Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (50 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Warda, la hermana de Bashur, los observaba de uno en uno. Había comenzado con el capitán y ahora se detenía en Abdul. «Era una aparición de una belleza absoluta —trato de reconstruir las palabras del marino en la noche del gran río—, alta, de rostro armonioso con rasgos de mediterránea oriental afinados hasta casi ser helénicos. Los grandes ojos negros tenían una mirada lenta, inteligente, en donde la prisa o la demasiada evidencia de una emoción se hubieran visto como un desorden inconcebible. El pelo negro, azulado, de una densidad de miel, caía sobre los hombros rectos semejantes a los de los
kouro
del museo de Atenas. Las caderas estrechas y cuya suave curva remataba en unas piernas largas, levemente llenas, también semejantes a las de algunas Venus del Museo Vaticano, le daban al cuerpo erguido un toque definitivamente femenino que disipaba de inmediato cierto aire de efebo. Los pechos amplios y firmes acababan de completar el efecto de las caderas. Llevaba una chaqueta de alpaca azul sobre los hombros y una falda tableada color tabaco claro. Una blusa de seda de corte clásico y una bufanda de seda con rombos verdes, rojos y marrones que traía al cuello colgada simplemente alrededor de éste, contribuían a dar al conjunto un barniz europeo, occidental diría yo más bien, que se veía buscado a propósito. Los labios un tanto salientes, pero de un diseño perfecto, insinuaron una sonrisa y las cejas negras, densas sin llegar a romper la armonía del rostro, se distendieron al mismo tiempo. "Buenos días, señores", saludó en francés sin pretender ocultar el acento árabe que me pareció particularmente gracioso. Tenía una voz firme, cuyos tonos bajos alcanzaban a veces una levísima ronquera involuntaria pero de una sensualidad que llegaba, en ocasiones, a desconcertar. Besó a su hermano en la mejilla con aire mundano que le quitaba al gesto cualquier aspecto familiar y a nosotros nos tendió la mano en un apretón firme pero con el brazo un tanto estirado como queriendo establecer una distancia despersonalizada pero evidente». Creo que no sobra advertir a mis lectores que ciertas alusiones museográficas hechas en esta descripción han corrido por mi cuenta. Iturri mencionó algo como «esas estatuas de mujer que hay en Roma» o «los
kouros
que hay en Atenas». Relató, luego, cómo visitaron hasta el más apartado rincón del barco y cómo Warda mostró conocer con suficiente autoridad detalles relacionados con las máquinas, la capacidad de las bodegas y el funcionamiento de las grúas. Caminaba al paso con los hombres que le acompañaban, con un andar firme, decidido, pero al que nunca se le hubiera podido aplicar el carácter de deportivo. «Era una levantina cien por ciento —aclaró Iturri— y su voluntad de asumir las modas y la vida occidental para nada alteraba esos signos inequívocos, esenciales, propios de su raza. Es más, a medida que se la conocía mejor uno se daba cuenta de que estaba no sólo satisfecha sino orgullosa de su sangre árabe».

Volvieron a la cabina para seguir conversando y Warda propuso ir al vestíbulo del hotel donde se hospedaba. «Allá estaremos más cómodos y podremos tomar algo. ¿O tal vez el capitán desea ver aquí alguna otra cosa?». Por la cabeza de Jon alcanzó a pasar la idea de soltar un piropo digno de colegial, algo como: «Aquí no hay nada más que ver que usted». Fue, apenas, una tentación inmediatamente reprimida pero era curioso que aún la recordara. «No, es suficiente. Por mí, podemos irnos ya», fue lo que respondió, protegiéndose en sus escuetos pero impecables modales de vasco de buena cepa. En ese momento se dio cuenta que Warda lo miraba de vez en cuando con interés no exento de curiosidad. Trataba, seguramente, de medir las capacidades profesionales del hombre del que iba a depender en buena parte la solución práctica de su futuro. Cuando él le cedió paso para que bajara la escalerilla, Warda lo miró con una sonrisa que descubrió sus dientes grandes y regulares, de un blanco levemente marfileño. También la piel tenía ese tenue tono oliváceo resaltado por los colores de la ropa con evidente intención. «La sonrisa fue de aprobación —me explicaba Jon con una seriedad un tanto conmovedora—, de conformidad, no solamente con mis dotes de marino, sino con algo más personal. Pero tampoco más allá de un mostrarse satisfecha con algunas particularidades exteriores de mi aspecto y de mis maneras. En lo que a mí toca, estaba por completo subyugado con esa mezcla de hermosura inconcebible, una inteligencia firme y un carácter reciamente definido, que mostraba su propósito de romper toda amarra que la atara al tótem familiar y secular de su gente. En el vestíbulo del pequeño pero elegante hotel de Pola donde se hospedaba Warda, seguimos hablando del negocio. Los hermanos pidieron un jugo de fruta; aunque no profesaban la religión islámica, parecían respetar ocasionalmente ciertas reglas coránicas. Me dio la impresión de que Abdul nos hubiera acompañado con alguna bebida alcohólica, pero que se había abstenido de hacerlo por estar su hermana menor presente. El Gaviero pidió un Campara con ginebra y hielo y yo pedí lo mismo, olvidando mi principio de jamás tomar alcohol antes del mediodía. Este y otros síntomas bien evidentes comenzaban a indicarme que algo estaba cambiando en mí para siempre y que esa mudanza tenía su origen en la presencia de Warda. Otra señal fue mi aceptación, indiscriminada y sin mayores preámbulos, de las condiciones del convenio con los Bashur. Aún hoy día sigo sin poder recordar a ciencia cierta todas las cláusulas del mismo. Lo único que conservo claro en la memoria son las pocas pero terminantes intervenciones de la hermana de Abdul, relacionadas con la forma como debía operarse el barco desde el punto de vista comercial: "No quiero que se comprometa a transportar carga que signifique riesgo de ninguna clase. Hay que evitar el menor roce con las compañías de seguros y con las autoridades aduanales", declaró mientras miraba con cierta intención más que evidente al Gaviero y a su hermano. Éstos debían ser expertos en tal clase de tráficos, porque se miraron sonriendo pero sin hacer ningún comentario. Otra condición que exigió Warda en forma igualmente perentoria no podré olvidarla jamás, ya verá más tarde por qué: "Deseo supervisar en forma personal y periódica el manejo comercial del barco. Para esto, usted, capitán, hará el favor de mantenerme enterada de sus itinerarios y yo le dejaré saber en qué puerto nos debemos encontrar. Es claro que, en todo lo que tenga que ver con mantenimiento, contrato de personal y viajes del
Alción
, tiene completa libertad y absoluta autonomía"».

Iturri asintió de inmediato, sin parar mientes en lo que podían significar estos sucesivos encuentros y la responsabilidad que suponían de rendir cuentas de su trabajo. Se convino en que la regularización notarial del convenio y el registro correspondiente en las oficinas portuarias se harían en Pola a la mayor brevedad. Wanda fue la primera en ponerse de pie y despedirse. Deseaba descansar un poco, dijo, porque había viajado toda la noche en un tren detestable que la trajo desde Viena. Cuando le estrechó la mano a Iturri, le dijo entre seria y sonriente: «Estoy segura de que el
Alción
tendrá un excelente capitán y usted una socia que no le dará problemas. Dígame, ¿su padre o su madre eran ingleses?». «No —le contestó él divertido, porque ya sabía el porqué de la pregunta—, todos mis antepasados son vascos y han vivido por siglos en la misma región. Si me lo pregunta por el nombre, se trata de una simple casualidad. Jon es un nombre tan vasco como Iñaki. Se escribe sin la hache del nombre inglés». «Muy bien —dijo ella—, lo tendré en cuenta. Yo le hubiera puesto la hache y habría metido la pata». Jon se limitó a mover la cabeza en señal de que no tenía importancia. Los tres hombres se quedaron un rato afinando algunos detalles del contrato. Luego fueron a comer a una taberna del puerto. La conversación estuvo dedicada a historias de mar que corrieron casi en su mayoría por cuenta del Gaviero, cuya experiencia en ese campo daba la impresión de ser inagotable. «Cambió totalmente mi primera impresión sobre el socio de Bashur —aclaró el vasco—. Me di cuenta de que mis prejuicios provincianos y nacionales no me habían dejado percibir a primera vista la enorme riqueza de experiencia y la humanidad densa y calurosa de este hombre cuya nacionalidad no acabé de conocer como tampoco la pronunciación de su nombre, que tenía un lejano parecido con algo escocés pero que también podía ser turco o iraní. Supe, luego, que andaba con pasaporte chipriota. Pero eso nada quiere decir porque él mismo me insinuó que no me fiara de la autenticidad del documento».

Bashur y su amigo tornaron al día siguiente a Amberes. Warda dijo que también regresaría a Viena tan pronto estuvieran listos los papeles que debía firmar junto con Jon. Esto se hizo un día después de la partida de Bashur. Iturri llevó sus pertenencias al barco y arregló su camarote con minuciosidad de escolar. Allí iba a transcurrir un tiempo indeterminado, pero que no sería menor de dos años según rezaba el contrato. Tuvo luego una reunión con cuatro mecánicos y un contramaestre que le habían recomendado en la oficina del puerto y se dedicó a buscar al resto de la tripulación en algunas listas de personal disponible pegadas en las grandes puertas de entrada a los muelles. Estaba examinando una de ellas cuando le sorprendió la voz de Warda Bashur, que le hablaba casi al oído, a espaldas suyas: «Yo no confiaría mucho en esas listas. Allá usted. Es posible que me pase de desconfiada». Volvió a mirarla y el hecho de que estuviera con ropa diferente lo desconcertó un poco en el sentido de que la belleza de la muchacha tornó a dejarlo sin palabras. Llevaba un sencillo traje de algodón con grandes flores en diversos tonos pastel. Otra vez sobre los hombros llevaba una chaqueta larga de lana cruda. «Yo la hacía ya en Viena», le comentó él por decir algo. «Pero cómo pensó que me iba a ir sin despedirme de mi socio. Además, todavía hay asuntos que hablar. ¿Tiene algún compromiso para cenar esta noche?», le preguntó Warda. «No, estoy libre. Dónde quiere que cenemos», repuso él entre ilusionado y curioso ante la posibilidad de cenar con ella a solas. «No sé si usted sea muy entusiasta de los
frutti di mare
. A mí me cansan un poco. Hay una taberna yugoeslava en la calle que está detrás del hotel donde usted se hospedaba. ¿Qué le parece si nos vemos allá a las ocho?». No pudo contenerse y le propuso que pasaría por ella al hotel. «Es usted muy amable, pero sé muy bien cuidarme sola y me gusta ir mirando las pocas vitrinas de la calle principal. Eso irrita mucho a los hombres». Siempre había en las palabras de Warda como una escondida invitación a que él le contestara con una galantería. Al menos así se lo parecía a Iturri, quien estuvo a punto de decirle que, muy al contrario de aburrirle, el proyecto le parecía encantador. Pero no lo hizo. Un instinto perspicaz le apartaba de tales tentaciones. Había en ella un aplomo, un leve acento de autoridad en su manera de hablar con él y también con Abdul y su compañero, que no admitían esos galanteos fáciles con los que gustan jugar muchas mujeres. Jon se limitó, pues, a confirmar que estaría a la hora indicada y ella se despidió con el apretón de manos de siempre. Jon había perdido las ganas de seguir revisando las tales listas y se fue al barco para ordenar al contramaestre —un argelino de mirada torva pero carácter manso y maneras lentas que le inspiraban plena confianza— que se hiciera cargo de enrolar a los hombres que hacían falta. Al menos los necesarios para el primer viaje. Quería ir primero a Hamburgo, en donde varios amigos suyos comerciantes de café podrían darle carga para los países escandinavos y algunos puertos del Báltico.

Cuando llegó al restaurante, ella lo estaba esperando. Él le comentó con sorna que, al parecer, no había vitrinas muy interesantes en el trayecto desde el hotel. «Ni interesantes ni de ninguna clase. No hay nada. Ésta es una ciudad muerta, buena para veraneantes despistados. Esta clase de sitios me deprimen fácilmente». Iturri pensó que la educación de la hermana menor de los Bashur debió costarle a la familia más de un dolor de cabeza. La comida era excelente y, mejor aún, el vino: un blanco de la Bosnia ligeramente picante, con leve aroma frutal de naturalidad indiscutible. Hablaron de Hamburgo, de los proyectos para el futuro y de cómo harían para estar en comunicación. Ella daría al capitán un número de apartado en Marsella y de allí le harían llegar las cartas a donde estuviera. Él le preguntó si pensaba viajar mucho. «Por lo del correo —le explicó—, no por otra cosa». «¿Qué otra cosa podría ser?», le preguntó ella con tono de cordial desafío. «Curiosidad, pura y simple curiosidad. Los hombres solemos ser mucho más curiosos que las mujeres. Lo que pasa es que sabemos disfrazarlo mejor», repuso él en el mismo tono. Ella le comentó que precisamente quería hablarle sobre algo relacionado con eso: «Hasta ahora he vivido bajo el control de mis hermanas mayores y de mis hermanos. Pero éstos no han sido tan estrictos como pudiera pensarse en una familia musulmana. Son mis hermanas las que se han encargado de la tarea y lo han hecho a conciencia. Eso tenía cierto sentido cuando era menor de edad. Pero ahora tengo veinticuatro años y la cosa, además de insoportable, es ridícula. Mis hermanas, con esposo las dos, son las típicas mujeres resignadas que siguen con fingido interés los negocios de sus maridos, se encargan de sus hijos y mantienen la casa en orden. Siempre han querido que haga lo mismo. Lo curioso es que no he sido ni soy rebelde. Tal vez quiera un destino algo semejante al de mis hermanas, pero escogido por mí y dentro del marco de ciertos gustos y preferencias personales que no tengo aún muy firmes pero que espero consolidar viviendo un poco en París, otro poco en Londres y algo en Nueva York. Soy una lectora devorante y me apasiona la pintura. La pintura colgada en las paredes. Soy incapaz de trazar una línea que se parezca a algo. Por todo eso he querido pedirle que por ningún motivo se dirija a mi familia para entrar en contacto conmigo, ni comente con ellos, si algún día se encuentra con alguno, nada sobre mis desplazamientos. No tengo nada que ocultar, pero si les dejo la menor rendija por ahí se cuelan y no van a dejarme hacer las cosas como quiero. No deseo darle la impresión de una joven en plena crisis de rebeldía. Le repito que soy persona bastante tranquila, me irritan los excesos, las exageraciones y las grandes frases. Tampoco suelo aferrarme a nada que crea definitivo. Nada lo es. Lo poco vivido me basta para constatarlo. Tal vez le parezca raro que me detenga en algo tan personal, pero como conozco muy bien a mi gente, deseo estar al abrigo de cualquier intervención de ellos en mi vida, al menos por ahora, en este período de prueba y formación, como lo llamo yo un tanto pomposamente». Desde luego, Iturri le dio todas las seguridades de que preservaría su independencia y hasta se arriesgó a comentarle que le parecía un plan que indicaba una sensatez inobjetable. Estaba seguro de que el resultado de esa experiencia europea, en alguien como ella, podía anticiparse muy sólido, muy positivo y seguramente significaría un cambio radical en muchas de sus ideas y costumbres. Ella se apresuró a decirle que ni lo esperaba tan radical, ni quería cambiar muchas de las cosas que ahora constituían su vida. «Digamos que soy conservadora pero que quiero decidir qué es lo que voy a conservar, sin consultarlo con los demás ni esperar su aprobación».

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