Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
El
Princess Boukhara
estuvo listo para partir después de tres días de faena para descargarlo. Vincas comentó a Bashur que era aconsejable explicar a la tripulación que se dirigían a la desembocadura del Mira y que allí habrían de permanecer por algunos días. El encierro en Panamá y, luego, en Guayaquil, traía los ánimos bastante soliviantados. Buena parte de los marinos eran bálticos y el trópico les resultaba casi imposible de tolerar. Bashur resolvió ofrecer a la marinería una prima especial de sueldo para compensar en alguna forma el sacrificio de permanecer de nuevo inactivos frente a las costas ecuatorianas. Vincas consiguió calmar los ánimos y el sobresueldo prometido cumplió eficazmente su función.
Cuando llegaron al cabo Manglares en la desembocadura del río Mira, en una mañana de sol que era el primero que venían después de tantas semanas de cielos grises y lluvias constantes, el
Thorn
estaba allí luciendo la esbeltez de sus líneas y el aire de aristocrática dignidad que le daban sus muchos años. El
Princess Boukhara
ancló al lado del airoso carguero que parecía abandonado, aunque la cubierta y el puente de mando acusaban huellas de un cierto mantenimiento. No se veía un alma a bordo. Abdul resolvió acercarse en la lancha, para ver el buque más de cerca. Así lo hizo y cuando estaba a pocos metros del costado del
Thorn
, un negro obeso, a medio despertar, se asomó por la barandilla de cubierta y en tono bastante áspero preguntó qué querían. Bashur le explicó que tenía noticias de que el barco estaba en venta y deseaba ponerse en comunicación con el dueño. El negro no respondió y de inmediato entró a un camarote donde debía estar la radio. Salió poco después y, con el mismo acento desabrido, explicó que el barco no se vendía, que el dueño vivía río arriba y no deseaba hablar con nadie. A Bashur, sin darse por vencido, a pesar de la evidente y agresiva reserva del negro, se le ocurrió preguntar a éste si el dueño seguía siendo el señor Jaime Tirado, conocido como
El Rompe espejos
. El vigilante cambió al instante. Temeroso y suspicaz, preguntó a Bashur si acaso conocía a esa persona. Abdul repuso que tenían algunos amigos comunes y a ellos debía la información sobre el
Thorn
. El hombre tornó a desaparecer y mucho después volvió para informarle que don Jaime vendría esa tarde para entrevistarse con él. Abdul regresó al
Princess Boukhara
para esperar al amigo de Lena. Vincas, que desde el barco siguió el diálogo con el cuidador del
Thorn
, le comentó:
—Estos negros de la costa del Pacífico son así: huraños y taimados, pero temibles cuando se irritan. Son todo lo opuesto a los del Caribe Abdul ya lo sabía y asintió con la cabeza.
La espera se hizo interminable. El sol, sin una nube en el cielo, había creado, a causa de la humedad ambiente, una atmósfera opalina que flotaba sobre las aguas tranquilas. Era un ambiente de leyenda celta pero en plena zona ecuatorial. Reinaba un silencio irreal y oprimente. Cada ruido en el buque repercutía en el ámbito con una sonoridad que se antojaba irreverente. El
Thorn
parecía suspendido en el aire y su silueta se copiaba en la serenidad del estuario, duplicando la gracia de su diseño, evocador de esos carteles de los años veinte que anunciaban los paquebotes de las grandes líneas de navegación, anclados en exóticos puertos del Asia o de las Antillas. Abdul no se cansaba de admirar el diseño del barco, que le despertaba nostalgias de una época que sólo conocía por referencias de sus mayores. Allí, frente a él, estaba el barco de sus sueños. El
Nebil
, que fue su último capricho, jamás estuvo al alcance de su vista por tanto tiempo ni ofrecido en ese marco de espejismo sereno, intemporal e hipnótico. La luz se fue haciendo menos intensa y todo el lugar tomó una ligera coloración naranja que se mudó pausadamente hasta llegar a un rojo operístico que se desvaneció al impulso de la gran noche de los trópicos, que se instaló de repente.
Con las primeras estrellas, que comenzaron a brillar en un cielo gris morado, se oyó a lo lejos el ronroneo de un motor que se acercaba desde el fondo del delta. Se despertó la brisa que rizó levemente la superficie de las aguas, fragmentando la imagen del
Thorn
en un inquieto rompecabezas. Donde el río se estrechaba, entre manglares y raquíticas palmeras desflecadas, apareció una embarcación que llegaba a gran velocidad. Era una de esas lanchas forradas en finas maderas, con los bronces resplandecientes de impecable diseño, más propia para lucirse en Mónaco o en Porto Ercole que en ese paisaje tropical, desamparado y soñoliento. La embarcación se detuvo al pie de la escalerilla del
Princess Boukhara
. La conducía el amigo de Lena, vestido con una camisa color rosa pálido y botones de concha, pantalones de lino de corte impecable, con las arrugas reglamentarias en cualquier Country Club de Alejandría o de Beirut. En la cabeza lucía un sombrero jipijapa auténtico, de esos que tejen las indias bajo el agua, durante la noche, que valen una fortuna. Un negro hercúleo, vestido de blanco y con los pies descalzos, que venía alelado del conductor, atrapó con una pértiga de fino cerezo, rematada con un gancho niquelado, la soga que servía de baranda a la escalerilla del buque y ayudó a subir a su patrón, que remontó los escalones con paso gimnástico y apresurado. Abdul lo esperaba arriba, atento a cada gesto del visitante.
Todas las premoniciones y diagnósticos del Gaviero le vinieron a la memoria mientras saludaba al recién llegado. De estatura un poco mayor que la mediana, tenía esa agilidad de movimiento, a veces un tanto brusca, propia de quien ha practicado los deportes durante buena parte de su vida. Pero esta primera impresión de salud se esfumaba al ver el rostro, cuyas facciones denunciaban a leguas eso que suele llamarse un «cabo de raza», o sea, el espécimen en donde termina el entrecruzamiento de muy pocas familias durante más de un siglo. Matrimonios que han tenido por objeto primordial conservar las vastas posesiones de tierras y el nombre que las distingue, sin mezcla de extraños ni de recién venidos por ricos que sean. La mandíbula un tanto caída, notoriamente prognática y, como consecuencia de ello, la boca de labios carnosos y sensuales, siempre entreabierta. La nariz protuberante pero de un trazo regular y firme, bajo una frente estrecha donde los huesos sobresalientes ocupan el breve espacio entre las cejas pobladas y el pelo ralo y desteñido que apenas cubre una no disimulada calvicie. Esa cara de Habsburgo clorótico cobraba, de pronto, una intensidad felina gracias a los ojos móviles, inquisitivos y siempre dando la impresión de percibir los más escondidos pensamientos del interlocutor. Las grandes manos, de palidez cadavérica, se movían con seguridad dando en todo momento el efecto de una fuerza animal en engañoso descanso.
—Me dicen que usted me buscaba, ¿no es así? Supongo que es Abdul Bashur —dijo mientras extendía la mano alargando el brazo lo más posible como para mantener a distancia a la otra persona.
—Sí, yo soy —repuso Bashur—. Usted es el señor Jaime Tirado, sin duda. Pase, por favor. Vamos a mi cabina. Allí podremos conversar cómodamente Abdul guió a Tirado a una pequeña oficina que comunicaba con su camarote. Vincas, de lejos, vigilaba la escena.
A pesar del anuncio del Gaviero, Bashur no pensó nunca encontrarse con un tan acabado ejemplar de lo que suele llamarse por esas tierras un «niño bien», no importa la edad que tenga. Que el tipo era de cuidado, lo denunciaban cada gesto y cada inflexión de sus palabras. Por debajo de sus buenas maneras, de su voz pausada de bajo y de su perpetua sonrisa, se advertía, sin dificultad, un aire de truhanería ganado a todas luces en experiencias posteriores a su educación en costosos colegios suizos y a sus éxitos deportivos en los clubes campestres de varias capitales del continente. Había perdido todo acento que pudiera identificarlo con algún país de Latinoamérica. «Este hombre —pensó Bashur, mientras se sentaban alrededor de una pequeña mesa de pulido caoba— ha matado no una sino varias veces. Es de los que se pasaron para siempre a la otra orilla como dice Maqroll». Todas las milenarias señales de alarma de hijo del desierto despertaron en él al instante y, con ellas, llegó esa ligera ebriedad causada por el peligro, tan parecida al placer erótico, que llevó a sus ancestros a buscar la muerte ante Carlos Mantel, en tierras de la Dulce Francia. Una serenidad, también heredada, lo poseyó como invocada en nombre del Profeta. La muerte estaba descartada. Sencillamente no existía. En ese ánimo se dispuso a escuchar al visitante.
—Dígame una cosa, si no es indiscreción: ¿usted le dio ese nombre al barco? —preguntó Tirado a boca de jarro. La pregunta traía escondida una tal dosis de insolencia, de burla, de intento de poner en su sitio al otro, que Abdul se quedó un instante sin responder.
—Sí —repuso finalmente—, lo bautizamos así con mi socio. El nombre nos trajo suerte en un negocio que pienso que a usted le hubiera interesado.
—No me diga —comentó Tirado—, ¿puedo saber de qué se trataba?
—Es una historia un tanto complicada y poco ortodoxa. Prefiero dejarlo con la curiosidad —Bashur sintió que ya estaba a mano.
—Dijo usted que lo enviaban comunes amigos. ¿Puedo saber quiénes son? —dijo Tirado cambiando de tono.
—Por supuesto. Se trata de las gemelas Vacaresco, que conocí en compañía de mi socio hace poco en Southampton.
—¿Tanto han descendido? —interrumpió Tirado, en otro intento de irritar a Bashur.
—Más precisamente, fue Lena quien me habló de usted y del
Thorn
—prosiguió Bashur sin tomar en cuenta el comentario del otro—, como también del viaje que hicieron juntos desde Panamá hasta aquí. Conservaba una fotografía que vi por casualidad y me llamaron la atención las cualidades del buque. Ella tuvo la amabilidad de obsequiármela. Aprovechando un viaje que he tenido que hacer a Guayaquil se me ocurrió pasar por aquí y conocer tanto al barco como a su dueño.
Bashur había sacado de su cartera la foto del
Thorn
y de la pareja y se la alcanzó a Tirado, quien la tomó en la mano, sin verla, mientras, revelando el otro aspecto de su carácter, concluyó:
—Pues bien, el barco ya lo vio y en cuanto a conocerme a mí creo que ya hizo lo más que se puede en tal sentido. Veo que sabe ya que me llaman
El Rompe espejos
. Curioso apodo, ¿verdad? El que destruye su propia imagen y la de los demás, el que hace pedazos ese otro mundo del que nada sabemos. No me choca. Casi le diría que me he esmerado en cultivarlo y, quizá, también, en merecerlo. Ya le contaré más tarde cómo nació. Es una historia necia, pero, en alguna forma, dieron en el blanco los que así me apodaron. Respecto al
Thorn
quisiera decirle, desde ahora, que no me interesa venderlo. Me interesaría negociarlo. Eso es diferente. Darlo, no a cambio de dinero, sino de otra cosa. No sé si me entiende.
—No, en verdad no le entiendo. Me gustaría que me lo explicara —repuso Abdul, que había entendido perfectamente, mientras extendía la mano para tomar la foto que Tirado no había visto.
—¿Tanto le interesaba el barco? Qué curioso. No me lo puedo imaginar como coleccionista de viejos modelos de
tramp steamers
. Este barco en el que estamos no estaría, por ejemplo, en la colección —repuso
El Rompe espejos
con evidente intención de seguir buscando un lado débil a su interlocutor. Con calma digna de un jeque negociando el paso por sus tierras de un oleoducto de la Aramco, Bashur respondió:
—No. No hago colección de viejos barcos. En mi familia somos armadores y transportadores, en modesta escala, desde luego. El
Princess Boukhara
, a pesar del nombre que tanto le divierte, me sirve perfectamente para lo que necesito. Un barco como el
Thorn
me atrae más bien para mi uso personal y disfrutar acondicionándolo a mi gusto. Ahora bien. Usted habla de negociar. Eso me interesa. Bien sabe que mi gente lleva unos cuatro mil años dedicada a hacerlo con cierto éxito, diría yo. ¿No cree?
—De acuerdo —contestó
El Rompe espejos
, dejando colgar su labio inferior en lo que quiso ser una sonrisa amable—. Pero recuerde que cada negocio que ustedes hacen hoy pone a prueba esos cuatro mil años. Pero, bueno, vamos al grano. Le propongo que venga conmigo. Lo invito a cenar en mi casa. Allí le haré saber las condiciones en las que me puede interesar desprenderme de esa joya. En medio de esta desolación no se inspira uno. Allí estaremos más cómodos.
Abdul Bashur se sacó de la manga una carta que tenía preparada para jugarla en el momento indicado:
—Le acompañaré con mucho gusto. Si quiere que le confiese la verdad, prefiero mil veces negociar con
El Rompe espejos
que con Jaime Tirado. Es un terreno que me resulta más familiar. Disculpe si no le he ofrecido algo de tomar, pero no traigo alcohol, soy musulmán. Partimos cuando usted lo desee. Estoy listo —se puso de pie y el otro hizo lo mismo, a tiempo que comentaba con una sonrisa, ya no tan natural como la que traía al llegar:
—No puedo creer que les haya aplicado la ley seca a las hermanitas Vacaresco que beben como cosacas. Sobre su preferencia a negociar con
El Rompe espejos
, allá usted, como se sienta más cómodo. Respecto al terreno que compartimos, podría agregar algunas cosas que quizás le hagan cambiar de idea, pero, en fin, pago sin ver, como dicen en el póker.
Abdul no hizo comentario alguno. Invitó a pasar primero a Tirado y lo siguió hasta la escalerilla.
—Permítame un momento, voy a dejar algunas instrucciones. Ya estoy con usted —le dijo y regresó al puente de mando para hablar con Vincas.
El Rompe espejos
descendió hasta su lancha y allí se sentó a esperar en actitud indiferente.
En pocas palabras, Abdul explicó a Vincas lo hablado con
El Rompe espejos
y ordenó estar alerta, armar a algunos de sus hombres de mayor confianza con los tres rifles israelíes y las pistolas Walter 45 que había a bordo, y vigilar sin descanso el
Thorn
y el camino por donde llegó Tirado.
—No creo que ese barco valga la pena de arriesgar en esa forma el pellejo. Ese tipo es de lo peor que me he encontrado en mi vida de marino —comentó Vincas con aire preocupado.
—Ya no es el barco lo que me mueve —repuso Abdul—, es otra cosa. Nunca he tolerado digerir esta clase de desafíos sin responder a ellos. Tampoco el
Thorn
será para mí. Tanto mejor.