Elminster. La Forja de un Mago (26 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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Muy bien. El tiempo no esperaba a nadie... hombre o mujer, se recordó a sí misma con ironía, preguntándose cuánto tardaría en acostumbrarse a esto. Cuando echó a andar hacia los árboles, cuesta abajo, no miró atrás y por ello no vio al par de ojos flotantes que aparecieron encima de la charca, la observaron mientras se alejaba y parecieron asentir en un gesto de aprobación.

Caminó durante todo el día y acabó con los pies hechos trizas. Hacía un gesto de dolor a cada paso que daba e iba dejando un rastro de sangre. Tendría que refugiarse en algún árbol antes de que oscureciera, o algún felino merodeador o un lobo seguirían su rastro. Si una fiera le mordía la garganta, habría muerto antes de tener tiempo de despertarse.

Elmara miró a su alrededor con inquietud. El interminable bosque parecía oscuro y amenazador, ahora que las pequeñas vislumbres de luz del sol tenían la tonalidad del ocaso y el anochecer se aproximaba furtivo. ¿Debería encender un fuego? Tal vez atrajera fieras que podrían devorarla, pero, sí. Sólo uno pequeño y dejar que se apagara antes de dormirse. Un fuego para rezar a Mystra. Haría lo mismo todas las noches, prometió, a partir de ahora.

Se agachó y recogió un puñado de ramitas muy finas de debajo de una hoja grande y las extendió sobre una piedra cercana. Luego se quedó parada, desconcertada. ¿Cómo iba a hacerlas arder? Con un pedernal, sí, pero no tenía ni pedernal ni eslabón.

Un instante después, se palmeó la frente e hizo un sonido de fastidio. Pues claro que lo tenía: ¡la Espada del León! La levantó, sacudiendo la cabeza por ser tan torpe, y la frotó contra la roca.

Saltó una chispa. ¡Sí! Ésta era la forma. Se puso a golpear el borde de la piedra con la parte más sólida de la hoja, la zona sin afilar, justo debajo de la empuñadura, y amontonó yesca y leña menuda alrededor de donde golpeaba a fin de aprovechar cualquier chispa. El sonoro golpeteo levantaba ecos bajo los árboles, a gran distancia, y las chispas saltaban y parpadeaban donde no quería que lo hicieran, desdeñando su leña seca.

La frustración y la rabia se apoderaron de ella. ¿Es que era incapaz de hacer algo bien?

—Lo intento, Mystra —gruñó—, pero...

Se interrumpió cuando un resplandor blanco surgió en el fondo de su mente. ¿Utilizar su mente para invocar al fuego? Nunca había hecho más que dar empujoncitos a las cosas, frenar ligeramente una caída o restañar la sangre de una herida. ¿Sería capaz?

Bueno, y ¿por qué no intentarlo? Bajó la vista a la espada, invocó el blanco fuego interior, y lo alimentó con su rabia hasta que llameó y llenó su mente. Luego golpeó la piedra con la espada. Saltó una chispa... y pareció crecer, expandirse en una pequeña bola de luz antes de caer en un arco descendente y apagarse.

Los ojos de El se agrandaron. Miró fijamente el punto donde había estado la chispa; luego se encogió de hombros y reanudó el lento proceso de encender un fuego en su mente. Esta vez, la chispa brilló blanca, se expandió... y Elmara apretó los dientes y deseó que se moviera hacia un lado y siguiera ardiendo... y la situó sobre la yesca.

Una voluta de humo flotó en el aire. Elmara la vio y sonrió, asaltada por un súbito regocijo. Sopló con mucho cuidado la yesca y a continuación acercó ramitas finas y hojas para que se prendieran si los dioses se mostraban benévolos... ¡Sí! Una llamita minúscula prendió, una lengua amarilla que lamió una hoja y se extendió por ella a medida que se alimentaba y se hacía más grande.

La joven tembló, de repente consciente de un punzante dolor de cabeza; se lamió los labios y susurró sobre las llamas:

—Gracias, gran Mystra. Intentaré aprender y servirte bien.

La llama se alzó repentinamente, casi quemándole la nariz, y después se apagó, desapareciendo como si nunca hubiese existido. Elmara miró aquel punto fijamente y se sentó sobre los talones al tiempo que se sujetaba la cabeza, que parecía a punto de estallar. Una llama normal no habría hecho eso; Mystra
tenía
que haberla oído.

Se arrodilló unos cuantos segundos, esperando alguna señal o palabra de su diosa, pero no hubo nada más que oscuridad bajo los árboles y un tenue olorcillo a humo. Claro que ¿por qué esperaba otra cosa? No había visto a Mystra en toda su vida hasta la noche pasada, y había otras personas y otros asuntos en Faerun aparte de Elminster de Athalantar.

Mejor dicho, Elmara, se corrigió distraídamente. De todos modos, ¿en qué empleaban el tiempo los dioses? ¿Cómo pasaban el día?

Y, entonces, un pie calzado con bota se plantó suavemente en el suelo, donde estaba mirando, pisando la Espada del León firmemente. La joven dio un respingo y alzó la vista. Unos ojos orgullosos —ojos elfos— la contemplaban de hito en hito y su expresión no era amistosa. Una mano se tendió hacia ella y hubo un súbito destello de luz en la palma. El brillante fulgor aumentó, extendiéndose directamente hacia ella, hasta que la punta de una espada de luz se detuvo junto a su mejilla.

—Dame una razón —dijo sosegadamente una voz clara, de timbre agudo— para que te deje vivir.

Delsaran olisqueó bruscamente y levantó la cabeza.

—¡Fuego! —El árbol al que estaba dando forma cayó desmayadamente bajo sus manos y su magia vaciló. Una repentina ira enrojeció las puntas de sus orejas—. ¡Aquí, en el mismo corazón de los viejos árboles!

—Sí —asintió Baerithryn, pero puso una mano disuasoria sobre el brazo de su amigo—, pero uno pequeño. Aguarda. —Alzó la otra mano, dibujó un círculo en el aire con dos dedos y pronunció una suave palabra.

Al cabo de un momento, un rostro absorto apareció en el aire entre ellos: el rostro de una mujer humana. Delsaran siseó pero guardó silencio al oír que la mujer decía:

—Gracias, gran Mystra. Intentaré aprender y servirte bien.

La llama se alzó entonces y su hechizo visual explotó en minúsculas chispas azules, parpadeantes. Delsaran se había quedado boquiabierto.

—La diosa la ha escuchado —comentó luego de mala gana, con incredulidad.

—Ésta debe de ser la que la Señora anunció que vendría —asintió Baerithryn con un cabeceo. Se levantó, una sombra silenciosa en la creciente penumbra de la noche, y dijo—: La guiaré, como prometí. Y tú, déjanos, como prometiste.

Delsaran movió la cabeza arriba y abajo lentamente.

—Que la Señora nos otorgue éxito —sus labios se torcieron en una mueca sarcástica— a los tres.

Baerithryn le puso una mano sobre el hombro, en silencio, y luego se marchó.

Delsaran contempló fijamente, sin ver, el árbol que había estado dando forma y después sacudió la cabeza. Los humanos habían matado a sus padres y sus hachas habían talado los primeros árboles con los que había jugado. ¿Por qué la Señora tenía que enviar una humana? ¿No quería que se guiara al Pueblo en el aprendizaje de su servicio y verdadera maestría de la magia?

—Supongo que piensa que los elfos son bastante sabios para guiarse ellos solos —dijo en voz alta; sonrió, casi melancólicamente, y se puso de pie. Mystra nunca le había hablado a él. Se encogió de hombros, apoyó la mano sobre el árbol un instante, en un gesto alentador, y después se perdió en la noche.

Elmara miró de hito en hito la espada de luz.

—No hay una razón especial —dijo por último—. Mystra me trajo aquí y —se señaló a sí misma con un gesto y de pronto se ruborizó— me cambió, de esta manera. No es mi intención hacerte ningún mal a ti ni a este sitio.

El elfo la observó un momento, el gesto grave, y luego dijo:

—Y, sin embargo, en ti anida el deseo de un gran mal para muchas personas.

La joven lo miró a los ojos y de pronto notó la garganta muy seca. Tragó saliva con esfuerzo.

—Vivo para vengar la muerte de mis padres —contestó—. Mis enemigos son los señores de la magia de Athalantar.

El elfo guardó silencio, tan inmóvil y oscuro como los árboles que los rodeaban. La espada de luz no vaciló. Parecía que estaba esperando más explicaciones.

—Para destruirlos —prosiguió Elmara—, tengo que aprender magia... o encontrar un modo de destruir la suya. Yo... vi a Mystra. Dijo que encontraría un tutor aquí. ¿Conoces algún hechicero o un clérigo de Mystra en este bosque?

La espada desapareció. En medio de la repentina oscuridad, El parpadeó.

—Sí —fue la escueta respuesta de aquella voz clara. Siguió un silencio.

—¿Querrías guiarme hasta esa persona? —se apresuró a preguntar El, temerosa de quedarse sola de noche en este bosque interminable.

—Has encontrado ya a «esa persona» —repuso el elfo con un trasfondo que lo mismo podía implicar satisfacción que jocosidad contenida—. Dime tu nombre.

—El... Elmara —respondió, y algo la hizo añadir—: Era Elminster hasta esta mañana.

El elfo asintió con la cabeza.

—Yo soy Baerithryn —contestó—. Braer, para el último humano que me conoció.

—¿Quién fue esa persona? —preguntó El con una repentina curiosidad.

—Una dama hechicera —en los graves ojos hubo un destello—, que lleva muerta los últimos trescientos veranos.

—Oh. —Elmara pareció deprimida.

—Descubrirás que no me entusiasma que me hagan preguntas —añadió el elfo—. Observar y escuchar para aprender: ése es el estilo elfo. Vosotros, los humanos, disponéis de mucho menos tiempo y siempre estáis parloteando y preguntando, y después salís corriendo a hacer cosas sin esperar a tener, o a comprender de verdad, las respuestas. Espero refrenar eso en ti... sólo un poco. —Se inclinó sobre ella y agregó—: Ahora, túmbate.

Elmara miró un instante al elfo y luego hizo lo que le ordenaba, preguntándose qué vendría a continuación. De manera inconsciente, se cubrió los senos y el bajo vientre con las manos. El elfo esbozó una sonrisa.

—He visto doncellas con anterioridad... y a ti del todo, a estas alturas. —Se puso en cuclillas—. Dame uno de los pies.

La joven lo miró extrañada y después levantó el pie izquierdo. El elfo lo tomó entre las manos —su tacto era suave como una pluma— y el dolor menguó lentamente hasta ceder del todo. Elmara lo miró maravillada.

—El otro —se limitó a decir él. La joven apoyó el pie curado y levantó el derecho. De nuevo, el dolor desapareció—. Has dado sangre al bosque, lo que cumple un ritual que para algunos resulta desagradable. —Sus dedos apretaron con más fuerza el talón que sostenían. Entonces lanzó una exclamación de sorpresa y dejó caer el pie.

Un instante después —se movía tan silenciosamente como un líquido o una sombra deslizante— el elfo se arrodillaba junto a su cabeza.

—Permíteme —dijo, y añadió—: Quédate tumbada sin moverte.

Elmara sintió que los dedos del elfo le tocaban levemente los ojos y se paraban allí; lenta, muy lentamente, el dolor de cabeza remitió y desapareció. Y con él se disipó toda su debilidad y de pronto se encontró alerta, impaciente y lúcida.

—Eh... gracias, señor. ¿Qué has hecho?

—Varias cosas. Usé magia sencilla, la que tendrás que aprender primero. Después di un respingo al oírme llamar «señor» y esperé pacientemente a que me llamaras «Braer» y que me vieras como una persona, no como una especie de monstruo que realiza brujerías.

Las palabras fueron pronunciadas a la ligera, junto a su oído, pero Elmara supo que su respuesta era muy importante. Levantó la cabeza poco a poco para encontrarse con aquellos ojos fijos en los suyos a menos de un dedo de distancia.

—Por favor, discúlpame, Braer. ¿Querrás ser mi amigo? —De manera impulsiva, se adelantó y besó la cara que apenas alcanzaba a ver. Los ojos del elfo parpadearon cuando los labios de la joven tocaron... una nariz afilada.

Braer no se retiró. Sus labios no buscaron los de ella, pero un instante después Elmara sintió unos suaves dedos acariciándole la barbilla.

—Eso está mejor, hija de un príncipe. Ahora, duerme.

Elmara empezó a caer en un vacío de cálida oscuridad antes incluso de que tuviera tiempo de preguntarse cómo sabía Braer que su padre había sido un príncipe... Quizá, logró razonar mientras unas brumas susurrantes envolvían su mente, todo Faerun lo sabía...

—Empezaste como todos los jovenzuelos: impresionada por la magia. Después aprendiste a temerla, y odiaste a aquellos que la practicaban. Pasado un tiempo, viste su utilidad como un arma demasiado poderosa para pasarla por alto. Dominarla o encontrar un escudo contra ella se convirtió entonces en una necesidad.

Braer guardó silencio y se echó hacia adelante, observando atentamente cómo el fuego azul de mago danzaba en las puntas de los dedos de Elmara. Hizo un gesto y ella, obedientemente, hizo que el fuego subiera y bajara por cada dedo, por turno, corriendo por su piel hormigueante.

—Ahora te preguntas por qué pierdo tanto tiempo de tu breve vida con un ejercicio de magia que es un juego de niños —prosiguió Braer—. No es para que te familiarices con ella. Ya lo estás. Es para hacerte amarla, por sí misma, no por lo que puedes hacer con ella.

—¿Por qué un hombre o una mujer tiene que amar la magia? —preguntó Elmara al modo elfo, el danzante fuego reflejado en sus ojos cuando su mirada se encontró con la de él.

Su maestro permaneció callado, como acostumbraba hacer demasiado a menudo para su gusto. Se estuvieron mirando a los ojos hasta que por fin ella volvió a hablar.

—Yo diría que eso suscita hombres maniáticos que se atrincheran en pequeños cuartos y se vuelven hoscos y chiflados, persiguiendo algún conjuro escurridizo o un detalle del arte de la magia, y echan a perder sus vidas.

—A algunos les pasa —se mostró de acuerdo Braer—. Pero el amor por la magia es más necesario para quienes veneran a Mystra (los clérigos de la diosa, si así lo quieres, aunque la mayoría no ve la diferencia entre éstos y los magos) que para los hechiceros. Uno debe amar la magia para reverenciarla adecuadamente.

Elmara frunció el entrecejo levemente. En su larga y rebelde melena negra ahora había algunas hebras grises; había estudiado magia durante dos inviernos al lado de Braer, rezando a Mystra cada noche... sin tener respuesta. Hastarl y sus días como ladrón casi le parecían un sueño en la actualidad, pero todavía recordaba los rostros de los señores de la magia que había visto.

—Los hay que rinden culto impulsados por el miedo. ¿Acaso su respeto es menor?

—Lo es —contestó el elfo, tajante—. Aun en el caso de que no lo sepan. —Se levantó, tan suave y silenciosamente como siempre—. Apaga ese fuego y ven a ayudarme a encontrar la cena.

Echó a andar entre los árboles, seguro de que lo seguiría. Elmara se levantó, esbozó una sonrisa y fue tras él. Así pasaban los días, hablando mientras ella practicaba la magia bajo su dirección y después aprovisionándose de comida en el bosque. Una vez, el elfo le había enseñado cómo adoptaba la forma de lobo y después había salido en persecución de un ciervo, con ella corriendo a trompicones detrás. En todo el tiempo que llevaban juntos, Elmara no le había visto hacer otra cosa que dirigirla, aunque se iba de su lado al caer la noche y no regresaba hasta el amanecer. Era él quien elegía el sitio donde tenía que dormir, y su visión de maga le descubría que creaba una especie de anillo mágico a su alrededor.

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