un instante, Darrigo descubrió el porqué. La hoja de una espada le salía por la espalda, oscurecida con la sangre del noble. La hoja se sacudió, una bota dio un puntapié, y Jansibal Otharr cayó de rodillas en el suelo y se desplomó en silencio, hecho un ovillo.
—¿
Eso
es un noble athalante? —dijo el baqueteado viejo guerrero que sostenía la espada ensangrentada—. ¡Tendríamos que haber limpiado este sitio mucho antes!
Thelorn Selemban se adelantó, pasando ante el expectante Darrigo.
—¿Quién eres? —inquirió.
Helm Espada de Piedra contempló la camisa de seda abierta hasta la cintura, con gorgueras y mangas abullonadas y adornadas con dragones rampantes que llevaba el noble.
—Un caballero de Athalantar —gruñó—, pero, por tu aspecto, me parece que habría sacado mejor partido todos estos años siendo tu sastre.
—¿Un caballero? ¿Qué tontería es ésa? No hay cab... —Selemban entrecerró los ojos—. ¿Eres leal al rey Belaur y a los señores de la magia?
—Me temo que no, chico —contestó Helm mientras daba un paso adelante.
Detrás de él había otros diez caballeros o más, vestidos con armaduras oxidadas. Thelorn Selemban blandió su arma con un floreo. El acero centelleó a la luz de las antorchas.
—¡No deis un paso más, rebeldes, o moriréis! —exclamó con excitación.
—Ciertamente, es un día para las grandes frases —respondió Helm sin dejar de avanzar—. Veamos si eres mejor con esa espada de lo que lo era tu fragante amigo...
—¿Amigo? —resopló Thelorn, despectivo—. No era amigo mío, pese a lo que hayas podido escuchar. Y, ahora, atrás o...
—¿O blandirás tu espada contra mí?
La voz de Helm estaba cargada de sarcasmo, pero se apagó cuando Thelorn se quitó de un tirón algo que llevaba colgado al cuello, se lo llevó a los labios y dijo con sorna:
—¡U os mataré con esto, traidores! Me lo...
Fue entonces cuando Darrigo Torretrompeta tomó una decisión. Dio dos pasos hacia adelante y clavó la espada en el cuello del joven noble. Thelorn gorgoteó, dejó caer la espada y el colgante, se tambaleó y cayó de bruces.
Darrigo escudriñó con los ojos entrecerrados a los hombres de semblantes sombríos que había un poco más allá.
—¿Helm? —preguntó—. ¿Helm Espada de Piedra?
—¡Darrigo! ¡Viejo león, eres tú! ¡Bien hallado!
Un instante después, se abrazaban, apartando sus armas con la fácil seguridad de los viejos veteranos.
—Me contaron que eras un proscrito... ¿Qué has estado haciendo, Helm?
—Matando soldados —respondió el caballero—. Pero me enteré de que es más divertido matar señores de la magia, y en eso estoy ahora. ¿Te apetece unirte a la fiesta?
—No me disgustaría —gruñó Darrigo Torretrompeta—. Gracias, sí. Tú mandas y yo te sigo.
—Bah, nobles —rezongó Helm, desdeñoso, poniendo los ojos en blanco, y echó a andar...
Los señores de la magia miraron fijamente al Anciano y después los unos a los otros. Había renuencia en sus palabras de conformidad, y las ojeadas de desconfianza que se intercambiaron no fueron pocas. Este toma y daca no había terminado aún cuando el ventanal del fondo de la amplia cámara de conjuros de Ithboltar saltó hecho añicos.
Por el hueco entró la imponente figura de un mago tan alto como dos hombres, con la barba blanca y coronado con fuego. Se dirigió hacia ellos con decisión, caminando por el aire y sosteniendo en alto un bastón tan alto como él y cuya brillante superficie irradiaba con destellos intensos. Todos los señores de la magia articularon un conjuro en voz alta, al unísono, y el propio aire pareció estallar.
El fondo de la cámara del Anciano desapareció, desprendiendo una lluvia de polvo sobre el patio interior de Athalgard. A espaldas de todos ellos, sin que lo vieran, el cristal de Ithboltar titiló y cobró vida.
Elminster dejó que el cristal que Tass había escamoteado se oscureciera una vez más.
—Bien hecho, Myr. Perfecto... ¡Todos han gastado un conjuro poderoso!
La hechicera asintió con la cabeza.
—Sí, pero no volveremos a sorprenderlos así, y ahora están juntos, ahuyentados de sus cámaras, donde los caballeros y la gente de Farl podrían superarlos en número.
—En tal caso, tendremos que hacerlo a sangre y fuego.
Los soldados subieron la escalera a docenas. Tass no era muy buena con la ballesta, pero resultaba difícil no darle a algo en aquel río de humanidad. Un elfo extendió las manos en un hechizo, y los soldados más adelantados se tambalearon, se llevaron las manos a los ojos y corrieron, ciegamente, contra la pared. Sus compañeros que venían tras ellos tropezaron con los caídos y cegados soldados. Sonaron maldiciones, y un ladrón se inclinó desde su posición aventajada en lo alto de la escalera para hincar una daga en la visera abierta de un yelmo al tiempo que gritaba:
—¡Nos atacan!
Otro ladrón barbotó un chillido gorgoteante desde algún lugar cerca del descansillo. Un momento después, toda la escalera era un tumulto de espadas chocando y hombres gritando. Farl lo contempló con una creciente sonrisa en su semblante.
—¿Cómo puede hacerte sonreír algo así? —dijo Tassabra señalando a los hombres que, equivocadamente, se mataban entre sí.
—Cada uno que muere es un guardia menos para cazarnos, Tass. Son hombres a los que he ansiado matar durante años y que no me he atrevido a hacerlo por miedo a los hechizos rastreadores de los señores de la magia. Y aquí están ahora, apuñalándose y destrozándose unos a otros... Nadie es responsable de su muerte, salvo ellos mismos. Déjame disfrutar con el espectáculo, ¿quieres?
Braer esbozó una leve sonrisa, pero guardó silencio. El alto elfo era de la misma opinión, aunque no le gustaba admitirlo ni siquiera ante sí mismo. Pasara lo que pasara a partir de ahora, habrían conseguido dañar seriamente el poder de los señores de la magia esta noche. No... este día, ya.
El elfo alzó la vista hacia el cielo gris del inminente amanecer que se veía a través del ventanal; se puso rígido. Un conjuro de alerta que había colocado hacía tres días acababa de saltar, lanzando su grito a su mente. Retrocedió con precipitación; mientras sus compañeros de lucha volvían los rostros sobresaltados en su dirección, les indicó por señas que se mantuvieran apartados de él.
—Me temo que mi batalla da comienzo —murmuró, y empezó a hacerse más alto en tanto que su cuerpo se oscurecía rápidamente. Unas alas brotaron y se extendieron en su espalda, y las escamas relucieron plateadas a la titilante luz de las antorchas; el dragón movió el corpachón tentativamente durante un instante antes de lanzarse de un salto a través del ventanal. Cristales y traviesas volaron en todas direcciones, y una larga cola se sacudió una vez mientras salía de la habitación.
Tassabra miró, boquiabierta, cómo aquellas grandes alas batían una vez y el dragón que había sido Braer se remontaba en el cielo, perdiéndose de vista. Ladeó la cabeza un poco para echarle un último vistazo; entonces puso los ojos en blanco, suspiró, y se vino abajo, desmayada.
Farl la agarró a tiempo y la sostuvo contra sí.
—Nunca le pasa esto —protestó, a nadie en particular.
Uno de los elfos —Delsaran de nombre, creía Farl— se inclinó y acarició el cabello de la joven tiernamente, una sola vez.
El semblante de Undarl Jinete del Dragón tenía una expresión de cólera mientras
Anglathammaroth
volaba velozmente a través del reino, dirigiéndose hacia Athalgard. Pasaba algo realmente grave. Señores de la magia luchando entre sí; una muchedumbre de rebeldes, dentro del castillo... ¿Es que aquellos necios no sabían que a los dirigentes odiados los atacaba el pueblo llano en el momento en que mostraban debilidad? Esto era lo que pasaba por dejar que hechicerillos ambiciosos hicieran su capricho... ¡De no ser por Ithboltar, él los habría tenido bien sujetos bajo control!
El mago real gruñó con frustración; descendió planeando sobre Hastarl, y después se quedó boquiabierto por la sorpresa cuando la luz del nuevo día le mostró un dragón que les salía al encuentro.
Un dragón plateado... Undarl entrecerró los ojos. Esto debía de ser algún tipo de trampa montada por un señor de la magia que sabía que el mago real vendría a la ciudad montado a lomos de un dragón... Una trampa para interceptarlo. Undarl sonrió con dureza y lanzó el conjuro más poderoso que tenía. Unas esferas de fuego letal, negro y helador, salieron disparadas de sus manos extendidas y se expandieron conforme giraban a través del aire.
El dragón plateado viró hacia un lado, y el fuego mortal de Undarl se desvaneció. El mago real miró fijamente el aire vacío, sin dar crédito a sus ojos, y luego sacó una varita y la disparó. Un rayo verde de voraz energía desgarró el costado plateado del gran wyrm, que se estremeció y se alejó volando en círculo. Con una risotada de satisfacción, Undarl instó a su dragón para que fuera en pos de él.
—¡Por los dioses! —juró un carretero.
Los que estaban a su alrededor siguieron su incrédula mirada y hubo más de un chillido de terror. Un hombre cayó de hinojos sobre los adoquines y empezó a balbucir una plegaria; otros muchos decidieron rezar al tiempo que corrían calle abajo, lejos del estruendo de la batalla del aire, sobre sus cabezas, que sostenían dos dragones rugientes, bajo las primeras luces del amanecer.
Hubo un estallido mágico, y el carretero masculló una palabrota. Uno de los dos tenía que ser el mago real, por supuesto, a quien le importaba un bledo si llovía muerte sobre los ciudadanos, pero ¿quién era el otro? ¡Un wyrm plateado! El carretero escudriñó el cielo y alcanzó a ver al dragón negro escupiendo ácido en una nube arremolinada. Eso caería como una lluvia corrosiva sobre... los muelles, calculó, y se preguntó si no debería ir a otro sitio, un lugar más seguro.
Pero ¿dónde? No había parte alguna que no corriera peligro por los dos dragones combatientes, ningún sitio seguro al que huir... El carretero miró, impotente, las casas y tiendas en derredor al tiempo que más gritos salían por las ventanas. En la calle, más abajo, la gente echó a correr. Los vio desperdigarse en todas direcciones y después alzó la vista al cielo. Se encogió de hombros. Si huir no garantizaba la seguridad, tanto daba si se quedaba aquí y veía todo lo que pudiera. Nunca volvería a presenciar algo igual... Y, si vivía para contarlo, siempre podría decir que había estado allí y había visto la batalla hasta el final.
El dragón negro rugió desafiante. Baerithryn del bosque Elevado no malgastó energía en responderle. Ejecutaba un conjuro a la par que ascendía en espiral, dando bandazos y enroscando la cola para eludir los rayos mortíferos que el hechicero le arrojaba sin cesar con su varita.
—¡Párate y lucha! —bramó Undarl.
Un instante después, un rayo alcanzaba al dragón plateado en la cola. El wyrm se estremeció y se precipitó al vacío, el aire silbando en sus alas, seguido por la risa triunfal del mago real.
Algo titiló en el aire a su alrededor, pero Undarl no sintió dolor alguno. Un hechizo fallido, pensó, desestimando el asunto con un gesto impaciente, e instó a
Anglathammaroth
a zambullirse en picado. Si conseguía rasgar las alas del wyrm plateado con las garras, la batalla acabaría ahora mismo.
El musculoso lomo del dragón negro se tensó; Undarl disfrutó, exultante, de su gran fuerza, mientras el viento aullaba en sus oídos por la velocidad. ¡Sí, ponerle fin ahora!
El wyrm plateado batía las alas frenéticamente, intentando eludir la zambullida de
Anglathammaroth
. Undarl bramaba a su montura que girara más, más, y que no dejara escapar a su adversario, pero el dragón plateado, más pequeño y ligero, iniciaba un giro ascendente bajo ellos. Iban a pasarlo de largo...