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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (29 page)

BOOK: Eminencia
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—Lo conozco. Era (sigue siéndolo) un buen obispo, pero ése es su testimonio y el testimonio del clero de su diócesis. No todos los clérigos recibieron con beneplácito su afirmación. Aún hoy sigue sin gustarles.

—¿Por qué no?.

Aquino no respondió de inmediato. Con las manos cruzadas y la cabeza inclinada, miraba fijamente el escritorio, buscando las palabras. Finalmente levantó la vista y completó la respuesta con esmerada parsimonia.

—Es la historia más antigua y más triste del mundo. Demasiado poco, y demasiado tarde. El mal crece en el silencio. La buena gente se deja llevar fácilmente de la comodidad a la indiferencia. Los hombres de Dios se envanecen con la idea de que están investidos de poder por la Iglesia que los respalda. Salen a cenar con el diablo, confiados de que a la larga terminarán por convertirlo. Siempre se sobresaltan cuando ven sangre en la sopa. Su sabor sólo cautiva a unos pocos, muy pocos, gracias a Dios. —Se volvió hacia Rosalía

Lodano y dijo con expresión patética y sombría—. Me temo que no puedo hacer nada mejor por ustedes. Podríamos estar horas así. El resto sería más de lo mismo. Ojalá yo pudiera restituirles los seres queridos que han perdido, señora. Sólo puedo pedirles su perdón.

Rossini apagó la grabadora y el silencio llenó la habitación. Luego, en un tono crecientemente airado, Rosalía Lodano volvió al ataque.

—¡Esto todavía apesta a conspiración! Ustedes dos usan el mismo uniforme y dicen las mismas palabras anodinas. Los dos están bajo la protección de la misma institución. ¿Alguno de ustedes ha dado a luz un hijo, ha criado ese hijo con amor, para que luego terminara torturado y asesinado? ¿Han pasado por eso?

—¡Basta! —La voz de Isabel sonó como el estampido de un disparo—. Ahora, señora, cállese y escúcheme.

Tomó su cartera, la abrió y sacó un pequeño álbum forrado en cuero del tamaño de un pasaporte. Lo abrió y se lo tendió con gesto enérgico a Rosalía Lodano.

—Mire eso, y dígame lo que ve.

La mujer miró un momento y luego preguntó:

—¿Por qué me muestra esto?

—Usted habló de conspiración, protección, palabras anodinas ¿Estas imágenes le sugieren alguna conspiración? Por favor, páseselo a su eminencia.

Aquino alzó la mano en un gesto de rechazo.

—Gracias. Ya lo he visto. Tengo mis propias copias.

Rossini preguntó:

—¿Puedo verlo, por favor? .

Rosalía Lodano le alcanzó el álbum. Rossini lo abrió y se encontró mirando una serie de fotos cubiertas por un plástico en las que estaba él, desnudo, abierto de brazos y de piernas sobre la rueda como un animal despellejado: adherida a su espalda, la fusta del sargento parecía balancearse como una cola. Al sargento se lo veíaen una posición diferente en cada toma: primero desabotonándose los pantalones de montar, luego exhibiendo su pene, y finalmente caído en el suelo con la cabeza reventada como una sandía.

Rossini se volvió hacia Isabel. Estaba pálido como un muerto. Parecía que la voz se le había coagulado en la garganta.

—¿Por qué yo nunca vi estas fotos?

—Porque mi padre se las llevó consigo a Buenos Aires. Fueron su carta de negociación con los generales y con su eminencia aquí presente.

—Yo hablé con él antes de salir del país. Le pregunté por qué había permitido que la paliza se prolongara. ¡No me dijo que había estado tomando fotos! ¿Por qué no me las mostró en ese momento?

—Porque pensó que no estabas preparado. El médico estuvo de acuerdo con él. yo también. Aquello te había provocado un bloqueo total. Pensábamos que podrías haber estado inconsciente cuando ocurrió.

—Entonces, por Dios, cuéntame el resto.

—Tomó las fotos lo más rápido que pudo, pero con mucho cuidado. Luego arrojó la cámara sobre la cama, me alcanzó el rifle y me dijo: «En cuanto me veas pisar la plaza, mata a ese hijo de puta y haz una foto del cadáver». Es lo que hice. Lo maté y tomé la última foto. El resto ya lo sabes.

—Parezco un animal. —Rossini seguía mirando las fotografías—. Me despellejaron como a un animal en un matadero y me violaron con una fusta.

Arrojó el álbum sobre el escritorio y huyó de la habitación. Un momento después, oyeron sus arcadas en el lavabo. Isabel se puso de pie, pero la anciana la retuvo atenazándole la muñeca.

—¡No! ¡Mejor que se enfrente solo con sus propios fantasmas! —Se volvió hacia Aquino—. ¿Ni siquiera con esas fotos en la mano se decidió a hablar?

—Había vidas en juego. Ése fue el trato que tuve que hacer.

—La sangre en la sopa ——dijo la anciana—. ¿Qué sabor tiene ahora?

—!Cállese, abuela.! —Había un enorme cansancio en la voz de Isabel—. La ira ya no nos beneficia. Será mejor que le pida a su eminencia que diga misa para dar sosiego a los muertos y ¡un poco de paz a los vivos!

Quince minutos más tarde, Rossini reapareció, procedente de su habitación. Se había quitado la ropa eclesiástica y se había puesto una camisa blanca limpia. Estaba pálido pero sereno. Caminó directamente hacia Isabel, le puso las manos en los hombros y le dijo con sencillez, y asegurándose de que todos lo oyeran:

—Gracias, mi amor, por las fotografías. Eran el fragmento de mí mismo que me faltaba, el que no me atrevía a buscar, el que no quería encontrar.

Apoyó los labios en su pelo. Aquino apartó la vista del gesto íntimo y comenzó a jugar con el cortapapeles. El rostro de la anciana tenía una expresión indescifrable. Isabel buscó con los suyos los dedos de Rossini. Luego él se apartó y se sentó otra vez ante su escritorio, volviéndose primero hacia Aquino y luego hacia Rosalía Lodano. Dijo:

—Pronto estará aquí la señorita Guillermin. Me gustaría ahorrarles nuevas preguntas. Propongo que le hagamos oír la cinta y que luego me haga las preguntas a mí. Ustedes sólo intervendrán si consideran que mis respuestas no son las apropiadas.

—Entiendo lo que está haciendo ——dijo Aquino—, y le agradezco su consideración, pero puede estar exponiéndose a críticas muy severas de parte de nuestros colegas cuando esta entrevista se haya publicado.

—¿Qué hace uno después del diluvio? ¿Esperar la paloma con el ramo de olivo en el pico? ¿Cómo se siente, señora Lodano?

—Soy una mujer vieja, con un sabor amargo en la boca. Lamento algunas de las cosas que he dicho; no todas, algunas. Si esta mujer quiere más información, se la daré sin ambages, pero no aquí. Todos nosotros hemos tenido demasiadas emociones para un solo día.

Momentos después era anunciada Steffi Guillermin. Se la veía inequívocamente sorprendida por el grupo que tenía delante. Se lo comentó a Rossini.

—Dos eminencias y dos distinguidas damas. Menudo botín para una periodista como yo.

—Lo agradecerá como corresponde. —Rossini lo dijo con una sonrisa, pero ella se puso instintivamente en guardia.

—¿Y cómo se supone que demostraré mi gratitud?

—En nuestra entrevista anterior, acepté jugar con las reglas que usted me propuso: todo lo que se dijera podría hacerse público. Hoy está usted en mi casa. Le ofrezco una primicia exclusiva sobre una historia importante. Algunos otros temas que pudieran surgir quedarán
off the record
. Usted tiene una excelente reputación de periodista honesta. Si no puede aceptar esa condición, no deberíamos seguir adelante con esto. ¿De acuerdo?

—No me queda otra opción, ¿verdad?

—En realidad, tiene una opción. Puede darme su palabra y luego encontrar alguna excusa plausible para faltar a ella. O puede hacerme la promesa y cumplirla.

La respuesta sólo tardó unos segundos en llegar.

—Tiene mi promesa.

—Gracias. Siéntese, por favor. Voy a hacerle escuchar una cinta grabada esta tarde en esta habitación. Puede copiarla en su grabadora. El cardenal Aquino no desea hacer ningún comentario adicional. La señora Lodano está dispuesta, si usted lo desea, a concertar otra cita con usted para ampliar el tema.

—¿Y usted, eminencia?

—Me reservo la opinión hasta que oiga las preguntas. ¿Comenzamos?

Escucharon la repetición de la conversación en el más absoluto silencio. Al terminar, comprendieron hasta qué punto Aquino se había comprometido, y cuán astutamente Luca lo había llevado a la confesión. Aun con renuencia, hasta Rosalía Lodano lo elogió.

—Ahora entiendo qué es lo que usted quiso decir. Si esto se publica, bien podría ahorrarnos dinero y dolor.

—Se publicará —dijo Steffi Guillermin—. Primero lo haremos nosotros; luego lo distribuiremos. Necesito una autorización escrita y un documento de cesión.

—Si todos están de acuerdo, puede prepararlos y enviármelos para que yo los firme —dijo Rossini.

Los demás no hicieron ninguna objeción. Guillermin aprovechó para presionar:

—Ahora, eminencia, vamos a las preguntas que me trajeron aquí en un principio. Se relacionan con la entrevista que sostuve con usted y con el material que acabo de oír.

—¿Cuáles son las preguntas?

—La prensa sensacionalista de Inglaterra está poniendo en circulación un material que todavía es impreciso, pero que puede convertirse en algo más sustantivo. Se refiere a un crimen violento vinculado con su huida de Argentina, una agresión sexual a su persona, un amorío y un hijo ilegítimo nacido después de que usted abandonó Argentina.

—Ahora estamos
off the record
—dijo Rossini.

—Como acordamos —dijo Steffi Guillermin.

—Me opongo terminantemente a cualquier revelación sobre este tema. —De una zancada, Aquino se había puesto en el centro de la escena—. No sería oportuno. Más allá de lo que prometa la señorita Guillermin, los rumores tienden a multiplicarse. No se puede ejercer un control absoluto sobre ellos.

—El trato sigue en pie —dijo Luca Rossini—. ¿Estamos
off the record
, señorita?

—Lo estamos.

Rossini tomó el álbum de fotografías y se lo extendió a Guillermin. Al ver las imágenes, también ella palideció. Cerró el álbum y lo devolvió. Rossini fue rotundo:

—El hombre que está sobre la rueda soy yo. Las fotografías fueron tomadas por el padre de la señora de Ortega antes de correr a la plaza a rescatarme.

—¿Quién mató al sargento?

—Yo —dijo Isabel—. Mi padre tomó el control de las tropas, las envió de regreso a su cuartel, y nos envió a nosotros dos a un escondite mientras negociaba una amnistía para mí y un salvoconducto para Luca.

—¿Y ustedes se hicieron amantes?

—Sólo por esas semanas —dijo Rossini—. Ahora sólo tenemos amor.

—Pero usted, señora de Ortega, tiene una hija, ¿no es cierto?

—Así es. Nació en el Hospital Doctors, en Nueva York. Fue bautizada Luisa Amelia Isabel Ortega en la iglesia de San Vicente Ferrer de Nueva York.

Guillermin se volvió hacia Aquino.

—Tengo algunas preguntas para usted, eminencia.

—Confío en que sigamos estando
off the record
.

—Lo estamos. Primera pregunta: ¿Cuánto sabía de Luca Rossini antes de traerlo a Roma?

—Todo. A mí también me dieron copias de las fotografías. Se las entregué al Santo Padre cuando presenté mi informe.

—¿Y también le contó la relación entre Luca Rossini, un sacerdote ordenado, e Isabel Ortega, una mujer casada?

—Se lo conté.

—Sin embargo, a pesar de ello, el Santo Padre confió en él y lo promovió ininterrumpidamente a lo largo de los años. ¿Puede explicar eso?

—Sería un atrevimiento intentarlo. En asuntos así, el Santo Padre obraba de acuerdo con un criterio absolutamente personal. ¿Puedo saber por qué avanza en esta línea de preguntas conmigo?

—Porque dos días antes del cónclave estaremos publicando mi entrevista con el cardenal Rossini y la última parte del diario del Papa. Hay una referencia significativa en el diario que sólo ahora cobra sentido para mí. El Pontífice escribe: «Nunca he conocido la ternura ni el terror del amor. Rossini pagó un alto precio por ese conocimiento. Al final, creo que es más afortunado que yo».

Se volvió hacia Isabel y le ofreció un inesperado tributo de admiración.

—De pequeña, fui a una escuela de monjas, siempre admiré a las mujeres valientes de la Biblia: Ruth, Esther, Judith. Creo que usted se ha ganado un lugar entre ellas.

Isabel agradeció el cumplido con una sonrisa y un encogimiento de hombros.

—Me adula usted, señorita. Matar es muy fácil. El verdadero arte está en permanecer vivo. —A Luca Rossini le dijo—. Ya debería marcharme. Luisa y yo tenemos concertada una cena. ¿Me llamarás por la mañana?

—Por supuesto. Juan te acercará hasta el hotel y llevará a la señora Lodano a Monte Oppio.

—Ella podría venir conmigo. —Steffi Guillermin no se rendía—. Podríamos conversar durante el camino.

—Gracias. Hay mucho más para decir de lo que se ha planteado aquí. De todos modos, le estoy agradecida al cardenal Rossini por lo que ha hecho, y a la señora de Ortega por sus buenos oficios. Tampoco me olvido de que hoy el cardenal Aquino ha sufrido lo suyo.

En este momento, Rossini juzgó prudente intervenir.

—¿Su eminencia dispone de vehículo? Si no, Juan puede llevarlo con la señora de Ortega.

—Mi chófer vendrá a buscarme en cuanto le telefonee; pero antes de marcharme quisiera hablar dos palabras con usted.

Así fue como, después de que las tres mujeres se hubieron marchado, Rossini se encontró agasajando a su ex adversario con una botella de brandy. Aquino ofreció el primer brindis:

—¡Salud! ¡Me ha hecho pasar un mal rato! Pero es usted un hombre más grande de lo que creía, Luca Rossini.

—Me alegro, por los dos, que el asunto esté concluido.

—Nunca estará concluido —dijo Aquino sombríamente—. Pero ahora, al menos, ha salido a la luz. Seguiré mirando al mismo hombre en el espejo, pero no tendré que mantener la puerta cerrada.

—Dijo que tenía que hablar conmigo —le recordó Rossini—. No quisiera parecer poco hospitalario pero creo que estoy sufriendo una especie de conmoción postergada. Ver esas fotografías ha sido como recibir un puñetazo en el estómago.

—En principio, no entiendo por qué ella las trajo consigo a Roma.

—Cuentas pendientes —dijo Rossini con sencillez—. No nos hemos visto en veinticinco años.

—Me di cuenta de cómo se conmovió usted. Pensé que su recuperación fue muy rápida.

—Sabía lo que ella estaba tratando de hacer. Cuando nos conocimos, yo era como una vasija hecha añicos. Había fragmentos de mí dispersos por todas partes. —Rossini parecía reflexionar en voz alta—. Día tras día, fragmento por fragmento, ella me fue reconstruyendo. Cuando nos separamos y yo me vine a Roma, todavía faltaban algunos fragmentos. Usted estaba conmigo. Ha de recordar en qué estado me encontraba.

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