Read Eminencia Online

Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (25 page)

BOOK: Eminencia
9.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Tenga la seguridad de que sí, Rossini, y recuerde que más allá de que nuestras opiniones sean correctas o equivocadas, necesitamos su voz para hacérselas llegar a los votantes que participarán en el cónclave. Somos viejos y sólo algunas veces sabios, pero hemos sido confinados al silencio por decreto.

Rossini hizo un gesto de resignación.

—Así sea, entonces. Les prometí una voz honesta en el cónclave. La tendrán. Ahora, ¿todos ustedes tienen movilidad ? Si no, con mucho gusto…

Y así se hizo, si no exitosamente, al menos en el estilo tradicional. Se habían hecho sondeos. Se habían trazado planes en un delicado estilo italiano, y luego se los había borrado mágicamente como si nunca hubieran existido. Había habido incluso el tintineo amortiguado de las monedas más preciosas en circulación —cargos, ascensos, patrocinio—, ninguna de las cuales era verdaderamente patrimonio de quienes las estaban ofreciendo. Y sin embargo Rossini sabía que había un meollo de verdad entre las cáscaras de falacia.

En las últimas décadas del siglo XX, el papado romano había sido amplificado más allá de la capacidad de cualquier hombre para ejercerlo. El difunto Pontífice había recorrido el mundo con la Buena Nueva en su maletín, si bien la mitad de ella había sido reescrita para él por consejeros locales. Los modernos medios de comunicación le habían garantizado una presencia dominante, un grado de exposición impensable en los viejos tiempos. Ya no lo rodeaba un aura de misterio sino de familiaridad e idiosincrasia. Muchos textos suyos, demasiados, eran escritos por otras manos. Habían empezado a oler a candil, a incienso rancio y a argumentos rancios.

Ningún hombre —ni siquiera uno que estuviera habitado por el Espíritu— era lo bastante grande, lo bastante sabio, lo bastante duradero para rescatar la ilusión de la universalidad: un pastor universal de una Iglesia universal. Había mucha más razón, mucho más atractivo quizás, en la imagen de un Romano Pontífice, obispo de su propia Sede, que incluía en sí, del mismo modo que su ciudad, la larga historia de la cristiandad, la unidad fundamental de sus sacramentos y creencias. Su supremacía sería la de una tradición milenaria entre las Iglesias. Sería el árbitro último de sus disputas, el máximo censor de su conducta. Gobernaría, no por el ejercicio tortuoso del poder burocrático, sino por la aquiescencia colegiada a un

Evangelio y a una tradición apostólica comunes.

Quizás esto era también una ilusión, porque el poder, una vez conquistado, no era fácilmente cedido. Sin embargo, la noción de autoridad basada en el servicio, validada por la tradición apostólica era, en última instancia, la única auténtica. Éste era el verdadero árbol de mostaza de la parábola, surgido de una sola semilla, y que sin embargo desplegaba sus ramas para que todos los pájaros pudieran posarse en ellas. Si la Buena Nueva de un Evangelio universal había de oírse por encima del parloteo de las lenguas y el estrépito de las discordantes campanas de los templos, debía ser expresado con la simplicidad del canto matinal de los pájaros: «Ama a tus enemigos. Haz el bien a aquellos que te hacen daño…».

Era el más fácil de predicar de todos los preceptos morales y el más difícil de aplicar. Rossini estaba llegando a comprender dolorosamente que éste era el centro de su propio problema. Desde que había llegado a Roma, había estado construyendo una fortaleza para su fragmentada identidad. La fortaleza no asentaba sus cimientos en un suelo firme y plano sino sobre un abrupto crestón granítico de ira y resentimiento. En su centro se alzaba un altar en el que moraba un Dios silencioso y había una lámpara siempre encendida ante la imagen milagrosa de una mujer ausente, Isabel de Ortega. Era ella quien mediaba entre él y el Dios silencioso, cuya existencia reconocía con todas las formalidades que correspondían, pero que en su inconsciente estaba siempre asociado con la más cruel presunción de magistratura. «No hay ningún poder que no venga de Dios, y los poderes que existen son ordenados por Dios.»

La amante visible era quien lo había mantenido vivo y sano. Después de ella, había vivido en celibato, se había abstenido de actos de justo castigo o venganza. y aun así la puntualidad de su servicio era un acto de exclusión contra los recuerdos del abuso. «No espero que me amen, caballeros, pero habrán de respetarme.» Ahora Isabel estaba en Roma. La había besado y la había abrazado. Ella le había mostrado el fruto de su amor, una hija que había crecido hasta hacerse mujer. Había abrazado a su hija y ella lo había

abrazado a él. Los tres habían disfrutado de cierta alegría en el encuentro.

Luego, súbitamente, el Dios silencioso les obsequió con una exquisita ironía. Isabel estaba condenada a muerte. La sentencia podía aplazarse pero no suspenderse. Él, nada menos que él, era uno de los dos padres de Luisa: el que menos podía ofrecerle en términos de amor, cuidados y herencia. El Dios silencioso había ocultado su cara —tal vez para siempre— de manera que las liturgias públicas que él ofrecía, las tareas que desempeñaba en lugares encumbrados y públicos se habían convertido en una burla estéril.

Pronto el altar quedaría vacío. Los cimientos de su fortaleza vacilaban. Las paredes se desmoronaban a su alrededor. Un buen día se encontraría de pie en medio de las ruinas, con la vista clavada en un cielo vacío, y despojado hasta del don de las lágrimas.

Y aquélla era la última ironía del Dios silencioso: no habría nadie con quien pudiera compartir su desolación. Isabel habría partido. Luisa, cargada de dolor pero asegurada por el amor de dos padres, a la larga se desprendería de ambos y encontraría su propio hombre.

A pesar de las ruinas amenazantes que lo rodeaban, no podía rendirse sin pelear. No debía involucrar a Isabel ni a Luisa en su guerra privada. Si algo significaba el amor, era que debía dar los últimos pasos para apoyar a la amada. Que debía compartir la última oración, aunque no tuviera ningún sentido para él sino solamente para el otro. Y después de eso, ¿qué? ¿Un último y estridente trompetazo como el de Rolando en Roncesvalles para desafiar al Dios enmudecido a que se hiciera oír una vez más en el silencio del desierto?

El cardenal Luca Rossini era una persona irónica. Podía esbozar una leve sonrisa incluso frente a sus propios conceptos. Demasiada conversación y demasiada cafeína en un estómago vacío eran un mal remedio. Los oscuros demonios estaban empezando a asediarlo otra vez. Necesitaba comida y compañía. Buscó el teléfono y marcó el número de Piers Hallett en la biblioteca del Vaticano. Misericordiosamente el hombre todavía estaba en su oficina.

—Piers, tenemos que hablar. Si estás disponible, te invito a almorzar a mi casa. Pasa a buscarme por aquí dentro de veinte minutos.

—Eminencia, me ha salvado la vida. Estoy frente a un rancio bocadillo de jamón y a una página de un evangelio del siglo VI, en griego. Mi problema es que este texto es propiedad de un prelado un tanto irascible de América Central. ¡No le hará mucha gracia cuando le diga que es una falsificación muy pobre y que el texto original se encuentra en Rossano, bajo la custodia del arzobispo!

Capítulo 9

Isabel y Luisa habían pasado la mañana en una orgía de compras. Habían deambulado por todas y cada una de las trampas doradas que acechan entre la via Condotti y el Corso, y habían recalado, más pobres y con los pies doloridos, en el salón de té de Babington, al pie de las Escalinatas Españolas. Se acomodaron en un rincón discreto, se quitaron los zapatos debajo de la mesa y pidieron té
Earl Gray
con bocadillos de salmón ahumado con pepino.

—Como si fuéramos un par de anglos —dijo Luisa, con una sonrisa burlona.

—No te burles. —Isabel la reprendió sin convicción—. Este lugar guarda recuerdos muy felices para mí. Mi padre y mi madre me traían aquí cuando tenía dieciséis años. Eso fue a finales de los años cincuenta, cuando Argentina era un país rico e Italia resultaba barato para los visitantes. Vinimos en barco, en el viaje de retorno de uno de los grandes transatlánticos que llevaban emigrantes italianos de Nápoles a Buenos Aires.

—¿Y este lugar ya estaba aquí?

—Este lugar ha estado aquí, si no recuerdo mal, desde 1894. Lo fundaron miss Anna Babington, que era inglesa, y miss Isabel Cargill, que provenía de Nueva Zelanda. La recuerdo porque tenía mi mismo nombre: Isabel. Habría mucho para contar, pero no quiero aburrirte.

—¡No, por favor! No me estás aburriendo. Me encanta que compartas tus recuerdos conmigo. Últimamente no ha sucedido con tanta frecuencia.

—Una pierde la costumbre —dijo Isabel—. Dicen que se necesitan nietos para recuperarla.

El camarero dejó los bocadillos sobre la mesa, sirvió el té, les deseó buen provecho y se marchó.

—Por favor —rogó Luisa—. Por favor, termina la historia.

—Las cosas se ordenan en la mente de una manera extraña. Recuerdo Babington como el lugar de mi madre. Se sentía atraída por la parte anglo del lugar, y la historia la fascinaba. Anna Babington descendía de un tal Anthony Babington que fue ahorcado, destripado y descuartizado por traición a la reina Isabel I de Inglaterra.

Su amiga, Isabel Cargill, descendía de un escocés que se había adherido al pacto de la reforma religiosa y predicaba contra Carlos II acusándolo de tiranía y libertinaje. Fue ejecutado en Edimburgo.

En las malas épocas de Argentina, cuando Luca y yo estábamos en peligro, yo soñaba con este lugar. Tu abuelo Menéndez, en cambio, nunca se sintió cómodo aquí. Prefería el café Grecco, que está al otro lado de la plaza en la via Condotti. Todos los grandes románticos solían ir allí: Byron, Liszt, Wagner... Y mi padre era un romántico, aunque tenía corazón de león. Cuando nosotros estábamos escondidos, después de que yo matara al sargento, se fue a Buenos Aires, solo, y negoció para salvar nuestras vidas... Nunca me contó lo que ocurrió, pero cuando murió en el accidente de helicóptero, me pregunté si aquello no habría sido un ajuste de cuentas planeado por alguien a quien él había amedrentado en su momento. Se lo catalogó como un accidente, pero ¿quién sabe?

Hemos enterrado tantos secretos en los últimos veinte años. A pesar de todo, aquí estamos, tú y yo, bebiendo té y comiendo bocadillos de pepino en la Babington de Piazza di Spagna.

—Mientras tanto, tu Luca, mi nuevo padre, es un cardenal de capelo rojo, que incluso podría llegar a ser nuestro nuevo Papa.

—¿Qué sientes por él, ahora?

—No lo sé. Tú has tenido veinticinco años para acostumbrarte a él. Yo sólo he tenido veinticuatro horas. ¿No te das cuenta de lo confuso que es esto? Es como si una figura hubiera salido de un cuadro y se paseara por la habitación más privada de mi vida. ¡Tienes que ayudarme! Tienes que hablarme de él. ¿Qué lugar ocupó Luca en tu vida durante todo este tiempo en que has estado casada con Raúl? ¿Qué lugar ocupará en tu futuro?

—¿El futuro? Es fácil. Volveré a casa sin él. Moriré amándolo.

—¡Por Dios, a veces eres muy brutal, mamá!

—Maté a un hombre, no te olvides. Ése es un acto brutal. Viví épocas brutales. ¡Perdóname! Me has pedido una explicación. Estoy intentando dártela. Pero mi amor por Luca no se puede explicar en pocas palabras. Yo era joven entonces. Adoraba a mi padre, que era todo lo que Raúl no era. Era fuerte, audaz, decidido. Se había retirado del ejército porque abominaba de lo que estaba ocurriendo en él. Yo todavía estaba aprendiendo que Raúl era lo que siempre sería, un muchacho malcriado, un seductor agradable, pero un desastre cuando tenías que depender de él. Viajaba mucho. Y cuando viajaba, jugaba. En esas ocasiones, yo solía visitar a mi padre y quedarme con él donde le tocara estar por su trabajo. Por eso yo estaba aquella mañana en la parroquia de Luca. Lo había visto un par de veces en el pueblo, lo suficiente como para darle los buenos días, advertir que era un joven guapo y preguntarme qué satisfacción podía procurarle enterrarse en un lugar como aquél... El día que llegaron los militares todo cambió.

—Por favor, mamá, no quiero oír esa parte otra vez. ¿Cómo actuó Luca?

—Tienes que comprender que nadie «actúa» después de una paliza como aquélla: estaba amarrado a la rueda, gimiendo y retorciéndose, con la fusta del sargento adherida a su espalda, mientras éste se desabotonaba los pantalones de montar y se disponía a sodomizarlo.

—¡Dios mío!

—El propio Luca ha olvidado esa parte por completo. Durante todas aquellas semanas en que estuvimos juntos, jamás la mencionó. El médico dijo que podría mantenerla reprimida hasta el día de su muerte, si es que su razón sobrevivía hasta entonces. La herida interna no fue grave, pero el daño psíquico sí, o, como lo dijo el médico, «inadmisible»...

—¿De modo que te apiadaste de él, y te enamoraste?

—¡No! Todo lo contrario. Me enamoré de la ira que él todavía sentía, de las maldiciones que todavía podía proferir, de su alma desafiante. No lo veía como una víctima sino como un hombre, embrutecido, sí, pero que a pesar de todo mantenía un espíritu inquebrantable... Fue mi premio. Yo había matado por él. A mí también, a la larga, podrían matarme, pero este hombre era mío.

—¿Pero no pudiste conservarlo?

—¡No! Lo curé. Traté de librarlo de la fiebre y de las pesadillas. Me serví de todos v cada uno de los trucos que había aprendido para despertar su pasión y restaurar los estragos a su orgullo y su virilidad. ¡Santo cielo, Luisa! Si alguna vez hubo un hijo del amor en este mundo, ese hijo fuiste tú.

—Entonces ¿por qué lo dejaste ir? ¿Por qué te quedaste con Raúl?

—Porque ése fue el trato que mi padre se vio obligado a hacer, con los generales y con la Iglesia.

—¿Y si no lo hubiera hecho?

—Los tres habríamos terminado entre los desaparecidos.

—¿Cuánto sabe Raúl de todo esto?

—No puedo decirlo con certeza. Nunca hemos hablado del asunto.

—No puedo creerlo.

—Es la verdad. En cuanto el abuelo Menéndez se puso en contacto con los generales, y recuerda que el padre de Raúl era uno de ellos, todos comprendieron lo peligroso de la situación. Ya había habido matanzas, asesinatos y desapariciones. Este episodio podía ser uno de tantos. Un insignificante cura rural no era más que un número en las estadísticas. ¿Pero la nuera de un general, esposa de un conocido conquistador internacional, hija de un conocido ingeniero de la industria petrolera? «Que la mujer vuelva a casa con su marido —dijeron—. Que el cura salga del país. Que el nuncio apostólico lo entregue, envuelto para regalo, en Roma. ¡Pero en silencio! .Una palabra fuera de lugar, y no pueden figurarse lo mal que terminará todo! ¡Somos todos rehenes del silencio!»

BOOK: Eminencia
9.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Wars of the Roses by Alison Weir
Scent of Darkness by Christina Dodd
I Opia by B Jeffries
The Crystal Legacy (Book 2) by C. Craig Coleman
Man Drought by Rachael Johns