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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (46 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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En varios apartes, Marco me contó que el matrimonio estaba a punto de disolverse. El dueño del yate, heredero de una inmensa fortuna, trabajaba como esclavo durante todo el día a órdenes de su padre, un asturiano implacable. En la noche, seguía haciendo vida de soltero como si jamás se hubiese casado. Su mujer lo había sorprendido varias veces recorriendo la calle principal de San José con el coche lleno de putas, mientras ella regresaba de la casa de sus padres, entrada ya la noche. Durante todo el paseo el joven heredero, una vez terminadas las balas de su pistola, se dedicó a hablar con el negro y a comentarle asuntos relacionados con el mantenimiento de la embarcación. De vez en cuando accedía a dirigirnos la palabra con una amabilidad más bien forzada que no daba para mucho diálogo. La mujer, entretanto, se repartía entre los cuidados a su hijo y las atenciones a cada uno de nosotros, prodigadas con cordialidad espontánea y gentil muy común en las compatriotas de su clase y aún más evidente y marcada en las de condición más humilde.

—Me contaron que usted es escritor —se dirigió a mí con una curiosidad a flor de piel—. ¿Qué escribe? ¿Novelas o poesía? A mí me gusta mucho leer pero sólo cosas románticas. ¿Lo que usted escribe es muy romántico?

No supe muy bien qué contestarle. La tensión era grande. Opté por la verdad. Hubiera sido idiota pensar que el diálogo podía tener el más improbable futuro.

—No —le respondí—, tanto los poemas como los relatos acaban saliéndome más bien tristones.

—Me parece muy raro —comentó—, no se ve muy triste ni parece que la vida lo haya golpeado mucho. ¿Para qué escribir, entonces, cosas tristes?

—Así salen —le respondí tratando de poner fin a este interrogatorio en donde no era precisamente la inteligencia lo que más lucía—, no tiene remedio.

Se quedó un momento pensativa y una sombra muy leve de desilusión le cruzó por la cara. Nunca pensé que estaba hablando en serio. A partir de ese momento, sin quedar excluido del grupo, no fueron, desde luego, para mí las mejores sonrisas.

Cuando empezaba a caer la tarde regresamos a Punta Arenas. Yo tenía que estar esa noche en San José para una reunión en el Ministerio de Economía. El sol, el vino de California artificialmente aromatizado y la presencia, la voz, los gestos de ese cuerpo de mujer moviéndose en el calor del atardecer, me fueron adormilando hasta que entré en un sueño que no acababa de dominarme porque escuchaba las palabras del diálogo sin penetrar mucho en su sentido. De repente hubo un silencio inexplicable y sentí que una sombra fresca e inusitada invadía el ambiente. El ruido del motor empezó a rebotar en una superficie cercana y se escuchaba con una estridencia nueva e irritante. Desperté y, al abrir los ojos, vi que estábamos cruzando al lado de un buque que dejaba el puerto en un premioso esfuerzo de sus máquinas. Al primer instante no lo reconocí. Simplemente porque nunca lo había visto tan cerca. Era el
Tramp Steamer
de Helsinki. Los mismos costados llenos de churretones de óxido y basura, las cabinas y el puente de mando en idéntico abandono y el agónico estertor de sus motores aún más acentuado por la cercanía. En Helsinki me habíallamado la atención la ausencia de tripulantes, la falta de movimiento de pasajeros. Sólo una vaga silueta en el puente de mando testimoniaba la presencia de seres humanos. Lo atribuí, entonces, al frío que reinaba en el exterior. Así debía ser, porque, ahora, algunos marineros nos observaban desde las escotillas y la barandilla de la cubierta de proa, con rostros impersonales que lucían una barba de varias semanas y ropas astrosas manchadas de aceite y sudor. Algunos hablaban inglés, otros turco y unos pocos portugués. Cada uno, en su idioma, se encargaba de hacer comentarios sobre la mujer que nos acompañaba y que les sonreía con una elaborada inocencia, saludando con un batir de los brazos que dejaba los pechos casi al descubierto. Los comentarios arreciaron y no pude menos de pensar en que esa visión increíble acompañaría a esos hombres durante vaya a saberse qué interminable trayecto de su accidentado viaje. Tornó el sol a calentarnos y pude leer de nuevo en la popa la enigmática sílaba, …CIÓN y, debajo, Puerto Cortés, en unas letras de un blanco a punto de esfumarse en una capa de aceite, tierra y manchas color minio que intentaban en vano ganarle la batalla al óxido que devoraba la estructura.

—Esos pobres no llegan ni a Panamá —comentó en voz alta la mujer, con cierta tristeza entre maternal e infantil.

—Hace dos años los vi en Helsinki —respondí sin saber muy bien por qué.

—¿Dónde queda eso? —me preguntó ella con cierto asombro.

—En Finlandia. En el Báltico, cerca del Polo Norte —tuve al final que aclararle al darme cuenta que esos nombres poco o nada le decían.

Los presentes me miraban intrigados, casi con desconfianza. Sentí una pereza invencible de contarles toda la historia. Además, no era para ellos. No les pertenecía. El episodio del carguero, mi silencio y la difícil digestión de todo lo que habíamos comido y bebido, apagaron la conversación hasta cuando llegamos a tierra. Allí desembarcamos y fuimos directamente a nuestro auto. Nos despedimos de la pareja con las mejores palabras que se nos pudieron ocurrir y ella, mientras se pasaba una ligera bata de algodón por la cabeza, me dijo, no sin cierta sorna: «Cuando escriba algo romántico me lo manda, ¿no? Aunque sea por la langosta, pues». El viejo y consabido juego, pensé. El de Nausica y el de Madame Chauchat. Delicioso en ocasiones pero, a menudo, desarmante e infructuoso. En el camino a San José me di cuenta de que ignoraba el nombre de nuestra bella compañera de paseo. No quise preguntárselo a Marco. Era mejor conservar en la memoria esas dos presencias anónimas que, a partir de entonces, permanecerían inseparables en mi mente: la boticelliana amable que no temía a las palabrotas y el derruido fantasma del
Tramp Steamer
. Una y otra se complementarían en mis sueños, transmitiéndose su voluntad de permanencia gracias a esos vasos comunicantes a través de los cuales también sucede la poesía.

El azar me depararía aún dos encuentros con el itinerante carguero hondureño. Pero ya con los dos primeros, su derrumbada presencia había entrado a formar parte de esa familia de visitaciones obsesivas, detrás de las cuales se esconden, palpitan y fluyen los resortes del impreciso juego cuyas reglas cambian a cada instante y que hemos dado en llamar destino. No puedo decir que las siguientes apariciones no agregaran nada a las anteriores. Desde luego, sirvieron para darle aún más permanencia a esa imagen cargada de las más secretas y activas esencias de aquello que lleva a toda humana suerte hacia su
fin y acabamiento
: la vocación de morir. Por esto quisiera narrar esos dos episodios que sólo difieren de los ya expuestos en el escenario que escogieron para presentarse.

Jamaica había sido uno de mis lugares preferidos en el Caribe. Durante mucho tiempo, Kingston fue escala en la ruta aérea que une a mi país con los Estados Unidos. Esa escala solía prolongarla, generalmente durante todo un fin de semana, para disfrutar del clima y del paisaje excepcionales, ya elogiados por el almirante Nelson cuando fuera gobernador de la isla, en cartas que escribía a su familia. Todo el Caribe me ha sido un ámbito incomparable, en donde las cosas suceden exactamente en el ritmo y con el aura que se ajustan con mayor fidelidad y provecho a los jamás realizados proyectos de mi existencia. Allí todos mis demonios suelen aplacarse y mis facultades se aguzan de tal forma que llego a sentirme otro muy diferente del que rueda por ciudades distantes del mar y por países de una hostil respetabilidad conformista. Pero algunas islas del Caribe tienen para mí la privilegiada condición de llevar hasta el máximo esta especie de baño en las aguas que buscaba Ponce de León. Jamaica era uno de esos sitios. Por razones en las que no vale la pena demorarnos, dejé de visitar Jamaica durante varios años. Cuando regresé, todo había cambiado. Una agresividad latente y siempre a punto de estallar había convertido a sus habitantes en seres con los que eran forzosas las mayores precauciones para no provocar un incidente. Esta tensión llegaba a notarse hasta en el clima que, sin haber mudado en su esencia, era recibido en forma distinta y con diferente humor por parte de los jamaiquinos. Un paraíso más que se cierra, pensé. Muchos otros habían sufrido el mismo proceso. Uno más no significaba ya mayor sacrificio para mí. Así como, a partir de cierta edad, sólo dos o tres ideas son las que rigen y alientan nuestro interés, también los variados sitios que la Tierra nos ofrece como ideales se pueden reducir a dos o tres y creo que aún resultan demasiados. En fin, el hecho es que me prometí no regresar a Jamaica y otros fueron mis caminos para disfrutar del Caribe renovador y generoso.

Varios meses después de mi paso por Costa Rica y de la excursión en las aguas de Nicoya, subí en Panamá a un avión con destino a Puerto Rico, adonde iba invitado por el colegio de profesores de Cayey para hablar sobre mi poesía. Partimos en la madrugada. Después de media hora de vuelo tuvimos que regresar a Panamá «para revisar una pequeña avería en el sistema de ventilación». En verdad se había parado una turbina y la otra debía estar sometida a un esfuerzo que el pobre y muy traqueteado 737 no daba indicios de soportar por mucho tiempo. En Panamá nos demoramos dos largas horas viendo a los mecánicos, que, como voraces hormigas, retiraban e instalaban piezas en la turbina de marras. Por el altoparlante nos anunciaron que la pequeña avería estaba ya
regularizada
—¿por qué, me pregunto siempre, tienen que forzar el idioma cuando les entra la duda en cosas de orden técnico?— y podíamos subir a bordo. El avión partió sin mayores tropiezos. Hora y media después, cuando el capitán anunciaba que en breves momentos sobrevolaríamos la isla de Cuba, sufrimos una sacudida que dejó al pasaje en un pálido silencio, sólo perturbado por las explicaciones un tanto inconsistentes de las cabineras que recorrían el pasillo tratando de disimular su propio pánico. «Debido a una falla mecánica en nuestra turbina izquierda, nos vemos obligados a aterrizar en Kingston, Jamaica. Por favor, abróchense los cinturones, enderecen los respaldos de sus asientos y coloquen las mesitas en posición vertical. Comenzamos nuestro descenso». Era la voz del capitán, cuya tranquilidad no todos los pasajeros tomaron como buena. Cerré el libro que venía leyendo y me dispuse a disfrutar del panorama de la bahía de Kingston, que recordaba como uno de esos rincones típicamente caribeños. En efecto, cuando el avión comenzó a volar en círculo sobre el puerto, volví a admirar la tupida vegetación que trepaba por las montañas que rodean la ciudad. Era de un verde intenso, a trechos casi negro y en otros de un tono casi amarillo por lo tierno de los brotes del bambú y los helechos enhiestos y ceremoniales. Mientras dos aviones se preparaban para salir del aeropuerto, tuvimos que seguir volando en círculo en espera de la señal para aterrizar. Con el régimen de los motores lo más bajo posible para no forzarlos, el capitán iba descendiendo hasta enfilar la cabecera de la pista. Admiré, absorto, las aguas de la bahía, con el eterno buque de guerra hundido en pleno centro de la misma y del cual nunca conseguí enterarme de su nacionalidad ni de la forma como había naufragado. Siempre lo olvidaba al tocar tierra. En una vuelta que dimos sobre los muelles divisé, inconfundible, al
Tramp Steamer
, ya integrado al orden de mis recuerdos más tercos. Allí estaba, recostado en un muelle, como un perro en el umbral de una puerta tras una noche de hambre y fatiga. Me di cuenta de cuál debía ser mi familiaridad con el barco, que desde arriba, sin tenerlo a la altura de mis ojos, como se presentó en ocasiones anteriores, lo había identificado sin lugar a dudas. Me pareció que estaba un poco escorado a estribor y en la vuelta siguiente vi que lo estaban cargando las grúas del muelle. La carga debía estar todavía acumulada en un costado de las bodegas y a esto se debía quizá su inclinación.

Tuvimos que pasar la noche en Kingston. Todos los vuelos a Miami habían partido en la mañana y no quedaba otro remedio que esperar a que la turbina de nuestro 737 fuera reparada. Nos alojaron en un hotel del centro de la ciudad, no particularmente lujoso, pero tranquilo y con un bar atendido aún con eficiencia por un negro bajito y 'canoso, que mostró ser un auténtico experto en
planters punch
. Ese cocktail que todo el mundo cree que puede hacer a base de un jugo enlatado, ron, hielo y la consabida cereza. El barman de nuestro hotel se atenía a la clásica y consagrada fórmula de preparar él mismo el jugo de piña y usar las proporciones de ron y hielo que indican los cánones. Eran las doce del día. Al cuarto
planters punch
me di cuenta de que almorzar hubiera sido un error de graves consecuencias. Disminuyendo el ritmo de los cocktails, podría esperar tranquilamente hasta cuando bajara un poco el sol. Me había propuesto visitar el barco. Sentía que, de no hacerlo, faltaría gravemente a un principio de cortesía y de solidaridad. Era como si, sabiendo que en Kingston moraba un viejo y querido amigo, evitara entrar en contacto con él. Algunos compañeros de viaje hacían ya planes para una gira nocturna por los cabarets de la ciudad. Me abstuve de informarles sobre la sórdida experiencia que les esperaba. En lugar de ir a dormir siesta y estar fresco para la noche, preferí, al contrario, ir hasta el puerto, visitar a mi lastimado amigo y regresar luego al hotel para probar algunas otras posibilidades que había comenzado a estudiar con el barman. Este me ofreció, sin consultarme siquiera, un ligero e impecable sandwich de atún que hizo las veces de comida, dejando espacio para las experiencias alcohólicas de la noche. Cuando el sol se hizo tolerable, pedí un taxi y fui a visitar el puerto. Desde el aire había ubicado el muelle donde descansaba el carguero. Llegamos allí sin dificultades pero encontramos cerradas las rejas de acceso. Un zambo malhumorado y altanero nos informó que no se podía pasar. Las bodegas estaban cerradas y no había ya ninguna actividad en el muelle. Le pregunté por el
Tramp Steamer
y me dijo que habían terminado de cargarlo y estaba a punto de zarpar. Otra vez sentí como si le hubiera faltado a una persona de mis afectos. Un billete de cinco libras y algunas enrevesadas explicaciones sobre la necesidad de dar un recado urgente al capitán del barco ablandaron la mala voluntad del guardia que me dejó pasar, advirtiéndome, eso sí, que en media hora más ya no habría quien me abriera. A esa hora dejaba su puesto y los muelles quedaban cerrados hasta el día siguiente. Me apresuré hacia donde colegí que debía estar el barco. Al llegar al sitio, el carguero empezaba a moverse, recogidas ya las amarras. Los mismos marineros que había visto en Punta Arenas, con la misma barba de varios días y las camisetas manchadas, los bermudas llenos de remiendos y un cigarrillo en la boca, miraban distraídos hacia esa lejanía, más interior que externa, en la que se abstraen los hombres de mar para combatir toda posible nostalgia de los engañosos y efímeros recuerdos que dejan en tierra. El buque no había cambiado de matrícula y la bandera de Honduras pendía, sin mayores muestras de entusiasmo, sobre la popa donde las letras …CIÓN seguían planteando su desvaído enigma. No debía ser mucha la carga recogida en Jamaica, porque el casco sobresalía notoriamente por encima de la línea de flotación. Eso me permitió advertir una parte de las hélices que batían con notable dificultad las oscuras aguas del puerto. Con mucha mayor elocuencia que las veces anteriores, se me hizo patente la ruinosa condición de este viejo servidor de los mares que, por enésima vez, emprendía su amarga aventura con una resignación de un buey del Latio sacado de las
Geórgicas
de Virgilio. A tal punto me pareció vetusto, golpeado y sumiso. Obediente a las empresas del hombre, cuya mezquina desaprensión concedía aún mayor nobleza a ese esfuerzo sin otro premio que el desgaste y el olvido. Me quedé contemplando cómo se perdía en el horizonte y sentí que una parte de mí mismo se internaba en un viaje sin regreso. Una sirena me anunció que había llegado la hora de abandonar el muelle. En efecto, en las rejas me esperaba el guardia golpeándose el muslo con un manojo de llaves para hacerme sentir la molestia que le estaba ocasionando. Las cinco libras hacía mucho tiempo que habían gastado su efecto.

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