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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (71 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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I

T
RABAJABA yo entonces como jefe de relaciones públicas de la subsidiaria en mi país de una gran corporación petrolera internacional. Una mañana, que se anunciaba tranquila y sin sobresaltos, en vista de lo cual me disponía a visitar a un librero de viejo que me venía tentando con algunos títulos inencontrables de Ferdinand Bac, el nieto de Jerónimo Bonaparte, me llamó el gerente de la compañía. Su voz en el teléfono traicionaba una inquietud evidente. Adiós, pues, a los jardines de Bac y a sus recuerdos finiseculares. Cuando entré al despacho de mi jefe, éste hablaba por teléfono con el ministro de Obras Públicas, hombre de temperamento tiránico y resoluciones draconianas, que por aquellos días se perfilaba como futuro presidente de la República. Mi gerente contestaba con dos frases, repetidas en forma de letanía. «Sí, señor ministro, así lo haremos», «No veo problema alguno, señor ministro. Quede usted tranquilo. Nos haremos cargo de todo». Mal se anunciaban las cosas para quien debía convertir en realidad las promesas del gerente. Si me quedaba alguna duda sobre la persona en quien iba a recaer la misión de marras, el gerente se encargó de aclarármela tras colgar el teléfono:

—En diez días, escúchalo bien, en diez días, ni uno más, debemos preparar hasta el último detalle de la ceremonia de inauguración del terminal del oleoducto en el puerto de Urandá. Asistirán al acto los ministros de Obras Públicas y de Minas de aquí y de los países limítrofes, además de los gerentes seccionales de nuestra compañía en esos lugares y las autoridades eclesiásticas y civiles de la capital del departamento y de la misma Urandá. La buena noticia es que no se invitará a las esposas. Hay que prever y estar muy al tanto de la situación del aeropuerto en esa ciudad y del posible alojamiento de los invitados, por
si
el regreso se tiene que cancelar a último momento. Todos vendrán en aviones oficiales o de la empresa. Hay que servir, después de la ceremonia de inauguración del muelle y la bendición del mismo por el obispo, un almuerzo de primera calidad, naturalmente. No se te vaya a olvidar la invitación a las autoridades eclesiásticas. Como estudiaste con los jesuitas, no creo que tengas problemas por ese lado.

Si bien el asunto, a esa altura, ya no me tomaba de sorpresa, debo confesar que las perspectivas que se me presentaban eran bastante sombrías. Una serie de factores adversos se acumulaban para hacer la tarea casi imposible. Urandá es un puerto, la mitad edificado en forma lacustre sobre pantanos que se van a confundir con el mar a través de una red inextricable de manglares; la otra mitad está construida en una colina ocupada casi en su totalidad por la zona roja. La región se precia de tener el mayor índice de precipitación pluvial del planeta y, por tal motivo, el aeropuerto permanece cerrado buena parte del año. El clima, de un calor agobiante, mantiene allí un ámbito de baño turco que agota toda iniciativa y mina todo entusiasmo. Al caer la tarde, convertidos en auténticos zombies, los visitantes ocasionales buscan desesperadamente un poco de sombra fresca y el vaso de whisky que tal vez los reviva. Ambas cosas pueden obtenerse sin mayores dificultades. De la sombra se encarga la noche que se viene encima de repente, con su cortejo de zancudos y aberrantes insectos que parecen surgidos de una pesadilla de ciencia ficción; grandes mariposas de alas negras, velludas y torpes, que insisten en pegarse a los manteles y a las toallas del baño; escarabajos cornudos, de un verde irisado y fosforescente, que golpean sin cesar contra las paredes hasta caer en el vaso en donde tomarnos o en la cabeza donde se debaten enredados en el pelo; rubios escorpiones, casi traslúcidos, expertos en complicados acoplamientos y en danzas rituales de un erotismo delirante. En lo que respecta al vaso de escocés, éste se consigue en el bar del único hotel habitable del puerto, que lleva el original nombre de Hotel Pasajeros. Destartalada construcción de cemento maculado por el moho y el óxido, cuyos tres pisos destilan constantemente, por dentro y por fuera, un maloliente verdín aceitoso. Típico edificio concebido por un ingeniero, con espacios de proporciones ya sea desmesuradas o bien mezquinas y, en ambos casos, gratuitas, según el humor del fantasioso maestro de obras que debió encargarse de la construcción. Un comedor vastísimo, de techos altos y manchados con sospechosos escurrimientos de tuberías mal acopladas; una recepción larga y angosta donde se mantiene una atmósfera asfixiante cargada de olores ligeramente nauseabundos y que invita a la claustrofobia inmediata; las habitaciones, cada una con las proporciones y formas más absurdas. Muchas de ellas, vaya a saberse por qué, terminaban en un ángulo agudo perturbador del sueño del más sereno de los huéspedes. El bar se hallaba dispuesto a lo largo de otro corredor angosto, sin ventanas, que unía la recepción con un patio donde estaba la piscina, turbio estanque de agua verdinosa, visitado por una fauna indefinible de seres mitad pez y mitad saurio enano de ojos saltones. Una fila de mesas adosadas a la pared se enfrentaba allí con una barra hecha de maderas tropicales, con motivos indígenas y africanos labrados en alto relieve, todos tan espurios como horrendos. El alivio que pudiera llegar con el whisky, en el que flotaban trozos de hielo de un inquietante color marrón, se esfumaba de inmediato en el ámbito infecto de ese pasillo de cuartel de policía, al que algún administrador, con macabra humorada, bautizó como Glasgow Bar. El hotel se hallaba rodeado de una vasta zona de chozas lacustres que despedía un fétido aliento de animales en descomposición y de basura que flotaba en las aguas muertas y lodosas.

Urandá contaba, además, con un barrio de edificaciones levantadas en tierra firme, que escalaba una ligera colina por la que pasaba, de vez en cuando, una brisa piadosa y fugaz. Como era de suponer, las
madames
, como allí se les nombra, se apresuraron a ocupar la zona para instalar allí sus burdeles. Era frecuente que los viajeros familiarizados con las características del puerto tomaran allí una habitación con aire acondicionado y algunos servicios de hotel más o menos regulares, huyendo del siniestro Hotel Pasajeros. Las pupilas del lugar no insistían mucho en brindar su compañía. Sus clientes preferidos eran los marineros que llegaban provistos de los apetecidos dólares, marcos o libras, y no los huéspedes surtidos con la devaluada moneda nacional. Por lo demás, el personal de esas casas estaba formado, en su mayoría, por seres desnutridos, anémicos y desdentados, por lo general víctimas de exóticas enfermedades del trópico, la más extendida de las cuales es el terrible pian, una avitaminosis que corroe las facciones en tal forma que, quienes la sufren, jamás se dejan ver a la luz del día y, de noche, evitan exponerse a la luz eléctrica. Cubierta la cara con improvisados pañuelos y velos caprichosos, las mujeres atienden a sus clientes en la penumbra y saben despacharlos con tanta destreza y rapidez, que éstos no alcanzan a darse cuenta de nada, menos aún después de tomar algunas copas de ron adulterado.

Pensar, entonces, en servir en Urandá un
buffet
de seis platos con tres clases de vinos de gran calidad, como en cualquier hotel de la Riviera, era hazaña que sobrepasaba los límites de lo posible para entrar francamente en los del delirio. A esto había que agregar las condiciones de aterrizaje y despegue del aeropuerto, cuya precaria torre de control solía quedarse sin energía eléctrica a la menor llovizna, en un sitio en donde la lluvia era casi permanente. Las condiciones de visibilidad en la pista eran, por igual motivo, tan escasas como efímeras. En un estado de ánimo fácil de imaginar, partí a la capital de provincia. Me alojé allí en un hotel que conocía muy bien, administrado por una pareja de luxemburgueses que daban al sitio un encanto muy particular y mantenían un servicio impecable. La ciudad era una próspera capital azucarera con un clima parejo y agradable, que supo mantener un cierto ambiente cosmopolita y bullanguero en una vida que transcurría sin altibajos ni sorpresas. Era como una isla en medio de la tormenta de pasión política desenfrenada que devastaba al país y lo mantenía sumido en una atmósfera de sangre y luto. Me gustaba demorarme por largas horas en el bar, instalado en una veranda donde corría un aire fresco, cargado de capitosos aromas vegetales. Allí dejé pasar los días sin encontrar solución a mi problema. Las visitas que hice a los clubes campestres y sociales de la ciudad no dieron como resultado sino las miradas de incredulidad de los encargados del comedor que me escuchaban como si hubiera perdido la razón.

En el bar del hotel servía un barman nuevo, también súbdito de los Grandes Duques, con el cual me fue fácil establecer amistad a fuerza de evocar mis años en Bélgica y mis frecuentes tránsitos de entonces por Luxemburgo. El hombre resultó ser mucho más imaginativo y emprendedor que la mayoría de sus compatriotas. Un día en que me hallaba en vena de confidencias, se me ocurrió contarle el trance en que me encontraba. Después de escucharme con atención partió hacia la barra sin decir palabra. Me trajo un escocés algo más generoso quelos habituales y permaneció a mi lado en actitud de meditación. Rompió su silencio para preguntarme:

—¿Tiene alguna limitación de presupuesto para semejante despropósito?

—En absoluto —le respondí intrigado—. Tengo carta blanca.

—Pues entonces, yo me encargo de todo —me respondió León, que era el nombre de mi salvador.

Ante la expresión de incrédulo pasmo que debí poner, pasó a explicarme con la mayor naturalidad.

—Mire, amigo. He trabajado en la costa del África Ecuatorial en lugares que, comparados con Urandá, ésta es un edén. Allí he servido
buffets
que los invitados siguen recordando como algo difícil de superar. El problema es muy sencillo, pero muy costoso: se reduce a tener transportes adecuados y seguros, mucho hielo y una coordinación que debe ser infalible. Cada minuto cuenta en forma decisiva. La carretera al puerto es infernal. Por ella vine y no es fácil de olvidar. En Urandá hay que mantener tres camiones con motores y llantas en perfecto estado, listos para auxiliar a los tres que partirán de aquí con la comida, los vinos, la vajilla y los cubiertos. Si hay un derrumbe en el camino o se presenta una avería, aquellos camiones deben venir en auxilio, llamados por radio, instalado en las dos flotas. En cuanto al menú, le sugiero seis platos, la mayoría de ellos fríos, para presentar un
buffet
variado y muy selecto. Las salsas y el áspic los preparo allá al llegar. De todo esto tengo larga experiencia, no se preocupe. Respecto al precio, le puedo presentar un presupuesto pormenorizado de los gastos, para que lo muestre a su gerencia, a la que puede avisar desde ahora que todo está solucionado. Confíe en mí, que no lo haré quedar mal, Urandá no ofrece más dificultades y riesgos que Loango o Libreville —confieso que sentí el impulso de estampar un beso en la frente del leal luxemburgués. Me detuve a tiempo y apuré a su salud el vaso que me había servido.

Mi gerencia aprobó el presupuesto sin presentar objeción alguna. Las cosas comenzaron a marchar con la regularidad de un comando. Quedaba el problema del transporte aéreo. Seis aviones debían aterrizar y despegar con la más estricta puntualidad. Partí a Urandá, con cuatro días de anticipación a la fecha de la ceremonia, para coordinar la ingrata tarea de hacer viable el incierto puente aéreo. Tuve, en esa ocasión, que alojarme en el Hotel Pasajeros, ya que era el único con línea de larga distancia y télex. Fui a visitar al personal del aeropuerto. Me reuní con quienes iban a manejar la operación, alrededor de una mesa que conseguí me instalaran en el patio de la supuesta piscina. Discutimos largamente todas las posibilidades de salir con suerte del apuro. Había pedido a mi compañía que me enviaran como refuerzo a tres meteorólogos de la refinería y éstos sirvieron para mantener la moral de los técnicos locales que se veían muy afectos al desaliento.

Una noche, en que me hallaba solo, en esa mesa de operaciones donde se habían barajado todas las posibilidades de un desastre incalculable, apurando un whisky que había logrado salvar del hielo lodoso poniéndole únicamente soda helada, vi que venía hacia mí un personaje con gorra oscura de marino, camisa de mezclilla con los botones de concha y un traje de lino de indudable calidad pero que debió conocer días mejores transitando por los cafés de Alejandría o Tánger, antes de venir a lucir en ese lugarejo del Pacífico. El aspecto del visitante era por entero ajeno al ambiente que lo rodeaba. Sin embargo, se movía con una familiaridad desconcertante. Cuando llegó frente a mí, me saludó llevándose la mano a la visera de la gorra y me dijo en fluido francés, con un muy leve acento árabe:

—Permítame presentarme. Soy Abdul Bashur y tenemos un amigo común muy apreciado por ambos, se trata de Maqroll el Gaviero. Tal vez haya escuchado hablar de mí alguna vez.

Me levanté para saludarlo y le invité a sentarse, cosa que hizo con lentitud ceremonial. Era un hombre alto, de brazos y piernas largos y nervudos que transmitían una impresión de energía gobernada por una mente crítica y ágil. Al andar mostraba una leve vacilación que, en un comienzo, achaqué más a cautela que a timidez. El rostro afilado, de facciones regulares, hubiera podido tener un atractivo oriental un tanto obvio, a no ser por el ligero estrabismo que daba a su mirada una expresión de sonámbulo recién despertado. Las manos, ahuesadas y firmes, se movían con una elegancia singular, ajena a la menor afectación. Pero esos movimientos nunca correspondían a sus palabras, lo cual creaba un vago desconcierto. Era como si un doble, agazapado allá en su interior, hubiera resuelto expresarse por su cuenta, según un código indescifrable. La presencia de Abdul Bashur despertaba siempre, por ese motivo, una mezcla de inquietud y simpatía. Esta última suscitada por ese cautivo que sólo lograba hacerse presente a través de gestos de una distinción desusada, ajena a la persona real que hablaba con nosotros. Los cabellos rizados y espesos mostraban en las sienes una zona de canas rebeldes de un blanco intenso. Sonreía con espontánea facilidad, mostrando una hilera de dientes levemente manchados por el cigarrillo que no lo abandonaba jamás. Abdul, que se expresaba con riqueza y soltura en unos diez idiomas, entre ellos el turco, el persa, el hebreo y, desde luego, el propio, que era el árabe, pasó del francés en el que me saludó a un español que conservaba la pronunciación peninsular. Era evidente que lo había aprendido en Andalucía, lo que más tarde pude confirmar.

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